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Reiniciados marca el debut de una joven autora que ha llamado poderosamente la atención de la crítica especializada. Una adictiva novela de acción futurista, situada en el Estado de Texas. La trama muestra cómo la población ha sido atacada por un virus mortal que ha cobrado millones de vidas. Sin embargo, la tecnología permite revivir o "reiniciar" a los adolescentes para convertirlos en despiadados soldados. Cinco años atrás, la joven Wren Connolly recibió tres disparos en el pecho, ahora ha regresado como una Reiniciada –Reboot–. Es una guerrera más fuerte, insensible y capaz de curarse a sí misma. A medida que los Reiniciados pasan más tiempo muertos, vuelven con menos atributos humanos. Wren 178 es la reiniciada que más tiempo ha estado muerta en la República de Texas. Ahora, con diecisiete años de edad, trabaja como soldado para la Corporación para el Progreso y la Repoblación Humanas.
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Para mi hermana, Laura.
Siempre gritaban.
Mi asignación soltaba alaridos al resbalar en el lodo, y volteó rápidamente para ver si la estaba alcanzando.
Lo estaba.
Sus pies golpearon el pavimento sólido y comenzó a correr a toda velocidad. Mis pies rozaban el suelo al perseguirla; mis cortas piernas sobrepasaron con facilidad su aterrado intento de correr.
Le jalé un brazo. Cayó al suelo, de golpe. El sonido que escapó de su boca cuando trataba desesperadamente de levantarse era más animal que humano.
Yo detestaba los gritos.
Saqué dos pares de esposas de mi cinturón y las aseguré en sus muñecas y pies.
—No, no, no, no —dijo sofocada cuando le ataba la correa a las esposas. Yo no lo hice.
Ceñí la correa con la mano e ignoré sus protestas, al tiempo que la levanté de un tirón y la arrastré por la calle, más allá de las casuchas de madera derruidas.
—¡Yo no fui! ¡Yo no maté a nadie! —sus movimientos se volvieron salvajes, eran casi convulsiones, y volteé para verla con fiereza.
—Todavía te queda algo de ser humano, ¿no? —preguntó, estirando el cuello para ver el número en el código de barras de mi muñeca.
Se paralizó. Sus ojos volaron del 1-7-8 impreso sobre mi piel a mi rostro y soltó otro alarido.
No. No quedaba nada de ser humano en mí.
Los alaridos continuaron al guiarla hasta el transbordador y aventarla adentro con los otros miembros de su banda. Las barras metálicas se cerraron con estruendo tan pronto como me hice a un lado, pero no trató de huir. Se zambulló hasta el fondo, detrás de dos humanos cubiertos de sangre.
Lejos de mí.
Volteé y miré rápidamente hacia los barrios bajos. La desolada y sucia calle de terracería se extendía frente a mí, salpicada de casas de madera malhechas. Una de ellas se inclinaba tanto a la izquierda que pensé que la menor ráfaga de viento podría volcarla.
—Wren Uno-Siete-Ocho —ajusté la cámara en mi casco para que apuntara en línea recta. Asignación asegurada.
“Asiste a Tom Cuatro-Cinco”, ordenó una voz al otro lado de los auriculares. “Persecución sobre la calle Dallas. Está por llegar a la esquina de la calle principal.”
Salí corriendo por la terracería y doblé por un callejón; el hedor a basura podrida flotando en el aire húmedo era tan espeso que lo quería apartar de mi rostro con las manos. Inhalé una profunda bocanada de aire y la guardé en mis pulmones tratando de bloquear el olor de aquellos tugurios.
Cuatro-Cinco pasó volando frente a mí, junto al callejón, sobre la calle pavimentada; sus pantalones negros y desgarrados aleteaban contra sus piernas flacas. Dejó un rastro líquido tras de sí; supuse que era sangre.
Salí como flecha hacia la calle y lo pasé casi volando; el sonido de mis botas hizo que el humano frente a nosotros volteara. No gritó.
Aún.
Se tambaleó sobre la calle dispareja y un cuchillo cayó de su mano y se deslizó sobre el pavimento. Estaba lo suficientemente cerca de él como para escuchar su despavorida respiración al lanzarse a recuperarlo. Traté de alcanzarlo, pero se puso de pie, dio una vuelta y rebanó mi estómago con su navaja.
