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Si no recuperaba la memoria, ¿descubriría algún día la verdad sobre su matrimonio? El accidente que le había borrado la memoria a Belinda le había dado a Luc la oportunidad perfecta para vengarse. Su hermosa prometida no recordaba haberlo abandonado el día de la boda, ni tampoco el verdadero motivo de su unión. Lo único que recordaba era la intensa pasión que aún sentían el uno por el otro… una pasión de la que el frío magnate pensaba aprovecharse.
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Seitenzahl: 194
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2008 Dolce Vita Trust. Todos los derechos reservados.
RECUERDOS DEL PASADO, N.º 1620 - noviembre 2011
Título original: Claiming His Runaway Bride
Publicada originalmente por Silhouette® Books
Publicada en español en 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-9010-094-3
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
¿Su esposa?
¿Cómo podía haber olvidado algo así?
¿A alguien como él?
Belinda observó al callado desconocido que estaba al lado de su padre, a los pies de la cama del hospital. Era alto, y parecía como si su ropa de diseño le quedara grande. El desconocido tenía la mano izquierda metida en el bolsillo del pantalón, mientras que la derecha descansaba sobre un brillante bastón negro.
Ni siquiera sabía su nombre. ¿Cómo podía estar casada con él sin saberlo? Sintió una punzada de miedo.
Sus brillantes ojos verdes no se apartaban de su rostro. Una expresión velada de algo parecido a la furia le cruzaba el rostro. Pero su gesto permanecía inescrutable. Las duras líneas de su cara denotaban una voluntad de hierro. Aquél no era un hombre que tolerara tonterías.
Belinda respiró agitadamente. No le conocía, ¿cómo esperaban que se fuera a casa de un perfecto desconocido?
Miró con temor a su padre. La sonrisa que él le devolvió parecía falsa; las arrugas de su rostro, más profundas de lo habitual. De pronto, el deseo que sentía por salir de aquella habitación del hospital de Auckland desapareció y aquel lugar del que quería huir se convirtió en una especie de santuario.
Entonces se le cruzó por la cabeza una idea perturbadora.
–Si eres mi marido, ¿por qué no has estado aquí a mi lado, como mis padres? Hace dos semanas que salí del coma.
Belinda captó una mirada entre su padre y el hombre que aseguraba ser su esposo, y vio que su padre asentía casi imperceptiblemente.
–El accidente que te hizo perder la memoria también me hirió a mí. Ahora estoy preparado para volver a casa. Contigo.
Había muchas cosas que no estaba diciendo, y lo que se callaba provocó en Belinda más ansiedad que saber que también él había estado hospitalizado. Nadie había entrado en detalles respecto al accidente que la había dejado en coma durante cuatro semanas. Durante las dos últimas, los médicos le hicieron todo tipo de pruebas para intentar descubrir la causa de su amnesia, y habían llegado a la conclusión de que no guardaba relación con el golpe en la cabeza que había sufrido en el accidente de coche. Había escuchado las frases «amnesia traumática» y «amnesia histérica» pronunciadas en voz baja.
La última le había hecho estremecerse. Se preguntaba si eso la convertía en una loca, el optar por olvidar una parte de su vida que para todo el mundo estaba repleta de emoción, alegría y pasión. ¿O tenía una buena razón para querer olvidar?
Volvió a mirar al desconocido. Si había estado en el hospital, se explicaba que la ropa no le quedara perfectamente. Entonces se le cruzó otro pensamiento por la cabeza: ¿Habrían hecho coincidir su alta médica con la suya? Una oleada de protesta se apoderó de ella.
La habían manipulado.
–No, no lo haré. No iré a casa contigo. ¡Ni siquiera te conozco! –su tono de voz reflejaba pánico.
El desconocido entornó los ojos y apretó un músculo de las mandíbulas.
–Me llamo Luc Tanner, y tú eres Belinda Tanner… Mi esposa. Por supuesto que vendrás a casa conmigo –señaló con un gesto de la cabeza a su padre–. ¿Crees que tu padre estaría dispuesto a perderte de vista si yo fuera una amenaza para su preciosa hija? Quédate tranquila, me conoces bien.
