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Ómnibus Deseo 515 Instantes de pasión Joan Hohl ¿Lo harías por un millón de dólares? En cualquier otra ocasión, Tanner Wolfe habría tenido ciertas reticencias a que lo contratara una mujer. Pero el precio era lo bastante alto para atraer su atención… y la belleza de la dama en cuestión hizo que la atención se convirtiera en deseo. Sin embargo, no estaba dispuesto a que ella lo acompañara en la misión. El inconformista cazarrecompensas trabajaba solo. Siempre lo había hecho y siempre lo haría… Claro que nunca había conocido a una mujer como Brianna, que no estaba dispuesta a aceptar un no como respuesta… a nada. Otra vez ante el altar Michelle Celmer ¿Otra vez juntos ante el altar? Había sido el padrino de la boda, pero Dillon Marshall no tenía por qué ser amable con el resto de los invitados. Especialmente con una invitada en particular, su ex esposa, Ivy Madison. Aunque no habían acabado de un modo muy amistoso, Ivy seguía suponiendo una gran tentación para el millonario. Así que ideó un plan para quitársela de la cabeza de una vez por todas: primero la seduciría y luego la abandonaría… Parecía el plan perfecto, pero quizá no lo fuera tanto… Tierras de pasión Diana Palmer ¿Se rendiría el jefe de policía ante la bella joven? Theodore Graves, el jefe de policía de Medicine Ridge, en Montana, era un hombre tan duro como las tierras que apasionadamente reclamaba como suyas. Lo único que le impedía poseerlas era la joven que habitaba en ellas. Las chispas saltaban cada vez que estaban juntos, pero, ¿aprendería aquel hombre con voluntad de hierro el significado de la rendición?
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Seitenzahl: 499
Veröffentlichungsjahr: 2023
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 515 - mayo 2023
© 2007 Joan Hohl
Instantes de pasión
Título original: Maverick
© 2007 Michelle Celmer
Otra vez ante el altar
Título original: Best Man's Conquest
© 2010 Diana Palmer
Tierras de pasión
Título original: Will of Steel
Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2007, 2007 y 2011
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta
edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto
de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos
los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1141-748-8
Créditos
Índice
Instantes de pasión
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Otra vez ante el altar
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Tierras de pasión
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Si te ha gustado este libro…
Desde luego, era una mujer despampanante.
Tanner arqueó una ceja al ver a la mujer que acababa de llamar al timbre de su casa.
–¿Señor Wolfe?
Tanner sintió un hormigueo en la base de la espalda. Su voz tenía el efecto de un chorro de miel deslizándose por el cuerpo. Sus ojos eran del color del brandi, su cabello del color del vino tinto. Y combinados, producían un calor parecido al que provocaban esas bebidas al ingerirse.
–Sí –contestó orgulloso de su calmado y casi aburrido tono de voz, cuando aburrimiento era lo último que sentía. Arqueó una ceja y permaneció allí de pie, vestido de manera casual pero elegante.
–¿Puedo pasar? –preguntó ella, y arqueó una ceja, imitándolo.
El hormigueo se hizo más intenso. Hacía mucho tiempo que una mujer no le causaba ese efecto en el primer encuentro. Y, pensándolo bien, ninguna mujer había tenido ese efecto sobre él.
–¿Cómo se llama? –preguntó él.
–Brianna Stewart –contestó ella, y le tendió una delicada mano–. Ahora, ¿puedo pasar?
Él le estrechó la mano, dio un paso atrás y abrió más la puerta para dejarla entrar. Sentía curiosidad por aquella valiente mujer que se atrevía a entrar en el apartamento de un desconocido.
–Gracias –dijo ella, y pasó junto a él caminando erguida y con seguridad.
–¿Qué puedo hacer por usted, señorita Stewart? –preguntó él. «Aparte de tomarla en brazos y llevarla a mi habitación», pensó, y se amonestó después.
–¿Puedo sentarme? –preguntó al entrar al salón y ver una butaca de cuero.
–Sí, claro. ¿Le apetece un café? –no estaba dispuesto a decirle que sería la primera cafetera que pondría al fuego desde que se había despertado media hora antes de que ella llamara al timbre. De hecho, todavía tenía el cabello mojado después de la ducha.
–Me encantaría, gracias –sonrió ella.
Él contuvo un gemido. Su sonrisa le había deslumbrado. ¿Qué diablos le sucedía? Solo era una mujer. Bueno, una mujer despampanante.
–Por supuesto. Tardaré un minuto –Tanner se metió en la cocina, tratando de escapar de sus encantos.
Ella lo siguió hasta la habitación.
–Espero que no le importe, pero también podemos hablar aquí.
«Para ti es fácil decir eso», pensó Tanner.
–No, no me importa, siéntese. ¿Le apetece algo con el café? ¿Galletas, magdalenas, bollitos rellenos calientes…? «¿Yo?».
«Ya basta, Wolfe», se regañó a sí mismo.
Ella se sentó en una silla y preguntó:
–¿De qué son los bollitos calientes?
–De arándanos –dijo él, y sacó dos tazas de un armario.
–Entonces sí, por favor –sonrió ella–. El de arándanos es mi favorito.
Aquella sonrisa iba a provocarle una crisis nerviosa. Esa mujer era letal.
–¿Lo quiere caliente?
–Sí, por favor –sonrió de nuevo.
Tanner sacó dos bollitos y los metió doce segundos en el microondas. Después dejó las tazas de café, un cartón de leche, azúcar y dos cucharillas sobre la mesa.
–¿Quiere mantequilla o mermelada? –preguntó antes de sacar los bollitos.
Ella negó con la cabeza, moviendo su melena rojiza. En ese mismo instante, Tanner decidió que le encantaba su cabello. Era curioso, porque él siempre había preferido las mujeres rubias…
Se sentó frente a ella y empezó directo al grano.
–Bueno, ¿qué ha venido a hacer a Durango y qué puedo hacer por usted? –le preguntó.
–Quiero que encuentre a un hombre para mí –dijo ella con voz calmada.
«¿Y qué tengo yo de malo?», pensó Tanner. Sabía a lo que ella se refería.
–¿Por qué?
–Porque necesitan que lo encuentre –dijo en un duro tono de voz.
Él sonrió.
–¿Quién y por qué?
–Mi hermana, mi padre, mi madre, yo, y la ley.
–¿La ley? ¿Por qué?
Ella respiró hondo, como para contener la rabia.
–Por la violación y el asesinato de una joven y por el intento de violación de otra.
–¿Quién la ha enviado aquí?
Brianna arqueó las cejas.
–Usted es un conocido cazador de recompensas y tiene una excelente reputación.
–Ajá –sonrió él, y preguntó de nuevo–: ¿Quién la ha enviado aquí?
–Sus primos.
–Cariño, tengo muchos primos. Dígame algunos nombres.
–Matt y Lisa.
–Ah, las Amazonas Gemelas –sonrió al recordar a sus primas, Matilda, o Matt, una expolicía; y Lisa, la abogada–. ¿De qué las conoce?
–Lisa es mi abogada. Ella me presentó a Matt –le explicó–. Pero yo ya conocía a su madre. Ella fue mi profesora de Historia en la universidad.
–¿Es usted de Sprucewood? –era su pueblo natal en Pensilvania, donde vivía antes de mudarse a Colorado. Su madre enseñaba Historia en Sprucewood College. Y su padre era el jefe de la policía.
–No –negó con la cabeza–. En realidad no. Soy del barrio residencial de las afueras.
–Y el hombre a quien quiere encontrar es Jay Minnich, ¿verdad? –antes de que ella pudiera responder, añadió–: ¿Es usted la que sufrió el intento de violación?
–No –contestó ella–. Mi hermana pequeña, Danielle. La mujer que él asesinó era la mejor amiga de Dani.
–Eso leí –admitió Tanner.
–¿Lo buscará? –preguntó en tono de súplica–. Tendrá una recompensa –añadió ella.
–Lo sé… Diez mil dólares –dijo como si esa cifra no significara nada para él–. Los ofrece su padre, el fundador y presidente de Sprucewood Bank.