Salté hacia atrás al tiempo que la sangre goteaba de mi abdomen, y los labios de aquel humano apuntaban hacia arriba en una sonrisa triunfal, como si fuera una victoria.
Resistí el impulso de poner los ojos en blanco, fastidiada. Cuatro-Cinco se lanzó contra el corpulento humano y ambos cayeron. Yo no había entrenado a Cuatro-Cinco, esto era obvio. Descuidado e impulsivo, era apenas más veloz que el humano.
Antes de que yo pudiera intervenir, el Corpulento agarró a Cuatro-Cinco por el cuello, empujó su casco con la palma de la mano y clavó su cuchillo directo en la frente del chico. Hice una mueca de dolor mientras Cuatro-Cinco balbuceaba y se deslizaba a un lado; sus ojos dorados y brillosos quedaron vacíos al caer a tierra.
El humano se puso rápidamente de pie, dio un par de brincos de celebración y gritos de alegría.
—¡Sí! ¿Tú qué traes, Rubia?
Ajusté mi intercomunicador e ignoré el fastidioso intento del humano por tratar de provocarme.
—Wren Uno-Siete-Ocho. Cuatro-Cinco derribado —la sonrisa de Corpulento se escurrió de su cara con la sola mención de mi número.
“Adelante”, la voz que venía de mi intercomunicador era impasible, sin interés.
Mi mirada se cruzó con la de Corpulento. Deseaba que corriera. Quería patearle las piernas para derribarlo y estrellar contra el suelo esa mirada triunfal que tenía en el rostro.
Bajé la mirada rápidamente hacia Cuatro-Cinco. Quería que le doliera.
Corpulento se giró con prontitud y se alejó de mí corriendo, moviendo vigorosamente sus fofos brazos tan rápido como podía. Me mordí los labios para no sonreír al verlo partir. Le daría una pequeña ventaja.
La persecución era mi parte favorita.
Salté sobre el cuerpo de Cuatro-Cinco y el humano miró hacia atrás al comenzar a alcanzarlo. Agarré su camisa y se tambaleó con un gruñido; su cara se golpeó contra el suelo. Arañó la grava con desesperación, pero era demasiado tarde. Hundí mi pie sobre su espalda mientras sacaba mis esposas. Las puse alrededor de sus tobillos.
Soltó un alarido, claro.
—Wren Uno-Siete-Ocho. El asignado de Cuatro-Cinco ha sido asegurado.
“Repórtate al transbordador”, dijo la voz en mi oído.
Até una correa a las muñecas de Corpulento, y la apreté hasta que aulló del dolor, lo jalé hasta el cuerpo de Cuatro-Cinco. Este último era un chico joven, quizá de unos catorce años, que apenas había terminado su entrenamiento. Esquivé sus ojos vacíos al amarrar la correa alrededor de sus muñecas.
Los arrastré junto a las tristes casitas de madera de los tugurios y de vuelta al transbordador; la sangre se coagulaba sobre mi abdomen mientras se cerraba la herida. Empujé a Corpulento dentro de la caja negra con los otros humanos, quienes se encogieron con sólo verme.
Di la vuelta y me dirigí al otro transbordador, hice una pausa para sacar el cuchillo de la cabeza de Tom Cuatro-Cinco. La puerta se abrió y los Reiniciados levantaron la mirada desde sus asientos; de inmediato sus ojos pasaron sobre mí para posarse sobre Cuatro-Cinco.
Hice a un lado la persistente voz que decía que debí haberlo salvado, y lo coloqué con cuidado en el suelo. Eché un rápido vistazo por el transbordador y encontré a mi aprendiz más reciente, Marie Uno-Tres-Cinco, en su asiento, con el cinturón puesto. La escruté en busca de señales de heridas, pero no vi ninguna. Había sobrevivido a su primera misión a solas. No era que esperara lo contrario.
Su mirada se dirigía hacia mí y hacia Cuatro-Cinco, y viceversa. Estuvo callada durante la mayor parte de nuestro entrenamiento, así que apenas la conocía un poco más que cuando la tuve el primer día como novata, pero pensé que la expresión en su rostro era de gratitud. Mis aprendices tenían la mejor tasa de supervivencia.
