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Principio de Incertidumbre es una novela que se desarrolla a lo largo de una noche. El hermano de Marta, Ulises, se ha suicidado tres semanas atrás, dejando una serie de diarios que bien pudieran ser verdad o ficción. Los cuadernos de Ulises narran lo sucedido diez años atrás, cuando él cursaba la carrera de física en la universidad y pasaba la mayor parte del tiempo con su amigo Gilberto Camarena y una muchacha demasiado bonita para ser física: Sofía. Los tres, apasionados de la física cuántica, llevaron a cabo algo que sin duda los cambió. Un experimento inspirado en el trabajo de Scrhödinger que a los ojos de Marta ofrece una explicación: el motivo por el cual su hermano decidió aislarse, trabajando como mecánico de calderas de un club deportivo durante diez años hasta el día de su muerte. Marta, en un intento por saber la verdad, se propone engañar a Gilberto Camarena diciéndole que Ulises dejó instrucciones para entregarle a él los diarios. Ella finge no conocer el contenido de los cuadernos y ha dispuesto un escenario en el pequeño departamento de Ulises, bajo la alberca donde se suicidó. Su plan es obligarlo leer los diarios esa misma noche, en la habitación, para luego cuestionarlo y saber por fin, la verdad. Sin embargo, hay una dificultad: Gilberto puede mentir, como ella miente. De manera que Marta se ha puesto en contacto con cuatro compañeros de la generación de Ulises y un profesor de la facultad de Física. Las entrevistas a estos personajes se intercalan con la trama principal, de manera que poco a poco el lector profundice en lo que Marta sabe, así como en las personalidades de Ulises, Gilberto y Sofía. Los testimonios, empañados por el punto de vista de cada uno de los entrevistados, darán luz u oscuridad a los diarios de Ulises. La pareja de Marta, Raúl, es el único que conoce su plan. La noche anterior a la cita con Gilberto ha tratado de disuadirla, dándole a las entrevistas y los cuadernos una interpretación que apela más al sentido común y menos a la ficción. Es él quien da un punto de vista externo e intenta darle a la historia una objetividad que ella no puede. Su relación con Marta y sus argumentos se exponen intercalados con la trama principal, a manera de flashback. Gilberto Camarena llega a la cita y Marta lo recibe en el departamento donde el que el tiempo se marca por los sonidos que producen las tuberías y la descarga de vapor en las calderas. La noche apenas empieza y tiene, como el experimento del gato atrapado en una caja con veneno, sólo dos finales posibles. Dos finales que son verdad bajo el Principio de Incertidumbre: el gato permanece tanto vivo como muerto y los diarios de Ulises son tanto ficción como realidad, hasta que alguien abra la caja.
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Pero ¿quién me dará la respuesta jamás usada? Alguna palabra que me ampare del viento, alguna verdad pequeña en que sentarme y desde la cual vivirme, alguna frase solamente mía que yo abrace cada noche, en la que me reconozca en la que me exista…
ALEJANDRA PIZARNIK
PRIMERA PARTE
1
Marta se sienta en el sillón de hule espuma y aspira el aroma combinado con el tabaco. Olor a su hermano. Mira la cajetilla abierta sobre la mesa improvisada que Ulises nunca pintó. Cien metros, dice el enorme carrete al centro de la sala. ¿Cien metros de qué? Cien metros de alfombra, cien metros de alambre, de cable, cien metros de soga. Cien metros a un lado de la cajetilla y un código escrito con un crayón azul. «¿Qué significa, Ulises?». «Nada». «¿Y por qué no la pintas?». «Así me gusta». «Te traigo un litro de pintura, ni que costara tanto». «Así está bien».
Enciende otro cigarro. Suena el teléfono y va hacia la cocineta. Siente la bocina pegajosa sobre el cachete. Tiene la frente húmeda.
—¿Por qué no me contestas?
—Es la primera vez que timbra, Raúl.
—No va a llegar, Marta.
Recarga los codos en la barra plastificada, fría. Toca las manchas color café cerca de la orilla y recuesta su cigarro sobre una, como un eco de los que su hermano puso ahí. Lo mira consumirse.
—Todavía no es hora.
—¿Sabes qué hora es?
—Voy a esperarlo, Raúl.
—¿Qué hora es?
