Quédate conmigo - Ayobami Adebayo - E-Book

Quédate conmigo E-Book

Ayobami Adebayo

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Beschreibung

Yejide espera un milagro, un hijo. Es lo único que quiere su marido, lo único que quiere su suegra, y ella lo ha probado todo: duros peregrinajes, consultas médicas, plegarias a Dios. Pero cuando sus familiares se empeñan en buscar una nueva esposa, cruzan el límite de lo que Yejide es capaz de soportar. Y se verá abocada a los celos, la traición y la desesperación. Con el telón de fondo de las revueltas sociales y políticas de los años ochenta en Nigeria, Quédate conmigo se desarrolla y resuena con las voces, los colores, las alegrías y los miedos de su entorno. Ayòbámi Adébáyò escribe una historia demoledora sobre la fragilidad del amor conyugal, la destrucción de la familia, la desdicha del dolor y los vínculos que devoran la maternidad. Es una novela sobre nuestros intentos desesperados de salvar del desengaño a nosotros mismos y a quienes amamos.

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Portada

Quédate conmigo

Quédate conmigo

ayòbámi adébáyò

Traducción de Irene Oliva Luque

Título original: Stay With Me 

© Ayòbámi Adébáyò, 2017

Published by arrangement with Canongate Books Ltd,

14 High Street, Edinburgh EH1 1TE

© de la traducción: Irene Oliva Luque, 2018

© de esta edición: Gatopardo ediciones, S.L.U., 2018

Rambla de Catalunya, 131, 1º-1ª

08008 Barcelona (España)

[email protected]

www.gatopardoediciones.es

Primera edición: marzo de 2018

Diseño de la colección y cubierta: Rosa Lladó

Imagen de la cubierta: © irmairma / 123RF Foto de archivo

eISBN:978-84-17109-30-1

Impreso en España

Queda rigurosamente prohibida, dentro de los límites establecidos por la ley, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, ya sea electrónico o mecánico, el tratamiento informático, el alquiler o cualquier otra forma de cesión de la obra, sin la autorización previa y por escrito de los titulares del copyright. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

Para mi madre, la doctora Olusola Famurewa,

que sigue haciendo de nuestro hogar un país

de las maravillas

donde todas las habitaciones están repletas

de libros, de amor y gratitud.

Y en recuerdo de mi padre, Adébáyò Famurewa,

que al partir nos dejó una biblioteca y un legado.

Te sigo echando de menos.

Índice

Portada

Presentación

PRIMERA PARTE

Capítulo 1. Jos, diciembre de 2008

Capítulo 2. Ilesa, de 1985 en adelante

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

SEGUNDA PARTE

Capítulo 10. Ilesa, diciembre de 2008

Capítulo 11. Ilesa, de 1987 en adelante

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Capítulo 26

Capítulo 27

Capítulo 28

Capítulo 29

Capítulo 30

TERCERA PARTE

Capítulo 31. Ilesa, diciembre de 2008

Capítulo 32. De 1992 en adelante

Capítulo 33

Capítulo 34

Capítulo 35

Capítulo 36

Capítulo 37

Capítulo 38

Capítulo 39

CUARTA PARTE

Capítulo 40. Ilesa, diciembre de 2008

Capítulo 41

Capítulo 42

Agradecimientos

Ayòbámi Adébáyò

Otros títulos publicados en Gatopardo

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Jos, diciembre de 2008

Debo marcharme hoy de esta ciudad e ir a tu encuentro. Las maletas están listas, y las habitaciones vacías me recuerdan que hace una semana que debí haberme ido. Musa, mi chófer, lleva durmiendo en la garita del vigilante de seguridad desde el viernes pasado, todas las noches, a la espera de que yo lo despierte al amanecer para ponernos en marcha, puntuales. Pero mis maletas aún aguardan en el salón, acumulando polvo.

Les he dado a las peluqueras que trabajaban en mi salón de belleza casi todo lo que compré aquí: muebles, electrodomésticos, hasta accesorios de casa. Así que desde hace ya una semana paso las noches dando vueltas en esta cama sin la compañía de una televisión que acorte mis horas de insomnio.

Me espera una casa en Ife, justo a las afueras de la universidad donde tú y yo nos conocimos. Me la imagino ahora mismo, una casa no muy distinta de ésta, con sus numerosas habitaciones pensadas para cuidar de una gran familia: marido, mujer y muchos hijos. Tendría que haberme marchado el día después de que desinstalasen los secadores. La idea era pasar una semana montando mi nueva peluquería y amueblando la casa. Quería tener mi nueva vida organizada antes de verte.

No es que me haya encariñado con este lugar. No echaré de menos a los pocos amigos que he hecho, a la gente que no conoce a la mujer que fui antes de llegar aquí, a los hombres que durante estos años han creído estar enamorados de mí. Una vez que me haya ido, es probable que ni siquiera recuerde a quien me pidió que me casara con él. Aquí nadie sabe que sigo casada contigo. Sólo les cuento una parte de la historia: era estéril y mi marido se casó con otra. Nadie ha indagado más a fondo en ningún momento, así que nunca les he hablado de mis hijos.

Tengo ganas de irme desde que asesinaron a los tres jóvenes del programa del National Youth Service Corps. Decidí cerrar el salón de belleza y la joyería antes de ni siquiera saber qué haría después, antes de recibir la invitación al funeral de tu padre, como un mapa mostrándome el camino. He memorizado los nombres de los tres jóvenes y sé lo que había estudiado cada uno en la universidad. Mi Olamide tendría ahora más o menos su edad; también ella estaría acabando la carrera por estas fechas. Cada vez que leo algo sobre ellos, pienso en ella.

Akin, muchas veces me pregunto si tú también piensas en ella.

