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Texto que recoge toda la obra crítica de Leopoldo Alas, Clarín. Se articula en torno a los textos de análisis y crítica literaria publicados por el autor a lo largo de su vida.-
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Seitenzahl: 244
Veröffentlichungsjahr: 2020
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Leopoldo Alas Clarín
Saga
Recopilatorio de obra críticaOriginal titleRecopilatorio de la obra CríticaCover image: Shutterstock Copyright © 1890, 2020 Leopoldo Alas Clarín and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726550108
1. e-book edition, 2020
Format: EPUB 2.0
All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.
SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com
Luego mi mano con la suya, aprieta,
y me dice: —Señor, yo soy Fulano:
vuesa merced me tenga por poeta.
Gran trovador de verso castellano,
y que a Boscán estimo en una paja,
porque entiendo un poquito de Toscano.
Poeta soy también, y estimo el sello.
más que un oidor reciente su garnacha.
(D. ESTEBAN MANUEL DE VILLEGAS.)
Bien te pudo engañar la filautía
al escribir, Manuel, aquella carta
con tanto ripio y tanta grosería.
Ya vi que de tu mente no se aparta
cierta broma ligera, donde digo
que es fuerza que tu ingenio se nos parta;
Pues la musa no en todo está contigo,
eres mitad poeta, a lo que entiendo,
mitad me fuiste mal amigo.)
Libro que me regalan, no lo vendo,
por más que muchas veces no lo lea,
y a la cortés dedicatoria atiendo
Del tomo que mi orgullo lisonjea,
en que me ofreces de tu musa el fruto,
olvidando mi broma y la pele
Allí supones que placer disfruto
de tus versos buscando la lectura,
y a tal supuesto callo, y no refuto.
Mas luego dices que mi prosa dura
(dura la llamo yo) también te agrada,
y esto lisonja ya se me figura.
—Porque del libro aquel no escribí nada,
porque la adulación eché en olvido,
según costumbre mía inveterada,
¿Vuelvo a ser mal clarín, vate manido,
y todo lo peor que me dijiste
primero de llevar tu merecido?
Si perdonar no sabes, ¿por qué diste
a olvido peligroso aquel soneto
del gran Quevedo, en que tu imagen viste?
¿Y ahora quieres tratarme con respeto?
¡y me llamas poeta detestable
y clarín destemplado y mal sujeto!
Purga de tu memoria deleznable
la culpa grave de tener en cuenta
de mis versos el fruto miserable,
Y olvidar el soneto que comenta,
con ayuda del numen de Quevedo,
milagros de aquel santo y su parienta!
—Mucho me temo que me tengas miedo
adulándome en libros que regalas,
y después atacando sin denuedo.
Miedo a que aplique a tus mediocres alas
—que al cielo, según dices, no han subido—
las tijeras que cortan falsas galas
De errores de gramática y sentido;
de errores como aquellos que chorrea
la epístola que a tantos has leído.
No cabe en rima, aunque tan mala sea
como ésta que por broma te enderezo,
corregir de tus ripios la ralea;
Ni mostrarte, al pasar, cada tropiezo
de esas tus alas que, esquivando el lodo,
—conforme en esa epístola lo rezo—
Como pies de aguador, lo pisan todo;
mas todo lo andaremos en las notas,
donde a tu musa até codo con codo.
Pues, tal como hay galeotes, hay galeotas;
y galeota fue tu musa impía;
que hoy se visten de musas muchas sotas.
Loco por la citada filautía,
—palabra del hermano de Lupercio,
y que fuera muy culta siendo mía,—
Aunque yo te mejoro en quinto y tercio,
llamándote poeta por quebrados
(Gaspar, Ramón y tú sois un sestercio);
Loco de vanidad, por tus pecados,
hablas de inspiración y de Hipocrenes,
y juras que sesteas en los prados
Donde brota Aganipe, y de allá vienes;
y metiendo el incesto en lo divino
—santa ignorancia por disculpa tienes—
Sin sospechar siquiera el desatino,
das por hecho que el hijo de Latona
enlaza al de Talía su destino!
Y aún la quieres echar de gran persona,
y de Helicón, al presumir, grotesco,
la vanidad vecino te pregona;
¡Y no sabes siquiera el parentesco
que ligaba al de Claros con Talía!...