Levanta la vista hacia la puerta de la única alacena. Sabe que detrás del café está el reloj despertador de Ulises. No quiere sacarlo. Cierra los ojos, ¿hace cuánto fue que chilló la tubería de vapor? Mira el camino de tubos en el techo. No se acuerda.
—Las siete y media, Marta.
—Debe haberse retrasado la presentación, no tarda.
Raúl se queda callado. Ella siente que el cabello se le pega a la nuca, a la frente. Apoya la bocina en el hombro para usar las dos manos y hacerse una coleta, apretando los dedos. Anoche había besado a Raúl en el cuello y él solo había dicho: «ya no quiero que huelas a cloro, Marta».
—¿Marta?
—Te llamo si no llega.
Cuelga. El tabaco del cigarro ha terminado por convertirse en un cadáver largo y gris. Como tú, hermano. Extiende la mano hasta la manija de la alacena y abre. Escucha el sonido del segundero y con las dos manos vuelve a agitarse el pelo. Pega la nariz al hombro y aspira. No percibe el olor a químico de alberca en su piel, pero sabe que está ahí. El segundero en la alacena tac, tac, tac, tac. Observa las tuberías del techo. «Esto es casi un cuarto, Ulises, ¿estás seguro que no quieres pasar tu día libre en mi departamento?». Tac, tac, tac, tac. ¿Y si el sonido goteara desde los codos de metal, justo arriba del carrete de cien metros? Tac, tac, tac. La imagen de los bloques de cemento que separan el techo de la alberca. Tac, tac. Los azulejos partiéndose y las toneladas de agua rompiendo la viga sobre ella. Tac. Cierra la alacena de un golpe.
«Finge que estamos en un barco». «Mejor hay que salir, hermano, ¿no sientes como si estuvieras enterrado aquí abajo?». La luz fluorescente que alguien colocó en la pared, por falta de espacio en el techo, baja de intensidad por un momento. Las calderas en el pasillo de afuera empiezan a hacer ese ruido de motor agudo. Más que un barco, el departamento siempre le ha dado la sensación de submarino. «El Nautilus que nunca se mueve, hermana». Camina por el pasillo estrecho y vuelve a entrar a la recámara. El camarote. Desde el marco de la puerta contempla el escenario que ha compuesto para Gilberto Camarena: la mesa de plástico blanco con los cuadernos de Ulises acomodados a propósito en fajos descompuestos. Un intento por reproducir el desorden de las sábanas sobre el catre, un desorden natural a su hermano. Marta se acerca y vuelve a jalar la cadena de la lámpara de escritorio, que enciende y apaga. Se quita un mechón húmedo de la frente y busca en los bolsillos de susjeans una liga. Sus dedos delgados hurgan hasta encontrarla y luego peinan su cabello negro hacia atrás para atarlo de una vez. Ya volverá a soltarlo cuando llegue Gilberto. Se toca la cara, suspira con las manos sobre las mejillas y da un paso atrás. Siente el catre detrás de su pierna. ¿Era tan pequeño el cuarto cuando Ulises vivía? «No necesito más». «Si tanto te gusta esto de las calderas al menos pudieras trabajar para un deportivo grande, no sé, alguien que te ofreciera un espacio más digno». «¿Digno de qué?».
Se recuesta sobre el catre. Ulises niño, jugando a ser un monstruo escondido entre las cobijas, hace que apriete los párpados y se ponga de pie otra vez. «Ya duérmete, Ulises. Duérmete o voy a llamar a mamá».
Se talla los ojos. Entreabre los dedos y vuelve a ver la mesa, los estantes de libros. George Orwell, Julio Verne, Mary Shelley, Borges, Bioy Casares. Nada de Física, solo ficción. Y ficción vieja. «¿Qué pasó con tus libros?». «Ahí están». «No, los de la carrera». «Los doné a una biblioteca, ¿qué trajiste de comer hoy?», apretando el asa de la bolsa con los topers de comida, como si quisiera aventarla al suelo.