Aunque el sueño se me resista, todas las noches cierro los ojos y vuelven a mí fragmentos de la vida que dejé atrás. Veo las fundas de batik de las almohadas de nuestro dormitorio, a nuestros vecinos y a tu familia, a la que durante una época, por error, también consideré la mía. Te veo. Esta noche veo la lámpara de la mesita de noche que me regalaste unas semanas después de casarnos. Yo no podía dormir a oscuras y tú tenías pesadillas si dejábamos las luces fluorescentes encendidas. Esa lámpara fue tu solución. La compraste sin decirme que se te había ocurrido consensuar un acuerdo, sin preguntarme si yo quería una lámpara. Y mientras acariciaba su pie de bronce y me fijaba en los paneles de cristal coloreado que conformaban su pantalla, me preguntaste qué me llevaría del edificio si nuestra casa estuviera ardiendo.

—A nuestro bebé —contesté sin pensármelo, a pesar de que aún no teníamos hijos.

—Algo —dijiste tú—, no alguien. —Aunque parecías algo dolido porque, al creer que me preguntabas por alguien, no me hubiese planteado salvarte a ti.

Me levanto con esfuerzo de la cama y me quito el camisón. No perderé ni un minuto más. Las preguntas que debes responder, las que tengo atragantadas desde hace más de una década, aceleran mis pasos mientras agarro el bolso y entro en el salón.

Hay diecisiete maletas, listas para meterlas en el coche. Me quedo mirándolas, recordando el contenido de cada una. Si esta casa ardiese, ¿qué me llevaría? Tengo que pensarlo porque lo primero que se me ocurre es nada. Me quedo con la bolsa de fin de semana que había planeado llevarme para el funeral y un saquito de cuero lleno de joyas de oro. Musa puede traerme el resto del equipaje en otro momento.

Así que esto es todo: quince años aquí y, aunque mi casa no esté en llamas, lo único que me llevo es una bolsa de oro y una muda limpia. Las cosas que me importan las llevo dentro, encerradas bajo el pecho como si fuese una tumba, un lugar de permanencia, mi cofre del tesoro en forma de ataúd.

Salgo de casa. El aire es gélido y el cielo negro se torna púrpura en el horizonte a medida que el sol asciende. Musa está apoyado en el coche, limpiándose los dientes con un palillo. Escupe en una taza mientras me acerco y se guarda el palo de mascar en el bolsillo del pecho. Abre la puerta del coche, nos saludamos y me subo al asiento trasero.

Musa enciende la radio del coche y sintoniza una emisora. Se decide por una que inicia la emisión del día con una grabación del himno nacional. El guarda se despide con la mano cuando cruzamos la verja de la urbanización. La carretera se extiende ante nosotros, envuelta en un velo de oscuridad que se va transformando en el alba mientras me conduce de nuevo hacia ti.

Capítulo 2

Ilesa, de 1985 en adelante

Ya entonces intuía que habían venido en son de guerra. Los veía a través de las hojas de cristal de la puerta. Oía su cháchara. No parecieron percatarse de que llevaba casi un minuto entero de pie al otro lado de la puerta. Quería dejarlos plantados allí afuera, subir las escaleras y volver a acostarme. Tal vez se derritiesen en charcos de fango marrón si se quedaban al sol el tiempo suficiente. El trasero de Iya Martha era tan grande que, derretido, ocuparía todo el espacio de los escalones de cemento que conducían hasta nuestra entrada.

Iya Martha era una de mis cuatro madres; había sido la esposa de más edad de mi padre. El hombre que la acompañaba era Baba Lola, el tío de Akin. Ambos se encorvaban para protegerse del sol y lucían un ceño fruncido tan contumaz que sus caras me resultaban repugnantes. Sin embargo, en cuanto abrí la puerta, su conversación cesó y se deshicieron en sonrisas. Ya me imaginaba las primeras palabras que saldrían por boca de ella. Sabía que sería alguna demostración exagerada de un vínculo que jamás había existido entre nosotras.

—¡Yejide, mi tesoro, mi hija! —Iya Martha sonrió abiertamente, sosteniéndome las mejillas entre sus manos rollizas y húmedas.

Le devolví la sonrisa y me arrodillé para saludarla.

—Bienvenidos, adelante. Hoy Dios debe de haberse despertado pensando en mí-o. Por eso estáis aquí —dije, arrodillándome a medias de nuevo una vez que entraron y se sentaron en la sala de estar.

Rieron.

—¿Dónde está tu marido? ¿Lo pillamos en casa? —preguntó Baba Lola, recorriendo la habitación con la vista como si yo tuviese a Akin escondido debajo de una silla.

—Sí, señor, está arriba. Iré a avisarlo en cuanto les sirva algo de beber. ¿Qué les apetece que prepare para comer? ¿Puré de ñame?

El hombre dirigió una mirada a mi madrastra como si, durante los ensayos de la obra de teatro que estaba a punto de estrenarse, él no hubiese leído esa parte del guión.

Iya Martha negó con la cabeza de un lado a otro.

—No podemos comer. Trae a tu marido. Tenemos cosas importantes que tratar con vosotros dos.

Sonreí, me marché de la sala de estar y me dirigí hacia las escaleras. Creía estar al tanto de las «cosas importantes» que habían venido a debatir. En ocasiones anteriores, varios miembros de mi familia política ya habían venido a casa para tratar el mismo asunto. La conversación consistía en que ellos hablaban y yo escuchaba de rodillas. Todas esas veces, Akin fingía escuchar y tomar notas cuando lo que en realidad hacía era escribir la lista de cosas que tenía que hacer al día siguiente. En toda la serie de delegaciones no había nadie que supiese leer ni escribir, aunque todos sentían un respeto reverencial por quienes sí sabían. Les impresionaba que Akin anotase sus palabras. Y a veces, si paraba de escribir, la persona que estuviese hablando en ese momento se quejaba de la falta de respeto de Akin por no apuntar nada. A menudo mi marido planeaba toda su semana durante estas visitas, mientras a mí me daban unos calambres horrorosos en las piernas.

A Akin le fastidiaban las visitas, y lo que quería era decirles a sus parientes que se metieran en sus asuntos, pero yo no se lo permitía. Sí, las largas conversaciones me daban calambres en las piernas, pero al menos me hacían sentir parte de su familia. Hasta esa tarde, ningún miembro de mi familia me había hecho ninguna visita de este tipo desde que me casé.