Su tono de voz implicaba algo que no supo discernir, pero que le provocó un escalofrío en la espina dorsal. Sacudió ligeramente la cabeza para librarse de aquella sensación.
–¿Por qué no puedo irme a casa con papá? Al menos hasta que recupere la memoria.
–¿Y si no la recuperas nunca? ¿Tendremos que olvidarnos de nuestro matrimonio para siempre? ¿De los votos que nos juramos el uno al otro?
Aquélla era una buena pregunta. ¿Y si no volvía a recuperar los meses que había perdido? ¿Y por qué, si podía recordar tantas cosas, no recordaba nada de su noviazgo ni de su matrimonio, del amor que supuestamente habían compartido?
Belinda se estremeció. ¿Habrían compartido intimidad? Seguramente sí. Incluso en ese momento su cuerpo se derretía ante el suyo en un reconocimiento físico que su mente se negaba a aceptar. Era un hombre muy atractivo a pesar de ese aire introvertido que le rodeaba. Un sonrojo acalorado se le subió a las mejillas mientras observaba sus facciones: la cicatriz rosada que le cruzaba el rostro desde el pómulo hasta la mandíbula, la nariz recta, la sensual curva de los labios… ¿Habían yacido juntos, disfrutando de los olores mutuos, del placer? ¿Había acariciado ella aquel cabello color arena?
Cuando volvió a hablar, la voz del desconocido le resultó como una caricia sensual de terciopelo sobre la piel.
–Belinda, sé que tienes miedo, pero soy tu esposo. Si no confías en mí, ¿en quién vas a confiar? Superaremos esto –le aseguró con dulzura–. Y si no recuperas nunca la memoria, construiremos nuevos recuerdos.
¿Nuevos recuerdos? ¿Por qué aquella idea le provocaba una punzada en el corazón? Le dirigió una mirada suplicante a su padre.
–¿Papá?
–Estarás bien, cariño. Además, ya sabes que tu madre y yo teníamos pensado viajar durante un tiempo. Pospusimos el viaje debido al accidente. Ahora que Luc y tú estáis otra vez bien podemos recuperar nuestros planes. Ve a casa con Luc, cariño. Todo va a salir bien.
¿Eran imaginaciones suyas, o el tono de su padre resultaba demasiado enfático?
Luc extendió la mano izquierda hacia ella, una mano en la que brillaba el oro del anillo de casado. Un anillo que supuestamente ella le había puesto mientras declaraba su amor por él delante de varios testigos.
Belinda se dio cuenta súbitamente de que su propia mano estaba desnuda. Ni siquiera había una marca en el dedo en el que supuestamente debió llevar el anillo.
–Ah, sí, por supuesto. Tus anillos –Luc deslizó la mano en el bolsillo delantero de su chaqueta y sacó dos anillos. Se acercó cojeando a la cama–. Permíteme –sus dedos resultaban sorprendentemente cálidos. Se curvaron alrededor de la mano de Belinda en un gesto tierno y al mismo tiempo claramente posesivo mientras la ayudaba a ponerse de pie.
Deslizó la banda de platino engarzada con una hilera de diamantes blancos en su dedo. La luz de la habitación despertó el fuego y el brillo de las piedras, y Belinda luchó contra el temblor que le atravesó el cuerpo, contra la impresión de haber sido marcada como propiedad de Luc Tanner. Una desconcertante sensación de déjà vu se apoderó de ella cuando en su cabeza surgió la imagen de Luc colocándole el anillo en el dedo en otro momento y en otro lugar. Hizo un esfuerzo por aferrarse a aquel recuerdo, por tomar conciencia de los meses perdidos, pero la imagen desapareció tan rápidamente como había llegado, dejándola vacía y sola.
Fue entonces consciente de que los largos dedos de Luc deslizaban otro anillo en su dedo hasta hacerlo descansar al lado del de casada. Aquel resplandeciente diamante azul grisáceo brillaba con un frío fuego. Belinda contuvo la respiración ante el tamaño y la belleza de aquella piedra.
