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Bianca 2008 Seis años antes, Phoebe Wells recibió una oferta de cincuenta mil dólares por marcharse del palacio de Amarnes y dejar atrás al hombre al que creía amar. Pero se negó y ahora que el pasado ha vuelto para perseguirla tendrá que soportarlo una vez más. El orgulloso príncipe Leopold no está interesado en Phoebe, pero sí está interesado en su hijo, el hijo de su primo, heredero del trono de Amarnes. Leo sabe que no puede comprar a Phoebe, pero podría persuadirla para que se convirtiera en su esposa de conveniencia.
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Seitenzahl: 167
Créditos
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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Planta 18
28036 Madrid
© 2009 Kate Hewitt
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Regreso a palacio, Bianca 2008 - marzo 2023
Título original: Royal Love-Child, Forbidden Marriage
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción.
Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411416399
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
CUÁNTO?
Phoebe Wells miró al hombre que estaba frente a ella y que la observaba con los ojos entrecerrados, estudiándola. Tenía el cabello ligeramente despeinado, los dos primeros botones de la camisa desabrochados, revelando un retazo de piel dorada.
–¿Cuánto? –repitió ella.
La pregunta no tenía sentido. ¿Cuánto qué? Nerviosa, apretó la correa del bolso. Mientras dos agentes del gobierno la «acompañaban» al salón había tenido que hacer un esfuerzo para no preguntar si estaba detenida. En realidad, había tenido que hacer un esfuerzo para no ponerse a gritar.
No le habían dado explicación alguna, ni siquiera la habían mirado mientras la llevaban a uno de los salones del palacio para hacerla esperar durante veinte aterradores minutos antes de que aquel hombre, Leo Christensen, el primo de Anders, hiciera su aparición.
Y ahora le estaba preguntando cuánto y ella no sabía a qué se refería.
Ojalá Anders estuviera allí. Ojalá no la hubiera dejado sola para sufrir el desprecio de aquel primo suyo, el hombre que acababa de dar un paso adelante para colocarse frente a ella, alto como una torre. Ojalá, pensó, con el pulso acelerado, lo conociera mejor.
–¿Cuánto dinero, señorita Wells? –le aclaró entonces Leo Christensen–. ¿Cuánto dinero hace falta para que deje en paz a mi primo?
La sorpresa dejó a Phoebe helada por un momento, pero enseguida recuperó la calma. Debería haber esperado aquello; ella sabía que la familia Christensen, la familia real de Amarnes, no deseaba que una sencilla chica americana tuviese relación con el heredero al trono.
Claro que no sabía eso cuando lo conoció en un bar de Oslo. Había pensado entonces que era un chico normal, o tan normal como podía serlo un hombre como Anders. Rubio, encantador, con una confianza en sí mismo y una simpatía que atraía la atención de todo el mundo. E incluso ahora, abajo la mirada irónica de Leo Christensen, se agarró a ese recuerdo, sabiendo que lo amaba y él la amaba también.
¿Pero dónde estaba? ¿No sabía que su primo estaba intentando chantajearla?
Phoebe se obligó a sí misma a mirarlo a los ojos.
–Me temo que no tiene suficiente dinero.
–Inténtelo –dijo él–. Dígame una cantidad.
–No tiene dinero suficiente porque no hay dinero suficiente en el mundo, señor Christensen –replicó ella.
–Excelencia, en realidad. Mi título oficial es el de duque de Larsvik.
Phoebe tragó saliva, recordando con qué clase de gente estaba tratando. Gente rica, poderosa, miembros de una familia real. Gente que no la quería allí… pero Anders sí la quería. Y eso era más que suficiente.
Cuando Anders dijo que quería presentarle a sus padres, Phoebe no sabía que se trataba del rey y la reina de Amarnes, un principado en una isla en la costa de Noruega. Y también a aquel hombre, un hombre al que reconocía porque lo había visto innumerables veces en las revistas del corazón, normalmente el protagonista de algún drama sórdido que incluía mujeres, deportivos y casinos… o las tres cosas a la vez.
Anders le había hablado de Leo, le había advertido contra él y después de unos minutos de conversación Phoebe creía todo lo que le había dicho.