Conforme subía las escaleras, caí en la cuenta de que la presencia de Iya Martha significaba que estaban a punto de plantear algo nuevo. No me hacían falta sus consejos. En casa estábamos bien sin aquellas cosas importantes que ellos tuviesen que decir. No quería oír la voz ronca de Baba Lola que le salía a la fuerza entre toses ni volver a ver de refilón los dientes de Iya Martha.

En cualquier caso, yo ya creía haberlo oído todo y estaba segura de que mi marido pensaría lo mismo. Me sorprendió encontrarme a Akin despierto. Trabajaba seis días a la semana y pasaba casi todo el domingo durmiendo. Pero hoy caminaba de un lado a otro de nuestra habitación cuando entré.

—¿Sabías que venían hoy? —Registré su cara en busca de la mezcla familiar de terror y fastidio que mostraba cada vez que una delegación especial venía de visita.

—¿Están aquí? —Se quedó quieto, agarrándose las manos detrás de la cabeza. Ningún terror, ningún enfado. El aire de la habitación empezó a parecerme viciado.

—¿Sabías que iban a venir? ¿Y no me lo dijiste?

—Bajemos y ya está. —Salió de la habitación.

—Akin, ¿de qué va esto? ¿Qué está pasando? —grité mientras se iba.

Me senté en la cama, me sujeté la cabeza entre las manos e intenté respirar. Me quedé así hasta que oí la voz de Akin llamándome. Bajé a la sala de estar y me dirigí hacia él con una sonrisa, no una grande que mostrase los dientes, sino sólo alzando ligeramente las comisuras de los labios. Del tipo que decía: «Aunque ustedes, ancianos, no tengan ni idea de mi matrimonio, estoy encantada, no, extasiada, de oír todas las cosas importantes que tengan que decir al respecto. Al fin y al cabo, soy una buena esposa».

Al principio no la vi, a pesar de que estaba sentada en el borde de la silla de Iya Martha. Tenía la piel clara, de un amarillo pálido, como el interior de un mango verde. Sus labios eran finos y estaban cubiertos de un carmín rojo sangre.

Me incliné hacia mi marido. Su cuerpo estaba rígido y no me rodeó con los brazos ni me atrajo hacia él. Intenté deducir de dónde había salido la mujer amarilla, llegando a considerar por un instante la descabellada posibilidad de que, al entrar, Iya Martha la hubiese traído oculta bajo el pareo.

—Esposa nuestra, nuestro pueblo dice que cuando un hombre posee algo y ese algo se convierte en dos, el hombre no se enfada, ¿verdad? —dijo Baba Lola en yoruba.

Asentí y sonreí.

—Pues bueno, esposa nuestra, ésta es tu nueva esposa. Un hijo llama a otro hijo a este mundo. Quién sabe, puede que el rey celestial responda a tus plegarias gracias a esta mujer. En cuanto se quede embarazada y tenga un hijo, estamos seguros de que tú tendrás otro —explicó Baba Lola.

Iya Martha asintió en señal de conformidad.

—Yejide, hija mía, lo hemos pensado y le hemos dado muchas vueltas a este asunto, los parientes de tu marido y yo. Y tus demás madres.

Cerré los ojos. Estaba a punto de despertar del trance. Cuando los abrí, la mujer color amarillo mango seguía allí, algo borrosa pero aún allí. Yo estaba aturdida.

Me imaginaba que habían venido a hablar de que aún no tenía hijos. Mi arsenal eran millones de sonrisas. Las tenía todas preparadas: sonrisas de disculpa, sonrisas lastimeras, sonrisas encomendándome a Dios y cualquier otro tipo posible de sonrisa falsa necesaria para sobrevivir toda una tarde en compañía de un grupo de personas que afirman querer lo mejor para ti mientras te ponen el dedo en la llaga. Estaba dispuesta a escuchar cómo me decían que dadas mis circunstancias tenía que hacer algo. Esperaba que me hablasen de un nuevo pastor al que podía acudir, una nueva montaña a la que ir a rezar, o un nuevo curandero en alguna aldea o pueblo remoto al que consultar. Iba armada con sonrisas para mis labios, un brillo lacrimoso apropiado para mis ojos y gimoteos sonoros para mi nariz. Estaba dispuesta a echarle el cierre a mi salón de peluquería toda la semana siguiente para irme con mi suegra en comitiva en busca de un milagro. Lo que no me esperaba era otra mujer sonriente en la habitación, una mujer amarilla de boca rojo sangre que sonreía de oreja a oreja como una recién casada.

Deseé que mi suegra estuviera allí. Era la única mujer a la que había llamado moomi en toda mi vida. La visitaba más a menudo que su hijo. Ella había sido testigo de aquella vez en que un sacerdote, que tenía la teoría de que mi madre me había echado una maldición justo antes de morir, pocos minutos después de darme a luz, convirtió mi permanente recién hecha en un caudaloso río de pelo largo y suelto. Moomi estuvo a mi lado la vez que pasé tres días sentada en una estera de oración, salmodiando sin cesar palabras que no comprendía hasta que al tercer día me desmayé, interrumpiendo lo que debían haber sido siete días de ayuno y vigilia.

Mientras me recuperaba en una sala del Wesley Guild Hospital, me cogió la mano y me pidió que rezara para pedir fuerzas. La vida de una buena madre es dura, dijo, una mujer puede ser mala esposa pero no mala madre. Moomi me contó que antes de pedirle a Dios que me diese un hijo, debía implorar la gracia de ser capaz de sufrir por ese hijo. Me dijo que si me desmayaba después de tres días de ayuno, es que aún no estaba preparada para ser madre.

Reparé entonces en que ella no se había desmayado al tercer día porque probablemente ya habría pasado por ese tipo de ayuno diversas veces, para complacer a Dios en nombre de sus hijos. En ese momento, las arrugas grabadas en torno a los ojos y la boca de moomi se volvieron siniestras; para mí representaban ya algo más que signos de la vejez. Aquello me destrozó. Quería ser algo que nunca había tenido. Quería ser madre, que mis ojos brillasen de sabiduría y alegrías secretas como los de moomi. Sin embargo, todo lo que contaba sobre el sufrimiento era aterrador.