Le pasé el cuchillo al oficial del transbordador, quien me ofreció una mirada comprensiva. Leb era el único oficial al que podía tolerar. Para el caso, el único humano al que podía tolerar.
Tomé uno de los pequeños asientos que estaban alineados dentro del transbordador negro, sin ventanillas, y bajé los cinturones sobre mi pecho mientras me inclinaba hacia atrás. Le lancé una mirada a los otros Reiniciados, pero todos miraban a Cuatro-Cinco con tristeza. Incluso una hasta se limpió lágrimas de la cara y, al hacerlo, se embarró la mejilla de sangre y tierra.
Los números más bajos a menudo lloraban. Cuatro-Cinco probablemente lloraba. Sólo estuvo muerto por cuarenta y cinco minutos antes de levantarse. Cuanto menos tiempo estuvieran muertos antes del Reinicio, más humanidad retenían.
Yo estuve muerta por 178 minutos. No lloraba.
Leb caminó hacia el frente del transbordador, se sujetó al borde de la puerta abierta y se asomó dentro.
—Listo —le dijo al oficial que pilotaba el transbordador. Jaló la puerta para cerrarla y escuché el chasquido de los seguros acomodándose en su lugar. Despegamos mientras Leb se metía en su asiento.
Cerré los ojos hasta sentir que el transbordador aterrizaba con un tirón. Los Reiniciados salieron por encima del techo en una fila silenciosa y, mientras salía, resistí el impulso de voltear a ver a Cuatro-Cinco, una vez más.
Me uní a la fila y me quité la playera negra de manga larga para revelar una delgada camiseta blanca. El aire fresco me hizo cosquillas en la piel al tiempo que me echaba la camisa sobre el hombro; en ese momento abrí las piernas y extendí los brazos como si intentara volar.
Una vez vi a un Reiniciado volar. Saltó de la cima de un edificio de quince pisos con los brazos abiertos, golpeó el suelo y trató de arrastrar su cuerpo roto hasta la libertad. Tal vez avanzó como medio metro antes de que le metieran una bala en la cabeza.
Un guardia, un humano que olía a sudor y cigarro, me palpó con rapidez. Apenas podía quitarse la torcida mueca del rostro y mejor volteé a mirar los pequeños edificios chatos de los tugurios. Los guardias odiaban tocarme. Creo que lo echaban a la suerte para hacerlo.
Con la cabeza señaló bruscamente hacia la puerta, mientras se limpiaba las manos en los pantalones como si pudiera lavarles la muerte.
No. Yo ya lo había intentado.
Un guardia me abrió la puerta y pasé. Todos los pisos superiores de las instalaciones eran oficinas del personal; bajé corriendo por varios tramos de escalones oscuros y me detuve en el octavo piso; eran los dormitorios de los Reiniciados. Abajo había dos pisos más donde se les permitía acceso regular a los Reiniciados, pero más abajo había, principalmente, laboratorios de investigación médica que rara vez visitaba. Les gustaba examinarnos de vez en cuando, pero en general usaban el espacio para investigar enfermedades humanas. Los Reiniciados no se enferman.
Extendí mi código de barras hacia el guardia de la puerta, quien lo escaneó y asintió con la cabeza. Mis botas hacían poco ruido en el suelo de concreto al bajar por el pasillo. Todas las chicas de mi sección estaban dormidas, o fingían hacerlo. Podía ver dentro de cada habitación a través de las paredes de vidrio. La privacidad era un derecho humano, pero no de los Reiniciados. Dos chicas por habitación, una en cada una de las camas individuales empujadas contra cada pared. Una cajonera al pie de cada cama y un ropero para compartir al fondo de la habitación: eso era lo que llamábamos hogar.
Me detuve frente a mi cuarto y esperé a que el guardia diera la orden para que alguien de arriba me abriera la puerta. Sólo los humanos podían abrir las puertas una vez que las cerraban con llave por la noche.
La puerta se recorrió al abrirse y Ever se giró en su cama mientras yo daba un paso dentro. Había estado durmiendo poco durante las últimas semanas. Parecía que siempre estaba despierta cuando yo entraba después de una asignación.