«Es una mala influencia. Mi familia ha intentado reformarlo, pero nadie puede ayudar a Leo».
¿Y quién iba a ayudarla a ella?, se preguntó Phoebe. Anders le había hablado a sus padres de ella por la noche, a solas. Y, evidentemente, esa conversación no había ido como esperaba. De modo que habían enviado a Leo, la oveja negra de la familia, a lidiar con ella… con el problema.
Phoebe sacudió la cabeza, intentando controlar los nervios.
–Muy bien, excelencia. Pero ya le he dicho que no hay suficiente dinero en el mundo para que deje a Anders.
–Ah, qué admirable. ¿Entonces es amor verdadero?
Phoebe tragó saliva. Por su expresión irónica, parecía creer que lo que había entre Anders y ella era algo sórdido, barato.
–Sí, lo es.
Leo metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras se acercaba a la ventana para mirar la plaza del palacio de Amarnes. Hacía una mañana clara, soleada, con algunas nubes dispersas sobre la capital de Amarnes, Njardvik. Y las estatuas de bronce de dos águilas, el emblema del país, brillaban bajo el sol.
–¿Desde cuándo conoce a mi primo?
–Desde hace diez días.
–Diez días.
Leo se volvió arqueando una ceja y Phoebe sintió que le ardían las mejillas. Diez días era muy poco tiempo. Incluso sonaba ridículo, pero Anders y ella estaban enamorados. Lo había sabido cuando él la miró en aquel bar… y sin embargo ahora, bajo la mirada ámbar de aquel hombre, se daba cuenta de que diez días no eran nada.
¿Pero qué le importaba a ella lo que pensara Leo Christensen? Él era un hombre que buscaba placeres, vicios. Y estando tan cerca notaba algo más oscuro en él, algo peligroso.
–¿Y cree que diez días son suficientes para conocer a alguien, para saber que uno está enamorado?
Phoebe se encogió de hombros. No iba a defender lo que sentía por Anders o lo que él sentía por ella.
–Imagino que se dará cuenta –siguió Leo– de que si se casara con él sería usted la reina de Amarnes. Y eso es algo que este país no está dispuesto a aceptar.
–No tendrán que hacerlo –dijo Phoebe. La idea de convertirse en reina era aterradora–. Anders me dijo que pensaba abdicar.
–¿Abdicar? –repitió Leo–. ¿Él le dijo eso?
–Sí.
–Entonces nunca será rey.
Phoebe no pensaba dejar que aquel hombre la hiciera sentir culpable.
–Anders no quiere ser rey…
Leo soltó una carcajada.
–¿No quiere ser rey cuando es lo único que sabe, lo único que conoce? Le han preparado para ello desde que nació, señorita.
–Él me dijo…
–Anders no sabe lo que quiere –la interrumpió Leo.
–Ahora sí lo sabe –lo defendió Phoebe, con más determinación de la que sentía en realidad–. Anders me quiere.
Había sonado tan infantil, tan poco creíble…
Leo la miró un momento, su expresión peligrosamente neutral.
–¿Y usted lo quiere a él?
–Pues claro que sí –contestó Phoebe, apretando la correa del bolso para agarrarse a algo.
¿Dónde estaba Anders?
Aquel salón, con las cortinas de terciopelo y las antigüedades, resultaba opresivo, asfixiante. ¿Podría marcharse de allí?, se preguntó. Era consciente de ser una extranjera y estaba frente a un hombre con autoridad y que sin duda la usaría para salirse con la suya.
¿Sabría Anders que Leo estaba hablando con ella? ¿Por qué no la había buscado? ¿Por qué no estaba a su lado como debería? Desde que anunció su relación a la familia había desaparecido y, a pesar de sí misma, Phoebe empezaba a dudar.
–¿Lo ama suficiente como para vivir en el exilio durante el resto de su vida?
–Exiliado de una familia que ni lo acepta ni lo quiere –replicó ella–. Anders nunca ha querido ser rey, nunca ha querido nada de esto… –Phoebe señaló alrededor.
