Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras - Michelle Celmer - E-Book

Princesa temporal - Donde perteneces - Más que palabras E-Book

Michelle Celmer

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Beschreibung

Princesa temporal Olivia Gates Cuando el rey ordenó al príncipe Vincenzo D'Agostino que se casara, él supo que solo había una mujer posible: Glory Monaghan, la amante que lo había traicionado seis años antes. Así, complacería al regente y conseguiría a la mujer que no podía olvidar. Donde perteneces Michelle Celmer Lucy Bates puso pies en polvorosa al descubrir que estaba enamorada de Tony Caroselli, pues ¿cómo podría ella estar a la altura de su poderosa familia? El problema era que estaba embarazada de él, y cuando regresó para contárselo, se encontró con que Tony estaba casándose con otra mujer. Más que palabras Heidi Rice Cassie se había propuesto encontrar al hombre perfecto, a ser posible un chico malo y multimillonario, y atreverse a todo para conseguirlo, aunque eso significara meterse en el coche del sexy Jace Ryan. Por una vez en su vida, Cassie estaba dispuesta a dejarse llevar por el momento y a no pensar en el futuro, pero olvidó tener presente una cosa: con Jace solo podía tener algo temporal y no debía enamorarse de él.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 461 - enero 2021

 

© 2013 Olivia Gates

Princesa temporal

Título original: Temporarily His Princess

 

© 2014 Michelle Celmer

Donde perteneces

Título original: Caroselli’s Accidental Heir

 

© 2011 Heidi Rice

Más que palabras

Título original: On the First Night of Christmas...

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2014

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas

por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-167-2

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Princesa temporal

Prólogo

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Donde perteneces

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Más que palabras

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

Seis años antes

 

Vincenzo se quedó paralizado al oír la puerta. Ella estaba allí. Los músculos se le tensaron. La puerta se cerró de golpe y se oyeron unos pasos rápidos.

Sus guardas no lo habían alertado. No había sonado ningún timbre. Ella era la única a quien había dado llaves y acceso ilimitado a su ático.

Le había dado más que acceso a su espacio personal, le había otorgado dominio sobre sus prioridades y pasiones. Era la única mujer en la que había confiado plenamente. La había amado.

Y todo había sido una mentira. Sintió un pinchazo acerado en el estómago. Ira. Sobre todo, ira contra sí mismo.

Incluso tras tener pruebas de su traición, se había aferrado a la idea de que ella podría darle explicaciones. Tal era el poder que tenía sobre él.

Eso debería haberlo alertado. Era desconfiado por naturaleza. Nunca había dejado que nadie se le acercara. Ya como príncipe de Castaldini, había sospechado de las intenciones de la gente. Tras convertirse en un investigador estrella en el campo de las energías alternativas, había perdido la esperanza de tener una relación genuina.

Hasta que había llegado ella. Glory.

En cuanto la vio, sintió una atracción irresistible. Desde su primera conversación se había sumergido en un pozo de afinidad, antes desconocida para él. La conexión había sido mágica. Ella había despertado todas sus emociones y satisfecho sus necesidades, físicas, intelectuales y espirituales.

Pero para ella él solo había sido un medio para un fin. Un fin que había conseguido.

Tras quedar casi devastado por el fuego de la agonía, la lógica había ganado la batalla. Buscar venganza solo habría acrecentado los daños, así que optó por dejar que el dolor lo consumiera. Se había ido sin decirle una palabra.

Pero ella no lo había dejado irse sin más. Sus constantes mensajes habían pasado de la preocupación al frenesí. Cada uno le rompía el corazón, primero por el deseo de tranquilizarla, después por la furia de haberse dejado engañar otra vez. Hasta que llegó ese último mensaje: desgarrador, digno de una mujer que estuviera loca de miedo por la seguridad de su amante.

Le había causado un dolor tan agudo que había comprendido que solo podía haber una razón tras tanta persistencia: el plan de Glory aún no había triunfado. Incluso si intuía que la evitaba porque sospechaba de ella, parecía dispuesta a arriesgarlo todo para volver a acercarse y concluir lo que había iniciado.

Por eso le había dejado descubrir que había vuelto, sabiendo que correría a arrinconarlo. Pero, a pesar de haberlo planeado, no estaba listo para verla ni para hacer lo que tenía que hacer.

No tendría que haberle dado la oportunidad de volver a invadir su vida. No estaba preparado.

–¡Vincenzo!

Una criatura pálida, que apenas se parecía al ser vibrante que había capturado su cuerpo y su corazón, irrumpió en la habitación.

Con los ojos turbios e hinchados por lo que parecían horas de llanto, lo miró desde el umbral del dormitorio en el que habían compartido placeres inimaginables durante seis meses. De repente, se lanzó hacia él y lo abrazó como si fuera su salvavidas en un naufragio.

Y él supo cuánto la había echado de menos. Anhelaría a esa mujer a la que había amado, pero que no existía, hasta el fin de sus días.

Su mente se deshizo con la necesidad de apretarla entre sus brazos, de inhalar su aroma. Se esforzó para no hundirle las manos en el pelo, atraer su rostro y besarla. Sus labios necesitaban sentir los de ella una última vez.

Como si percibiera que estaba a punto de rendirse, ella le depositó una lluvia de besos en el rostro. La tentación fue como un nudo corredizo alrededor de su cuello. Sus manos se movieron, como si tuvieran voluntad propia, pero las detuvo a tiempo.

–Mi amor, mi amor.

Controlando un rugido, la inmovilizó antes de que le robara la voluntad y la coherencia.

Ella permitió que la apartara y alzó el rostro hacia él. Sus ojos parecían anegados por esos sentimientos que tan bien sabía simular.

–Oh, cariño, estás bien –lo abrazó de nuevo–. Me volví loca cuando dejaste de contestar a mis llamadas. Pensé que había ocurrido algo horrible.

Él comprendió que su estrategia, por lo visto, iba a ser la de simular inocencia hasta el final.

–No ha ocurrido nada –su voz sonó ronca, fría.

–¿Hubo otro fallo de seguridad? ¿Te aislaron para descubrir al culpable de la filtración?

A él lo asombró su audacia. Tal vez se creía demasiado lista para ser descubierta. Si se sentía segura, no se le ocurriría otra razón para que él se mantuviera alejado mientras su equipo de seguridad descubría cómo seguían filtrándose al exterior los resultados de su investigación.

Era mejor así. Le daba la oportunidad perfecta para despistarla.

–No ha habido filtraciones –se esforzó por aparentar serenidad–. Nunca.

–Pero me dijiste… –el alivio inicial dio paso a la confusión. Calló, desconcertada.

Esa, por fin, era una reacción genuina. Él le había contado los incidentes y problemas que había tenido mientras le robaban sistemáticamente el trabajo de su vida. Y ella había simulado angustia e impotencia por sus pérdidas.

–Nada de lo que te dije era cierto. Permití que filtraran resultados falsos. Me complacía imaginar la reacción de los espías cuando se dieran cuenta y el castigo que recibirían por entregar información errónea. Los resultados reales están a salvo, a la espera de que yo esté listo para desvelarlos.

Era mentira, pero esperaba que ella transmitiera la información a quien la hubiera contratado, para que la desecharan sin probarla. La camaleónica mujer ocultó su sorpresa.

–Eso es fantástico pero, ¿por qué no me lo dijiste? –sonó entre insegura y dolida–. ¿Creías que te vigilaban? ¿Incluso aquí? –se encogió–. Una simple nota me habría evitado tanta angustia.