—Ni siquiera tiene una edad parecida a la tuya. —Iya Martha se reclinó hacia delante en su asiento—. Porque te aprecian, Yejide, los parientes de tu marido saben lo que vales. Me han dicho que valoran que seas una buena esposa en la casa de tu marido.

Baba Lola se aclaró la garganta.

—Yejide, yo quiero elogiarte personalmente. Quiero agradecerte tus esfuerzos por asegurarte de que nuestro hijo deje un hijo cuando muera. Por eso sabemos que no tratarás a esta nueva esposa como a una rival. Se llama Funmilayo y sabemos, confiamos, que la recibirás como a una hermana pequeña.

—Una amiga —apuntó Iya Martha.

—Una hija —concluyó Baba Lola.

Iya Martha le dio unas palmaditas a Funmi en la espalda.

—Oya, ve a saludar a tu iyale.

Me estremecí cuando Iya Martha se refirió a mí como la iyale de Funmi. La palabra crepitaba en mis oídos: iyale, primera esposa. Era un veredicto que me estigmatizaba como no lo bastante mujer para mi marido.

Funmi vino a sentarse a mi lado en el sofá.

Baba Lola negó con la cabeza.

—Funmi, arrodíllate. Veinte años después de que el tren haya iniciado su viaje, siempre se encontrará con la tierra que tiene por delante. En esta casa, Yejide va por delante de ti en todos los sentidos.

Funmi se arrodilló, me puso las manos sobre las rodillas y sonrió. Mis manos se morían de ganas por borrarle de un guantazo la sonrisa de la cara.

Me volví para mirar a Akin a los ojos, con la esperanza de que de algún modo él no fuera cómplice de la emboscada. Me sostuvo la mirada en una súplica silenciosa. Mi sonrisa, ya de por sí forzada, se desvaneció. La ira enroscó sus manos violentas alrededor de mi corazón. Sentí un martilleo en la cabeza, justo entre los ojos.

—Akin, ¿tú sabías esto? —Hablé en inglés, dejando fuera de la conversación a los dos ancianos, que sólo hablaban yoruba.

Akin no dijo nada; se rascó el puente de la nariz con el índice.

Busqué por toda la habitación algo en lo que concentrarme. Los visillos blancos con ribetes azules, el sofá gris, la alfombra a juego que lucía una mancha de café que llevaba más de un año intentando quitar. La mancha estaba demasiado lejos del centro para que la tapase la mesa y demasiado lejos del borde para que la ocultasen los sillones. Funmi llevaba un vestido beis, del mismo tono que la mancha de café, del mismo tono que la blusa que llevaba yo. Tenía las manos justo por debajo de mis rodillas, me rodeaban las piernas desnudas. No era capaz de mirar más allá de sus manos, más allá de las largas mangas de globo de su vestido. No era capaz de mirarla a la cara.

—Yejide, acércala a ti.

No estaba segura de quién acababa de hablar. Tenía la cabeza ardiendo, recalentándose, a punto de estallar. Cualquiera podía haber dicho aquellas palabras: Iya Martha, Baba Lola, Dios. Me daba igual.

Me volví de nuevo hacia mi marido.

—Akin, ¿tú sabías esto? Lo sabías y no me lo podías contar. ¿Lo sabías? Hijo de la gran puta. ¡Después de todo! ¡Desgraciado hijo de puta!

Akin me agarró la mano antes de que se estrellase en su mejilla.

No fue lo escandaloso del grito de Iya Martha lo que detuvo mis palabras, sino la ternura con la que el pulgar de Akin me acarició la palma de la mano. Aparté la mirada de sus ojos.

—¿Qué está diciendo? —Baba Lola le pidió a la nueva esposa que interpretara.

—Yejide, por favor. —Akin me estrujó la mano.

—Dice que es un hijo de puta —Funmi tradujo en un susurro, como si las palabras quemaran y pesaran demasiado para su boca.

Iya Martha soltó un grito y se tapó la cara con las manos. A mí no me engañó con su teatro. Sabía que por dentro se regodeaba. Estaba segura de que pasaría semanas repitiéndoles lo que había visto a las demás esposas de mi padre.

—No debes insultar a tu marido, hija mía. Pase lo que pase, sigue siendo tu marido. ¿Qué más quieres que haga él por ti? A ver si no es por ti que ha buscado un piso para Funmi teniendo aquí mismo un dúplex enorme. —Iya Martha lanzó una ojeada a la sala de estar, extendiendo las palmas de las manos para hacer hincapié en el tamaño del dúplex, por si acaso yo no había captado la referencia a la casa de cuyo alquiler yo pagaba la mitad todos los meses—. A ver, Yejide mía. Agradecida le tienes que estar a tu marido.

Iya Martha había dejado de hablar, pero su boca seguía abierta. Si uno se acercaba lo suficiente, aquella boca despedía un hedor insoportable, como a orina añeja. Baba Lola había escogido un asiento a una distancia de seguridad de ella.

Yo sabía que se esperaba de mí que me arrodillase, que inclinase la cabeza como una colegiala castigada y pidiese perdón por insultar a mi marido y a su madre al mismo tiempo. Ellos habrían aceptado mis disculpas, yo podría haber culpado al demonio, al calor o al hecho de que mis trenzas recién hechas me apretaban demasiado, me daban dolor de cabeza y me habían impulsado a faltarle al respeto a mi marido delante de ellos. Sentía todo el cuerpo agarrotado, como una mano artrítica, y me resultaba imposible obligarlo a adoptar las posturas que se negaba a adoptar. Así que, por primera vez en mi vida, hice caso omiso del descontento de un miembro de mi familia política y me puse de pie cuando se esperaba que me arrodillase. Sentí que había crecido unos centímetros al erguirme cuan alta era.