–Ya, claro –murmuró Leo, volviéndose hacia la ventana de nuevo–. ¿Diez mil dólares serán suficiente? ¿O cincuenta mil?
Phoebe se irguió, una ola de rabia reemplazando el miedo.
–Ya le he dicho que no hay dinero suficiente…
–Phoebe –Leo se volvió para mirarla, tuteándola por primera vez–. ¿De verdad crees que un hombre como Anders podría hacerte feliz?
–¿Y cómo podría saber eso un hombre como usted? –replicó ella.
–¿Un hombre como yo? ¿Qué quieres decir con eso?
–Anders me ha hablado de usted… y sé que no sabe nada sobre el amor. Sólo le importa pasarlo bien y que nadie le moleste, así que imagino que yo soy un estorbo.
–Podría decirse así –asintió él. Por un segundo, Phoebe se preguntó si lo había herido con sus palabras… no, imposible. Leo estaba sonriendo; una sonrisa muy desagradable, aterradora–. Eres un inconveniente, desde luego. Pero, ¿qué habría pasado si tú y yo nos hubiéramos conocido antes de que conocieras a Anders?
Phoebe lo miró, perpleja.
–Nada –contestó, nerviosa. ¿Qué había querido decir con eso?
Daba igual, no pensaba dejarse intimidar. Decidida, levantó la mirada hacia los botones de su camisa y la columna de su cuello, donde latía el pulso, sintiendo un cosquilleo en su interior… un cosquilleo de deseo.
Y sintió que le ardían las mejillas de vergüenza.
Leo levantó una mano para apartar el pelo de su cara y Phoebe dio un respingo.
–¿Estás segura?
–Sí.
Pero en aquel momento no lo estaba y los dos lo sabían. No debería afectarla de esa forma si amaba a Anders, pensó.
¿Lo amaba?
–Estás muy segura de ti misma –dijo Leo entonces, rozando su garganta con un dedo.
Phoebe dejó escapar una exclamación de… ¿sorpresa? ¿Indignación?
¿De placer?
Se había apartado, pero aún podía sentir el calor de ese dedo, como si hubiese tirado de una cuerda de su alma, el sonido reverberando por todo su cuerpo.
–¡Phoebe!
Lanzando una exclamación de nuevo, esta vez de alivio, Phoebe se volvió hacia la puerta para ver a Anders, que había aparecido como el dios Baldur del mito noruego.
–Llevo una hora buscándote por todas partes. Nadie me decía dónde estabas…
–Estaba aquí –dijo ella, apretando sus manos– con tu primo.
Anders miró a Leo y su rostro se oscureció, no sabía si de rabia o tal vez de celos. Pero Leo miraba a su primo con total frialdad, casi con odio. Y Phoebe recordó entonces el final del mito noruego que había leído durante su viaje a Escandinavia: Baldur había sido asesinado por su propio hermano gemelo, Hod, el dios de la oscuridad y el invierno.
–¿Para qué querías ver a Phoebe, Leo? –le preguntó, con tono frío, casi petulante.
–Para nada –sonrió su primo, abriendo los brazos en un universal gesto de inocencia–. Está claro que te quiere de verdad –añadió, con una sonrisa que negaba sus palabras.
–Por supuesto que sí –afirmó Anders, pasándole un brazo por los hombros–. No sé por qué has querido hablar con ella, pero debes saber que estamos decididos a casarnos…
–Y tal determinación es admirable –lo interrumpió Leo–. Se lo diré al rey.
La expresión de Anders se endureció, pero parecía más el gesto de un niño enfadado que el de un adulto.
–Haz lo que te parezca. Si mi padre quiere que me convenzas para que no me case…
–Evidentemente, no puedo hacer nada.
–Nada –repitió Anders, volviéndose hacia Phoebe–. Es hora de irnos, querida. Aquí no hay nada para nosotros. Podemos tomar el ferry a Oslo y luego el tren hasta París.
Phoebe asintió, aliviada. Sabía que debería sentirse feliz, entusiasmada…
Y, sin embargo, mientras salían del salón, con el brazo de Anders sobre sus hombros, sentía la mirada penetrante de Leo clavada en su espalda y esa extraña emoción que emanaba de él y que parecía extraña, imposiblemente… casi una mirada de pesar.