Ella frunció el ceño al oír su tono de voz, pero respondió en tono neutral.
–Sí, pero mi padre ha aumentado la recompensa.
–¿Cuándo? –sin duda, Tanner se habría enterado si lo hubieran anunciado. Y no había oído nada al respecto.
–Ahora.
–¿Repítalo? –se sentía como si se hubiera perdido una parte.
–Deje que le explique.
–Adelante –la invitó a continuar. Se llevó la taza a los labios y la miró fijamente por encima del borde.
–Dani tiene una crisis emocional –dijo con voz triste–. Desde que sucedió todo, se ha encerrado en sí misma. Le aterroriza la posibilidad de que aquel hombre vuelva para matarla, puesto que fue ella quien lo identificó. No sale de casa… Nunca –hizo una pausa y suspiró–. De hecho, apenas sale de su habitación, y siempre se encierra con llave. Incluso nosotros, los familiares, tenemos que identificarnos para que abra la puerta. Y en cuanto entramos, la vuelve a cerrar.
–Es terrible –dijo Tanner–. Es una experiencia horrible para cualquier mujer, sobre todo para alguien de su edad –Tanner había leído que la chica no tenía más de veinte años. Y también sabía que la mujer que estaba frente a él era un poco mayor.
–Sí –dijo Brianna, y continuó al cabo de un instante–. Aunque confiamos en que, tarde o temprano, la justicia encuentre a ese hombre, por la tranquilidad de Dani nos gustaría encontrarlo cuanto antes. Por eso mi padre me ha encargado que busque al mejor cazarrecompensas y le ofrezca una cifra más alta.
Por la información que él había recogido, Tanner sospechaba que ese hombre estaba escondido en algún lugar de las Montañas Rocosas. Aunque hacía poco había oído un rumor acerca de que lo habían visto entre Mesa Verde y la Montaña de San Juan, esa seguía siendo una zona muy amplia para buscar. Tanner ya había pensado en la posibilidad de buscar a aquel hombre, pero todavía estaba muy cansado después de su último trabajo. Aun así, el dinero no le iría mal.
–¿Cuánto más? –preguntó con escepticismo.
–Un millón de dólares.
«Por un millón de dólares merece la pena», pensó Tanner, sin importarle lo cansado que estaba. Una cifra así era suficiente para recargar de energía a cualquiera. Si eso lo convertía en un despiadado, mala suerte. Los chicos buenos rara vez atrapaban a los malos. Incluso los policías tenían que ser despiadados a veces. Él lo sabía, tenía a muchos en su familia.
–¿Y bien? –una mezcla de impaciencia y ansiedad marcaba su tono de voz–. ¿Aceptará el trabajo?
–Sí –dijo él–. Haré una batida por las montañas para encontrarlo.
–Bien –suspiró–. Yo iré con usted.
Durante un instante, Tanner estuvo a punto de estallar y de soltarle montones de negativas. Sin embargo, soltó una carcajada.
–No creo –le dijo–. No voy a cuidar de la hija de un hombre rico mientras recorre las montañas con sus zapatos de tacón.
Brianna golpeó el suelo con uno de sus zapatos y dijo:
–Señor Wolfe, no necesito que nadie cuide de mí, gracias. Sé cuidar de mí misma.
–Sí, claro –se mofó él–. En un restaurante elegante o en una tienda de moda. Regrese a casa junto a su papá, pequeña –le advirtió– Yo lo buscaré solo.
–No creo –soltó ella–. Esta vez habrá dos cazadores en las montañas.
Tanner se rio de nuevo.
Debería haber mantenido la boca cerrada.
Brianna permaneció sentada frente a Tanner Wolfe, mirándolo a los ojos. No había manera de que él pudiera evitar que lo acompañara a buscar a ese hombre. No cuando la felicidad y la vida de su hermana dependían de capturar a su agresor.
Brianna no estaba dispuesta a quedarse sentada sin hacer nada y a dejarlo todo en manos de otro. Tenía que pasar a la acción, formar parte de la búsqueda. Así era como la habían educado y como vivía su vida. La familia estaba por encima de todo lo demás. Incluso cuando estaba en Pensilvania, en la universidad, esa era la manera que ella tenía de llevar la biblioteca de investigación. Siempre al mando.
No importaba que aquello no fuera algo rutinario como encontrar hechos confusos para la tesis de un estudiante o para la conferencia de un profesor. Aquella era una situación de vida o muerte, y podría tratarse de su propia vida.
Pero lo hacía por Dani.
Fulminó a Tanner con una gélida mirada y esperó a que contestara.
–He dicho que no, señorita Stewart –dijo él, con los ojos oscurecidos y los párpados entornados–. No quiero ser responsable de otra persona. Siempre salgo a cazar solo.
–¿Por qué? –preguntó ella, y se llevó la taza a los labios para dar un trago–. Pensaba que dos cazadores serían mejor que uno.
–¿Por qué? Porque eres una mujer, por eso.
«Una mujer», Brianna se contuvo para no contestar con desdén. El tono arrogante que empleaba aquel hombre la enervaba.
–Tengo entendido que también existen cazadoras de recompensas.
–Las hay –dijo él, y bebió un sorbo de café–. Pero son duras, no niñas de papá, mimadas y elegantes. Aun así, no trabajaría con ninguna de ellas.
Brianna dejó la taza sobre la mesa. Detestaba la actitud condescendiente de aquel hombre. Respiró hondo y contestó:
–Señor Wolfe, no sé nada sobre las otras mujeres, pero esta niña de papá sabe cuidar de sí misma. Mi padre me enseñó a emplear armas de fuego nada más cumplir los doce años. Lo he seguido montaña arriba y montaña abajo. He recorrido parte de África junto a él. Y aunque yo cazo con cámara, soy una experta a la hora de utilizar el rifle y la pistola.
–Estoy impresionado.
Hablaba como si estuviera aburrido.
«Maldita sea», pensó Bri, apretando los dientes para evitar darle un grito.
–No he terminado –dijo muy seria–. También hago artes marciales y Krav Maga. Sé cómo defenderme.
–Me alegra oírlo –dijo él con impaciencia–. Una mujer debe saber protegerse a sí misma. Pero eso no cambia nada. Seguiré trabajando solo.
Era uno de los Wolfe, independiente y seguro de sí mismo. Eso era evidente, a pesar de su aspecto.
No se trataba de que hubiera algo malo en su aspecto. Era solo que no parecía encajar con el resto de la familia Wolfe.
Sus amigas gemelas, Lisa y Matt, eran rubias y muy guapas. Bri no conocía a sus padres, pero sí había conocido al hermano de su padre, el jefe de policía de Sprucewood, y había visto fotos de otros tíos y primos. Nunca había visto una foto de aquel primo en particular.
Tanner Wolfe era diferente al resto. Por un lado, no tenía el cabello rubio como los demás. Sin embargo, sí era igual de alto que el resto.
Los otros hombres de la familia Wolfe tenían aspecto de agentes de policía duros; sin embargo, Tanner Wolfe tenía cara de santo, con ojos marrones y una sonrisa cálida y engañosa. Su cabello era castaño, con mechas rojizas. Lo tenía ondulado y le llegaba a la altura del hombro.
Cuando lo vio por primera vez, ella estuvo a punto de quedarse sin respiración, y lo primero que pensó fue que se había equivocado de puerta. Aquel hombre con cara de santo no podía ser un duro cazarrecompensas.
Pero lo era.
Se suponía que Tanner Wolfe era uno de los mejores cazadores de delincuentes.
Increíble.
–¿Se ha quedado dormida?
Su voz suave provocó que Bri volviera a la realidad. Pestañeó y contestó:
–No, por supuesto que no –desde luego no iba a contarle que había hecho un repaso de sus atributos masculinos. Ni que se había sentido atraída por él nada más verlo.
–¿Y qué estaba haciendo? –preguntó él, con curiosidad.
–Me preguntaba cómo alguien que parece tan agradable como usted puede ser tan obstinado.
–¿Obstinado? –se rio.
El sonido de su risa la hizo estremecerse.