La primera vez que entró al departamento, después del funeral de Ulises, abrió el refrigerador para tirar la comida echada a perder. Se quedó observando el refrigerador vacío hasta que Raúl la abrazó. Ulises lo había limpiado todo antes. Incluso barrido y trapeado. Sus cosas estaban en cajas rotuladas: libros, sábanas, cocina, baño. Todo empacado salvo el despertador, escondido en su rincón. «Nos da mucha pena su pérdida, pero necesitamos el espacio desocupado para el nuevo técnico en una semana, ¿será suficiente?». La gerente del club evitando mirar las cajas cuando dijo que necesitaba dos. «¿Dos semanas?». «Sí». Sin soltar el paquete envuelto en papel manila que había sido rotulado con su nombre: Marta. «Dos semanas, por favor». «Si no le molesta que alguien de mantenimiento entre y salga para supervisar las calderas…».
No había logrado hacer la cita con Gilberto hasta ahora, que casi se cumplían las tres semanas. «Déjemelo dos días más, por favor. Le pago el mes de renta». «Entendemos su dolor, señora, pero…». Cada que el técnico entraba a ajustar la línea del agua fría y revisar los termostatos a un lado de la puerta de entrada hacía conversación para mirar, sin un asomo de discreción, las cajas del difunto abiertas; las revistas con portadas retorcidas de humedad que volvían a ocupar su espacio debajo del teléfono; la lata de café, de la misma marca que Ulises bebía, recién abierta sobre la barra de la cocina; tres tazas blancas y una roja pendientes de lavarse en el fregadero. «Entendemos su dolor». «Entendemos».
«No necesito que lo entiendas, Raúl». «Ya lo sé. Pero, ¿de verdad tienes que hacer todo eso? ¿Entrevistar a esa gente que hace años no hablaba con tu hermano y montarle un teatro al tal Gilberto? ¿No puedes leer lo que dejó tu hermano como un cuento de ficción?». «No todo es ficción». «¿Y si fuera?».
Toca la cubierta del primer cuaderno. La levanta con el índice y ve tan solo un pedazo de cuadrícula y el dibujo de un gato metido en una caja con un globo de texto: prrrrrr. Sabe que si da vuelta a la hoja, el mismo gato estará dentro de la caja, muerto.
Escucha el teléfono, pero el sonido que cruza el departamento para salir al cuarto de máquinas cubre el timbre. El vapor llena la tubería, primero a golpes, pam, pam, pam, y luego, con un zumbido bajo, que terminará afuera en un chillido, un grito largo y soprano que no se repetirá hasta dentro de cuatro horas. Sale para ir a abrirle la puerta al técnico. Si piensa que el departamento está solo, no tardará en usar su llave. Las luces vuelven a parpadear antes de abrir la puerta.
—¿Marta?
Y ahí está él, vestido de traje, celular en mano. Marta no tiene tiempo de soltarse el cabello. El abrazo obligado no se hace esperar y Marta lo recibe como ha recibido ya tantos, dejándolo apretar su cuerpo contra la tela oscura de su traje.
—Gilberto.
Siente la sombra de su barba raspándole la piel cerca del cuello, barba seguramente de ese día, y no de varios, como la usaba Ulises. En el abrazo percibe la forma dura de un objeto contra su espalda. Me trajo su libro. Y siente que los músculos de su abdomen se contraen en un espasmo muy similar al asco.
—Lo siento mucho, Marta.
Se lo dice al oído y luego se separa de ella. Gilberto reacomoda la pierna izquierda, un tic nervioso que ella reconoce. Lo había visualizado tantas veces en el marco de esa puerta y ahí estaba, el tic. No puede más que sonreír con un gozo secreto al contemplar otra vez el cambio en el peso de su cuerpo, aliviando la rodilla izquierda, seguido de un ligero estiramiento de la pierna, antes de que Gilberto señale al técnico detrás de él:
—¿Podemos pasar?
—Por favor…
Marta se hace un lado y lo observa cruzar la puerta de metal pintada en blanco. El técnico inclina la cabeza en dirección a Marta. Ella se suelta el cabello, invita a Gilberto a sentarse en la silla de plástico y vuelve a ocupar su lugar en el sillón de Ulises. Desde ahí, con las manos entrecruzadas, espera a que el técnico termine de ajustar las llaves, anotar los niveles de las válvulas a un lado de la entrada. No dice palabra, consciente de que Gilberto ha preguntado algo que ella no ha entendido, que se ha quitado el saco. Alcanza a ver que se desabotona el cuello para abanicarse. Ha interpretado su silencio, y como ella, espera.