—¡Hipocrenes a mí! ¡Pues estás fresco!
Conmigo no te sirve la osadía,
y he de decirte, ya que lo prefieres,
lo que vale tu pobre chirimía.
Tú mismo nos declaras que no eres
digno de levantar al alto cielo
alas, que cerca de la tierra quieres.
Gallináceo no más tienes el vuelo:
no es la tuya la musa verdadera,
no amiga de sonaja y morteruelo;
La poesía que llamó sincera
Cervantes inmortal, la que no halla
vestida de color de primavera;
La que no sirve nunca a la canalla;
no la populachera y maldiciente,
que es la que mas ignora y menos calla,
Y clava en el honor su único diente;
como la tuya, falsa, torpe y vieja,
que con sonetos paga el aguardiente,
Y ni tabanco ni taberna deja;
grande amiga de bodas y bautismos,
trovadora, maligna y trafalmeja.
(Casi repito tus conceptos mismos,
al decir que gustosa se rebaja
esquivando del cielo los abismos.)
Tu plectro es de Albacete, y pincha y raja,
y jamás las Piérides amaron
forminge que se tañe con navaja.
En cambio, ¡cuántos vulgos te alabaron!
Baco, donde tú estás, su gusto anuncia,
y tus sonetos fáciles brotaron
Donde hay mantel y brindis se pronuncia.
—Tu musa es el factor de toda fiesta,
y nunca a que improvises se renuncia
Allí do calla inspiración honesta,
que no admite por premio la pitanza
del fúcar, que antes de dormir la siesta,
Cual pudiera pedir o juego o danza,
a tu musa demanda el digestivo;
y todo viene a ser de panza a panza.
Fueras menos fecundo y más altivo,
y no harías sonetos—gallardetes
de feria, ni emularas al tío vivo.
Tus versos más que rimas son cohetes,
tapiz de procesión, o campanadas
con que en todo jolgorio1 te nos metes.
Y menos mal que ya las asonadas
no celebras, después de victoriosas,
persiguiendo al vencido a sonetadas.
¡Oh ironía terrible de las cosas!
Diatribas, diplomático te hicieron,
y tus mismas canciones afrentosas
Plenipotencia de insultar te dieron;
pues medraste al amparo del caído,
cuando otra vez en alto le pusieron.
Todo es historia lo que va advertido;
tú cantaste flaquezas de una dama,
a quien razón de Estado habrá impedido
Buscar un paladín para su fama;
tú fingiste que amar la patria era
repetir en estilo de soflama
Sinónimos sin cuento de ramera;
y después que el triunfar los liberales
te sacó de lo humilde de tu esfera,
Primero que volver a tantos males
como causan la inopia y el destierro,
serviste a enemigos naturales.
—Tú me hablabas de paja; yo del perro
te quiero hablar a ti, que si se humilla
y lame alegre a su cadena el hierro,
Es fiel a su señor y a la traílla;
y si sigue el olor de la ralea,
no es sólo esclavo del botín que pilla,
—¡Y tú me vienes con cantar la idea!
Tus versos son mejores que los míos,
mas tu pecho es difícil que lo sea.
Los pocos versos que hice eran muy fríos,
abstractos y premiosos, de un profano,
producto, al fin, de olímpicos desvíos.
Por eso los quemé; y, en castellano
que procuro pulir, escribo en prosa,
libre de ripios y en estilo llano.
—¡Qué lejos ya la adolescencia hermosa,
en que fueron tristezas, ilusiones,
cantos y soledad, todo una cosa!
Tú no sabes, Manuel, de estas regiones,
en que escondí los hondos sentimientos,
causa un día de tímidas canciones.
Yo no canté el dolor con aspavientos,
yo no lo publiqué por cuatro reales,
ni pedí inspiración a los fermentos.
Mis penas a mi amor fueron leales,
y cuando en este valle las evoco,
aún me alivian del llanto los cristales.
No tengo lira, al menos no la toco;
pero tengo unos bosques y colinas
donde sembré mis sueños, casi loco;
Y en laureles y en álamos y encinas
de la edad de mi Arcadia, deletreo
lo que dije a las Piérides divinas.
Mas... de eso, ¿tú qué sabes? el deseo
siempre te dio acicate con la fama,
que a la larga no es más que devaneo.