–¿Yo… yo elegí esto?
Luc frunció sus oscuras cejas en un gesto que le hizo parecer más temible todavía.
–¿Tampoco te acuerdas de esto? Durante un momento me había parecido que sí.
–No –respondió ella en un susurro–. No me acuerdo de nada.
–Encargué este anillo para ti el día que te conocí.
–¿El día que nos conocimos? Pero... ¿cómo? –Belinda lo miró sorprendida.
Luc le sostuvo la mirada.
–Ese día supe que serías mi mujer.
La risa de Belinda sonó forzada incluso para ella misma.
–¿Y yo no tenía nada que decir al respecto?
–Belinda –Luc pronunció cada sílaba de su nombre con cuidado, haciéndolas sonar como una caricia–. Antes me amabas. Y volverás a amarme.
Se llevó su mano a los labios y le depositó un beso en los nudillos. Sus labios resultaron sorprendentemente frescos, y un escalofrío de deseo le atravesó el cuerpo. ¿Qué sentiría si la besara? ¿Serviría eso para destapar el pasado y las memorias enterradas dentro de su mente?
Luc la atrajo hacia uno de sus costados. La impronta del calor de su cuerpo le atravesó la ropa y llegó hasta la piel. Ella se apartó lo suficiente como para romper aquel molesto contacto que le había acelerado el pulso. Su cuerpo le resultaba extraño, y sin embargo, se sentía atraída hacia él al mismo tiempo. Si habían estado casados, si habían compartido intimidad, tendría algún recuerdo físico implantado en la psique.
–El helicóptero está esperando. No podemos obstruir el helipuerto del hospital más tiempo del absolutamente necesario.
–¿Helicóptero? ¿No vamos a irnos en coche? ¿Es que vamos muy lejos?
–La hacienda Tautara está al sudeste del lago Taupo. Tal vez volver allí te ayude a recordar.
–El lago Taupo… Pero eso está casi a cuatro horas en coche de aquí. ¿Y si…?
Su voz se fue apagando, indefensa. Allí no habría nadie para ayudarla si los miedos que poblaban su conciencia se hacían más fuertes de lo que podía soportar.
–¿Y si… qué? –espetó Luc apretando los labios con gesto adusto.
–Nada.
Belinda dejó caer ligeramente la cabeza, permitiendo que su melena le cubriera la cara para ocultar así las repentinas lágrimas que le quemaban los ojos. Todo su interior le gritaba que aquello no estaba bien, pero no podía recordar por qué. Los médicos le habían dicho que con el tiempo recuperaría la memoria, que debía dejar de forzarse, pero en aquel momento el negro vacío de su mente amenazaba con apoderarse de ella.
–Entonces, vayámonos.
Belinda dio dos pasos al lado de Luc y luego se detuvo, provocando que él perdiera ligeramente el equilibrio. Ella se dio cuenta de que utilizaba el bastón para recuperar la estabilidad. ¿Se habría recuperado completamente del accidente? Tenía la sensación de que aquélla era una pregunta que no debía hacer, él era demasiado orgulloso como para admitir fallos físicos o debilidad. Apartándose de Luc, se giró hacia su padre con los brazos extendidos para darle un abrazo.
–Te veré pronto, papá. Dile a mamá que la quiero –observó su rostro una vez más para ver si encontraba alguna pista de por qué se sentía tan fuera de lugar como una colección de alta costura del año anterior, pero su padre se negó a mirarla directamente a los ojos. Se limitó a estrecharla con fuerza entre sus brazos, como si no quisiera dejarla marchar.
–Se lo diré. No ha podido venir a la visita de hoy, pero pronto te veremos los dos –aseguró Baxter Wallace con voz tensa.
–Baxter –la voz de Luc cortó el aire con la precisión del acero fino, y su padre dejó caer los brazos a los costados.
–Adelante, cariño, todo va a estar bien. Sólo espera y verás –la urgió.