—Buenas noches, señorita… regreso al rato —dice el técnico, sujetando la tabla con un formato en el que apenas habrá garabateado un número.
—Buenas noches.
Es Gilberto quien contesta e incluso acompaña al hombre hasta la puerta. La humedad del cuarto ya ha mojado su cabello castaño y corto a la altura de la nuca. Marta lo ve tocarse la nariz con el dorso de la mano antes de cerrar, seguramente en un intento por disimular la irritación que le provoca el olor. Ya no quiero que huelas a cloro, Marta.
—¿De verdad va a regresar? —pregunta Gilberto, arrugando la frente.
—Cada cuatro horas.
Marta lo mira, menos alto que antes, si eso fuera posible, menos delgado también. ¿Es verdad que tiene diez años sin verlo? Las líneas que se le marcan a cada lado de la boca parecen más profundas y el hoyuelo del lado izquierdo sigue ahí. Si quieres yo me quedo con Ulises esta noche, debes de estar cansada Marta. ¿De verdad hace diez años?
—¿Y qué pasa si no le abrimos?
—¿A quién?
—Al técnico.
Ella sonríe, identifica de nuevo el breve ajuste de la rodilla. Está sucediendo. Está aquí. De pie, arremangándose los puños de la camisa. Gilberto sin toga, entre los asientos de los familiares durante la misa de graduación de Ulises. Ahí, con su rostro de niño eterno, cínico. «Felicidades», había dicho como si la felicitara a ella, porque Ulises lo evitó subiéndose al coche antes de que pudiera alcanzarlo. Sin perder lacompostura: «Felicidades». Gilberto de pie, en la calle, levantando lamano a manera de despedida mientras se alejaban del Expiatorio. Marta manejando y Ulises en el asiento del copiloto. Ulises hundido y ella mirando a Gilberto por el espejo.
—Supongo que no quieres un café.
Marta entra a la cocina. Se detiene frente al refrigerador, aprieta la manija y lo siente detrás, abriendo la alacena. Tac, tac, tac. Como si ya hubiera estado ahí. Tac, tac.
—¿Tienes vasos?
—Solo taza —responde, agachándose para alcanzar un par de cervezas.
Tac. La alacena se cierra. Marta pone las dos latas sobre la barra sin levantar la vista, casi rozando su hombro.
—Está bien. Mejor las reservamos para el café.
Aparentemente despreocupado, sin un dejo de extrañeza. Abre las dos cervezas, que dejan escapar un suave psst, y otro psst, mientras ella vuelve a recogerse el cabello. Espera que le pregunte cómo está, que es lo que todos preguntan, «¿Cómo estás, Marta?», con esa arruga entre las cejas y el tono dulzón de la piedad, «¿Cómo estás?». Pero Gilberto da un trago y hace la pregunta que nadie se ha atrevido a hacerle sin preámbulos. Sin sugerir lo primero que todos habían pensado: que Ulises era uno más de los que habían intentado reestructurar sus deudas y descubierto que eran impagables. «Pero tu hermano no tenía propiedades, ¿no?». Gilberto solo pregunta:
—¿Cómo lo hizo?
Marta observa la ceniza todavía compuesta en un cilindro a la orilla de la barra. Ha olvidado limpiarla.
—Se ahogó en la alberca.
Había pensado durante casi dos semanas, desde que consiguió su número de teléfono, cómo era que iba a decírselo. «Ulises esperó a que todos se fueran y en la madrugada descorrió una de las esquinas de la lona, se metió a la alberca y nadó hasta el otro extremo para no poder salir. Se desnudó y se metió a la alberca, hasta la zona en que la cubierta plástica no le permitiera arrepentirse». «Ulises se ahogó en la alberca que está sobre nosotros, la que viste antes de bajar aquí». Pero solo había salido esa frase aparentemente hueca. Nada de la llamada a las seis de la mañana, ni de la visita a la Cruz Verde para identificar el cuerpo. Ni una palabra de cómo la piel de su hermano parecía tener una capa más clara, una cáscara casi imperceptible, lista para desprenderse. Ulises. Su hermano. Se ahogó.
—¿Quieres sentarte, Marta?