—Voy a preparar la comida —anuncié, negándome a preguntarles de nuevo qué querían comer. Una vez terminada la presentación de Funmi, a Baba Lola e Iya Martha les pareció aceptable quedarse a comer. Yo no estaba dispuesta a cocinar una comida distinta para cada uno, así que les serví lo que quise. Les puse potaje de alubias. Mezclé las alubias de hacía tres días que tenía pensado tirar a la basura con el potaje recién hecho. A pesar de estar segura de que repararían en que la mezcla sabía un poco mal, para que se lo comieran todo confié en la culpa que Baba Lola estaba ocultando bajo su indignación ante mi comportamiento y en el júbilo que Iya Martha escondía bajo sus muestras de consternación. Con el fin de facilitar que les bajase la comida por el gaznate, me arrodillé para pedirles perdón a ambos. Iya Martha sonrió y admitió que se habría negado a comer si hubiese seguido comportándome como una barriobajera. Me disculpé de nuevo y abracé a la mujer amarilla por si las moscas; olía a aceite de coco y a vainilla. Me bebí una botella de malta mientras observaba cómo comían. Me fastidió que Akin se negase a probar bocado.

Cuando se quejaron de que habrían preferido puré de ñame con estofado de verduras y pescado seco, decidí ignorar la mirada de Akin. Cualquier otro día me habría vuelto a meter en la cocina a machacar ñame. Aquella tarde, lo que quería era decirles que si tanto les apetecía comer puré de ñame podían machacarlo ellos solitos. Las palabras que me quemaban en la garganta me las tragué mezcladas con malta, y les dije que no podía usar el mortero porque el día anterior me había hecho un esguince en la mano.

—Pero si no nos has dicho nada al llegar. —Iya Martha se rascó la barbilla—. Tú misma nos ofreciste puré de ñame.

—Se habrá olvidado del esguince. Ayer le dolía muchísimo. Me planteé incluso llevarla al hospital —intervino Akin, encubriendo mi mentira bastante evidente.

Se zamparon las alubias cual niños muertos de hambre, y me aconsejaron que me mirasen la mano en el hospital. Funmi fue la única que retorció la boca con la primera cucharada de alubias y me miró con recelo. Nuestras miradas se cruzaron y me dedicó una amplia sonrisa perfilada de rojo.

Cuando retiré los platos vacíos, Baba Lola nos explicó que al no saber cuánto duraría la visita, no se había molestado en acordar una hora para que el taxista que los había llevado hasta allí regresara a recogerlos. Dio por sentado, del modo en que a menudo hacen los familiares, que Akin se ocuparía de devolverlos a casa.

Pronto llegó la hora de que Akin se los llevara a todos. Los acompañé hasta el coche mientras Akin agitaba las llaves en el bolsillo del pantalón y les preguntaba si les parecía bien la ruta que pretendía seguir. Primero dejaría a Baba Lola en Ilaje Street y luego conduciría hasta Ife para llevar a Iya Martha. Me percaté de que no mencionó dónde vivía Funmi. Después de que Iya Martha aprobase el recorrido que proponía mi marido como la mejor opción, Akin abrió las puertas del coche y se montó en el asiento del conductor.

Reprimí el impulso de agarrar a Funmi de los pelos rizados a lo jheri y sacarla del coche: se había colado en el asiento delantero, al lado de mi marido, y había tirado al suelo el pequeño cojín que yo siempre llevaba allí. Apreté los puños mientras Akin se alejaba al volante y me dejaba sola en medio de la nube de polvo que había levantado.

—¡¿Qué les has dado de comer?! —gritó Akin.

—¡Anda! Pero si ha vuelto el novio —contesté. Yo acababa de terminar de cenar. Recogí los platos y me dirigí a la cocina.

—¿Sabes que ahora mismo están todos con diarrea? Tuve que parar al lado de unos matojos para que cagasen. ¡De unos matojos! —dijo mientras me seguía hasta la cocina.

—¿Qué tiene eso de inaudito? ¿O es que ahora tu familia tiene váter en casa? ¿No cagan entre matojos y en montones de estiércol todos los días? —pregunté a voz en grito, lanzando los platos en el fregadero de metal. Al sonido de la porcelana al romperse le siguió el silencio. Uno de los platos se había quebrado por la mitad. Pasé el dedo por la superficie rota. Sentí cómo me rasgaba la piel. Un hilo de sangre manchó el borde irregular.

—Yejide, intenta comprenderlo. Sabes que no voy a hacerte daño —dijo él.

—¿Pero en qué idioma hablas? ¿En hausa o en chino? Porque yo no te entiendo. Empieza a hablar algo que yo comprenda, señor recién casado.

—No me llames así.

—Te llamaré como me dé la gana. Al menos mientras sigas siendo mi marido. Ay, pero igual resulta que ya no eres mi marido otra vez. ¿Me he perdido también esa noticia? ¿Pongo la radio o lo dan por televisión? ¿En el periódico? —Tiré el plato roto en el cubo de la basura de plástico que había al lado del fregadero. Me di la vuelta para encararme con él.

Le brillaba la frente por las gotas de sudor que se deslizaban por las mejillas y se le juntaban bajo la barbilla. Repiqueteaba un pie al ritmo de algún furioso compás dentro de su cabeza. Los músculos de la cara se le movían a ese mismo ritmo mientras apretaba y relajaba la mandíbula.

—Me has llamado hijo de puta delante de mi tío. Me has faltado al respeto.

La ira de su voz me sacudió, me indignó. Me había imaginado que su cuerpo tembloroso significaba que estaba nervioso, normalmente era así. Había albergado la esperanza de que significase que lo sentía, que se sentía culpable.

—¿Me traes a una nueva esposa a esta casa y eres tú el que se enfada? ¿Cuándo te has casado con ella? ¿Hace un año? ¿Hace un mes? ¿Cuándo planeabas contármelo? ¿Eh? Eres un...

—No te atrevas, mujer, no te atrevas a decirlo. Habría que ponerte un candado en la boca.

—Bueno, pues como no lo tengo, lo diré, eres un grandísimo...

Akin me tapó la boca con la mano.

—Vale, lo siento. No lo tuve fácil. Sabes que no te engañaría con otra, Yejide. Sabes que no puedo, no puedo hacerlo. Te lo prometo. —Se echó a reír. Era un sonido roto y lastimoso.