–Por supuesto que todo va a estar bien. ¿Por qué habría de ser de otra manera? –Luc colocó el brazo de Belinda en el suyo y abrió camino hacia la puerta.
Más tarde, cuando el helicóptero salió del helipuerto, Belinda trató de recordar por qué se puso tan contenta cuando el médico le dijo que aquella tarde le darían el alta. Ahora no se sentía así en absoluto. Lo único que tenía era la ropa que llevaba puesta y los anillos en el dedo; anillos que le resultaban tan extraños como el hombre que era su marido. Ni siquiera tenía unas gafas de sol para protegerse de la intensa luz del sol de la tarde.
Miró de reojo a su esposo, que se había sentado al lado del piloto en la cabina. Su esposo. Por mucho que le dijeran lo contrario, era un desconocido, y en lo más profundo de su corazón sabía que seguiría siéndolo durante mucho, mucho tiempo.
«Antes me amabas. Y volverás a amarme».
Sus palabras resonaban dentro de su cabeza mientras le dio por pensar que él no había dicho nada respecto a sus sentimientos hacia ella. Ni una sola palabra de amor había salido de sus labios desde el momento en que puso sus ojos en él. Aquella certeza le provocó un nudo en la boca del estómago.
Los doloridos huesos de Luc experimentaron una sensación de alivio cuando su helicóptero se acercó a la hacienda Tautara, llamada así porque estaba situada en lo alto de la colina frente al río que iba a dar al lago más grande de Nueva Zelanda. Hizo un esfuerzo por no frotarse la cadera para aliviar el dolor de estar sentado en el confinamiento de la cabina del helicóptero. Había aceptado que no era capaz, al menos aquella vez, de pilotar él mismo el aparato. Recuperarse de la cadera rota le había llevado más tiempo del esperado cuando una infección del hueso retrasó su rehabilitación. El hecho de saber que su esposa estaba sólo a unas plantas de él, atrapada en un coma que había dejado perplejos a los médicos, había servido para acelerar su recuperación. Belinda salió del coma justo cuando él comenzó su terapia intensiva y aceptó el reto de recuperar la fuerza anterior que tenía su cuerpo. No tenía la menor intención de aparecer como un inválido la primera vez que ella lo viera después del accidente. Se había esforzado mucho aquella última semana, pero había valido la pena. Ya casi estaba en casa.
Con ella.
El helicóptero siguió el camino de uno de los afluentes del lago en el que Luc alojaba con frecuencia expediciones de pesca de truchas para sus huéspedes famosos, y se sintió a gusto en aquel paisaje familiar. Notaba la energía de la tierra que tenía debajo. Sí, allí se curaría más deprisa y estaría a cargo de sus propios progresos. A cargo de su vida. Como debía ser.
Miró de reojo hacia atrás, donde Belinda miraba fijamente por la ventanilla. Una feroz oleada de posesión se apoderó de él. Era suya. Con memoria o sin ella, las cosas volverían a ser como deberían haber sido siempre… Antes del accidente.
Sus ojos azul grisáceo se mostraban serios mientras miraba a su alrededor con el rostro pálido y los puños cruzados sobre el regazo. Apenas se había movido durante todo el vuelo. Luc supuso que estaría pensando. No recordaba cómo le conoció. No recordaba su noviazgo ni el día de la boda. No recordaba el accidente. Una parte de él deseaba que nunca lo hiciera.
Cuando el helicóptero ganó altura, volaron en círculos alrededor de la hacienda de Tautara. Luc sonrió. Aquella hacienda era un monumento a su éxito y a su poder, y era conocida en todo el mundo entre la gente rica, los famosos e incluso la realeza por sus instalaciones. Y era su hogar, algo que nunca había conocido con anterioridad. Recordó las palabras con las que su padre le machacaba una y otra vez: «Nunca llegarás a nada. No conseguirás nada de lo que te propongas».
«Te equivocaste, viejo», se dijo para sus adentros. «Poseo todo lo que tú nunca tuviste».
Sí, ahora que habían regresado, todo iría bien.