Su mano, fría por el contacto con la cerveza, está sobre la de ella. Lista para desprenderse. Escucha los pasos de sus propias sandalias de vuelta a la sala. Toma la cajetilla y le ofrece un cigarro. Gilberto niega con la cabeza, ella le señala la silla de plástico.
—Por teléfono me dijiste algo de unos papeles. —Va directo al grano.
Ella da una segunda calada a su cigarro. El humo se le mete al ojo izquierdo, que le llora y entrecierra, y baja la mirada como tenía planeado antes de decir: «Ulises te dejó sus diarios. Fue todo. Una nota amarilla con tu nombre, Gilberto». Marta lista para empezar. Esta es la primera llamada, primera. Pero Gilberto se adelanta:
—Ulises me habló por teléfono… hace más de un mes, creo. La ceniza del cigarro cae el suelo.
—¿Hablaban seguido?
«¿Por qué no sales, Ulises? ¿Qué pasó con tus amigos, los de la universidad? ¿No me dijiste que Halina Lorska te había llamado para una comida de generación?». Su hermano haciendo un ruido con la nariz, un sonido burlón como respuesta. «¿Y Gilberto?». Un tirón del músculo en el cuello de Ulises, como una cuerda que alguien jalara desde dentro.
—No. —Levanta las cejas—. De hecho me sorprendió que tuviera mi número después de tantos años. No pensé que fuera una despedida.
—¿Te dijo algo?
—Nada. Solo me preguntó por Sofía. Si sabía algo de Sofía. Y luego colgó. —Se encoge de hombros.
¿Y sabes algo de ella?, quisiera preguntar, pero no es el momento. Se pasa las manos por las mejillas, sin soltar el cigarro entre los dedos.
—Será por eso que te dejó sus diarios. Fue lo único que escribió en la nota. Que te diéramos sus papeles. Los dejó sobre su escritorio.
Hay un momento de silencio. Marta no se atreve a mirarlo y se concentra en su fotografía en blanco y negro, impresa en la contraportada del libro al que no le ha puesto atención antes. El libro que Gilberto ha venido a presentar a la Feria del Libro, abandonado sobre el carrete, cerca del código sin referencia. Gilberto Camarena, El éxito es personal.
—¿Tú ya los leíste, Marta?
—¿Sus cuadernos?
Lo ve estirar la mano hacia la cajetilla y tomar un cigarro. Marta levanta la vista y le extiende el encendedor antes de seguir mintiendo.
—No. No todos.
2
Entrevista a Halina Lorska (fragmento).
18 de noviembre de 1994 a las 7:30 p.m.
Vips de Plaza México. Privado con ventana a la calle.
Empieza a oscurecer y a través del cristal se percibe el clima húmedo y fresco afuera. El tráfico de hora pico avanza despacio en la avenida.
Sí, me acuerdo perfectamente de Gilberto, desde el primer día de clases. (Hace una pausa, para acomodarse los lentes usando el dedo índice.) Éramos jóvenes, esa es la verdad, muertos de miedo pero emocionados: estábamos en la facultad de Física. (Cruza los brazos y se apoya sobre la mesa. Se le sube el color a la cara, como si estuviera a punto de hacerme una confidencia.) Era 1984, las primeras mujeres habían ido al espacio en el Challenger... Sally Ride, se llamaba una, te digo que tengo muy buena memoria… la otra tenía un nombre que empezaba con K… ¿Katherine? La mayoría nos imaginábamos trabajando algún día para la NASA o supervisando alguna planta nuclear, ya sabes. Dos años después, si no me equivoco, y creo que no, el Challenger estalló y fue lo de Chernóbil; claro que para entonces la mayoría de las mujeres de la carrera ya habían desertado y del grupo original quedábamos unos diez. (Sus dedos empiezan a jugar con la orilla de la servilleta.) Hoy la mayoría trabajan como maestros de secundaria, salvo uno o dos que hacen investigación en la UNAM, pero nada relacionado con reactores, ¿eh? Porque mira que he estado pendiente de la generación, así fue que me enteré de lo de Ulises… (Suelta la servilleta, otra vez sonrojándose. Levanta la mano, grande y gorda.) Déjame hablarle a la mesera, ¡señorita! (Su voz, más aguda, contrasta con el movimiento delicado de los dedos, que llaman.) ¿No quieres pedir algo?, ¿un