–Sí, obstinado –dijo ella–. ¿Sabe?, no es razonable que no permita que lo acompañe.
–¿No lo es? –preguntó con el ceño fruncido–. Perseguir a un hombre es un trabajo difícil y peligroso.
–También lo es perseguir a un jabalí salvaje o a un tigre solitario. Y he perseguido a ambos. No soy tonta, señor Wolfe. Soy plenamente consciente del peligro.
–En ese caso, vuelva a casa tranquilamente con su papá y permita que haga el trabajo por el que me pagan.
–No –Bri se puso en pie–. Olvídelo. Buscaré a otro cazarrecompensas, alguien que me permita acompañarlo.
–No –Tanner se levantó de golpe–. Le estoy diciendo que no es seguro.
–Y yo le digo que sé cuidar de mí misma y, posiblemente, incluso podría ayudarlo –dijo con desafío–. Y también le digo que iré, con o sin usted. Eso es decisión suya, señor Wolfe.
–Sin duda, es una niña mimada, ¿no es cierto? –dijo él con rabia y frustración en la voz. La expresión de sus ojos era dura. Y su aspecto de santo se había transformado en el de cazador.
–No –dijo ella–. No lo soy. Estoy segura de mi capacidad y estoy decidida a atrapar a ese monstruo –respiró hondo–. Se lo diré una vez más… Iré, con usted o con otro cazarrecompensas.
Él permaneció en silencio unos segundos, mirándola con ojos entornados, como advirtiéndole que tuviera cuidado. Ella sintió ganas de salir corriendo, pero decidió permanecer firme.
Bri nunca había permitido que un hombre la intimidara.
–Una mujer –añadió ella.
–¿Qué? –preguntó él–. ¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que buscaré a una mujer cazarrecompensas.
–No irá a buscar a ese asesino con otra mujer.
–Iré con quien me plazca –dijo con resignación.
Aunque su mirada denotaba rabia, suspiró a modo de concesión.
–Está bien, usted gana. La llevaré conmigo. Pero quiero que comprenda una cosa antes de que continuemos adelante.
–¿El qué? –Bri tuvo que contenerse para no mostrar su sentimiento de victoria.
–Yo daré las órdenes.
–Pero…
–Y usted las seguirá, sin preguntar ni protestar.
Bri se quedó paralizada por la rabia. «¿Quién se ha creído que es?», pensó en silencio. Pero, incapaz de ocultar sus sentimientos, contestó:
–No soy una niña para que me den órdenes. ¿Quién se ha creído que es?
–Soy el cazarrecompensas que usted quiere. Si no, no habría venido a buscarme –sonrió y la miró de arriba abajo–. Para que lo sepa, soy consciente de que no es una niña. Sin embargo, esos son mis requisitos.
La derrota era algo difícil de aceptar, pero Bri sabía que no tenía otra opción. Había ido a buscarlo, y no solo porque se lo hubieran aconsejado sus primos o sus amigos.
Había investigado y había llegado a la conclusión de que Tanner era uno de los mejores cazadores de recompensas de la zona, y muchos opinaban que era el mejor para buscar al asesino en terrenos difíciles, como en las montañas.
–Está bien –aceptó al fin. Creía que debía sentir humo saliéndole por las orejas, sin embargo, se sentía… ¿Protegida? «No», negó con la cabeza. Tanner Wolfe no se sentía su protector, se sentía alguien superior.
–Bien –contestó él, y dio una palmadita sobre la mesa–. Siéntese. Tenemos que planear muchas cosas.
Bri se sentó de nuevo. Agarró la taza, bebió un sorbo y la dejó en la mesa.
–Se habrá enfriado –Tanner agarró las tazas y se volvió–. Serviré un poco más –arqueó las cejas–. ¿Y qué me dice de su bollito caliente?
Bri negó con la cabeza.
–No, gracias. Está bien así –se llevó el bollo a la boca y mordió un poco–. Está muy rico.
–Como quiera –se encogió de hombros y se volvió de nuevo.
Ella lo miró mientras se comía el bollo, observándolo por detrás. Tenía un bonito trasero, firme y tenso. Su espalda era ancha y musculosa, pero estilizada.
Tanner regresó a la mesa con las tazas llenas, y ella aprovechó para mirarlo por delante. Aquella imagen era mucho mejor.
Su torso musculoso terminaba en una fina cintura. Tenía las piernas largas y los pantalones vaqueros resaltaban su musculatura. Él la miraba en silencio.
Los rasgos de su rostro parecían esculpidos en mármol. Su nariz recta, sus pómulos prominentes, su mentón definido… Habría parecido una estatua si no hubiera tenido una mirada tan dulce y una sonrisa tan tierna. De pronto, Bri experimentó de nuevo esa extraña sensación interna. «¿Por qué?». No sabía la respuesta, y eso la molestaba.
–¿Qué mira? –preguntó él, sacándola de su ensimismamiento.
«Maldita sea», pensó ella, al ver que él la había pillado una vez más. ¿Qué diablos le estaba sucediendo? Nunca se había sentido tan afectada por un hombre. Y la única vez que había sentido algo parecido, había sido un desastre.
–A usted –admitió Bri–. Estoy tratando de imaginar cómo es.
–¿Y cómo me imagina? –sonrió él.
–No demasiado bien –dijo ella, y sonrió también–. No es fácil de imaginar.
–No se sienta mal –dijo él–. Yo tampoco puedo imaginar cómo es usted. Seguro que no es como aparenta ser.
Bri arqueó las cejas.
–¿Y cómo aparento ser?
Él la miró un instante.
–Mi primera impresión fue que era una mujer bella, muy bien vestida y educada.
A pesar de que sospechaba que eran cumplidos sin más, Bri se sonrojó. No solo a causa de sus palabras, sino por la admiración que veía en su mirada.
–Yo… No sé…
Tanner la hizo callar con un leve movimiento de cabeza.
–No se ponga nerviosa. Dudo que mi opinión acerca de cómo creo que es en realidad le agrade tanto.
Bri se llevó la taza a los labios y dijo:
–Continúe –se esforzó por hablar con frialdad.
–Creo que es una niña mimada –dijo él con sinceridad–. Quiere lo que quiere y cuando lo quiere. Creo que es una mujer egocéntrica y demasiado segura de sí misma.
Bri no tenía ni idea de por qué le molestaba la opinión que Tanner tenía de ella, pero así era. Y mucho. Normalmente, no era tan sensible a las opiniones que los demás tenían de ella.
–¿Y ahora quiere contarme lo que usted piensa de mí?
–Por supuesto –dijo Bri–, pero primero me gustaría que me contara cómo ha llegado a esa conclusión, si apenas ha pasado tiempo conmigo.
–Es fácil –se rio Tanner–. Porque su forma de ser se parece mucho a la mía –hizo una pausa y se rio de nuevo–. La única diferencia es que yo no soy atractivo.
–¿Es un hombre mimado? –ella no pudo evitar reírse, y creía que estaba equivocado en una cosa. Era atractivo, y mucho.
–Sí –contestó él, riéndose también–. Tengo unos padres estupendos que además de inculcar a sus hijos valores, ética, buen comportamiento y el conocimiento de las tareas domésticas, nos mimaron demasiado. En el buen sentido –añadió con una sonrisa.
–Tiene dos hermanos, ambos mayores que usted, ¿no es así? –preguntó ella, aunque conocía la respuesta.
–Sí –asintió con la cabeza–. Justin es el mayor, y tiene treinta y dos años. Luego está Jeffrey, que tiene treinta. Y por último, yo, con veintinueve –sonrió de nuevo–. Y también tengo unos cuantos primos.
–Eso he oído –sonrió ella.
–¿Cuántos años tiene?
–Veintisiete –contestó ella.
–Es demasiado joven para arriesgar su vida recorriendo las montañas en busca de un asesino.
Bri suspiró antes de contestar.
–Creía que ya habíamos solucionado ese tema, señor Wolfe. Voy a ir con usted, punto.
–Lo sé, pero debía intentarlo una vez más –suspiró también–. Y me llamo Tanner. No me gustaría escuchar señor Wolfe, una y otra vez, hasta quién sabe cuándo.