Tú no conoces la escondida llama
y desprecias lo tibio del rescoldo
que con ruido y fulgores no se inflama.
En él buscas... un ripio de Leopoldo;
mas yo quiero el rescoldo de la prosa,
y a vanos consonantes no la amoldo.
Porque el versificar es brava cosa;
pero cabe también la poesía
sin el run-run de frase cadenciosa.
—Y en una soledad como la mía,
que tengo en lo más verde de mi España,
si no en la forma de mis versos, fría,
(Y que ya de escribir perdí la maña)
en la dulce pasión con que la adoro,
con amor silencioso que no engaña,
Naturaleza, mi mejor tesoro,
recibe el homenaje de mi pecho,
y sabe, por las lágrimas que lloro
Sobre las hojas que me prestan lecho,
contemplando el misterio de la vida,
que va su encanto al corazón derecho...
Y, aunque no lo merezcas,
te convida de este sano retiro a los placeres,
quien, ahora que se acuerda,
ya se olvida de estas vanas disputas de mujeres.
En cuanto pude, huí este año del pueblo en que tengo ocupaciones de esas que atan como cadenas, y me vine al retiro de mis veranos, al que voy teniendo más y más afición, según yo me acerco al otoño de la vida.
Son las doce de la noche. Todos duermen en mi casa. Las gallinas que ahí abajo, en el gallinero, se rebullen, no velan; sueñan, a mi entender. Todo duerme también en el valle; y allá arriba la luna, detrás de nubes tenues y compactas, alumbra no más como lamparilla tras cristal opaco.
Para algunos optimistas sería una felicidad que todos los hombres viéramos en la luna la lamparilla de aceite que la Providencia, algunas noches, enciende en el cielo para que vele el sueño de sus hijos. Los perros, esparcidos por las alquerías de todo este valle y del monte de enfrente, y de la colina de castaños y robles que tengo a mi espalda, no deben de compartir tal optimismo; porque todas las noches ladran a la luna, y esta noche furiosos, como a una extranjera, como a un pordiosero vagabundo... Esto de que los perros ladran a la luna, tal vez pudiera discutirse. Yo más bien creo que ladran al miedo.
Pensando en ello, me sorprende, como un pinchazo de pulga, el recuerdo del correo que he recibido esta misma tarde. Un amigo me envía un número de cierta publicación que contiene una epístola en tercetos, donde el famoso poeta 0,50 se descuelga, insultándome; llamándome, a deshora, poeta detestable, clarín desafinado, etc, etc, y convidándome con la paja del trigo que, al parecer, él y otros han cosechado. A tanto aticismo no se me ocurrió, por lo pronto, contestación más explícita que la que da esa luna, triste sin afectación, a los perros de todo estos contornos. El desdén de la luna me encanta, por lo natural. ¡No oye a los perros! Pero yo, a mi pesar, y aunque tarde por lo visto, he oído, por esta vez, los tercetos de 0,50. ¿Contestaré?
La cosa importa tan poco, que otra vez me invaden la paz y el silencio de esta dulce noche de un Junio de mi tierra, húmedo y tibio, nebuloso, de un gris perla constante en el cielo; de un verde oscuro en las marismas, claro en los prados de tierra adentro, anaranjado y fresco en la punta de las ramas de los castaños, cuya hoja asoma. Me invade este sosiego; y más a lo pagano que a lo caritativo, perdono, sin pensar en él, al pobre 0,50, que no sabe lo que se hace.
Y en este momento se detiene mi soñolienta mirada en aquel punto luminoso, que parece una estrella caída, perdida en la oscuridad del follaje del castañar que, colina arriba, sube a mi derecha, como un montón de tinieblas vencidas y rezagadas que quisieran escalar el cielo, para disputar a la luna, medio dormida, el dominio de esta noche brumosa.
Aquella luz, sumida en la oscuridad de la derecha, es para mí familiar, en mis noches de contemplación dulce, como en el cielo las estrellas favoritas. Pero ¡cuántas veces, lejos de aquí, mirando la esfera, me dije con tristeza: Veo las mismas estrellas de siempre... menos una, menos el rojo lucero, el viejo Marte de D. Mamerto Cabranes!