Sus grandes ojos verdes de Reiniciada brillaban en la oscuridad y arqueó las cejas, preguntando en silencio cómo había salido la misión. Estaba prohibido hablar después de que se apagaban las luces.
Mostré cuatro dedos en una mano, cinco en la otra, y soltó un pequeño suspiro. Su rostro se apretujó con una emoción que yo ya no lograba avivar en mí misma; me volteé para aflojar la correa de mi casco. Lo puse sobre mi cajonera junto con mi cámara y el intercomunicador, y me quité la ropa. Rápidamente me puse unos pants —tenía frío, siempre frío— y me metí en mi diminuta cama.
El bonito rostro de Ever Cinco-Seis todavía estaba afectado por la tristeza; incómoda, me giré para clavar la mirada en la pared. Éramos compañeras de cuarto desde hacía cuatro años, desde que teníamos trece años, pero nunca me acostumbré a la manera en que brotaba la emoción en ella, como en un humano.
Cerré los ojos, pero el sonido de los alaridos humanos pulsaba contra mi cabeza.
Odiaba los alaridos. Sus alaridos eran mis alaridos. Lo primero que recordé tras despertarme como Reiniciada fue un grito agudo que rebotaba por las paredes y zumbaba en mis oídos. Entonces pensé: ¿Quién es el idiota que está haciendo ese ruido?
Era yo. Estaba aullando como una adicta al crack después de dos días sin una dosis.
Bastante bochornoso. Siempre me enorgullecí de ser estoica y callada en toda situación. Era la que permanecía tranquila mientras los adultos se salían de sus casillas.
Pero a los doce años, cuando desperté en la Sala de Muertos del hospital, 178 minutos después de que me dieran tres balazos en el pecho, grité.
Grité mientras me marcaban en la muñeca el código de barras y mi nombre humano, Wren Connolly. Grité mientras me encerraban en una celda; mientras me escoltaban hasta el transbordador; mientras me formaban con todos los demás niños que recientemente se habían transformado en muertos vivientes. Grité hasta que llegué a las instalaciones de la Corporación de Avance Humano y Repoblación, o CAHR, y me dijeron que los gritos significaban muerte. Comportarme como si aún fuera una niña humana significaba muerte. Desobedecer las órdenes significaría mi muerte.
Y entonces callé.
—¿Crees que esta vez haya alguno que esté bueno? —me preguntó Ever, mientras alisaba mi playera negra sobre los pantalones.
—¿No te pareció guapo Siete-Dos? —me di la vuelta para lanzarle una mirada divertida. A ella le gustaba cuando algo me parecía divertido.
—Una especie de patán —me dijo.
—De acuerdo.
—Y siento como que hemos pasado por una temporada de sequía.
Me até las botas y una genuina diversión chispeó dentro de mí. Los nuevos Reiniciados llegaban, más o menos, cada seis semanas y era un momento que muchas veían como una oportunidad de renovar novios.
No nos permitían salir con nadie, pero el chip de control de natalidad que desde el primer día les insertaban a las mujeres en el brazo, sugería que sabían que ésa era una regla que, en realidad, no nos podían hacer cumplir.
Para mí, los nuevos Reiniciados sólo significaban el inicio de un nuevo ciclo de entrenamiento. Yo no salía con nadie.
Como cada mañana, a las siete, el seguro de la puerta de nuestra habitación se abrió con un chasquido y se corrió la puerta transparente. Ever dio un paso afuera y ató su largo pelo castaño en un nudo y aguardó. En las mañanas, a menudo me esperaba para que pudiéramos ir juntas hasta la cafetería. Supongo que era una cosa de amigas. Yo veía a las otras chicas hacerlo, así que le seguía la corriente.
La alcancé en el pasillo y la humana pálida que estaba parada justo afuera de nuestra puerta se encogió con sólo verme. Apretó más cerca de su pecho la pila de ropa que cargaba, esperaba a que nos fuéramos para poderla dejar sobre nuestras camas. Ningún ser humano que trabajara en CAHR quería entrar a un espacio pequeño y cerrado conmigo.