–Le di a todos la versión que necesitaba que creyeran, para convencer también a mis oponentes –apretó los dientes–. Solo las personas en las que más confío saben la verdad.

–¿Y yo no soy una de ellas? –preguntó ella, titubeante, procesando lo que había dicho.

–¿Cómo ibas a serlo? –por fin podía dar rienda suelta a su antipatía–. Se suponía que iba a ser una aventura breve, pero eres demasiado pegajosa; no quise molestarme en poner fin a la relación. Al menos, antes de encontrar a una buena sustituta.

–¿Sustituta? –parecía que acabara de recibir una puñalada en el corazón, pero él no la creyó.

–Con mi agenda, solo puedo permitirme parejas sexuales que hagan mi voluntad. Por eso me convenías, por tu complacencia. No es fácil encontrar esa clase de amantes. Dejo marchar a una cuando encuentro a otra. Como he hecho.

–Lo nuestro no era así –el dolor oscureció sus ojos color turquesa.

–¿Qué creías que era? ¿Un gran amor? ¿Qué te llevó a pensar eso?

–Tú… –sus labios temblaron– dijiste que me amabas.

–Me gustaba tu forma de actuar. Aprendiste a complacerme muy bien. Pero incluso una pareja sexual tan maleable como tú solo puede mantener mi interés un breve periodo de tiempo.

–¿Eso es todo lo que era para ti, una pareja sexual?

–No. Cierto –intentó que la estelar actuación de ella no lo rindiera–. Pareja implica un vínculo significativo. El nuestro no lo era. No me digas que no quedó claro desde el primer día.

Habría jurado que sus palabras la desgarraban como un cuchillo oxidado. Si no hubiera tenido pruebas de su perfidia, la agonía que simulaba habría dado al traste con sus defensas. Pero a esas alturas, solo le endurecía el corazón. Quería verla gritar y deshacerse en lágrimas falsas. Pero ella se limitaba a mirarlo con ojos húmedos.

–Si es una broma, por favor, déjalo… –musitó.

–Vaya. ¿En serio creías que eras algo más que un revolcón para mí?

Ella se estremeció como si la hubiera golpeado. A él le costó controlarse al verla así. Tenía que poner fin a la escena o se rendiría.

–Tendría que haber sabido que no captarías las pistas. Por cómo creías todo lo que decía, quedó claro que careces de astucia. Es obvio que no te convertí en mi directora ejecutiva de proyectos por méritos. Pero empieza a irritarme que actúes como si te debiera algo. Ya pagué por tu tiempo y tus servicios mucho más de lo que valían.

Por fin, las lágrimas se desbordaron, trazando surcos pálidos en sus mejillas.

–La próxima vez que un hombre se vaya, déjalo ir. A no ser que prefieras oír la verdad sobre lo poco que te valoraba…

–Calla… por favor –alzó las manos–. Lo que percibí de ti era real e intenso. Si ya no sientes eso, al menos déjame mis recuerdos.

–Pareces haber olvidado quién soy y el calibre de las mujeres a las que estoy acostumbrado. Tu sustituta llegará en unos minutos. ¿Te apetece quedarte?

Él, pensando que iba a dejar de actuar, le dio la espalda.

–Yo te amaba, Vincenzo –gimió ella, llorosa–. Creía en ti, pensaba que eras un ser excepcional. Pero resulta que usas a la gente. Y nadie lo sabe porque mientes de maravilla. Desearía no haberte conocido y espero que una de mis «sustitutas» te haga pagar por lo que has hecho.

–Si quieres ponerte a malas, que así sea –dijo él, perdiendo los nervios–. Vete o, además de no haberme conocido, desearás no haber nacido.

Sin inmutarse por la amenaza, ella se dio la vuelta y salió de la habitación.

Él esperó a oír el ruido de la puerta al cerrarse. Después, se rindió al dolor.

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

En el presente

 

Vincenzo Arsenio D’Agostino miró al rey y llegó a la única conclusión lógica: el hombre había perdido la cabeza.

La presión de gobernar Castaldini al tiempo que dirigía su multimillonario imperio empresarial había podido con él. Porque además, era el marido y padre más atento y cariñoso del planeta. Ningún hombre podía campear todo eso y mantener intactas sus facultades mentales.

Esa tenía que ser la explicación de lo que acababa de decir.

Ferruccio Selvaggio-D’Agostino, hijo ilegítimo, y «rey bastardo» en boca de sus oponentes, torció la boca.

–Cierra la boca de una vez, Vincenzo. Y no, no estoy loco. Busca esposa. Ya.

–Deja de decir eso.

–El único culpable de las prisas eres tú –los ojos acerados de Ferruccio destellaron, burlones–. Hace años que te necesito en este puesto, pero cada vez que lo sugiero en el consejo, les da una apoplejía. Hasta Leandro y Durante hacen una mueca cuando oyen tu nombre. La imagen de playboy que has cultivado es tan notoria que hasta las columnas de cotilleo le quitan importancia. Y esa imagen no sirve en el entorno en el que necesito que actúes.

–Esa imagen nunca te perjudicó a ti. Mira dónde estás ahora. Eres rey de uno de los estados más conservadores del mundo, con la mujer más pura de la tierra como reina consorte.

–Solo me llamaban Salvaje Hombre de Hierro por mi apellido y por mi reputación en los negocios –dijo Ferruccio, divertido–. Mi supuesto peligro para las mujeres era una exageración. No tuve tiempo para ellas mientras me abría camino, y sabes que estuve enamorado de Clarissa seis años antes de hacerla mía. Tu fama de mujeriego no te ayudará como emisario de Castaldini en las Naciones Unidas. Necesitas rodearte de respetabilidad para borrar el hedor de los escándalos que te atribuyen.

–Si eso te quita el sueño, me moderaré –Vincenzo hizo una mueca–. Pero no buscaré esposa para apaciguar a los fósiles de tu consejo. Ni me uniré al trío de esposos dóciles que formáis Leandro, Durante y tú. En realidad, estáis celosos de mi estilo de vida.

Ferruccio le lanzó una de esas miradas que hacía que se sintiera vacío y deseara darle un puñetazo. La mirada de un hombre feliz a quien le parecía patético el estilo de vida de Vincenzo.

–Cuando representes a Castaldini quiero que la prensa se centre en tus logros para el reino, Vincenzo, no en tus conquistas ni en sus declaraciones cuando las cambias por otras. No quiero que el circo mediático que rodea tu estilo de vida enturbie tus negociaciones diplomáticas y financieras. Una esposa demostrará al mundo que has cambiado y apaciguará a la prensa.

–¿Cuándo te volviste tan aburrido, Ferruccio? –Vincenzo movió la cabeza, incrédulo.

–Si preguntas cuándo empecé a defender el matrimonio y la vida familiar, ¿dónde has estado estos últimos cuatro años? Apruebo las bondades de ambas cosas. Y ya es hora de que te haga el favor de empujarte hacia ese camino.

–¿Qué camino? ¿El de «felices para siempre»? ¿No sabes que es un espejismo que la mayoría de los hombres persiguen sin éxito? ¿No te das cuenta de que fue casi un milagro que encontraras a Clarissa? Solo un hombre entre un millón encuentra la felicidad que compartes con ella.

–Dudo de esa estadística, Vincenzo. Leandro encontró a Phoebe, y Durante a Gabrielle.

–Otros dos golpes de suerte. A todos os ocurrieron cosas terribles en vuestra infancia y adolescencia, así que ahora os ocurren cosas muy buenas en compensación. Como mi vida tuvo un inicio idílico, parezco destinado a no recibir nada más, para restablecer el equilibrio cósmico. Nunca encontraré un amor como el vuestro.