A las seis o las siete en invierno, a las diez en verano, enciende su planeta todas las noches el único humanista que hay en todas estas tierras, muchas leguas a la redonda. Lo rojizo de esa luz no proviene de la vejez del astro, aunque también es viejo, sino de la mala calidad del petróleo con que Cabranes alimenta la llama de su quinqué destartalado.
¡Mísero Cabranes! ¡Cuán pobre, a pesar de su felicidad, que le viene de no vivir más que en el mundo de sus ilusiones! Antes, claro, desde que recuerda haber velado el sueño de los clásicos, allá en la remota niñez, por vez primera, siempre veló con aceite de oliva; no se rindió a falsos adelantos, sino a la pobreza; y, por economía usa ahora aceite mineral de lo más malo. Que paguen los ojos lo que el bolsillo no puede.
Es para mí D. Mamerto adorno vivo de esta querida soledad; y aún en los tiempos en que fui desenfrenado panteísta, con el culto especial de los deliquios forestales, estimé al sabio cuanto ignorado Escalígero de Tabaza, tanto o más que al más pulido negrillo de los que orlan el riachuelo de enfrente, tanto o más que al castaño que tengo al comenzar la cuesta del monte de casa, venerable patriarca con barbas de raíces, que salen de la tierra para que en ellas se rasquen el testuz las vacas perezosas, cuando vienen del pasto sacudiendo su música de esquilas.
¡Rayo en las esquilas y en el castaño! gritaría D. Mamerto, si esto oyese o leyera. No ama él, ciertamente, esta naturaleza, que no cantó ningún poeta de los mayores, ni siquiera de los imitadores felices. No; él no ve el campo. Para Cabranes el campo está en su Virgilio, en su edición favorita sobre todo. Y si Dios, o los dioses, no hubieran acabado por inventar, mediante los hombres, la égloga y el poema didáctico, bien hubieran podido prescindir de emplear tantos días y tantos esfuerzos en formar las frívolas maravillas del paisaje.
Todo ello no impide que la salud de mi querido gramático sea para mí preciosa, y que el verle llenarse de arrugas, y encorvarse, y ponerse triste a lo mejor, pese a Minerva, me llene el alma de luto y me hable de la nada de las cosas; como cada vez que vuelvo a mi aldea, me hablan de muerte y ausencia y olvido los arboles secos, los derribados, los mal heridos por la poda, y otros accidentes de la vida del campo que me hacen pensar que hasta la tierra se gasta y se cansa de dar flores, como dijo el poeta; un poeta entero.
Ahora, contemplando la luz que tantas noches contemplo y que me hace compañía desde allá lejos, pienso sin querer:
—¿Qué hará esta noche Cabranes? Acaso escribe versos. Versos en latín casi siempre. Algunas veces se digna descender al romance, pero casi nunca al estilo llano. Si él creyese que una elegía suya podía entenderla el cura de la parroquia mejor en español que en latín (y en latín no la entiende), se cortaría la mano derecha. Es ésta una mano que siempre se está cortando D. Mamerto; y no hay que hacerle caso en tal punto, como tampoco en otros muchos, como cuando jura por la laguna Estigia, o invoca a las Euménides.
Ello es que no vive en el campo por su gusto; sin que esto quiera decir que no desdeñe la ciudad. Él aventaja en esto, dice, a Horacio, su maestro, el cual en la campiña suspiraba por Roma, y en Roma soñaba con su casa de campo; D. Mamerto desprecia el campo y la ciudad desde la aldea; lo desprecia todo, no piensa en ello, y no ve en la tierra más que el lugar que sirve para ir poniendo el pie...
Aguarde el poeta 0,50 si tardo en volver a él; es para mí harto más interesante mi D. Mamerto de mi aldea, que uno de tantos manipuladores hábiles del ritmo, batihojas de la rima de oro castellana. Además 0,50 no sabe latín (ni bien el romance). ¡Vaya un personaje! diría D.Mamerto.—El cual fue en su juventud preceptor en un colegio de la capital; después auxiliar de un Instituto de la costa; después concursó una cátedra de latín, que le dieron a un Commeleran madrileño, y, por fin, hastiado de la lucha por la existencia, sin más arma que las desinencias de verbos y nombres y unas cuantas partículas arrojadizas, se retiró al lugar de su nacimiento, sin traer de la vida urbana más que un levitón de alpaca negra. Aldeano era, aldeano volvió a ser; así como así, nunca había perdido la costumbre de afeitarse toda la cara, que es larga, avellanada, de color oscuro, y sin más cosa notable que una verruga o lunar cerca de un ojo (del izquierdo), del cual lunar salen, como tres rayos, tres larguísimas cerdas, que así se llaman, que vienen a parecer tres clavos que tiene el buen señor metidos por la frente.