Ever y yo nos dirigimos por el pasillo mirando hacia el frente. Los humanos construían muros de cristal para poder ver cada movimiento que hacíamos. Los Reiniciados trataban de permitirse un poco de privacidad los unos a los otros. Por las mañanas los pasillos estaban en silencio, sólo había un ocasional murmullo de voces y el suave zumbido del aire acondicionado.
La cafetería estaba en el siguiente piso hacia abajo, pasando por un par de grandes puertas rojas que advertían sobre los peligros adentro. Entramos al recinto, que era cegadoramente blanco, con excepción del cristal transparente de la parte superior de una pared. Los oficiales de CAHR estaban posicionados del otro lado, atrás de las armas que tenían montadas sobre el cristal.
La mayoría de los Reiniciados ya estaba ahí; cientos de ellos sentados en sus pequeños asientos redondos ante las largas mesas. Las filas de brillantes ojos que resplandecían contra la piel pálida parecían un hilo de luces que se extendía por cada mesa. El olor a muerte flotaba en el aire y hacía que la mayoría de los humanos que entraba al lugar arrugara la nariz. Yo rara vez lo notaba.
Ever y yo no comíamos juntas. Una vez que teníamos nuestra comida, ella se largaba a la mesa para los menores de sesenta con su charola; yo me sentaba en la mesa para los de ciento veinte y más. El único que se acercaba a mi número era Hugo, Uno-Cinco-Cero.
Marie Uno-Tres-Cinco asintió con la cabeza mientras me sentaba, al igual que unos cuantos más; los Reiniciados con más de 120 minutos de muertos no eran conocidos por sus habilidades sociales. Rara vez se hablaban. Sin embargo, el resto del cuarto era ruidoso; la charla de los Reiniciados llenaba la cafetería.
Mordí un trozo de tocino y, en ese momento, al fondo del cuarto, las puertas rojas se abrieron y entró un guardia, seguido por los novatos. Conté catorce. Escuché el rumor de que había humanos que estaban trabajando en una vacuna para evitar el Reinicio. Al parecer, todavía no la conseguían.
No había adultos entre ellos. A los Reiniciados mayores de veinte años los mataban tan pronto como Reiniciaban. Si es que Reiniciaban. No era muy común.
—No están bien —me dijo alguna vez un maestro, cuando le pregunté por qué ejecutaban a los adultos. Los niños ya no están del todo ahí, pero los adultos… no están bien.
Incluso a la distancia podía ver cómo temblaban algunos de los novatos. Iban desde los once o doce años de edad hasta adolescentes mayores; el terror que irradiaban era el mismo. Habría pasado menos de un mes desde que Reiniciaron, y a la mayoría le tomaba mucho más que eso aceptar lo que le había ocurrido. Durante algunas semanas los colocaban en sitios de retención, en el hospital de su localidad, para que se ajustaran, en lo que CAHR les asignaba una ciudad. Al igual que los humanos, seguíamos envejeciendo, así que a los Reiniciados menores de once años los retenían en las instalaciones hasta que llegaran a una edad útil.
Yo sólo tuve que pasar unos cuantos días en el sitio de retención, pero fue una de las peores partes de Reiniciar. El edificio en donde nos tenían no estaba tan mal en sí, simplemente era una versión más pequeña del lugar donde vivía ahora. Pero el pánico era constante, obsesivo. Todos sabíamos que existía una gran posibilidad de que nos Reiniciáramos si moríamos (era casi una certeza en los barrios bajos), pero aún así, la realidad de ello era aterradora. Por lo menos al inicio. Una vez que se me pasó la conmoción y logré completar el entrenamiento, advertí que estaba mucho mejor como Reiniciada de lo que alguna vez estuve como humana.
Por sí mismo, Reiniciar era otro tipo de reacción al virus KDH. El virus mataba a la mayoría de la gente, pero para algunos… los jóvenes, los fuertes… esto funcionaba de otra manera. Incluso los que morían de algo que no era KDH podían Reiniciar si habían tenido el virus, incluso una sola vez en sus vidas. Eso Reiniciaba el cuerpo después de la muerte, y lo traía de vuelta con más fuerza y más poder.