–Estás haciendo cuanto puedes para no encontrar el amor, o permitir que te encuentre…

–He aceptado mi destino –lo interrumpió Vincenzo–. El amor no cabe en él.

–Precisamente por eso deseo que busques esposa. No quiero que pases toda la vida sin la calidez, intimidad, lealtad y seguridad que solo proporciona un buen matrimonio.

–Gracias por el deseo. Pero no es para mí.

–¿Lo dices porque no has encontrado el amor? El amor es un plus, pero no es imprescindible. Tus padres empezaron siendo compatibles en teoría y acabaron siéndolo en la práctica. Elige esposa con el cerebro y las cualidades que te atrajeron tejerán un vínculo que se reforzará con el tiempo.

–¿Eso no es hacer las cosas al revés? Tú amabas a Clarissa antes de casarte.

–Eso creía. Pero lo que sentía por ella era una fracción de lo que siento ahora. Según mi experiencia, si tu esposa te gusta un poco al principio, tras un año de matrimonio estarás dispuesto a morir por ella.

–¿Por qué no reconoces que eres el tipo con más suerte del mundo, Ferruccio? Puede que seas mi rey y que te haya jurado lealtad, pero no te conviene restregarme tu felicidad. Ya te he dicho que es imposible que yo encuentre algo similar.

–Yo también creía que la felicidad no estaba a mi alcance, que siempre estaría vacío emocional y espiritualmente, sin acceso a la mujer a quien amaba e incapaz de conformarme con otra.

Vincenzo se preguntó si Ferruccio había sumado dos y dos y comprendido por qué él estaba tan seguro de que nunca encontraría el amor. Sintió una punzada de amargura y tristeza.

–Pronto cumplirás los cuarenta…

–¡Tengo treinta y ocho! –protestó Vincenzo.

–… y llevas solo desde que fallecieron tus padres, hace dos décadas –concluyó Ferruccio.

–No estoy solo. Tengo amigos.

–Para los que no tienes tiempo y que no tienen tiempo para ti –Ferruccio alzó la mano para silenciarlo–. Crea una familia, Vincenzo. Es lo mejor que puedes hacer, por ti y por el reino.

–Lo siguiente será que me elijas esposa.

–Si no lo haces tú cuanto antes, lo haré yo.

–¿Te aprieta demasiado esa corona que llevas hace cuatro años? –rezongó Vincenzo–. ¿O acaso la dicha doméstica te ha ablandado el cerebro?

Ferruccio se limitó a sonreír. Vincenzo supo que no tenía escapatoria. Era mejor rendirse.

–Si acepto el puesto… –suspiró.

–Si ese si implica una negociación, no la habrá.

–… será solo durante un año.

–Será hasta cuando yo diga.

–Un año. Innegociable. No habrá más escándalos en la prensa, así que lo de la esposa…

–También innegociable. «Busca esposa» no es una sugerencia o una petición. Es un edicto real –Ferruccio esbozó su sonrisa de «punto y final».

 

 

Ferruccio había aceptado que Vincenzo ocupara el cargo un año, siempre que adiestrara a un sustituto. Pero no había cedido respecto a la esposa. Vincenzo se había quedado atónito al leer el edicto real que exigía que eligiera y se casara con una mujer adecuada en dos meses.

Eso se merecía una carta oficial de su corporación diciéndole a Ferruccio que esperase sentado. De ningún modo iba a elegir «una mujer adecuada». Ni en dos meses ni en dos décadas. No la había. Igual que Ferruccio, era hombre de una sola mujer, y la había perdido.

De repente, la mente se le iluminó. Llevaba años siguiendo una táctica errónea. En vez de luchar contra lo que creía había sido el peor error de su vida, tendría que haber aceptado sus sentimientos y dejar que siguieran su curso, hasta purgarlos para siempre.

Había llegado el momento perfecto para ello. Dejaría que esos sentimientos trabajaran a su favor. Los labios se le curvaron en una sonrisa; volvía a sentir la emoción, energía y afán de lucha que no había sentido en los últimos seis años.

Solo necesitaba datos recientes sobre Glory para usarlos a su favor. Ya tenía suficientes para realizar una opa hostil, pero contar con más munición no le haría ningún daño.

A ella, bueno, esa era otra historia.

 

 

Glory Monaghan miraba asombrada la pantalla de su portátil. No podía estar viendo lo que veía. Un correo electrónico de él. Se estremeció.

«Tranquilízate. Piensa. Debe de ser antiguo».

Pero sabía que era nuevo. Había borrado los antiguos dos meses antes, por error.

Durante seis años, esos mensajes habían pasado de un ordenador a otro. No los había eliminado. Había conservado notas, mensajes de voz, regalos y cuanto él se había dejado en su casa para familiarizarse con cómo funcionaba la mente retorcida de un auténtico desalmado.

Había aprendido mucho gracias a ese análisis. No habían vuelto a engañarla. Nadie se había acercado a ella, punto. Nadie la había sorprendido o herido desde que él lo hiciera.

Cerró los ojos con la esperanza de que el correo desapareciera. Cuando los abrió, seguía allí. Un mensaje sin leer, más oscuro e intenso que los demás, como si pretendiera amenazarla.

El asunto era: «Una oferta que no podrás rechazar». La asaltó un tornado de incredulidad.

Fuera lo que fuera, el mensaje tenía que ir directo a la papelera. Una vocecita interior le advirtió: «Si haces eso, te volverás loca preguntándote qué decía». Pero si lo abría y leía algo desagradable, sería aún peor. En aras de su paz mental, debía borrarlo sin más dilación.

El bastardo había cruzado el tiempo y el espacio para manejarla como a una marioneta. Un simple mensaje con un título insidioso la había devuelto a la vorágine de aquella época, como si nunca hubiera salido de ella.

Tal vez no había salido, solo había simulado haber vuelto a la normalidad. Quizás necesitara un golpe para cambiar. Si era de él, le daría fuerzas para enterrar su recuerdo de una vez por todas.

Abrió el correo y miró la firma. Era de él. El corazón se le desbocó antes de leer las dos frases que lo componían.

 

Puedo enviar a tu familia a prisión de por vida, pero estoy dispuesto a negociar. Ven a mi ático a las cinco de la tarde, o entregaré la evidencia que tengo a las autoridades.

 

A las cinco menos diez, Glory subía al ático de Vincenzo, envuelta en recuerdos que la ahogaban.

Su mirada recorrió el ascensor que había usado a diario durante seis meses. Parecía que aquello lo hubiera vivido otra persona. En realidad, entonces había sido otra. Tras una vida entregada a los estudios, había alcanzado la edad de veintitrés años sin la menor destreza social y con la madurez emocional de alguien una década más joven. Había sido consciente de ello, pero no había tenido tiempo de dedicarse a nada que no fuera su crecimiento intelectual. Cualquier cosa para no seguir los pasos de su familia: una vida de malas apuestas y fallida búsqueda de oportunidades. Ella quería una vida estable.

Esa había sido su meta desde la adolescencia. Había creído alcanzarla al graduarse la primera de su clase y concluir un máster con matrícula de honor. Todo el mundo había vaticinado que llegaría a ser la mejor en su campo.

Aunque confiaba en que sus excelentes cualificaciones le permitirían conseguir un empleo prestigioso de alta remuneración, había solicitado un puesto en I+D D’Agostino sin esperanza de conseguirlo. Había oído muchas historias sobre el hombre que dirigía la exitosa empresa. Vincenzo D’Agostino tenía unos estándares muy estrictos: entrevistaba y vetaba incluso a los encargados de la correspondencia. Y la había entrevistado a ella.