Uno a uno coge aquellos pelazos D. Mamerto, con las puntas de los dedos manchadas de tabaco, y va diciendo: «Por aquí me sale el griego, por aquí el latín, por aquí el hebreo.» Pues de todo eso entiende; y para él una lengua, en siendo muerta, es cosa rica. «Las lenguas no las comen crudas más que los antropófagos,» es una de sus frases.
Él no labra la tierra, ni entiende de eso; y antes se moriría de hambre, sub tegmine fagi; pero tiene derecho a que le den borona y malos potajes de alubias, con más algo de leche, y un rincón de su cabaña, los dos hermanos con quien vive, honrados labradores que tienen algunos terrones al lado de los nuestros.
No sé si hubo partición o no, o si la hubo y Mamerto cedió su legítima a cambio de que le mantuvieran toda la vida que le quede para traducir a sus amores, los clásicos; pero sea como sea, allí siempre hay paz, el arreglo doméstico marcha como una seda, y ni con la cuñada (mujer del hermano mayor) ni con nadie; riñe jamás Cabranes, a quien en casa y fuera de ella miran todos como una contribución llevadera, que no les tocó más que a los de Chinto (los hermanos de Cabranes). Para Mamerto, sus hermanos y vecinos son una especie de ganado mayor; para ellos, Mamerto es el perro más inútil, pero más cristiano, de toda la comarca. Viven juntos, sin despreciarse siquiera, sin conocerse. Como yo quisiera vivir con 0,50 y otros tales.
Mas... ya da la una el reloj del cura, del mal romancista del cura; mañana temprano visitará a Cabranes, y le propondré... ¡soberbia idea!... que se encargue de contestar, en verso y todo, a la epístola de 0,50. Y le haré un regalo, en monedas de plata, que valga lo menos 50 pesetas.
Recibióme Cabranes con el agasajo de sus muchas cortesías, que jamás me escasea; pues aunque reniega del mundo, no deja de halagarle la idea de que se le saque en libros impresos; y sabe, o barrunta por lo menos, que yo le traigo entre ceja y ceja, con verruga y todo, para meterle en una novela que tengo en el telar de la fantasía. Además, algo me estima también, porque soy el único vecino que, aunque de lejos, soy capaz de entender algo de lo mucho que él sabe. Tiene la profunda convicción, que disimula finamente, de que yo tampoco sé latín, y de que el cura y yo somos un buen par; pero en mí lo encuentra menos vituperable que en un ministro del Altísimo. (No sé por qué, cada vez que Cabranes habla del Señor, aunque él es fiel cristiano, parece que se refiere a Júpiter.) Supo no ha mucho, por un periódico que envolviendo queso llegóa sus manos, que yo era, en boca de muchos, lo que se suele llamar precipitadamente... un crítico, y la especie (así habla) le hizo mucha gracia. Pero tal idea tiene de los tiempos y sus literaturas que, aun crítico y todo, me cree más inocente que el cura, ignorando la lengua del Lacio.
Hay en D. Mamerto la particular perspicacia de los maníacos de su género, y a más cierta malicia inofensiva y unos como conatos de humor satírico, que le cría el mucho jugo de buen sentido que tiene en el fondo de su alma aldeana, pero que le contienen, para que no crezcan demasiado, cierta delicadeza instintiva y una bondad exquisita que yo he podido notar en algunos tontos y locos.
En fin, es evidente que me trata con protección, con algo de sorna... Y con todo no me ofende. Porque hay algo en mí que él respeta muchísimo: un señorito; y algo más, un hombre que ha llegado a numerario. Cabranes desprecia el buen éxito por causa de los caminos que a él conducen; pero lo venera en sus resultados. Sería rico y poderoso de buena gana. Pero... no hay ya manera decente de llegar a serlo.