café?, ¿una limonada? (Toma el menú de manos de la mesera y lo abre, aunque no tarda en ordenar, como si lo conociera de memoria.) ¿Segura que no quieres nada? (No. Y me obligo a completar: gracias.) Bueno, pues no… (Hurga en su bolsa y saca una libretita floreada, que hojea hasta encontrar un papel rosa con los nombres y teléfonos que me prometió cuando le llamé. Le agradezco y vuelve a guardar la libreta.) Antes de que se me olvide… ¿En qué estábamos? Gilberto Camarena, sí… (Habla viendo la servilleta, levantando la vista de vez en cuando. Dobla y desdobla la orilla.) Desde el primer día presumió que era descendiente del Camarena que inventó la televisión a color, pero eso no me consta. Es de las viejas familias de la ciudad, las que creen que tienen pedigrí solo por el apellido. Tenían lazos con la política: el papá y varios tíos tenían puestos en el Seguro Social. Neurocirujanos, creo, de los de bisturí, cuando todavía no existía la tecnología láser ni nada de eso. Total, que cuando los profes tomaron lista y entregaron programas nos despacharon a nuestras casas sin darnos clase, Gilberto nos invitó a tomar algo a su casa. A tomar algo, dijo, y sonó a que nos iba a ofrecer alcohol, pero no. En cuanto llegamos, la sirvienta (Cambia su atención de la servilleta a mí.), que lo llamaba Betito, nos sirvió agua de limón en la terraza. (Ahora mira más allá de mi hombro y se acompaña de movimientos de las manos para describir los espacios.) Era una de esas casonas viejas construidas en desnivel, tuvimos que subir una escalera para pasar por una de las salas, llena de cuadros con imágenes del Quijote, ya ves que a los doctores les encanta eso. Luego cruzamos una puerta de cristal para ir a sentarnos a una salita de ratán, en un área techada, junto al jardín… (¿Ulises estaba ahí?, temo que se dedique a describir las plantas.) Sí, claro, y también Alejandro Aceves, Nancy Herrera y este muchacho… (José Guadalupe Guerra, lo leo de mis notas.) Sí, Guerra. (¿Y Sofía, también estaba?) No, Sofía empezó el semestre tarde, unos días después, no sé por qué… (Se acomoda los lentes, aunque no se han movido de lugar. Retoma la rutina de la servilleta, ahora alisándola.) Gilberto empezó a preguntarnos cosas, que de qué prepa veníamos, que cuál era nuestro promedio, que por qué Física. Estaba estudiándonos. (Suspira.) Ya desde entonces Gilberto era hábil para leer a la gente, no por nada anda ahora por ahí estafando a vendedores y amas de casa con sus libros y sus cursitos de superación personal, ¿sabes? Preguntaba cosas que parecían inocentes, pero eso de los promedios se me hizo sospechoso. (Arruga la nariz.) Y qué tal eres para cálculo, Lorska, ¿es verdad que los polacos son más listos? (Índice al puente de los anteojos, antes de empezar a mover más las manos rechonchas, de uñas bien cuidadas. Imagino que alguien alguna vez le dijo: «Qué bonitas manos tienes, Halina», en un esfuerzo por hacerle un cumplido y ella desde entonces procura mostrarlas.) No sé si lo de Lorska la Moska se le ocurrió ese día mientras me observaba y sacaba uno de los hielos de su vaso para masticarlo o si fue después, cuando se sentaba con tu hermano y Sofía al fondo del salón… (Agitada. Apenas parece notar a la mesera, que deja su bebida en la mesa. Un preparado con frutas, popote y cuchara larga.) Gracias, señorita… ¿segura que nada? (No, nada, gracias. Doy un par de golpecitos a mi libreta con el bolígrafo.) Un parásito, es lo que era Gilberto… (Cucharea en busca de un pedazo de fresa, al fondo del vaso.) Debe ser, todavía, si me lo preguntas. Acababa de conocernos y ya estaba escogiendo a quién se le iba a pegar para pasar el semestre. (Hace una pausa y mastica la fruta. Lo hace delicadamente, despacio. Una dama, Halina Lorska. ¿Habrá tomado esos cursos de personalidad que impartían en las escuelas de señoritas? Porque debió de haber estado en un bachillerato para señoritas.)