–Está bien… Tanner –convino ella–. Mis amigos me llaman Bri.
–Qué lástima –dijo, y sonrió al ver la cara de asombro que ponía ella–. Brianna me gusta más. Es un nombre precioso y te queda muy bien. Como tú, tiene clase.
Bri notó que una oleada de placer la invadía por dentro. ¿La consideraba bella y con clase? Aunque muchos hombres le habían dicho lo mismo, su comentario la dejó sin habla durante varios segundos.
–Gracias –murmuró al fin–. Eres muy amable –dijo, y se arrepintió de su comentario al instante.
–De nada –dijo Tanner, conteniendo una sonrisa.
Ella se rio de sí misma.
–¡Qué tonta!
Él negó con la cabeza.
–No, sorprendente. Pensaba que estarías acostumbrada a los cumplidos.
–Bueno, sí –dijo ella–, pero…
–¿Pero qué? –preguntó con un brillo en la mirada.
–Oh, dejémoslo –dijo ella. No estaba dispuesta a admitir que se había puesto nerviosa porque se sentía atraída por él.
–¿Por qué?
–¿Qué quieres decir con «por qué»? –frunció el ceño–. Porque es una tontería, por eso.
–Qué pena –suspiró él–. Ahora que empezaba a ponerse interesante.
«Este hombre es imposible. Atractivo, muy sexy, pero imposible», pensó ella.
–Creo que es hora de que nos pongamos manos a la obra.
Él suspiró una vez más. Bri se contuvo para no reírse y se sorprendió de lo mucho que estaba disfrutando de sus bromas, por no mencionar de su compañía y de su atractivo.
–¿Estás enfurruñado? –preguntó ella, al cabo de un momento. Un momento durante el que solo había pensado en él.
Tanner sonrió.
–Yo nunca me enfurruño. Los niños se enfurruñan. Y, por si no te has dado cuenta, yo soy un hombre, no un niño.
–Oh, ya me he fijado –dijo ella, pensando en que se había percatado perfectamente.
–Yo también me he fijado en ti –dijo él con una sonrisa.
Su sonrisa era una invitación a la más pura tentación. «Tranquila», se ordenó Bri, tratando de controlar los rápidos latidos de su corazón.
Pero Tanner era un hombre sexy y atractivo. Y ella era tan susceptible como cualquier otra mujer. ¿Por qué el diablo tenía que tener aspecto de ángel?
Tanner sonrió con picardía.
Bri sintió que un intenso calor le invadía el cuerpo. «Ya basta», se amonestó, pero no le sirvió de nada.
–Um… Creo que es hora de ponerse a hablar de trabajo.
–Qué lástima –dijo Tanner, tratando de fingir tristeza–. Pero, si insistes, iremos al grano.
–Insisto. ¿En qué consiste?
–Hay que fijar una fecha para salir y reunir todo lo que necesitaremos para el viaje.
–Puedo salir mañana mismo.
–Todavía no te he contado todo lo que necesitaremos llevar con nosotros –dijo él–, así que ¿cómo puedes estar preparada para salir mañana?
Ella lo miró con impaciencia.
–Si lo recuerdas, te he dicho que he ido muchas veces de cacería desde que era niña. Sé muy bien lo que hay que llevar.
–De acuerdo, pequeña. Pero creo que haré una lista, solo para asegurarnos de que estamos de acuerdo –se puso en pie y se acercó a la encimera. Abrió un armario y sacó un bloc de notas y un lápiz–. ¿Quieres más café? –se volvió para mirarla.
–No, gracias –contestó Bri, y miró el reloj–. ¿Cuánto tardaremos?
–¿Por qué? –preguntó él, arqueando una ceja–. ¿Tienes prisa?
–No, pero lo único que he hecho ha sido registrarme en el hotel y pedir mi llave. Dejé mis cosas con el botones y vine directamente.
–¿Cómo sabías que estaría aquí?
–Me lo dijo Lisa –sonrió–. Anoche habló con tu madre, y ella le dijo que habías llamado y que le habías dicho que acababas de regresar.
Tanner frunció el ceño.
Bri se apresuró a aclarar el comentario.
–Tu madre sabía que yo iba a venir para intentar contratarte –respiró hondo y continuó–: Le dijo a Lisa que la llamaría en cuanto supiera algo de ti.
–Mujeres –suspiró Tanner, y negó con la cabeza.
–¿Qué tienen de malo las mujeres?
–Igual que a los niños, la mayor parte del tiempo es mejor verlas que oírlas.
Bri se quedó sin habla unos instantes.
–Señor Wolfe, ese es el comentario más estúpido y sexista que he oído nunca. ¿En qué siglo vive usted?
–Cariño, vivo en el aquí y ahora –dijo él con tranquilidad–. Puede que no sea políticamente correcto, pero soy sincero. Así de simple.
–Olvídalo.
–Está bien. Ahora…
–No –negó con la cabeza, echó la silla hacia atrás y se puso en pie–. Quiero decir que te olvides de ir a buscar a ese hombre. Contrataré a otro –se volvió para marcharse–. O lo buscaré yo misma.
–No, no lo harás –le ordenó él–. Yo iré, con o sin ti –añadió–. Ahora, Brianna, siéntate y pongámonos a trabajar.
Bri dudó un instante y pensó que si tuviera algún sentido del orgullo, habría mandado a Tanner Wolfe al infierno y habría salido de allí en busca de otro cazarrecompensas. Pero el sentido debía de haberla abandonado, porque suspiró y se sentó de nuevo.
–Chica lista –comentó él con una sonrisa–. Venga, vamos a ello.
«Chica lista. Sí, claro», pensó ella, y trató de recordar que el bienestar de Dani era su prioridad.
–Pistolas.
–¿Qué? –preguntó Bri, regresando a la realidad.
–Dijiste que tenías tus recursos –dijo él con paciencia–. ¿Qué tipo de armas tienes?
–Oh –Bri se sintió estúpida pero, tratando de demostrarle que era una chica lista, contestó–: Tengo un rifle de largo alcance y un revólver –arqueó las cejas al ver la expresión de Tanner–. ¿Y tú qué tienes?
–Un 30-06 y un rifle de siete milímetros con el mismo alcance, y una mágnum 44 –parecía impresionado–. Y tú sí que tienes un verdadero armamento.
«No tanto como tú», pensó ella refiriéndose a su cuerpo y no a las armas.
–Te dije que sabía lo que hacía –dijo ella–. ¿Algo más?
–¿Ropa, mochila, saco de dormir?
–Sí –frunció los labios–. Todo.
Él sonrió.
–¿Quieres contarme cómo son? Dame solo una pista.
Bri suspiró y contuvo la sonrisa que sus labios amenazaban con esbozar.
¿Por qué tenía que ser tan atractivo?
–Tengo ropa de montaña y una chaqueta de esquí en la mochila. Mi saco de dormir es impermeable y de los mejores. Lo coloco sobre una ligera esterilla. ¿Alguna otra pregunta?
–De hecho, sí –dijo él–. ¿Qué hay de la comida? ¿Has pensado en ello?
–Por supuesto que sí, pero no he traído mucha conmigo. Suponía que podríamos conseguir lo que necesitáramos en Durango.
Él asintió.
–Suponías bien –se puso en pie–. Vamos a comer. Iremos en mi camioneta.
–Espera un momento –protestó ella. Se puso en pie y lo siguió a la cocina– ¿Quién ha dicho nada de ir a comer?
–Yo –miró el reloj que había colgado en la pared–. Es casi la una. Tengo hambre de algo más sustancioso que un bollo. ¿Tú no?
–Bueno, sí –admitió ella–. ¿Por qué no vamos en dos coches?
Tanner se detuvo y abrió la puerta para que pasara.
–¿Conoces Durango?
Ella nunca había estado en Durango, en Colorado.
–Bueno, no, pero…
–Lo que me imaginaba. Iremos en mi camioneta.
Bri no tenía intención de aceptar.
–Quiero ir al hotel a refrescarme un poco. Dame la dirección. Me reuniré contigo en el restaurante dentro de media hora.