Le arranqué la mano de mi cara. Él se aferró a mi mano, frotando mi palma contra la suya. Me entraron ganas de llorar.

—Tienes otra mujer, le pagaste a su familia una suma para casarte con ella y te postraste ante ellos. Creo que ya me estás engañando.

Me puso la palma de la mano sobre su corazón; latía muy rápido.

—Esto no es engañarte; no tengo ninguna mujer nueva. Confía en mí, es por nuestro bien. Mi madre dejará de presionarte para que tengas hijos —susurró.

—Tonterías, chorradas. —Le arrebaté mi mano y salí de la cocina.

—Si esto hace que te sientas mejor, a Funmi no le dio tiempo a llegar a los matojos. Se ensució todo el vestido.

No me sentía mejor. Tardaría mucho tiempo en sentirme mejor. En ese momento me estaba deshaciendo, como el nudo de un pañuelo atado con prisas que se afloja y acaba en el suelo antes de que su dueña se dé cuenta.

Capítulo 3

Yejide fue creada un sábado. Un día en que Dios tuvo tiempo de sobra para pintarla de un ébano perfecto. No me cabe la menor duda. La obra acabada es la prueba viviente.

La primera vez que la vi, deseé tocar su rodilla cubierta de tela vaquera, decirle allí y entonces: «Me llamo Akin Ajayi. Voy a casarme contigo».

Era elegante sin proponérselo. La única chica de la fila que no estaba repantingada en su asiento. El mentón levantado; no se doblaba hacia los lados para apoyarse sobre los reposabrazos naranjas. Sentada, erguida, los hombros rectos, las manos entrelazadas delante de su abdomen desnudo. No podía creer que no me hubiera fijado en ella en la cola de la taquilla de la planta baja.

Echó un vistazo a su izquierda minutos antes de que apagaran las luces; nuestras miradas se cruzaron. No apartó la suya, como yo imaginaba que haría, y me puse derecho mientras me observaba. Me miró de arriba abajo, me caló. Me supo a poco que me sonriese antes de volver la cara hacia la gran pantalla del cine. Yo quería más.

Parecía no ser consciente de su efecto, estar ajena al modo en que yo la miraba boquiabierto, embelesado, pensando ya en las palabras que la convencerían para salir conmigo.

Desafortunadamente, no pude hablar con ella justo en ese momento. Las luces se apagaron cuando acababa de dar con las palabras que andaba buscando. Y la chica con la que salía entonces estaba sentada entre Yejide y yo.

Rompí con la chica esa misma noche, en cuanto acabó la película. Lo hice cuando aún estábamos en el vestíbulo del Oduduwa Hall de Ife, mientras la marea de espectadores que había venido a ver la película fluía a nuestro lado. Le dije:

—Por favor, búscate la forma de volver a la residencia. Te veo mañana. —Uní las manos con fuerza a modo de disculpa, aunque no lo sentía. Jamás lo sentiría. La dejé allí plantada con la boca ligeramente abierta.

Avancé a empujones entre la multitud. Buscando una belleza en vaqueros, sandalias de plataforma y una camiseta blanca que lucía el ombligo sin reparos. La encontré. Yejide y yo estábamos casados antes de que acabara el año.

Me enamoré de ella desde el momento en que la vi. No hay la menor duda. Pero hay cosas con las que ni siquiera el amor puede. Antes de casarme, creía que el amor podía con todo. No tardé en darme cuenta de que no era capaz de soportar la carga de cuatro años sin hijos. Si la carga es demasiado pesada y dura demasiado tiempo, hasta el amor se tuerce, se agrieta, se acerca al borde de la ruptura y a veces finalmente se rompe. Pero incluso una vez roto en mil pedazos a tus pies, no significa que ya no sea amor.

Al cabo de cuatro años, a nadie más le importaba el amor. A mi madre no le importaba. Me hablaba de mi responsabilidad hacia ella como primogénito. Me recordaba los nueve meses en los que el único mundo que yo conocía estaba dentro de ella. Hacía hincapié en las penurias de los tres últimos meses. En cómo no encontraba ninguna postura cómoda en la cama y tenía que pasar las noches en un sillón.

Moomi no tardó en sacar a colación a Juwon, mi hermanastro, el primogénito de la segunda esposa de mi padre. Hacía años que moomi no me lo ponía como ejemplo. Cuando yo era mucho más joven, no paraba de hablar de él. «Juwon nunca llega a casa con el uniforme sucio; ¿cómo te has ensuciado la camisa? Juwon nunca ha perdido las sandalias del colegio; éste es el tercer par que te compro este trimestre. Juwon siempre llega a casa antes de las tres; ¿dónde te metes después del colegio? ¿Cómo es que Juwon viene a casa con premios y tú no? Eres el primogénito de esta familia, ¿sabes lo que eso significa? ¿Tienes alguna idea de lo que eso significa? ¿Es que quieres que te quite el puesto?»

Dejó de hablar de Juwon cuando, al acabar el instituto, decidió aprender un oficio porque su madre no podía costearle la matrícula universitaria. Me imagino que a moomi le debió de parecer que un chico que estudiaba para carpintero no podía de ningún modo estar a la altura de sus hijos universitarios. No volvió a mencionar a Juwon durante años, y daba la impresión de que había perdido el interés por su vida, hasta el día en que me dijo que quería que me casara con otra mujer. Alegó entonces, como si yo no lo supiera, que Juwon ya tenía cuatro hijos, todos varones. Y esta vez no le bastó con Juwon, también me recordó que todos mis hermanastros ya tenían hijos.

Cuando ya llevaba dos años casado con Yejide, mi madre empezó a presentarse en mi oficina el primer lunes de cada mes. No venía sola. Cada vez traía consigo a una mujer distinta, una segunda esposa en potencia. No faltó ni un solo lunes. Ni siquiera cuando estaba enferma. Teníamos un pacto. Mientras yo siguiese permitiéndole que me trajese a aquellas mujeres a la oficina, jamás pondría en un apuro a mi esposa apareciendo en casa con alguna de las candidatas; tampoco le mencionaría sus intenciones a Yejide.