Aún recordaba cada segundo de la fatídica entrevista que había cambiado su vida.

El escrutinio había sido crudo e intenso, las preguntas rápidas y destructivas. Se había sentido como una estúpida mientras le contestaba. Pero tras diez minutos, él se había puesto en pie, le había estrechado la mano y le había ofrecido un puesto estratégico, de mayor rango de lo que había esperado, trabajando directamente para él.

Había salido del despacho anonadada. No había creído posible que un ser humano fuera tan bello y abrumador, ni que un hombre pudiera hacerla arder con solo mirarla. De hecho, nunca se había interesado por un hombre antes, así que la intensidad de su deseo la sumió en la confusión.

Sabía que no tenía posibilidades con él. Aparte de que él tenía la norma de no mezclar trabajo y placer, no creía que pudiera interesarse por ella. Un hombre de su clase solía rodearse de mujeres sofisticadas y deslumbrantes.

Una hora después de la entrevista, él telefoneó para invitarla a cenar.

Aceptó. Había caído en sus brazos y permitido que toda su existencia girara alrededor de él, tanto personal como profesionalmente.

Se había entregado de lleno a su crueldad y explotación. Solo podía culparse a sí misma. Ninguna ley protegía a los tontos de sus acciones.

Algo había aprendido de esa experiencia: Vincenzo no bromeaba. Nunca.

El ascensor paró y salió al vestíbulo que conducía al ático. La sorprendió ver que todo seguía igual.

Él le había dicho una vez que el opulento edificio, en el centro de Nueva York, no era nada comparado con su hogar en Castaldini.

Ella había sido incapaz de imaginar algo más lujoso que lo que veía. El mundo de Vincenzo había hecho que se sintiera como Alicia en el País de las Maravillas, alertándola sobre lo radicalmente distintos que eran. Pero había ignorado la voz de la razón.

Hasta que él la había echado de su vida como si no fuera más que basura.

Sintió una oleada de furia cuando llegó ante la puerta. Él debía de estar observándola en la pantalla de seguridad, siempre lo había hecho. Alzó la vista hacia donde estaba la cámara.

Seguía teniendo la llave. Suponía que no había cambiado la cerradura. Los guardas de seguridad no la habrían dejado llegar hasta allí si no hubieran recibido órdenes de él.

Metió la llave en la cerradura y, sin aliento, entró.

Él estaba de cara a ella, ante la pantalla en la que una vez le había mostrado los vídeos que había grabado de sus sesiones de delirio sexual. Se le desbocó el corazón cuando los ojos de tono acerado la atravesaron.

Años antes lo había considerado el epítome de la belleza masculina. Pero lo de entonces no era nada comparado con lo que tenía ante sus ojos. La ropa negra hacía que pareciera medir más de uno noventa y cinco, le ensanchaba los hombros y le resaltaba la esbeltez de las caderas y los esculturales músculos de su torso y muslos. Los planos y ángulos de su rostro se habían acentuado y el bronceado intensificaba la luminiscencia de sus ojos. Destellos plateados en sus sienes incrementaban el atractivo de su pelo azabache.

A su pesar, estaba reaccionando con la misma intensidad que cuando era joven, inexperta y desconocedora de lo que él era en realidad.

Era inquietante que su aversión mental no encajara con la afinidad física que sentía. Apenas podía respirar y aún no había oído la voz grave y melódica que llevaba grabada en el alma.

–Antes de que digas nada, sí, tengo una evidencia que enviaría a tu padre y a tu hermano a prisión quince años.

–Sé que eres capaz de cualquier cosa –avanzó hacia él, impulsada por la ira–. Por eso estoy aquí.

–Entonces, sin más preliminares, iré directo a la razón de mi orden de comparecencia.

–¿Orden de comparecencia? –bufó ella–. El título de príncipe se te ha subido a la cabeza. Aunque supongo que siempre fuiste un pomposo y yo era la única demasiado ciega para verlo.

–Ahora no tengo tiempo para dardos de mujer despechada –torció la boca–. Cuando consiga mi fin, tal vez te permita desahogarte. Será divertido.

–Seguro que sí. A los tiburones les gusta la sangre. Vamos al grano de esta «comparecencia». ¿Que hará falta para que no destroces a mi familia? Si necesitas que robe algún secreto de tus rivales, ya no trabajo en tu campo.

Los ojos de Vincenzo destellaron con lo que parecía una mezcla de dolor y humor. El atisbo de humor la confundió, no era propio de él.

–¿Ni siquiera para salvar a tu adorada familia?

Aunque quería a su familia, odiaba su irresponsabilidad. Por eso estaba allí, a merced de esa escoria perteneciente a la realeza. Sin duda había comprado algunas de sus deudas.

–No –afirmó, rotunda–. Pero es lo único que podría darte a cambio de tu generosa amnistía.

–Eso no es lo único que puedes ofrecerme.

A ella le dio un vuelco el corazón. Él la había desechado y había estado con cientos de mujeres. No podía interesarle que volviera a su cama.

–¡Escúpelo ya! ¿Qué diablos necesitas?

–Una esposa –replicó él con calma.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

–¿Cómo puedo ofrecerte una esposa? –lo miró atónita–. ¿Te interesa alguien a quien yo conozca?

–Sí. Alguien a quien conoces muy bien –sus ojos volvieron a chispear con humor.

Ella sintió náuseas mientras pensaba en las mujeres a las que conocía. Muchas eran lo bastante bellas y sofisticadas como para satisfacer a Vincenzo. En especial Amelia, su mejor amiga, que acababa de comprometerse. Quizás Vincenzo pretendía que lo ayudara a romper la relación de su amiga para poder…

–Según mi rey, solo una esposa conseguirá mejorar mi reputación con la urgencia requerida.

–¿Tus escándalos sexuales dan mala fama a Castaldini? –aventuró ella–. ¿Ferrucio ha exigido que te reformes por decreto real?

–Más o menos viene a ser eso, sí –asintió–. Por eso busco una esposa.

–¿Quién lo habría imaginado? Hasta el intocable Vincenzo D’Agostino ha de inclinarse ante alguien. Debe de haberte escocido mucho que otro hombre, por muy amo y señor tuyo que sea, te regañe como a un crío y te diga lo que debes hacer y poner fin a tu estelar carrera de mujeriego.

–No voy a poner fin a nada –alzó un hombro con indiferencia–. Lo de la esposa será temporal.

–Claro que tendrá que ser temporal –alegó con frustración–. Ni todo el poder y dinero del mundo te conseguirían una mujer permanente.

–¿Estás diciendo que las mujeres no se desvivirían por casarse conmigo? –ironizó él.

–Supongo que harían cola con la lengua afuera. Digo que cualquier mujer, cuando te conociera, pagaría lo que fuera por librarse de ti. Ninguna te querría de por vida.

–¿No es una suerte que no quiera a nadie tanto tiempo? Solo necesito una mujer que cumpla las reglas de mi acuerdo temporal. Mi problema no es encontrar a una mujer que acepte mis normas. Sería difícil encontrar a una que no lo haga.

–¿Tan engreído eres? ¿Crees que todas las mujeres estarían dispuestas a aceptar tus términos, por degradantes que fueran?

–Es un hecho. Tú misma me aceptaste sin condiciones. Y te aferraste tanto que acabé teniendo que arrancarme tus tentáculos de la piel.