Pero también más frío, sin emociones. Una copia malvada de lo que solíamos ser, decían los humanos. La mayoría hubiera preferido morir por completo antes que ser uno de los “afortunados” que Reiniciaban.
Los guardias le ordenaron a los novatos que se sentaran. Todos lo hicieron con rapidez, informados ya de que había que seguir las órdenes o recibirían un balazo en el cerebro.
Los guardias se fueron y dejaron cerrar las puertas de golpe mientras se apresuraban a salir. Ni siquiera a nuestros curtidos guardias les gustaba estar en presencia de tantos Reiniciados a la vez.
Las risas y riñas comenzaron de inmediato; yo volví a prestar atención a mi desayuno. El único novato que me interesaba era mi próximo aprendiz, pero no nos pondrían en pareja hasta mañana. A los Noventa les gustaba domarlos de inmediato. Considerando la velocidad con la que sanábamos, no veía ningún problema si a los novatos los maltrataban un poco. Bien podrían empezar a curtirlos desde ahora.
En esta ocasión, los Noventa estaban un poco más alborotados de lo normal. Me metí el último trozo de tocino en la boca, en ese instante los gritos alcanzaban un nivel molesto. Dejé mi charola encima del bote de basura y me dirigí a la salida.
Un destello de color cruzó el piso blanco y se detuvo a mis pies con un crujido. Era un novato, disparado por el resbaladizo azulejo como un juguete. Apenas pude evitar pisarle la cabeza y colocar mi bota en el suelo.
Un hilillo de sangre le salía de la nariz y se le había hecho un moretón bajo un ojo. Sus piernas largas y desgarbadas estaban extendidas por el suelo; su delgada playera blanca se pegaba al cuerpo desnutrido de un antiguo humano.
Su pelo negro, cortísimo, combinaba con sus ojos, éstos eran tan oscuros que no pude encontrar sus pupilas. Es probable que solieran ser cafés. Los ojos cafés normalmente tomaban una especie de brillo dorado tras la muerte, pero me gustó su negrura. Estaba en completo contraste con el blanco de la cafetería y el brillo de los ojos de los otros Reiniciados.
Nadie se acercó a él ahora que estaba en mi espacio, pero alguien gritó: “Veintidós”, y rio.
¿Veintidós? No podía ser su número. No había visto a nadie abajo de cuarenta en varios años. Bueno, hubo una Tres-Siete el año pasado, pero murió al mes.
Le di un empujoncito en el brazo con mi bota para poder ver su código de barras. Callum Reyes. Veintidós.
Arqueé las cejas. Sólo estuvo muerto por veintidós minutos antes de Reiniciar. Era prácticamente humano. Mis ojos se dirigieron de nuevo a su rostro para ver una sonrisa extenderse por sus labios. ¿Por qué sonreía? No parecía ser un momento apropiado para hacerlo.
—Hola —se recargó sobre sus codos. Parece que me dicen Veintidós.
—Es tu número —le contesté.
Su sonrisa creció. Quería decirle que parara.
—Lo sé. ¿Y el tuyo?
Me jalé la manga y volteé mi brazo para revelar el 178. Sus ojos se abrieron, y sentí un arrebato de satisfacción cuando su sonrisa titubeó.
—¿Eres Uno-Siete-Ocho? —se levantó de un salto. Hasta los humanos habían oído hablar de mí.
—Sí —contesté.
—¿En serio? —sus ojos me miraron rápidamente. Su sonrisa había vuelto.
Fruncí el ceño ante su duda, y rio de nuevo.
—Lo siento. Pensé que serías… No sé. ¿Más grande?
—No puedo controlar mi estatura —dije, traté de estirarme un par de centímetros más, aunque eso no ayudara. Era mucho más alto que yo y tenía que levantar mi barbilla para mirarlo a los ojos.
Rio, aunque yo no tenía la menor idea de qué. ¿Por qué era divertida mi estatura? Su risa era grande, genuina, y resonaba por la ahora silenciosa cafetería. Esa sonrisa no pertenecía aquí. Él no pertenecía aquí, con esos labios carnosos que se curvaban hacia arriba con verdadera felicidad.