Cuando mi madre me amenazó con empezar a visitar a mi esposa cada semana con una nueva mujer si yo no escogía una en el plazo de un mes, tuve que tomar una decisión. Sabía que mi madre no era de las que se andan con chiquitas. También sabía que Yejide no sería capaz de soportar ese tipo de presión. La hubiese destrozado. De la ristra de muchachas que mi madre hizo desfilar por mi oficina cada mes, Funmi fue la única que no insistió en mudarse con Yejide y conmigo. Funmi era la candidata indiscutible porque no me exigía demasiado. No al principio.

Funmi fue una solución cómoda. Aceptó un piso independiente, a kilómetros de Yejide y de mí. No me pidió más que un fin de semana al mes y una asignación razonable. Estuvo de acuerdo en no ser nunca la que me acompañase a fiestas y compromisos públicos.

Después de acceder a casarme con ella, pasé meses sin verla. Le decía que estaba muy liado en el trabajo y que no podría verla en una temporada. Alguien debió de convencerla con el cuento de que «la esposa paciente se acaba ganando el corazón del marido». No discutía conmigo; simplemente esperó a que yo asimilara el hecho de que ahora formaba parte de mi vida.

Con Yejide todo fue más inmediato. Después de conocerla, me tiré el primer mes conduciendo dos horas al día para estar con ella. Salía de la oficina a las cinco y me pasaba alrededor de media hora conduciendo hasta Ife. Tardaba otro cuarto de hora en atravesar la ciudad hasta llegar a la cancela de la universidad. Por lo general, estaba entrando en la F101 de Moremi Hall aproximadamente una hora después de haber salido de Ilesa.

Seguí haciendo lo mismo todos los días hasta que una tarde Yejide salió al pasillo y cerró la puerta en vez de dejarme entrar. Me dijo que no regresara nunca más. Que no quería volver a verme. Pero yo no dejé de hacerlo. Me seguí plantando delante de la F101 los once días siguientes sin excepción, sonriendo a sus compañeras de residencia, intentando convencerlas de que me dejaran entrar.

El decimosegundo día contestó a la puerta. Salió y se quedó de pie conmigo en el pasillo. Nos quedamos así, uno al lado del otro, mientras yo le suplicaba que me dijera en qué me había equivocado. El viento llevaba hacia nosotros una mezcla de olores de los baños y las cocinitas dentro de las habitaciones.

Resultó que la chica con la que yo había estado saliendo antes de conocerla se había presentado en la habitación de Yejide para amenazarla. La chica afirmaba que estábamos casados por el rito tradicional.

—No practico la poligamia —me dijo Yejide la tarde en que por fin me contó lo que ocurría.

Cualquier otra chica se habría ido por las ramas para decirme que quería ser la única esposa de su marido. Yejide no; era franca, directa.

—Yo tampoco —respondí yo.

—Mira, Akin. Mejor lo dejamos. Esto..., nosotros. Esto.

—No estoy casado. Mírame. Vamos, mírame. Si quieres, vamos ahora mismo a la habitación de esa chica y me enfrento a ella, le pido que saque las fotos de la boda.

—Se llama Bisade.

—Me da igual.

Yejide tardó un rato en volver a hablar. Se apoyó en la puerta, mirando el ir y venir de la gente por el pasillo.

Le toqué el hombro; no se apartó.

—Vale, he sido una idiota —dijo ella.

—Me debes una disculpa —respondí yo. No lo decía en serio. Nuestra relación aún estaba en un punto en el que no importaba quién tenía o no tenía la razón. No habíamos llegado a ese momento en el que decidir quién tenía que pedir perdón era el inicio de una nueva pelea.

—Perdona, pero es que ya sabes que la gente se inventa toda clase de... Perdona. —Se apoyó sobre mí.

—No pasa nada. —Sonreí de oreja a oreja mientras su pulgar dibujaba círculos invisibles sobre mi brazo.

—Bueno, Akin. Pues ahora tienes que confesarme todos tus secretos, limpios o sucios. Puede que tengas una mujer cuidando de tus hijos en alguna parte...

Había cosas que le podía haber dicho. Debería habérselo dicho. Sonreí.

—Tengo unos cuantos calcetines y calzoncillos sucios. ¿Y tú? ¿Algunas braguitas sucias?

Negó con la cabeza.

Por fin pronuncié las palabras que, desde el principio, me bailaban en la punta de la lengua..., o una versión de ellas.

—Yejide Makinde, voy a casarme contigo.

Capítulo 4

Durante un tiempo no acepté el hecho de haberme convertido en una primera esposa, una iyale. Iya Martha era la primera esposa de mi padre. De niña, creía que era la esposa más infeliz de la familia. No cambié de opinión con los años. En el funeral de mi padre, se plantó junto a la tumba recién cavada, con su ceño fruncido aún más fruncido, y echó maldiciones a todas las mujeres con las que mi padre se había casado después de que lo hiciese con ella. Como siempre, empezó por mi madre, aunque llevase muerta mucho tiempo, ya que era la segunda a la que había desposado, la que había convertido a Iya Martha en la primera entre iguales que no lo eran tanto.

Me negué a considerarme su primera esposa.

Era fácil hacer como si Funmi ni siquiera existiese. Yo seguía despertándome en la cama con mi marido a mi lado, tumbado bocarriba, despatarrado y con la cara tapada por una almohada para que no le diese la luz de la lámpara de mi mesita de noche. Le pellizcaba el cuello hasta que se levantaba y se iba al baño, respondiendo a mis buenos días con la mano o con la cabeza. Por la mañana no había quien hablase con él; Akin era incapaz de juntar dos palabras antes de un café o una ducha fría.

Un par de semanas después de que Funmi viniese por primera vez a nuestra casa, el teléfono sonó poco antes de medianoche. No me dio tiempo ni a incorporarme en la cama cuando me di cuenta de que Akin ya había recorrido medio dormitorio. Tiré dos veces del cordón de la lámpara de mi mesita y se encendieron sus cuatro bombillas, inundando de luz la habitación. Akin había cogido el teléfono y torcía el gesto mientras escuchaba a la persona al otro lado de la línea.