El restaurante que Tanner le había indicado estaba decorado al estilo del oeste. Al mediodía, no había demasiada gente y el lugar estaba bastante tranquilo.
–Es un sitio bonito –le dijo Bri a Tanner mientras se sentaba en la silla que le ofrecía el camarero–. Gracias –le dijo al hombre.
–Espera a probar la comida –dijo Tanner.
Ella miró la larga lista de platos que se ofrecían en el menú. Eligió un plato de pasta con gambas salteadas a las finas hierbas. Estaba convencida de que Tanner pediría un chuletón poco hecho, pero al oír lo que le pedía al camarero se sorprendió.
–Yo también quiero pasta, pero con pollo.
Acababa de marcharse el camarero cuando una joven se detuvo junto a la mesa. Era una chica rubia, menuda y muy guapa. Sus grandes ojos azules brillaban de sorpresa y su sonrisa era sensual.
–¡Tanner, cariño! –exclamó la chica, y se lanzó a sus brazos cuando él se levantó–. Hace años que no te veo. ¿Dónde te habías metido?
Por algún motivo, todo lo que tenía aquella mujer le molestaba a Bri. Desde su voz hasta la manera posesiva en la que abrazaba a Tanner. Durante unos segundos, Bri se molestó también al ver cómo Tanner sonreía a la mujer que se aferraba a él, pero al oír su respuesta, se recuperó enseguida.
–Candy, sigo midiendo lo mismo que la última vez que te vi… hace años. ¿Cuánto ha pasado, una o dos semanas?
Bri consiguió controlarse para no soltar una carcajada.
–Brianna, me gustaría presentarte a Candy Saunders. También es del este…
–De The Hamptons –intervino Candy, interrumpiendo a Tanner. De pronto, su dulzura había desaparecido y miraba a Bri con desdén.
Con cara de aburrido, Tanner miró a Bri y esbozó una sonrisa.
–Candy de The Hamptons, te presento a Brianna Stewart de Pensilvania.
–Encantada –dijo Candy fingiendo ser educada–. ¿Has venido a visitar a alguien en Durango? –arqueó una ceja–. ¿A algún amigo de Tanner, quizá?
Bri no sabía si reírse o darle un bofetón a aquella mujer. Al final, no hizo ninguna de las dos cosas y contestó:
–No, no estoy de visita. Tengo un asunto pendiente con el señor Wolfe.
–¿De veras? –preguntó la chica.
–Sí, de veras –contestó Tanner–. ¿Si nos disculpas? –señaló la mesa del fondo–. Creo que tu amigo está impaciente por verte.
–Por supuesto, cariño –le acarició el rostro–. Hasta pronto –le dijo. Retiró la mano y movió los dedos delante de él–. Llámame –añadió, y se marchó sin mirar a Bri.
–¿Hasta pronto? –conteniendo la risa, Bri se sentó de nuevo justo en el momento en que el camarero les servía la comida.
–Esa es Candy –dijo Tanner, y se encogió de hombros.
–¿Una buena amiga tuya? –preguntó ella, sin pensar.
–No –contestó Tanner, y negó con la cabeza, de forma que los rizos le acariciaron los hombros–. Me temo que es un poco tonta, y llama cariño a todos los hombres con ese tono empalagoso –se encogió de hombros–. Pero a veces es educada e incluso divertida.
–Ya –Bri ocultó un gesto de insatisfacción al agachar la cabeza para inhalar el aroma que desprendía su plato.
La comida estaba deliciosa. La conversación, variada. Desde qué comidas eran sus favoritas hasta qué tipo de cine les gustaba ver. Bri se relajó y bajó la guardia.
Era un error que casi nunca cometía.
Al salir del restaurante, Tanner le preguntó de camino a los coches:
–¿Dónde te alojas?
–En el Strater Hotel. Es estupendo.
–Sí, un monumento histórico, construido en 1887. Will Rogers se alojaba allí. Y Louis L’Amour escribió varias de sus novelas del oeste mientras se alojaba allí también.
–Debió de quedarse mucho tiempo –dijo ella, sonriendo–. O escribir muy deprisa.
Él sonrió.
Bri sintió que algo en su interior se volvía muy blando. ¿Por qué tenía que tener una sonrisa tan sexy? Tragó saliva y se alegró de llegar a su coche alquilado.
–Este es el mío.
–El mío está justo detrás –señaló con la cabeza–. Tengo que hacer algunas llamadas antes de ir a comprar la comida, y también terminar algunas cosas mañana. ¿Te parece que te recoja pasado mañana? Me gustaría empezar temprano. ¿A las cinco te parece bien?
–Vendrás, ¿verdad?
–¿No te acabo de decir que lo haré? –preguntó en tono de rabia.
–Sí –dijo Bri–. Pero quería asegurarme de que no te irías sin mí.
–¿Qué tratas de insinuar? –negó con la cabeza–. ¿Creías que…?
–¿Que ibas a marcharte solo, dejándome a mí en Durango? –terminó la frase por él–. Pues sí, señor Wolfe, eso es exactamente lo que pensaba que podría intentar. Supongo que no debería haber escuchado a sus primos. Ellos me advirtieron que usted era un hombre solitario, un inconformista que siempre recorre el camino solo –al ver que él comenzaba a hablar, continuó–: Era eso lo que pretendías hacer, ¿verdad?
–De acuerdo, admito que prefiero cazar solo, como siempre he hecho. Pero he aceptado que vengas conmigo, así que ¿de dónde has sacado la idea de que iba a marcharme sin ti? –Tanner parecía enfadado y se había puesto tenso.
Bri no estaba impresionada ni por su tono de voz ni por su aspecto. Al menos, eso consiguió aparentar. En realidad, estaba temblando. Pero solo porque estaba igual de enfadada que él.
–Oh, ¿y no puede ser porque pareces ansioso por deshacerte de mí antes de reunir las cosas que necesitamos? Podría haber funcionado, de no ser por un pequeño detalle. Olvidaste que soy yo la que lleva el talonario.
–No olvidé absolutamente nada.
Guau. Si ella pensaba que él estaba enfadado, se equivocaba. Estaba furioso. Y parecía muy aterrador.
–Bien, porque si me hubieras engañado con tu dulce conversación del restaurante y te hubieras marchado para traer a ese bastardo tú solo, no habrías conseguido ni un centavo más de los diez mil dólares originales.
–¿Has terminado? –preguntó Tanner con frialdad.
–Sí –consiguió contestar ella manteniendo la calma.
–¿Te sientes mejor después de haberme echado ese sermón? –había algo nuevo y peligroso en su tono de voz que hizo que ella se estremeciera.
–No era un sermón –dijo ella en tono desafiante.
–Podrías haberme engañado –dijo él–. Y no hubo ninguna dulce conversación en el restaurante. Supongo que no soy muy listo, porque pensé que estábamos disfrutando de conocernos el uno al otro –la miró–. ¿Qué te ha hecho pensar que era una encerrona?
«¿Cómo se puede explicar un presentimiento?», se preguntó ella. ¿Una dura lección aprendida de un hombre que era un profesional a la hora de tomarles el pelo a las mujeres?
–No estoy segura –admitió ella–. Cuando estábamos hablando, me relajé, y al instante comencé a sospechar –trató de convencerse de que el presentimiento nada tenía que ver con el hecho de que él hubiera permitido que Candy lo abrazara.
En el fondo, sospechaba que él tenía prisa por deshacerse de ella para poder regresar al restaurante a buscar el postre. Y que después, recogería sus cosas y se marcharía a la montaña sin ella.
Bri ignoró la sospecha. No había manera de que pudiera contársela a Tanner.
–¿Quieres pasar las dos próximas noches conmigo?
«Sí», pensó ella.
–No –contestó al fin.
–Entonces, supongo que tendrás que confiar en mí –sonrió–. Siempre y cuando, todavía quieras venir conmigo.
–Sabes que quiero ir contigo –soltó ella, enfadada–. Siempre y cuando recuerdes quién administra el dinero.
Tanner negó con la cabeza como si sintiera lástima por ella.
–No olvido los detalles, Brianna, ni siquiera cuando me los cuenta una niña rica y mimada.