Seis años después
Estaba lloviendo en París, una llovizna que teñía de gris a los invitados al funeral real y que hacía borrosas las imágenes de televisión.
Aunque Phoebe no había conocido a nadie de la familia real de Amarnes… salvo a Leo. Incluso ahora, seguía inquietándola recordar la mirada que había lanzado sobre ellos mientras salían del palacio. Ése fue el último contacto de Anders con su familia y con su país.
Seis años atrás… una eternidad, le parecía. Desde luego, más de una vida se había visto afectada por el rumbo de los acontecimientos.
–¿Mamá? –Christian se volvió para mirar a su hijo de cinco años, que miraba la pantalla con el ceño fruncido–. ¿Qué estás viendo?
–Nada, sólo…
¿Cómo podía explicarle al niño que su padre, el padre al que no había conocido, había muerto? No significaría nada para Christian, que había aceptado mucho tiempo atrás que no tenía un papá. No necesitaba uno y era muy feliz con su madre, sus parientes, sus amigos y su colegio en Nueva York.
–¿Qué? –insistió su hijo.
–Estaba viendo una cosa, nada más –sonrió Phoebe, levantándose del sofá para abrazarlo–. ¿No es la hora de la cena?
–¡Sí!
Al otro lado de la ventana en su apartamento de Greenwich Village brillaba el sol. Sin embargo, mientras sacaba una cacerola del armario y su hijo le contaba algo sobre un nuevo súper héroe o súper robot, Phoebe no dejaba de pensar en el funeral.
Anders, su marido durante un mes, había muerto.
Phoebe sacudió la cabeza, incapaz de sentir más que pena por un hombre que había aparecido y desaparecido de su vida con la misma brusquedad. Anders había tardado muy poco tiempo en darse cuenta de que aquello no era más que una aventura pasajera y Phoebe había entendido también lo superficial y caprichoso que era el hombre del que se había creído enamorada. Y, sin embargo, ese breve romance le había dado algo que no tenía precio: Christian.
–Me gustan más los verdes… –Christian tiró de su manga–. Mamá, ¿me estás escuchando?
–Sí, cariño –sonrió Phoebe.
Debía dejar de recordar el pasado, se dijo. Hacía años que no pensaba en Anders, pero su funeral había despertado recuerdos de aquel tiempo… y de la horrible entrevista con su primo Leo en palacio. Incluso ahora recordaba la mirada fría de aquel hombre, cómo la había tocado y la sorprendente respuesta que había despertado ese roce.
Atónita, Phoebe se dio cuenta de que estaba pensando en Leo y no en Anders, que se había convertido para ella en una imagen borrosa, como una vieja fotografía. Sin embargo, Leo… lo recordaba tan claramente como si lo estuviera viendo en aquel instante.
Phoebe miró la cocina de su modesto pero cómodo apartamento, casi como si pudiera ver a Leo entre las sombras. Y luego rió, pensando que era una ridiculez. Leo Christensen estaba a miles de kilómetros de distancia.
Anders y ella se habían separado poco después de que Leo le ofreciese dinero por decirle adiós y nunca había vuelto a verlo. Y en cuanto a Anders… después de su ruptura, Phoebe se había ido a Nueva York con Christian para empezar de nuevo con el apoyo de su familia y sus amigos.
–¿Sabes una cosa? No me apetece cocinar hoy. ¿Te apetece una pizza?
–¡Sí! –gritó su hijo, saliendo a la carrera de la cocina.
Phoebe fue tras él para buscar los abrigos, pero se detuvo, sorprendida, al ver a Christian frente al televisor. Estaba mirando la procesión de dignatarios y familiares por una famosa avenida parisina, la bandera con las dos águilas cubriendo el ataúd…
–¿Ahí dentro hay un muerto?
Ella tragó saliva.
–Sí, cariño, es un funeral.
–¿Por qué sale en televisión?
–Porque era un príncipe.
–¿Un príncipe? –repitió Christian–. ¿Uno de verdad?
–Sí, uno de verdad –sonrió su madre.