Ella lo miró y volvió a preguntarse a qué se debían tanta malicia y abuso de poder. Lo único que había hecho era perder la cabeza por él.

–Pero cualquier mujer que lleve mi apellido podría aprovechar mi necesidad de mantener las apariencias, la razón de mi matrimonio, para exprimirme y sacarme más. Necesito a alguien que no pueda plantearse eso.

–Entonces, contrata a una mercenaria –siseó ella–. Una con suficiente práctica para cubrir las apariencias por un tiempo y por un precio.

–Busco a una mercenaria que, a los ojos del mundo, tenga una reputación prístina. Intento pulir la mía y no serviría de nada añadir una joya dañada a una corona roñosa.

–Ni siquiera una joya inmaculada mejoraría tu vileza. Tendrías que haberme llamado antes. No conozco a nadie que encaje en esa categoría de mercenaria con supuesto pasado impoluto. No conozco a ninguna mujer tan desesperada como para aceptarte, sean cuales sean las circunstancias.

–Sí que conoces a alguien. Tú.

 

 

Vincenzo observó cómo palidecía el rostro que lo había perseguido durante los últimos seis años. Era el mismo, pero muy diferente.

Las suaves curvas de la adolescencia habían desaparecido, exponiendo una estructura ósea exquisita que realzaba la armonía y belleza de sus rasgos. Su piel tenía un tono miel tostado. Resplandecía. Tenía las cejas más tupidas, la nariz más refinada y la mandíbula más firme.

Pero seguían siendo sus ojos de cielo de verano los que le llegaban al alma. Y los labios sonrosados, que parecían más llenos y sensuales que nunca. Solo con mirarlos se tensaba y cosquilleaba de deseo. Eso antes de examinar el cuerpo que poseía la clave de acceso a su libido.

Llevaba un traje pantalón azul marino diseñado para esconder sus atributos, pero a él no podía engañarlo. Estaba deseando confirmar lo que intuía mediante un examen visual y táctil sin interferencias.

Se preguntó cómo esos ojos no mostraban rastro de la astucia que asumía en la mujer que lo había engañado. Trasmitían la fuerza indómita de una luchadora acostumbrada a enfrentarse a adversarios que superaban con creces su poder.

En ese momento, destellaban consternación y asombro. Pero, sin duda, estaba usando sus dotes de actriz.

–No importa lo cuantiosa que sea la deuda de mi padre y de mi hermano. La pagaré –le lanzó una mirada fría como el hielo.

–¿De veras crees que lo que tengo en su contra es una deuda? ¿Algo que podría resolverse con dinero? –se asombró él.

–Déjate de poses, maldito desgraciado. ¿Qué tienes en su contra?

Él paladeó lentamente su reacción al insulto. Tenía un sabor ácido y excitante que le hizo desear más. Eso debía ser indicio de que estaba harto de la deferencia que le otorgaban a diario, tanto en su cargo oficial como en el profesional.

–Solo unos cuantos crímenes –contestó.

–¿Serías capaz de implicarlos en algo para que yo haga lo que quieres? –lo miró boquiabierta.

–Solo expondría sus delitos. Algunos de ellos. Lee esto –le ofreció un informe que había en la mesita de café–. Comprueba mi evidencia. Tengo más, si la quieres. Pero sería rizar el rizo. Esto bastaría para encarcelarlos por desfalco y fraude casi todo el resto de su vida.

Ella aceptó el informe y, temblorosa, se hundió en el sofá donde él le había hecho el amor. La observó mientras hojeaba las páginas. La había amado muchísimo y había llegado el momento de exorcizarla, sacarla de su vida.

El tiempo pareció eternizarse hasta que ella alzó la mirada; tenía los ojos rojos y le temblaban los labios.

–¿Hace cuánto que tienes esto? –preguntó con voz ronca y espesa.

–¿Esa evidencia incriminatoria en concreto? Más de un año. Pero tengo archivos de sus crímenes anteriores, si te interesan.

–¿Hay más? –su expresión era de asombro total, como si nunca hubiera sospechado que su padre y hermano hubieran estado involucrados en actividades criminales.

–Son muy buenos, lo reconozco –resopló él con desagrado–. Por eso no los han atrapado aún.

–¿Por qué lo has hecho tú?

Ella estaba haciéndole las preguntas correctas. Si las contestaba con sinceridad, vería lo ocurrido en el pasado. Estaba harto de simulaciones.

–Los he tenido bajo vigilancia desde que intentaron robar mi investigación.

–¿Sospechabas de ellos?

–Sospechaba de todos los que tenían acceso a mí, ya fuera directo o indirecto.

La expresión de Glory delató que por fin entendía que también había sospechado de ella. Sin duda, seguía creyendo que no le habían robado nada de valor. Pero lo habían robado todo.

La importancia de sus descubrimientos había sido tal que, a pesar de su sistema de seguridad, había descompuesto los resultados en fragmentos que solo él podía recomponer. Aun así, habían sido robados y reconstruidos por sus rivales. Después había recibido pruebas de que la brecha de seguridad tenía su origen en Glory.

Él había afirmado que tenía que haber sido alguien que tuviera acceso a ella, y solo su familia lo tenía. Para evitarle dolor, se había enfrentado a ellos en secreto. Doblegados por sus amenazas, habían confesado y suplicado compasión. A cambio, les había exigido que nombraran a sus cómplices, y le habían dado pruebas de que Glory había sido su única forma acceder a los datos.

Y lo había hecho como una profesional. En ningún momento se había plantado protegerse de ella como hacía con el resto del mundo.

Dado que un juicio de proyección pública lo habría perjudicado y, peor aún, mantenido en contacto con ella, la había apartado de su vida para evitar que el sórdido asunto fuera a más.

Pero había ocurrido algo inesperado. También por culpa de ella.

Mientras luchaba por sacársela de la cabeza, había reiniciado su investigación desde cero, algo de lo que no tardó en congratularse. Lo que había creído un gran descubrimiento, tenía un fallo de base que podría haber costado millones a sus accionistas. Aún más catastrófico habría sido que, dado su renombre, hubieran comercializado su aplicación sin someterla a pruebas rigurosas; se podrían haber perdido vidas humanas.

En realidad, la traición de Glory había sido una bendición, porque lo había obligado a corregir sus errores y diseñar un método más seguro, racional y rentable que lo había catapultado a la cima en su campo. Pero no iba a agradecérselo.

–Pero ellos no tuvieron nada que ver con la filtración de tus datos –casi sollozó Glory–. Según tú, ni siquiera hubo una filtración real.

–No por falta de intención. Que pusiera datos falsos a su alcance no los exonera del crimen de espionaje industrial y robo de patente.

–Pero si no lo perseguiste entonces, ¿por qué has seguido vigilándolos todo este tiempo?

Él, al comprobar que seguía aferrándose al papel de inocente, decidió seguirle el juego. Tenía objetivos más importantes. Obtendría su propósito sin desvelar la verdad, dejaría que ella siguiera creyendo que había fracasado en su misión.

–¿Qué puedo decir? –torció la boca con amargura–. Mi instinto me decía que no les quitara ojo de encima. Como puedo permitírmelo, seguí vigilándolos, por eso sé lo que nadie más sabe. Analicé sus métodos, para anticiparme a ellos.

Siguió un largo silencio, dominado por el dolor y desilusión que oscurecía los ojos de Glory.

–¿Por qué no los has denunciado?

«Porque son tu familia», admitió él para sí. Hacerlo le quitó un peso de encima. De repente, respiraba de nuevo, sin opresión en el pecho.