El piloto aterrizó el helicóptero en la pista diseñada para ello y Luc se bajó, girándose después para ayudar a Belinda a descender de la cabina. Caminaron en silencio hacia la casa que se alzaba frente a ellos. Belinda se detuvo.
–¿Ocurre algo? –preguntó Luc conteniéndose para no agarrarla del brazo y arrastrarla hasta la entrada.
–¿Yo he estado aquí antes?–preguntó dubitativa.
–Por supuesto. Muchas veces antes de la boda.
–Debería recordar algo, pero no lo consigo.
Luc notó su frustración y sintió una breve pero innegable corriente de simpatía por ella. Aquella sensación desapareció tan deprisa como había llegado.
–Entremos en casa. Tal vez haya algo que te dispare la memoria.
La tomó de la mano y experimentó una sensación de alivio cuando sus delicados dedos se curvaron alrededor de los suyos, como si tuviera miedo de dar un paso más sin tenerlo a él al lado. Se le asomó a los labios una sonrisa, y con los dedos de la otra mano apretó con fuerza la cabeza del bastón hecho a medida, un recuerdo de la discapacidad que permanecería para siempre como legado de su corto matrimonio.
Tanto si Belinda llegaba a recordar alguna vez como si no, la tenía de vuelta en Tautara, el lugar al que pertenecía. Cuando cruzaron el umbral y pisaron el suelo de parqué neozelandés para entrar en el impresionante vestíbulo con aspecto de catedral, Luc contuvo un gruñido de triunfo. Ahora nada interferiría en sus planes. Nadie renegaba de Luc Tanner y se salía con la suya… Y menos que nadie, su bella esposa.
Belinda miró a su alrededor con atención. Se sentía como si la hubieran desplazado completamente de su mundo. Nada en aquellas vidrieras ornamentales ni en las puertas labradas de la entrada le resultaba familiar. Estaba completamente perdida.
–Deja que te muestre nuestra suite.
–¿Nuestra suite?
–Sí, yo dirijo Tautara, que es un alojamiento de lujo para visitantes extranjeros. Pagan generosamente por su privacidad, y yo exijo tener la mía. Nuestras habitaciones están en este lado.
Luc la hizo pasar a través de otras puertas labradas y cruzaron un amplio pasillo enmoquetado de techos altos. A su derecha había una cristalera que iba del suelo al techo y ofrecía una exquisita vista del valle, con los rayos del sol brillando a los lejos sobre la superficie del lago Taupo. La serena belleza de la escena contrastaba fuertemente con los nervios de Belinda.
Cuando llegaron al final del pasillo, Luc sacó una llave en forma de tarjeta y abrió la puerta. Belinda contuvo la respiración al encontrarse con la estancia que se abría ante sus ojos. Tenía dos veces el tamaño del salón de invitados de la palaciega casa de sus padres en Auckland. Y a juzgar por lo que estaba viendo, también parecía el doble de cara y de confortable. Descendió las escaleras por delante de Luc. Acarició las hojas de las palmas que estaban en las macetas que custodiaban la base de las escaleras, y rozó también con los dedos la superficie del piano de cola que había en una alcoba a la izquierda de la habitación.
–¿Sabes tocar? –le preguntó.
–Un poco –respondió Luc sin entusiasmo.
Belinda alzó la cabeza y lo miró a los ojos por primera vez desde que salieron del hospital.
–¿Tocabas para mí?
Necesitaba saberlo. El piano era un instrumento hermoso, un instrumento de pasión, capaz de expresar los más profundos anhelos y deseos allí donde no llegaban las palabras. Mientras esperaba la respuesta, los ojos de Luc cambiaron, su color se intensificó, convirtiéndose en el verde tormentoso del lago. Belinda observó también que apretaba las mandíbulas.
–Sí –respondió él finalmente–. Tocaba para ti.
Un repentino estremecimiento de deseo le recorrió la espina dorsal, y Belinda sintió que se le agitaba la respiración y la sangre se le coagulaba en las venas.