Bri pasó el resto del día, y el día después, tratando de asimilar sus palabras de despedida mientras recorría las tiendas cercanas al hotel.
Le demostraría lo que una niña rica y mimada podía hacer.
Sin duda, llevaba unos tacones exagerados.
Tanner la miró sorprendido cuando detuvo su coche frente al hotel. Era temprano y todavía estaba oscuro, aunque comenzaba a clarear en el horizonte. Pero el recibidor del hotel estaba bien iluminado y él podía ver los inapropiados zapatos de tacón.
En cualquier otro momento, aquellos zapatos, que consistían en dos tiras que pasaban por los dedos y rodeaban los tobillos, una suela fina y un tacón de aguja, le habrían parecido sexys. Combinados con unos pantalones vaqueros, una chaqueta y una blusa verde formaban un conjunto ridículo… y sexy.
Brianna estaba esperándolo con el equipaje en el suelo, junto a su pierna izquierda, y la correa de la funda del rifle en su mano derecha. Para su disgusto, ella llevaba la melena color caoba recogida dentro de una gorra de béisbol. Tanner se sintió un hombre corriente, vestido con unos pantalones vaqueros negros, una chaqueta de cuero negro y unas botas. Él también se había recogido el cabello en una coleta.
Bajó del coche y se dirigió a la parte trasera para abrir el maletero. El portero del hotel le acercó el equipaje y, antes de que Tanner pudiera darle algo de propina, Brianna le entregó un par de billetes y le dio las gracias.
–Buenos días –le dijo Tanner a ella.
–Mmm –contestó ella, y se sentó en el asiento del copiloto.
Parecía que todavía estaba enfadada con él. Tanner suspiró y se sentó al volante. Se alejó del hotel y se dirigió hacia las afueras de Durango.
–Me encantan tus zapatos –comentó–. Puedo imaginarte recorriendo terrenos montañosos con ellos puestos.
Ella se rio.
–Confiaba en que te gustaran.
–Me gustan. Son espectaculares, y el color es perfecto. Las cintas doradas quedan muy bien con los vaqueros, la chaqueta y la gorra.
–Eso pensaba –se rio ella, al ver que él sonreía–. Siento tener que decepcionarte, pero no me los pondré para caminar por terrenos difíciles. He traído mis botas de montaña.
–Vaya, ¡qué lástima! –dijo él–. Confiaba en verte tratando de mantener mi ritmo –la miró un instante–. Aun así, probablemente vea cómo tratas de seguir mi ritmo.
–Ni lo sueñes –soltó Brianna–. Probablemente, lo que veas será mi espalda.
Tanner no pudo evitar soltar una carcajada. Estaba tan segura de sí misma, y era tan batalladora, que él no podía evitar admirarla. Decidió que probablemente era porque le recordaba mucho a sí mismo.
–Ya veremos –dijo él sin dejar de reír.
–Sí, ya lo veremos –repuso ella, y continuó mirando por la ventanilla, observando cómo el paisaje montañoso se transformaba en desierto–. ¿Adónde vamos? –preguntó.
–No muy lejos de Mesa Verde.
–¿Mesa Verde? Creía que habías dicho que nuestra presa se encontraba en la Montaña de San Juan.
–Lo que dije fue que había oído rumores de que él se dirigía hacia allí –la miró un momento–. Antes de ir a las montañas, quiero comprobar el rumor por mí mismo.
–¿Y con quién vas a comprobarlo? ¿Con los fantasmas de los indios que vivieron allí? –dijo en tono sarcástico.
–Muy lista –dijo él, y suspiró–. De hecho, no he dicho en ningún momento que fuéramos a Mesa Verde. El rumor que he oído decía que lo habían visto cerca de Mesa Verde antes de que se largara a las montañas. Me dirijo hacia el pueblo de donde salió el rumor.
–Ah, bueno –contestó Brianna–. No me importaría parar en Mesa Verde.
Sorprendido por su comentario, Tanner estuvo a punto de perder el control del vehículo.
–¿Qué quieres hacer allí? ¿Echar un vistazo a Mesa Verde?
–¿Qué hay de malo en ello?
–Brianna –dijo Tanner, apretando los dientes–. Creía que habíamos venido a buscar a un asesino, no a hacer turismo.
–Por supuesto –dijo ella–. Quería decir que algún día me gustaría explorar las moradas de las montañas.
–Lo siento –mintió él–. Pensé que querías que parara hoy para ver las ruinas, y no podemos perder tiempo.
–Pero ayer perdiste todo el día –protestó ella.
Tanner estaba al borde de la impaciencia.
–Brianna, te dije que ayer tenía muchas cosas que hacer. Además de realizar varias llamadas, tenía que conseguir la comida necesaria, que he pagado yo.
–De acuerdo, explicación aceptada.
–Qué generosa eres –masculló él.
–Lo sé –dijo ella–. Y, por supuesto, te devolveré el dinero que te hayas gastado.
–Claro que lo harás, cariño –dijo él, en un tono que no le gustó.
«Contente, Wolfe, antes de que pierdas el trabajo y la compañía de la estupenda pero desquiciante Brianna», se recordó.
–No te pongas así conmigo, como si fueras un depredador. No soy una de tus presas –soltó ella–. Y no me llames cariño.
¿Un depredador? ¿Ella lo consideraba un depredador? Tanner frunció el ceño. Los depredadores mataban a sus presas, y a veces se las comían. Él se esforzaba mucho para no matar a las suyas, ni siquiera a las que se lo merecían. Y desde luego, no se las comía.
Aunque pensándolo bien, no le importaría probar un mordisquito de la suave piel de Brianna. Solo la idea hacía que se revolviera por dentro.
«Céntrate en el trabajo, Wolfe», se ordenó. Aquella mujer, independiente y altanera, no era para él.
–Haré un trato contigo –dijo él, y se movió en el asiento para aliviar cierto dolor en la zona más sensible de su cuerpo–. No me llames «depredador» y yo no te llamaré «cariño». ¿De acuerdo?
–De acuerdo –dijo ella, y le estrechó la mano que él le ofrecía.
–¿Qué tal si te llamo «corazón»?
–Tanner Wolfe –dijo Brianna, antes de empezar a reírse–. Eres un…
–¿Diablo? –preguntó él sonriendo, y encantado de haberla hecho reír.
–Está bien –dijo ella, y alzó las manos a modo de rendición–. Tú ganas… Por ahora.
–Más bien parece un empate –dijo él, y aminoró la marcha–. Y en buen momento. Ya hemos llegado.
–Ya lo veo –dijo Brianna, y miró por la ventanilla–. ¿Es esto?
–Sí, lo sé, no hay mucho que ver.
–Es un poco más grande que los otros pueblos que hemos pasado –se echó hacia delante todo lo que le permitía el cinturón de seguridad–. ¿Estaremos el tiempo suficiente como para que me dé tiempo a buscar una cafetería? Necesito una dosis de cafeína.
Él aparcó el coche frente a un café.
–¿Quieres ir por ahí con eso? –se miró los zapatos.
–Por supuesto que no –dijo, fingiendo sorpresa–. No podría aparecer en público con este modelito. Nunca soñé con meter la pata con algo así.
¿Hablaba en serio? Tanner la miró un instante y luego se rio.
Brianna se rio también.
–Supongo que es hora de cambiarse ¿no? –le dedicó una amplia sonrisa.
Tanner experimentó una sensación extraña, algo que no había sentido jamás. Era como si algo cobrara vida en su interior. Era extraño. Otras veces había sentido deseo, pero aquello era diferente. Y estaba relacionado con la mujer que tenía sentada a su lado. Tanner tuvo que tragar saliva y humedecerse los labios antes de contestar.
–Sí, supongo que sí –suspiró–. Los echaré de menos –abrió la puerta y trató de hablar con normalidad–. No tardaré mucho. Espérame dentro –salió del coche y señaló hacia el café–. Quizá sea mejor que comamos aprovechando que estamos aquí. Así no tendremos que volver a parar –arqueó una ceja–. ¿De acuerdo?