Había tenido remordimientos por no informar a las autoridades de lo que sabía. Pero se había sentido incapaz de perjudicarla hasta ese punto. Sobre todo, no había querido arriesgarse a que la implicaran en el asunto y acabara en prisión.

–No creía que pudiera beneficiarme, a mí o a mi empresa –al ver su mirada, puntualizó–. Ya no soy un científico alocado, sin más. Gracias a los incidentes de hace seis años, descubrí la conveniencia de tener datos incriminatorios, para usarlos en el momento adecuado. Y es este.

–¿Y crees con eso que puedes coaccionarme para que me case contigo temporalmente?

–Sí. Serías la esposa temporal perfecta. La única que no tendría la tentación de pedir más al final del contrato, por miedo al escándalo.

Ella, con los ojos húmedos, echó la cabeza hacia atrás. Él tuvo que controlarse para no agarrar su cabello y devorar sus voluptuosos labios, someterla y derramarse en su interior.

–¿Y si te dijera que me da igual lo que hagas? Si han hecho lo que dice el informe, se merecen pagar por sus crímenes en la cárcel.

Su actitud desafiante y su disgusto por la situación lo llenaron de júbilo.

–Puede que lo merezcan, pero tú no dejarás que pasen años encerrados, si puedes evitarlo.

Ella, derrotada, dejó caer los hombros y la luz de sus ojos se apagó. Él intentó aparentar que eso no le afectaba. Sabía que no era inocente, estaba simulando, representando un papel.

–Es un trato beneficioso para todos. Tu padre y tu hermano merecen un castigo, pero eso no serviría de nada. Compensaré a todas las víctimas de sus timos –tuvo que controlarse para no decir que ya lo había hecho, de forma anónima–. Te librarás de la desgracia y dolor que supondría su encarcelamiento. Mi rey y Castaldini tendrán lo que quieren de mí. Y mi reputación quedará limpia el tiempo necesario para hacer el trabajo.

Ella lo taladró con la mirada antes de que un par de lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Se las limpió con la mano, como si le molestara que viese su debilidad.

El dolor parecía tan auténtico que Vincenzo sintió que le reverberaba en los huesos. Pero tenía que ser otra interpretación de una actriz genial. Decidió no dar vueltas al asunto. Todos sus sentidos la creían, pero su mente sabía la verdad.

–¿Cómo de temporal? –susurró ella por fin.

–Un año.

El rostro de ella se convulsionó como si la hubiera acuchillado. Tragó saliva.

–¿Cuál sería el… trabajo?

Por lo visto, había pasado del rechazo y el desafío a intentar pactar los términos. Aunque era él quien jugaba con toda la baraja, tenía la sensación de que ella marcaba el ritmo. No le extrañaba; había sido la negociadora más eficaz y organizada de su equipo. La había querido tanto por su mente como por todo lo demás. La había respetado, creído y confiado en ella. Perderla había dañado los cimientos de su mundo.

–Voy a ser el delegado de Castaldini en Naciones Unidas. Es uno de los puestos de mayor rango del reino, la imagen de sus ciudadanos ante el mundo. Mi esposa tendrá que acompañarme en mis apariciones públicas, ser mi consorte en los eventos a los que asista, buena anfitriona en los que celebre yo, y amante esposa en todo lo demás.

–¿Y crees que estoy cualificada para ese papel? –inquirió ella, incrédula–. ¿No sería mejor alguna noble de Castaldini que desee atraer las miradas durante un tiempo, adiestrada desde la cuna para ese tipo de simulación? Estoy segura de que ninguna mujer se aferrará a ti ni buscará escándalos cuando quieras dejarla. Cuando me dejaste a mí, ni se te arrugó el traje.

«No, se me arrugó el corazón», pensó él.

–No quiero a ninguna otra. Y sí, estás más que cualificada. Eres experta en la vida ejecutiva y en sus formalidades. También eres camaleónica, te adaptas perfectamente a cualquier situación y entorno –vio que los ojos de ella se ensanchaban como si no hubiera oído nada más ridículo en toda su vida–. No te costará dominar la etiqueta diplomática. Te enseñaré qué decir y cómo comportarte ante los dignatarios y la prensa. El resto de tu educación quedará en manos de Alonzo, mi ayuda de cámara. Dada tu belleza y tus atributos –le recorrió el cuerpo con la mirada–, cuando Alonzo acabe contigo, la prensa rosa solo hablará de tu estilo y de tus últimos modelitos. Tu actual entrega a las causas humanitarias captará la atención del mundo, que la asociará a mi imagen de pionero de las energías limpias. Seremos la perfecta pareja de cuento de hadas.

En otro tiempo había pensado que lo eran de verdad. Percibió, de inmediato, que ella también lamentaba que nada de eso pudiera ser real y deseó atravesar la pared de un puñetazo.

–También ofrezco un cuantioso incentivo económico –masculló–. Es parte de la oferta que ya he dicho que no puedes rechazar.

Ella lo miró con lo que parecía una profunda decepción. No preguntó cuánto ofrecía. Seguía actuando como si el dinero no le importara.

–Diez millones de dólares –escupió él–. Netos. Dos de adelanto, el resto al final del contrato. Este es el contrato matrimonial que tendrás que firmar –agarró otro informe que había en la mesita y se lo dio–. Léelo. Puedes buscar asesoría legal, descubrirás que te favorece si cumples los términos. Espero verlo firmado mañana.

–Sí o sí, ¿es eso? –dijo ella, sin mirarlo.

–En resumen, sí.

Sus ojos se clavaron en los de él con una mezcla de furia, frustración y vulnerabilidad. De inmediato, lo devastó el deseo de devorarla, de poseerla. De protegerla.

Su debilidad por ella parecía incurable.

Había tenido la esperanza de que, al verla, comprendería que lo que creía haber sentido por ella no era sino una fantasiosa exageración. Pero había descubierto que su efecto sobre él se había multiplicado. La excitación que había sentido al verla de nuevo estaba convirtiéndose en agonía.

Su único consuelo era que ella también lo deseaba. No cabía duda al respecto. Ni siquiera ella podría haber fingido la respuesta corporal que había alimentado sus fantasías durante años. Cada manifestación de su deseo, su aroma, su sabor a miel, el tacto sedoso de su humedad en los dedos y en su miembro, los espasmos de placer que lo habían atrapado y llevado a la explosión.

Se preguntó cómo sería poseerla de nuevo, uniendo el pasado a la madurez y los cambios en ambos. Rechazó la pregunta porque había tomado una decisión: volvería a poseerla. Lo mejor sería dejar claras sus intenciones.

Le agarró el brazo cuando ella se levantó y, al ver su mirada de indignación, se inclinó para susurrarle lo que pensaba al oído.

–Cuando te lleve a la cama esta vez, será mejor que nunca.

–Nunca accederé a eso –las pupilas se le habían dilatado y él captó el perfume de su excitación.

–Solo te estoy haciendo saber que te quiero en mi cama. Y vendrás. Porque me deseas.

Ella se sonrojó, clara prueba de que él no se equivocaba. Aun así, expresó su disconformidad.

–Tendrías que hacerte mirar esa cabeza, antes de que su peso te rompa el cuello.

Él la tiró del su brazo y la apretó contra su cuerpo. Gruñó de satisfacción y oyó que a ella se le escapaba un gemido de placer.

El aroma que lo había hechizado desde que entró en la habitación: un mezcla de femineidad, piel tostada por el sol y noches de placer, le anegó los pulmones. Necesitando más, hundió el rostro en su cuello, absorbiendo su perfume.