Después de colgar, vino a sentarse a mi lado de la cama.

—Era Aliyu, el director de operaciones de la oficina central de Lagos. Llamaba para decirnos que mañana no abramos el banco a los clientes. —Suspiró—. Ha habido un golpe de Estado.

—Ay, Dios mío —dije yo.

Nos quedamos sentados en silencio durante un rato. Me preguntaba si habían matado a alguien, si los próximos meses serían de caos y violencia. Aunque entonces era demasiado pequeña para recordarlo, sabía que los golpes de Estado de 1966 habían abocado en última instancia al país a una guerra civil. Me consolé al pensar que después del último golpe, que sólo veinte meses antes había convertido al general Buhari en jefe de Estado, la tensión se había disipado al cabo de pocos días. El país había decidido en aquel entonces que estaba harto de la corrupción del Gobierno civil que Buhari y sus colegas habían derrocado.

—¿Pero se sabe con certeza si los golpistas han tenido éxito?

—Eso parece. Aliyu dice que ya han detenido a Buhari.

—Esperemos que éstos no maten a nadie. —Tiré una vez del cordón de la lámpara, para apagar tres de las bombillas.

—¡Qué país! —Akin suspiró al levantarse—. Voy abajo a comprobar de nuevo las puertas.

—Entonces, ¿quién está ahora al mando? —Me volví a tumbar, aunque no podría volver a conciliar el sueño.

—De eso no me ha dicho nada. Por la mañana nos enteraremos.

No nos enteramos por la mañana. A las seis hubo una emisión en la que un oficial del ejército condenaba al Gobierno anterior, pero sin decir nada sobre el nuevo. Akin se marchó a la oficina después de la emisión para llegar antes de que estallaran las protestas. Yo me quedé en casa, sabiendo de antemano que mis peluqueras en prácticas no vendrían al salón después de oír las noticias de esa mañana. Dejé la radio encendida e intenté llamar a todas las personas que conocía en Lagos para asegurarme de que estaban bien, pero para entonces ya habían cortado las líneas telefónicas y no logré comunicarme con ellas. Debí de quedarme traspuesta después de oír las noticias de las doce. Akin ya estaba en casa cuando me desperté. Fue él quien me informó de que Ibrahim Babangida era el nuevo jefe de Estado.

Lo más extraño de las semanas siguientes fue que Babangida empezó a referirse a sí mismo, al igual que el resto de la gente, no sólo como jefe de Estado sino también como presidente, como si el golpe supusiese unas elecciones. Por lo general, todo parecía continuar como de costumbre e, igual que el resto del país, mi marido y yo volvimos a la rutina cotidiana.

La mayoría de los días laborables, Akin y yo desayunábamos juntos, normalmente huevos duros, tostadas y litros de café. Nos gustaba el café de la misma forma, en tazas grandes y rojas a juego con las florecillas de los manteles individuales, sin leche y con dos terrones de azúcar. Durante el desayuno charlábamos sobre nuestros planes para la jornada que teníamos por delante. Hablábamos de buscar a alguien para que reparase las goteras del tejado del cuarto de baño, debatíamos sobre los hombres que Babangida había nombrado miembros del consejo de ministros, nos planteábamos asesinar al perro del vecino, que no dejaba de aullar en toda la noche, y decidíamos si la nueva margarina que estábamos probando era demasiado aceitosa. No hablábamos de Funmi; ni siquiera mencionábamos su nombre por error. Cuando acabábamos de desayunar, llevábamos juntos los platos a la cocina y los dejábamos en el fregadero para más tarde. Luego nos lavábamos las manos, nos dábamos un beso y regresábamos a la sala de estar. Allí, Akin cogía su chaqueta, se la echaba al hombro y se iba al trabajo. Yo subía a ducharme y después me marchaba a mi peluquería, y así continuamos: los días se transformaron en semanas, las semanas en un mes, como si el matrimonio todavía consistiese únicamente en nosotros dos.

Entonces un día, después de que Akin se marchara al trabajo, al subir a la planta superior para darme un baño descubrí que una parte del techo se había venido abajo. Aquella mañana llovía y la presión de tanta lluvia acumulada debía de haber acabado por vencer y atravesar el asbesto, que ya estaba empapado, y rajar la zona de la gotera por el medio, de modo que el agua se derramaba a través de ella sobre la bañera. Pese a todo, intenté encontrar la manera de bañarme en esa bañera porque, desde que nos casamos, nunca había usado ningún otro cuarto de baño de la casa. Pero la lluvia no cesaba y el asbesto destrozado estaba situado justo para que yo no cupiese en ningún rincón de la bañera sin que me cayesen encima la lluvia o los trozos de madera y los restos de metal que entraban mezclados con el agua.

Después de llamar a Akin a la oficina y dejarle un mensaje a su secretaria sobre el asunto del tejado, tuve que bañarme por primera vez en el cuarto de baño de invitados que había al final del pasillo. Y allí, en un espacio que me resultaba totalmente desconocido, me planteé la posibilidad de que quizá acabara duchándome muchas veces en aquella diminuta cabina de ducha si Funmi decidía empezar a venir por aquí e insistía en pasar la noche en el dormitorio principal. Enjuagué los restos de espuma y regresé al dormitorio principal, mi dormitorio, a vestirme para el trabajo. Al comprobar el estado del cuarto de baño antes de bajar, me percaté de que los daños no habían ido a peor y que el agua seguía cayendo directamente en la bañera.

Cuando abrí el paraguas y salí apresurada hacia el coche, el chaparrón era ya torrencial; el viento soplaba con fuerza y hacía todo lo posible por arrebatarme el paraguas. Cuando llegué al coche, mis zapatos ya estaban mojados. Me los quité y me puse las zapatillas planas que usaba para conducir. Al girar la llave en el contacto, no sucedió nada, tan sólo un inútil chasquido. Lo intenté una y otra vez, sin suerte.