Eran las diez de la mañana: el día estaba nublado, pero claro a su modo; el nordeste no mortificaba mucho, picaba con cosquilleos; el maíz que asomaba en la tierra, semejaba sobre los terrones recién movidos y algo mojados, muy morenos, cruces verdes sembradas de diamantes y cosidas en manto de un pardo oscuro.
Cuando se visita a Cabranes, el mayor obsequio que se le puede hacer es brindarle a salir pronto de su vivienda. Bajamos a la llosa, y por su sendero, uno tras otro, comenzamos, paso a paso, a tratar de mi asunto.
Trabajo me costó enterarle de quién era 0,50 (cuya existencia no sospechaba, según me dijo) y de mis relaciones, buenas y malas, con el tal.
—¿De modo, señor mío, que ese caballero de la epístola en romance se encara con vuesa merced y hasta le habla de paja y de grano, porque vuesa merced dijo de él, luengo años ha, que no era más que medio poeta; como se dice ahora, cincuenta céntimos de poeta?
—Eso es. Pero debo advertirle que 0,50 no es tonto...
—Eso ya lo veremos. Venga la epístola. Detúvose en mitad del sendero D, Mamerto, estorbando el tránsito de los labradores que a cada momento tenían que pasar por allí. En pie, sin buscar más cómoda postura, con el olvido de todo lo material en que caía siempre que atendía a cosas de letras, leyó una vez, y después otra, sin decirme palabra, sin comentario alguno, la epístola de 0,50; y cuando había concluido, dobló el tomo que contenía los versos, lo metió debajo del brazo, y siguió andando; y al fin exclamó:
—Vamos adelante.
Y no dijo más por lo pronto.
—¿Qué le parece, D. Mamerto? pregunté yo después de salir de la llosa, al llegar al suquero, donde segaba un hermano de Cabranes hierba para el ganado. ¿Tenemos o no tenemos poeta?
—Vuesa merced, según acaba de decirme en casa, querrá que contestemos a este señor de las Hipocrenes de vecindad; y en verso también: pero aún el hexámetro más relleno sería corto para contener, en menos de mil versos, los disparates que se le hubieran de ir apuntando a este profano, que así sabe español como el cura griego y yo de tocar el flautín... No me interrumpa vuesa merced... el flautín, pues bueno, si hemos de juzgar a este pájaro, a este filomelo de las oscuras selvas del romancismo, y hemos de juzgarlo debidamente, para colgarle después del árbol a que lugar haya en derecho que pido, necesario se es, con necesidad lógica, se entiende, que le apliquemos primero el juicio sintético, como ahora se dice y no está del todo mal dicho, y luego el analítico...
—Yo creo, señor D. Mamerto, que lo mejor sería empezar por contestarle, y lo del juicio podría venir después.
—Justo, y la lógica y el orden y la proporción... que los parta un rayo. No, señor, lo primero es el juicio sintético; sin contar con que pronto se acaba...; yo opino que con decir que este señor no tiene idea de la mitología, ni de la gramática, que es incongruente en los raciocinios, incoherente en los juicios, y vago, impropio y a veces incorrecto en los conceptos, está dicho todo, estamos al cabo de la síntesis. Pero, en fin, no digo que no se le dé audiencia. Recapitule, recapitule vuesa merced lo que me tiene dicho en favor de este poeta de la Hipocrene...
—Pues ya sabe usted que yo dije de él algún día, mucho tiempo hace, acaso hoy ya no dijera tanto bueno, que era el señor 0,50, después de los dos poetas mayores que tenemos (no contando ya con el inmortal Zorrilla), lo menos malo que nos quedaba; y entre otras muchas razones que en varios artículos aducía y que no hay para qué repetir, venía a fundarme en que el tal 0,50 manejaba con gallardía y facilidad, y a veces con gracia y hasta, de tarde en tarde, mostrando vivo sentimiento de lo bello, la rica forma de la poesía castellana; pero como no pasaba de ahí, quedábase a la mitad en el camino de ser poeta, porque le faltaba grandeza, profundidad, idea, originalidad, verdadera invención, con otras muchas cosas, ausentes todas las cuales, no es posible que tengamos poeta completo. Es para mí el buen 0,50 ejemplo vivo de los muchos perjuicios que traen a los autores, a los poetas especialmente, las malas costumbres literarias nuestras. El vulgo ignorante alaba la ignorancia y la frivolidad con mucho gusto, y escoge por predilectos a los que dan en el tole de tener una manía, un tic como dicen por Francia, que es fácil de manejar y que sirve mucho para, distinguirlos y darles una apariencia de originalidad. Nuestro 0,50 encontró muy llano desde el principio el camino de la fama; vio que la popularidad venía halagando él pasiones vulgares, y las halagó; no se le ocurrió nunca ponerse a aprender algo; sin ver que en nuestros días el poeta ignorante sólo puede pasar si trae arracadas en las narices y lo enseñan al pueblo en un Jardín de Aclimatación; y aún de éstos, resulta que no los hay.