–No te quiero en mi cama. Te necesito en ella. Llevo seis años anhelando tu presencia allí.

Notó que ella se tensaba y le apartaba lo suficiente para mirarlo, confusa. La soltó para no alzarla en brazos y llevarla a la cama en ese mismo instante.

El rostro de ella era un lienzo de emociones turbulentas, tan intensas que se sintió mareado.

–Lo único real que compartimos fue la pasión. Fuiste la mejor que había tenido nunca. Solo acabé contigo porque…parecías esperar más de lo que ofrecía –dijo con tono desafiante–. Pero ahora conoces la oferta. Tienes la opción de ser o no ser mi amante, pero tendrás que ser mi princesa.

Ella miró el contrato que tenía en la mano, que detallaba con fría precisión los límites de su relación temporal y cómo acabaría. Después, lo miró con ojos de un azul apagado y distante.

–Solo por un año –dijo ella.

«O más. Todo el tiempo que queramos», estuvo a punto de decir él. Pero se contuvo.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Glory hizo una mueca ante la estupefacción de su mejor amiga, Amelia. Ya se estaba arrepintiendo de haberle contado la historia, pero habría explotado si no se desahogaba con alguien.

–Solo por un año –apuntilló Glory.

–Intento imaginarte con el Príncipe Vastamente Devastador y no puedo.

–Gracias, Amie, es todo un detalle por tu parte –dijo Glory con clara ironía.

–¡No es que crea que no estés a su nivel! –exclamó Amie–. Cualquier hombre sería afortunado si te tuviera, pero hace un siglo que no miras a ninguno. Eres tan fría… –sonrió, contrita–. Sabes a qué me refiero. Irradias «no te acerques». Me resulta imposible imaginarte entregada a la pasión con un hombre. Pero empiezo pensar que buscas más que el resto de las mortales. O es alguien del calibre de Vincenzo, o nadie –sus ojos se ensombrecieron–. O tal vez el problema sea que es Vincenzo o ninguno ¿Fue él quien te llevó a rechazar a todos los demás?

Glory la miró. La brutal forma en que Vincenzo había puesto fin a la aventura, la había devastado emocional y psicológicamente. Había tardado un año en paliar su dolor. Después, había volcado su tiempo y energía en cambiar su vida.

Si el hombre al que consideraba su alma gemela podía destrozar su estabilidad emocional con unas palabras, no podía volver a fiarse de nada. Así que había decidido entregar su corazón y sus habilidades al mundo, con la esperanza de hacer más bien del que le habían hecho a ella.

Llevaba cinco años creando y racionalizando proyectos humanitarios por todo el mundo. Solo tenía posibilidad de mantener relaciones íntimas pasajeras, y eso no iba con ella.

Pero las preguntas de Amelia la inquietaron. Tal vez, una de las cosas que más la había atraído de ese estilo de vida era poder evitar la intimidad. Glory adoraba su trabajo, pero no le dejaba ni un momento libre. Estaba demasiado ocupada como para sentir que le faltaba algo y aceptar que era mujer de un solo hombre. O Vincenzo, o ninguno.

–¿Te rompió el corazón? –preguntó Amelia, interpretando correctamente su expresión.

–No, me lo machacó por completo.

–Ahora lo odio –Amelia frunció el ceño–. Lo he visto alguna vez en televisión y me pareció un tipo decente, para nada el típico playboy de la realeza, a pesar de su reputación. Pensé que ser científico lo había librado de ser un monstruo narcisista. Pero ahora veo que me equivoqué.

–Él no es…, no era así –lo defendió Glory. Movió la cabeza, confusa–. Es como si fuera tres personas distintas. El hombre del que me enamoré era como tú lo describes: honorable, sincero y centrado en la vida pública; enérgico y brillante en su vida profesional; sensible, compasivo y apasionado en la personal. Luego llegó el hombre que rompió conmigo: frío, despiadado y cruel. Y ahora el hombre que vi hoy: implacable y dominante, pero distinto del que se lo tomaba todo en serio o del que disfrutaba humillándome.

–¿Humillándote? –Amelia estaba furiosa–. ¿Y ahora te pide que te cases con él para arreglar su reputación? No vuelvas a decir «solo un año» o romperé algo. ¡Dile que se vaya al infierno y se lleve con él su oferta de matrimonio temporal!

Amelia parecía una leona defendiendo a su cachorro y eso enterneció a Glory.

–¿Insinúas que no me habrías dicho eso en cualquier caso? –le preguntó.

–Pues no. No te interesa el matrimonio y de repente aparece el Príncipe Delicioso ofreciéndote un año de cuento de hadas con un plus de diez millones de dólares. Si no fuera el indeseable que te destrozó el corazón, me habría parecido una oferta genial. Lo que quiero saber es cómo se ha atrevido a hacértela precisamente a ti.

Glory no había compartido el motivo de que Vincenzo la hubiera elegido. Así que suspiró e ignoró la pregunta.

–Pero da igual –refunfuñó Amelia–. Si sigue molestándote después de que le digas que no, mi Jack le partirá los dientes.

Glory soltó una risita histérica al imaginarse a Jack, todo un oso, enfrentarse al también fuerte pero refinado gran felino que era Vincenzo.

–Ya he decidido decirle que sí. Solo será un año, Amie. Imagina cuánto bien podría hacer con diez millones de dólares.

–No tanto –rezongó Amelia–. Solo daría para una cuantas plantas purificadoras de agua. Si eres tan tonta como para acercarte al hombre que te hirió y humilló, pídele cien millones. Puede pagarlos, y es él quien tiene que limpiar la basura de su imagen con el brillo de la tuya. Por esa cantidad sí merecería la pena correr el riesgo.

Glory sonrió débilmente a su mejor amiga. Se habían conocido cinco años antes, trabajando para Médicos Sin Fronteras. Ambas eran profesionales que habían descubierto que necesitaban una causa, no una carrera. Amelia, experta en derecho internacional y corporativo, había ayudado a Glory a conseguir cosas que ella había creído imposibles. Amelia, por su parte, siempre decía que los conocimientos empresariales y financieros de Glory eran más importantes que la ley, en un mundo regido por el dinero.

–Quería que miraras esto… –le dio el acuerdo matrimonial como si la quemara–. Por eso te lo he dicho. Necesito tu opinión legal sobre esta joya.

–Caramba –dijo Amelia mirando el grueso volumen de tapa dura–. Por su aspecto y peso, dudo que «joya» sea la palabra adecuada. Bueno, veamos lo que ofrece el Príncipe Inquietante.

–Lo único que no ha incluido es el número de cubiertos que debe haber en la casa antes de entregarte «la última parte de la compensación monetaria a la finalización del trato» –bufó Amelia, dejando el documento en la mesa.

–¿Tan malo es?

–Peor. El tipo añade cláusulas a las cláusulas, como si estuviera tratando con un criminal.

Él ya debía saber que no había tenido nada que ver con las acciones de su padre y hermano, y que apenas había tenido contacto con ellos en los últimos años. Se preguntó si Vincenzo era así de paranoico con todo el mundo.

–¿Quieres mi opinión? –Amelia sacó a Glory de su ensimismamiento–. Teniendo en cuenta ese contrato y el comportamiento de ese tipo, pídele mil millones de dólares, Glory. Por adelantado. Y después de la boda, machácalo.

 

 

Amelia insistió en diseccionar el contrato y anotar los cambios que Glory tenía que exigir. Eran más de las dos de la mañana cuando se fue.

El timbre del teléfono rompió el silencio.

–¿Estás despierta? –ronroneó una voz profunda.