–Bien –asintió ella, y al ver que se alejaba, añadió–: Necesito sacar mis botas del maletero.
Él ya había abierto el maletero antes de que ella terminara la frase.
–Lo sé.
Brianna se soltó el cinturón y lo miró. Él sonrió y se puso un sombrero vaquero en la cabeza.
–Yo también necesitaba el sombrero.
Bri notó que se le cortaba la respiración al verlo sonreír. ¿Qué diablos le pasaba con aquel hombre? ¿Qué tenía que hacer para que no se le acelerara el corazón, se quedara sin respiración y le temblaran las piernas? Lo que sentía era mucho más intenso de lo que había sentido con… Se obligó a dejar de pensar en ello. No quería ni acordarse de aquel canalla.
–¿Brianna?
–¿Qué? –pestañeó confusa.
–¿Estás bien?
–Sí, por supuesto –contestó ella–. ¿Por qué no iba a estar bien?
–Me has asustado –negó con la cabeza–. De pronto parecía que estabas… No sé… Como perdida.
–Estaba pensando.
–¿En qué? –preguntó con el ceño fruncido.
–En que quizá debería ir contigo –dijo ella.
–Piénsalo bien.
–¿Eh?
–Brianna, no voy a llevarte conmigo para hablar con un confidente. De algún modo, creo que el confidente actuará como si no me conociera. ¿Lo comprendes?
–Sí… Sí, por supuesto –dijo ella, sintiéndose cada vez más ridícula. Se agachó para quitarse los zapatos y los dejó en el asiento trasero–. Si haces el favor y me das mi bolsa, me cambiaré e iré a tomarme un café.
–¿No sería más fácil si me dijeras dónde tienes las botas para que pueda dártelas?
–Hay una bolsa de plástico atada a mi mochila. Están ahí.
–Ahora sí vamos bien –soltó él, con una sonrisa.
Bri notó un cosquilleo en los labios y permitió que saliera la risa que se agolpaba en su garganta. No sabía por qué reaccionaba así cuando él sonreía o reía.
Oyó que Tanner cerraba el maletero. Momentos más tarde, él abrió la puerta y dijo:
–Tus zapatillas, Cenicienta.
–Gracias –recogió las botas que él le entregaba–. Y si pretendes que te llame Príncipe Azul, tendrás que esperar.
Tanner se rio, levantó el sombrero como gesto de respeto y se marchó.
«Eso ha sido un gesto encantador», pensó ella. Y peligroso…
* * *
Brianna no era una niña ni una idiota. Era una mujer inteligente y bien educada. Una mujer con los mismos deseos que cualquier ser humano. Se sentía atraída por Tanner Wolfe y él se sentía atraído por ella. No hacía falta ser muy inteligente para darse cuenta.
Se puso los calcetines que tenía dentro de las botas y decidió que debía tener cuidado. Iban a pasar mucho tiempo juntos, y solos…, en las montañas.
Ya le habían hecho daño en otra ocasión y no estaba dispuesta a sufrir otra vez. Emocionalmente, no podía permitirse liarse con Tanner Wolfe, el cazador de recompensas.
Se quejó para sí, se puso las botas, agarró el bolso y salió del coche.
Respiró hondo y decidió dejar para más tarde sus pensamientos. Pero enseguida se encontró pensando en las diferentes posibilidades.
Bri las conocía bien, y sabía que se reducían a una sola. Su imaginación le presentó la vívida imagen de Tanner y ella, con los cuerpos entrelazados, las bocas unidas…
«Espera», se dijo, y pestañeó para borrar la explícita imagen de su cabeza. Tenía la respiración acelerada. Miró a su alrededor para ver si alguien se había percatado de que tenía las mejillas sonrojadas y la frente sudorosa. Si alguien le comentaba algo, diría que era a causa del sol del mediodía. Con la chaqueta que llevaba, era normal que estuviera acalorada.
Se quitó la chaqueta y entró en el café. Necesitaba beber algo frío para calmar el ardor.
Cuando Tanner entró en el café, la encontró sentada a una mesa con una taza de café humeante y un vaso de agua helada. Él se sentó frente a ella, se quitó el sombrero y lo dejó en el banco de al lado.
–Hola.
El tono de su voz hizo que ella se estremeciera de la cabeza a los pies.
–Hola –contestó ella, esforzándose por emplear un tono impersonal.
–El café tiene buena pinta –dijo él, y señaló la taza con un movimiento de cabeza–. Afuera hace calor.
–Ya me he dado cuenta –contestó ella–. Por eso he pedido el agua con hielo.
–Hmm… y yo estoy muerto de sed.
«¿A mí me lo vas a contar?», pensó ella, y bebió un sorbo para humedecerse la garganta reseca.
–¿Tienes hambre? –le preguntó ella.
Tanner la miró de arriba abajo y contestó:
–Eee… Sí.
No hizo falta que dijera nada más, Bri sabía perfectamente a qué se refería.
«Oh, cielos», pensó al ver cómo se le oscurecían los ojos mientras ella se humedecía los labios sin darse cuenta. Sin duda, estaba metida en un buen lío.
–¿Y tú?
–¿Qué? –preguntó sin conseguir evitar que le temblara la voz.
–Te he preguntado que si tienes hambre.
–Sí –no pensaba mirarlo de arriba abajo, por mucho que lo deseara–. Y como dijiste, será mejor que comamos ahora. Tengo las cartas –le entregó una.
–Gracias –sonrió él.
«Maldito seas», pensó ella. Abrió la carta y fingió leer el menú, a pesar de que ya lo tenía decidido.
Durante la comida no hablaron demasiado y, tres cuartos de hora después, ya estaban de nuevo en la carretera.
Bri consiguió contenerse hasta que se encaminaron hacia las montañas.
–¿Y qué te ha contado tu confidente? –preguntó al fin.
–Pensaba que no ibas a preguntármelo nunca. Me ha sorprendido que hayas aguantado tanto tiempo.
–No tienes ni idea de cuánto puedo aguantar –soltó ella.
Él la miró de reojo y le preguntó:
–¿Eso es un reto?
Bri arqueó las cejas y batió las pestañas con expresión de inocencia.
–Señor Wolfe, una mujer tendría que ser muy valiente para proponerle un reto.
Él soltó una carcajada.
–Sí, a eso me refería.
–¿Crees que soy una mujer valiente?
–Oh, sí, lo eres –dijo él, y la miró de nuevo–. Eres valiente, un poco temeraria y, me temo, que muy peligrosa.
Su última observación la dejó helada. ¿Peligrosa? ¿Ella? ¿En qué sentido? Jamás en su vida había intimidado o herido a alguien a propósito.
–¿Peligrosa para quién? –preguntó.
Tanner sonrió y ella se estremeció.
–Diría que eres peligrosa para cualquier hombre que tenga entre quince y ciento quince años.
Bri no pudo contener una carcajada.
–¿No lo crees?
–Por supuesto que sí –dijo ella–. Estoy segura de que cualquier hombre de esa edad tiembla de miedo al pensar en la posibilidad de encontrarse conmigo. Sé realista, Wolfe –dijo ella–. No soy peligrosa para nadie.
Él aminoró la marcha para mirarla fijamente.
–¿Eso incluye al hombre al que vamos a buscar?
–Eso es diferente.
–¿En qué sentido?
–En el sentido evidente –contestó ella con nerviosismo–. Él es diferente. Es un asesino.
–Sí, es un asesino y un violador –admitió él–. Pero hay muchos asesinos y violadores en el mundo y tú no vas a cazarlos.
–No –soltó ella enfadada–. Porque no soy una asesina ni una cazadora de recompensas. Pero si agarramos a ese monstruo, no dudaré ni un instante en usar mi arma.
–Espera un minuto –Tanner pisó el freno y detuvo el vehículo–. Tú, yo, ninguno de los dos va a disparar para matarlo. ¿Entendido? –no esperó a que contestara–. Te lo advierto, Brianna, si no me lo prometes, daré media vuelta, regresaré a Durango y te dejaré en el Strater. No he matado a un hombre en mi vida y no voy a empezar ahora, y tú tampoco, mientras estés conmigo. ¿Lo has entendido?