No iba a decirle que Anders había abdicado o que era su padre, por supuesto. Siempre había querido que el niño supiera la verdad, pero aún no había llegado el momento. Además, Christian sabía lo más importante: que su madre lo quería por encima de todo.
De modo que apagó el televisor, cortando en seco las palabras del comentarista.
«El príncipe de Amarnes conducía bajo los efectos del alcohol… su acompañante, una modelo francesa, falleció de forma inmediata a su lado».
–Vamos, hijo. Hora de cenar.
Estaban a punto de salir cuando sonó el timbre y luego dos golpecitos secos en la puerta. Christian y Phoebe se miraron. Qué curioso, pensaría ella después, que a los dos les hubiera parecido algo extraño. Dos golpes secos, seguidos, no como los golpecitos que daba su vecina, la señora Simpson.
Dos golpes que sonaban como una advertencia y, por alguna razón, los dos lo habían intuido.
–¡Abro yo! –gritó Christian por fin, corriendo hacia la puerta.
–No, espera –Phoebe lo sujetó–. Te he dicho que no debes abrir nunca sin preguntar quién es, hijo.
Cuando abrió la puerta se le encogió el corazón al ver a dos hombres con traje oscuro. Tenían la expresión neutral de funcionarios del gobierno. De hecho, eran hombres como aquéllos los que la habían llevado al salón del palacio seis años antes.
–¿Madame Christensen?
Era un apellido que Phoebe no había escuchado en mucho tiempo porque usaba su apellido de soltera desde que se separó de Anders. Pero la presencia de aquellos hombres y ese apellido la llevó de nuevo al palacio de Amarnes…
Incluso ahora podía sentir la presencia de Leo, el roce de aquel dedo en su garganta. Incluso ahora, seis años después, recordaba la fascinación que había sentido por él; su cuerpo traicionándola de la manera más inesperada.
–Me llamo Phoebe Wells.
El hombre le ofreció su mano y ella la estrechó, en silencio, apartándola enseguida.
–Mi nombre es Erik Jensen. Somos representantes de Su Majestad, el rey Nicholas de Amarnes. ¿Le importaría venir con nosotros?
–Mamá…
Phoebe vio que su hijo estaba asustado. Como ella se había asustado seis años antes. Pero entonces era muy joven, ahora era una mujer madura, más fuerte.
–No pienso ir a ningún sitio.
–Madame Christensen…
–¿Por qué llama así a mi mamá? – le espetó Christian.
–Lo siento –se disculpó Jensen–. Sería mejor que viniera con nosotros, señora Wells. El cónsul de Amarnes la espera y…
–Yo no tengo nada que hablar con el cónsul –lo interrumpió ella–. De hecho, cualquier relación terminó hace seis años.
Cuando Anders firmó los papeles de abdicación ningún miembro de la familia había dicho una palabra, nadie los había acompañado, nadie les había dicho adiós. Habían salido del palacio como dos sombras.
–Las cosas han cambiado –dijo Jensen–. Y es necesario que hable con el cónsul, señora Wells.
«Las cosas han cambiado». Una frase tan inocua como siniestra. Christian se agarró a su pierna y Phoebe se enfureció con los hombres que asustaban a su hijo.
–Mire, ya le he dicho…
–¿Mami, quiénes son estos señores?
–No te preocupes, hijo –dijo ella, intentando sonreír.
¿Por qué estaban allí esos hombres? ¿Por qué querían que hablase con el cónsul de Amarnes?
Pero no había razón para asustarse, se dijo. Y, sin embargo, mientras intentaba convencerse de ello, una garra parecía apretar su corazón. Sabía que la familia real de Amarnes era capaz de muchas cosas. Había visto cómo le daban la espalda a Anders sin piedad alguna, lo había visto en lo fríos ojos de Leo.
–Mamá…
–Luego te lo explicaré, cariño. Pero no debes tener miedo. Estos señores quieren hablar conmigo, nada más. ¿Por qué no te quedas un rato con la señora Simpson?
Christian arrugó la nariz.
–Su apartamento huele a gatos. Y yo quiero estar contigo.