Hizo un esfuerzo por romper el contacto visual, por avanzar hacia aquella habitación decorada con tanto lujo. A pesar del valor de cada mueble, resultaba obvio que era un lugar en el que se hacía vida. O al menos se hacía hasta que ambos fueron hospitalizados.
–Te enseñaré el resto de la suite –la voz de Luc rasgó sus pensamientos como un cuchillo.
–Sí, buena idea –replicó mientras lo seguía por las estrechas escaleras hacia el otro lado de la estancia, donde estaba la zona del comedor y una cocina pequeña pero funcional–. Así que aquí tienes de todo –comentó Belinda mientras cruzaban otro pasillo.
–Tenemos de todo.
Ella no pudo evitar percibir el sutil énfasis que había puesto en el plural «tenemos».
–El alojamiento tiene su propio gimnasio y una piscina interior –continuó Luc–. Y desde aquí puedes ver la pista de tenis –indicó señalando un ventanal–. Mi despacho está situado en el edificio principal.
–¿Tienes huéspedes en este momento?
–No. Desde el accidente, no.
Belinda arrugó la frente en un gesto confuso.
–¿Es temporada baja, o algo así? ¿No podía tu personal seguir proporcionando todos los servicios mientras tú estabas en el hospital?
–Por supuesto que sí. En caso contrario, no los hubiera contratado.
–¿Entonces?
–Esta vez estaba todo reservado por razones personales.
Ella titubeó, sintiendo cómo apretaba el bastón con más fuerza. Su cojera parecía más pronunciada.
–¿Razones personales? –probó a decir.
–Nuestra luna de miel, para ser más exactos.
Dejó escapar las palabras de los labios como si le envenenaran, y Belinda se estremeció al escuchar su tono.
–¿Cuánto tiempo llevamos casados? –preguntó con voz temblorosa.
–No mucho.
–Dímelo, Luc –Belinda apoyó la espalda contra la pared que tenía detrás, consciente de que necesitaba su apoyo.
–Belinda, los médicos dicen que necesitas tiempo. Tienes que tomarte las cosas con calma.
–¿Cuánto tiempo llevamos casados? –insistió ella enfatizando cada palabra.
–Poco más de seis semanas.
–¿Seis semanas? Entonces eso significa… –se le quebró la voz. Le temblaban las piernas, y tuvo que agarrarse con fuerza a la pared que tenía detrás.
–No debería habértelo dicho.
Luc avanzó un paso hacia ella, pero Belinda alzó una mano en gesto de protesta cuando se inclinó para tocarla.
–¡No! No lo hagas. Estoy bien. Voy a estar bien. Es sólo que… No me lo esperaba, eso es todo.
¿Seis semanas? Eso significaba que habían sufrido el accidente poco después de la boda. Pero entonces, ¿por qué nadie le daba detalles al respecto? ¿Por qué no podía recordarlo?
Luc permaneció en silencio, mirándola como si buscara la confirmación de que, efectivamente, se encontraba bien. Luego se apartó a un lado, girándose para abrir las puertas dobles que daban a un suntuoso dormitorio. Los ojos de Belinda se dirigieron inexorablemente hacia la gigantesca cama situada sobre un pedestal que dominaba la habitación.
A pesar de las generosas proporciones del dormitorio y de la cristalera que permitía la entrada de la luz del sol, sintió como si las paredes se cernieran sobre ella. No podía apartar la mirada de la fina ropa de cama de lino, de la colcha de damasco que imitaba los tonos y las texturas de las aguas del lago que se adivinaban a lo lejos. No se había parado a pensar en cómo harían cuando llegaran allí. ¿Y si Luc esperaba que durmiera con él?
En su cabeza surgió la imagen de su cuerpo enredado en el de Luc. Se le secó la boca, dificultándole la pronunciación de las siguientes palabras.
–¿Éste es el único dormitorio?
–Sí. Cuando aumentemos la familia, ampliaremos esta parte del alojamiento. Ya tengo los planos.
–Yo preferiría dormir en otro sitio.
–Imposible. Eres mi mujer y vas a dormir conmigo.
–Pero…
–¿Me tienes miedo, Belinda?