Bri no sabía si reír o llorar. Al final, contestó con calma.
–Nunca me he planteado la idea de matar a ese hombre, Tanner. Solo quería decir que utilizaría mi arma para reducirlo, si fuese necesario. No quiero matarlo. Eso es demasiado fácil.
Él frunció el ceño.
–Entonces, ¿qué quieres?
–Quiero ver cómo se pudre en la cárcel durante el resto de su vida, viviendo con cargo de conciencia, si es que tiene, y el recuerdo de todas las mujeres a las que ha herido o matado. Espero que viva hasta los cien años y que pase cada uno de sus días aterrorizado por algún otro recluso que decida imponerle su propio castigo.
Tanner contuvo un escalofrío al oír el tono gélido con el que hablaba Brianna. «¡Guau! Esta mujer es capaz de odiar de verdad», pensó, y deseó que ella no llegara a odiarlo jamás.
–Todavía no me has dicho qué te ha contado tu confidente –dijo ella.
El cambio de actitud lo sorprendió. Su tono de voz había cambiado y la expresión de su rostro era más relajada. Tanner suspiró hondo y arrancó de nuevo.
–Lo vieron marcharse del pueblo hace dos días. Al parecer, se dirige a la zona más salvaje de las montañas. Se fue a caballo, llevando otro para la carga, y por la dirección que llevaban sospecho que va de camino a Weminuche Wilderness.
Brianna frunció el ceño.
–Me suena haber oído hablar de ese sitio, pero ¿dónde está?
–Weminuche es una de las zonas salvajes más amplias del país, con una extensión de unos nueve mil acres –dijo él, sin dejar de mirar a la carretera–. Aunque muchos turistas la recorren en bicicleta o a pie, hay muchas zonas que son prácticamente inaccesibles. Parece que nuestro hombre se dirige en esa dirección.
–Bueno, si va a caballo y lleva otro para la carga, supongo que con el coche lo alcanzaremos antes de que llegue a una de esas zonas, ¿no? –parecía satisfecha con su deducción.
Tanner odiaba tener que llevarle la contraria.
–No, no podremos alcanzarlo, Brianna. Incluso con este coche no podremos adentrarnos en las montañas. Más tarde, tendremos que parar a pasar la noche y, por la mañana, continuaremos a caballo.
Ella lo miró asombrada.
–Pero… Cómo… Quiero decir, ¿de dónde vamos a sacar los caballos?
–Tengo un amigo que tiene un rancho en un pequeño valle cercano –le dedicó una sonrisa antes de que ella pudiera hacerle más preguntas–. Podemos pasar la noche allí.
–¿Y cómo sabes que tu amigo está allí? ¿Cómo sabes que podemos quedarnos a pasar la noche? ¿Por qué estás tan seguro de que tiene caballos para alquilar? ¿Cómo…?
–Lo sé –la interrumpió Tanner–, porque conozco a mi amigo. Si no está allí cuando lleguemos, estará en algún lugar de las montañas y esperaremos a que regrese.
–Pero…
Tanner no dudó en cortarla otra vez.
–Brianna, tienes que confiar en mí. No podemos seguir a ese hombre con este coche. Puede circular por muchos sitios, pero no por las zonas difíciles de las montañas.
–Eso lo comprendo –soltó ella con impaciencia–. Pero acabas de sacarte a ese hombre de la manga. ¿Quién es? Aparte de ser tu amigo.
–Se llama Hawk.
–¿Y cuál es su verdadero nombre?
–Hawk –dijo él–. Se apellida McKenna. Y sí, es mestizo.
–No me gusta esa expresión –dijo Brianna.
Tanner tuvo que contenerse para no reír.
–A mí tampoco, pero así es como Hawk se refiere a sí mismo. No se avergüenza de su origen. De hecho, está orgulloso de tener sangre escocesa y apache en las venas –soltó una carcajada–. Creo que descubrirás que Hawk es algo más.
–¿Y qué más puede ser?
–Alguien diferente –dijo él, después de un momento de silencio–. Es un tipo especial.
–¿Especial por qué?
Tanner se encogió de hombros.
–Especial dentro de los seres humanos. No sé cómo explicarlo, simplemente lo es.
–¿Vive solo?
–Normalmente sí.
–Tanner… –había cierta impaciencia en su tono de voz.
Él se rio.
–Es la verdad, Brianna. Hawk suele vivir solo pero, de vez en cuando, su hermana vive con él. Cat no está tan orgullosa de su ascendencia.
Ella frunció el ceño.
–¿Cat? ¿Hawk y Cat?
–Hawk se llama así por su bisabuelo materno. Cat es el diminutivo de Catriona, que es Catherine en escocés e irlandés. Se llama así por su tatarabuela paterna.
–Y no le gusta tener mezcla de razas… –dijo Brianna, eligiendo las palabras con sumo cuidado.
–No, no le gusta. Así que de vez en cuando huye del mundo y se esconde junto a Hawk.
–¿Se esconde? ¿Él huye de la ley?
–No, Brianna, Hawk no huye de la ley. No es un delincuente.
–Entonces, ¿qué es? ¿Un ermitaño? ¿Ha vivido siempre alejado de la sociedad? ¿Cuántos años tiene? –le preguntó de manera atropellada.
Él contestó del mismo modo.
–Un hombre. No. Desde que se hizo adulto. No estoy seguro, treinta y tantos, supongo.
–Es extraño –murmuró ella.
–¿Por qué?
–¿No te parece extraño que un hombre decida vivir alejado de su familia, sus amigos y las mujeres a esa edad?
Tanner la miró antes de contestar.
–No he dicho que sea un monje de clausura, Brianna. Cuando le apetece tener compañía, sí ve a su familia y a sus amigos –hizo una pausa–. Y sale con mujeres.
–Sabes…
Pasaron por encima de un bache y ella se calló para exclamar:
–¡Oh!
–Lo siento –dijo él, conteniendo una carcajada–. Te dije que el camino era malo, y se va a poner peor –sonrió–. Mucho peor.
Ella miró a su alrededor y se fijó en el estrecho camino rodeado de bosque. Frunció el ceño y se movió en el asiento.
–Dijiste que pararíamos al atardecer. El sol está llegando al oeste –miró a su alrededor una vez más–. Tanner…
–Hay un claro más adelante –dijo él, percatándose del motivo por el que no paraba de moverse–. Estamos dentro de un parque nacional. No solo hay un claro, también hay servicios.
Brianna suspiró aliviada.
–Me alegra oírlo –sonrió ella–. No me hacía ninguna ilusión pedirte que pararas para poder ocultarme entre los arbustos.
Él se rio.
–Sé a qué te refieres. Yo siento la misma presión.
–No me hagas reír, Tanner Wolfe. Preferiría no quedar en ridículo, gracias.
–Eres afortunada, Brianna Stewart –le aseguró él–. El claro está justo detrás de esa curva.
* * *
Siguieron en silencio.
–Ya hemos llegado –dijo él, momentos más tarde, y detuvo el vehículo a un lado de la carretera. Un poco más adelante, había un edificio del que colgaba un cartel que indicaba dónde estaban los aseos. Se dirigieron hacia allí, deprisa.
Al cabo de unos minutos, estaban de nuevo en la carretera. Y una hora y media más tarde, Tanner giró con brusquedad.
–¿Qué es exactamente…? ¡Oh! –dijo ella, sorprendida de que hubiera girado tan bruscamente. Acababan de entrar en un camino de grava suelta–. ¿Adónde vas? –preguntó ella.
–A casa de Hawk –la miró fijamente–. ¿Qué? ¿Esperabas que Hawk viviera en mitad de una autopista?
–No, por supuesto que no –dijo ella, agarrándose con una mano al asiento y con la otra al salpicadero para evitar escurrirse con los baches.
–Aguanta un poco –dijo Tanner, agarrando el volante con fuerza–. Se pondrá peor antes de mejorar otra vez.
–No veo cómo puede ponerse peor –dijo ella.
–Ah, cariño, todavía puedo darte muchas sorpresas.
Ella suspiró, ignoró los calambres que tenía en los dedos y lo miró.