—¡Cierto, cierto, certísimo! gritó don Mamerto con grandes voces, tales, que con ellas espantó una vaca que cerca pastaba. ¡Ahí le duele!... Y si vuesa merced no lo toma a mal, aquí meteré yo la cucharada.
—Métala usted sin miedo.
—Nuestros poetas españoles, y éste de la epístola como el más pintado, a juzgar por lo que aquí veo, piensan que el saber ocupa lugar; que la gramática roba inspiración, la historia mata la fantasía y la filosofía seca el sentimiento; y por eso son pocos, muy pocos, los que, a fuerza de ingenio y jugo poético, logran distinguirse un poco y valer algo y no desmerecer por completo ante lo que pasa en el mundo civilizado, donde hay poetas que hacen pensar y sentir mucho más, y lo deben en gran parte a que no ignoran tanto como los nuestros. Porque esto del saber no ha de confundirse con la pedantería, ni siquiera con la ciencia académica, ni con el prurito de deslumbrar a los demás o de vencer en lides intelectuales; sino que el saber, tal como al poeta le conviene, es un abrir más los ojos a la luz desparramada por todo el universo, y penetrar en los abismos de las almas y en los de los cielos, y en los más lejanos todavía de las hipótesis y los supuestos y los barruntos racionales; sin contar con los dejos de adivinación, y el olfatear lo misterioso, y presentir lo divino, y echar de menos, con el dolor y con los ensueños, la felicidad absoluta que debe de ser el ambiente de la plenitud de los tiempos y de las cosas.
En esto D. Mamerto, hablando así, se había acercado poco a poco a la vaca huida, que había saltado a la heredad de un vecino; y cogiéndola por el collar de la esquila, la volvió a nuestro prado, y suavemente la rascaba el testuz, mientras seguía diciendo, sin pensar en la vaca:
—Ignorar es no querer sentir, es cegar de propio intento, es un suicidio de los ojos; y todos los hombres que se tienen por espirituales, como ustedes dicen, debieran pasar la vida como los pocos que no tienen más constante y suerte anhelo que el estudiar, el saber, que es un modo sublime de estar amando y de tener esperanza y fe en el fondo oculto de la realidad misteriosa. ¡Que me diga a mí, por ejemplo, este don Gerulo de los sonetos a domicilio, que es él más poeta y tiene más inspiración, y va y viene más veces al Helicón, que aquel señor delgadito, pálido y afanoso que usted me enseñó en Madrid, cuando yo fui a recoger mis papeles del malhadado concurso; aquel don Marcelino, que se lo sabía todo, según pude colegir, y aún quería enterarse de lo demás!—Pero, en fin, bueno que el sonetista no supiera tanto como aquel ilustre joven, pero a lo menos... ¿por qué no había de saber que en castellano no se puede decir
un manantial que el genio las rehúsa,
queriendo decir
«que el genio las niega?»
Porque ¿no sabe este señor, que le quiere dejar a usted la paja, que rehusar en español no se usa como en francés, y que es un barbarismo atroz... «rehusar el saludo...» en fin, rehusar por negar o no conceder? Pues no tenía más que coger el Diccionario de la Academia, en la cual él quiere tomar vela, por lo visto, y leería que rehusar es excusar, no querer o no aceptar alguna cosa; y nada más que esto.
Y en llegando a esta ocasión, D. Mamerto soltó la vaca, dejó de llamarme vuesamerced por un rato (el vuesamerced