–Lo estoy, gracias a un príncipe pesado.

–Así que sigues despertándote dispuesta.

No dijo para qué, no hizo falta. Siempre había estado dispuesta cuando se despertaba en sus brazos. Incluso en ese momento, aunque su mente lo habría despellejado, su cuerpo respondía a su inexorable influencia.

–Si te he despertado, me alegro. No debería ser el único incapaz de dormir esta noche –susurró él.

–¿Te remuerde la conciencia? –a su pesar, sonó más sensual que cortante–. ¿O te deshiciste de ella hace tiempo? ¿O no la has tenido nunca por un fallo genético?

–No me hace falta en esta situación –rio él–. Como dije antes, mi oferta es beneficiosa para todos, empezando por ti. ¿Qué has decidido?

–¿Acaso puedo decidir? Eso es nuevo.

–Te dije que la decisión era tuya. Pero no podía esperar hasta mañana para escucharla.

–Me alegro, así no tendré que esperar para decirte que no quiero volver a saber nada de ti.

–Esa no es una opción. Serás mi princesa temporal y, como tal, me verás a menudo. Solo te pregunto si has decidido verme en toda mi gloria.

–Veo que has decidido desarrollar el sentido del humor y has tenido que empezar desde cero –resopló–. Eso explicaría el infantilismo de tus juegos de palabras.

–Te pido disculpas –su voz era pura tentación–. Dime, ¿cuándo dejarás que te desnude, adore, posea y disfrute de cada centímetro de tus nuevas y explosivas curvas, para placer de ambos? ¿Cuándo dejarás que te bese, acaricie y lama hasta llevarte al orgasmo, para después hundirme en ti y acompañarte al paraíso?

Ella dejó escapar el aire de golpe. Las imágenes asolaron su mente, junto con el recuerdo de la desesperación de añorar sus caricias.

–Cada centímetro de ti se ha revaluado. Siempre fuiste impresionante, pero los años te han madurado hasta un punto exquisito. Cada segundo que estuviste en mi casa anhelé tocar y saborear cada recuerdo y cada novedad. Ahora me muero por explorar y devorar cada parte de ti. Y sé que tú también me necesitas dentro de ti. Siento tu excitación incluso a distancia. Pero si crees que no estás preparada aún, iré a persuadirte. Te recordaré cómo era entre nosotros, te demostraré lo mucho mejor que puede ser ahora que somos más maduros y sabios y estamos seguros de lo que queremos.

–Ahora que soy más madura y sabia, ¿crees que te dejaría poseerme, como cuando era joven y estúpida? ¿Sin garantías?

–¿Quieres un anillo antes? Puedo llevarlo conmigo ahora mismo.

–No. No me refería a eso… –tragó saliva–. No a garantías materiales, sino a la garantía de ser tratada con respeto cuando decidas que ya no resulto «conveniente».

–Enterremos el pasado. Ahora somos personas distintas –farfulló él tras un breve silencio.

–¿Lo somos? Puede que tú sí, seas lo que seas. Pero yo sigo siendo la misma de hace seis años. Solo mayor y más sabia, y consciente de que lo que sugieres sería dañino a largo plazo. Y si me convierto en tu princesa, temporal o…

–Cuando seas muy princesa –interrumpió él–. Pero basta con que digas una palabra y estaré adorando tu glorioso cuerpo en menos de una hora.

–Exijo tener voz en los detalles, ya que no puedo tenerla en lo fundamental. Si un anillo forma parte de esta charada, quiero elegirlo. Lo recuperarás al final, pero soy yo quien lo llevará puesto, y un año es mucho tiempo.

–Entonces lo elegirás. Eso y cuanto quieras. Como mi princesa tendrás cuanto desees.

–Curioso. Tengo un contrato de doscientas páginas que detalla que no podré tener nada.

El silencio se alargó unos segundos.

–El contrato es solo para… –calló, como si no encontrara las palabras correctas.

–Protegerme de cualquier idea oportunista que pueda tener al final del contrato –lo ayudó ella–. Por eso es raro que me lo ofrezcas todo al inicio. No es que quiera nada de ti, solo estoy señalando las contradicciones.

–He cambiado de opinión –afirmó él.

Por lo visto, estaba retirando la oferta de que podía tenerlo todo. Debía de haberlo dicho para conseguir su objetivo sexual. A ella no le extrañó.

–No tienes que firmarlo si te parece excesivo. Y no tienes que decidirte ahora. Y eres libre de decir que no. Por supuesto, no dejaré de intentar persuadirte, pero por ahora puedes volver a dormir. Mañana te recogeré a las cinco para ir a elegir el anillo. Siento haberte despertado –colgó.

Ella se quedó mirando el teléfono, atónita. Por lo visto había un cuarto hombre dentro de él.

No sabía en qué se estaba metiendo ni con cuál de esos hombres. Si era con todos ellos, acabaría volviéndose loca de confusión y deseo, tal vez hasta el punto de la autodestrucción.

Pero no tenía otra opción. Entraría en su guarida y pasaría un año allí. Era dudoso que consiguiera salir de ella entera.

No, dudoso no. Imposible.

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

–¡Imposible!

Vincenzo ladeó la cabeza ante la estupefacción de su ayuda de cámara. Su cariño por Alonzo hizo que sus labios, tensos desde su conversación con Glory la noche anterior, se relajaran.

Incluso por teléfono, ella se había metido en su piel, trastornándole el sentido común. No tendría que haberla llamado, pero no había podido aguantarse. Además le había dejado claro que ardía de deseo por ella.

Y al oír un deje de decepción e indignación en su voz, le había ofrecido todo para borrarlo. Había renunciado a las precauciones que su mente, y más aún su abogado, creían imprescindibles.

Recordó el momento en que Alonzo lo había agarrado de los hombros.

–¿Bromeas? El otro día me lamentaba de que ambos acabaríamos viejos y solteros. Pero tú nunca bromeas –los ojos verdes se habían abierto de par en par–. Es en serio. Vas a casarte.

No le había explicado a Alonzo cómo ni por qué. Quería que creyera que era algo auténtico, y que lo gestionara todo como si lo fuera.

–¿Cuándo? ¿Cómo? –Alonzo se había agarrado la cabeza con dramatismo–. Conociste a una mujer, te enamoraste, decidiste casarte, se lo pediste y aceptó, ¿y no me dijiste nada?

Alonzo era como su sombra desde la adolescencia; se anticipaba a sus deseos y era meticuloso en su apoyo y resolución de problemas, tanto en el trabajo como en lo personal. Había tenido que enviar a Alonzo a realizar una gestión innecesaria para que no se enterara de su encuentro con Glory.

–¿Quién es? Es lo más importante –dijo Alonzo, inconsciente del torbellino emocional que asolaba a Vincenzo–. Por favor, no me digas que es una de las mujeres que luces ante los paparazzi.

Alonzo era el único que sabía que la reputación de Vincenzo era una farsa para mantener alejadas a las mujeres. En ese sentido, la imagen de playboy sin escrúpulos daba mejor resultado que la de príncipe científico. Un año después de romper con Glory había empezado a contratar a «acompañantes», para dar esa imagen.

Había intentado tener relaciones con mujeres no contratadas, pero habían durado poco. No conseguían interesarlo. Alonzo había llegado a preguntarle si había cambiado de orientación sexual, escandalizándose cuando le dijo que había decidido abstenerse del sexo un tiempo. A su modo de ver, un hombre viril tenía la obligación de dar y recibir placer en la medida de lo posible. Mientras no estuviera comprometido, claro.