Lo esquivé para irme, pero me sujetó la muñeca. Algunos Reiniciados jadearon. Nadie me tocaba. Ni siquiera se me acercaban, excepto Ever.
—No escuché tu nombre —dijo y volteó mi brazo para poder verlo, inconsciente del hecho de que era muy extraño hacer eso. “Wren” —leyó. Me soltó. Soy Callum. Encantado de conocerte.
Le fruncí el ceño sobre mi hombro al tiempo que me dirigía hacia la puerta. No estaba segura de cómo había sido el conocerlo, pero encantada no era la palabra que hubiera escogido.
El día de los novatos era mi favorito. Mientras me dirigía al gimnasio esa mañana, un poco más tarde con los otros entrenadores, la emoción se extendió por mi pecho. Casi sonreí.
Casi.
Los novatos estaban sentados en el lustroso piso de madera, al centro del extenso salón, junto a varios tapetes negros. Su mirada, antes puesta en el instructor, ahora se dirigió hacia nosotros; sus rostros estaban tensos por el temor. Por lo visto nadie había vomitado todavía.
—No los miren —gritó Manny Uno-Uno-Nueve. Estaba a cargo de combatir con los novatos durante sus primeros días. Llevaba más tiempo haciendo esto del que yo había permanecido aquí, y supuse que estaba amargado, por haber perdido la oportunidad de ser un entrenador, por sólo un minuto él lo hubiera deseado.
Todos los novatos concentraron su atención sobre Manny, excepto Veintidós, quien me brindó esa extraña sonrisa antes de voltear.
Detrás de Manny, el personal médico de CAHR estaba parado en fila contra la pared, portapapeles en mano y con equipos tecnológicos que ni siquiera podría comenzar a entender. Hoy había cuatro de ellos, tres hombres y una mujer, todos vestidos con sus típicas batas blancas de laboratorio. Los doctores y científicos siempre venían a observar a los novatos. Después los llevaban a uno de los pisos médicos para picarlos y examinarlos.
—Bienvenidos a Rosa —dijo Manny con los brazos cruzados sobre el pecho, las cejas bajas como si tratara de infundir temor. No me lo creí. Ni ahora, ni cuando era una novata de doce años.
—Sus entrenadores los escogerán mañana. Hoy los observarán —prosiguió Manny. Su voz reverberó por el gimnasio. Era una sala gigantesca y vacía, de sucias paredes blancas que muchas veces habían sido manchadas con sangre.
Manny comenzó a enumerarlos y señalarlos para beneficio nuestro. El más alto era Uno-Dos-Uno, un adolescente mayor y bien formado, que probablemente había lucido intimidante incluso cuando era humano.
CAHR codiciaba a los números más altos. A mí, sobre todo. Mi cuerpo tuvo más tiempo que la mayoría para adaptarse al cambio, así que me regeneraba y sanaba con más rapidez que cualquier otro en las instalaciones. El Reinicio ocurría sólo después de que se terminaba toda función corporal. El cerebro, el corazón, los pulmones… todo tenía que irse antes que el proceso pudiera comenzar. Oí referirse a la cantidad de minutos de muerte como un “descanso”, un tiempo para que el cuerpo se reagrupara, se refrescara y se preparara para lo que venía después. Cuanto más largo el descanso, mejor el Reinicio.
Hoy no fue distinto. Manny reunió a los novatos y les ordenó que comenzaran, para darles la oportunidad de impresionarnos. Uno-Dos-Uno entendió rápidamente la pelea, y dejó a su compañero hecho un lío de sangre en pocos minutos.
Callum Veintidós pasó más tiempo en el suelo que parado frente a su compañero, que era más bajo y joven. Era torpe y sus largas extremidades iban a todos lados menos a donde él quería. Se movía como humano, como si ni siquiera hubiera Reiniciado. Los números más bajos no sanaban tan rápidamente y les quedaba demasiada emoción humana.
Cuando los primeros humanos comenzaron a resucitar lo llamaron un “milagro”. Los Reiniciados eran la cura contra el virus que eliminó a la mayor parte de la población. Eran más fuertes, más veloces y casi invencibles.
Después, mientras quedaba claro que el Reiniciado no era el humano que conocieron, sino una especie de copia fría y alterada, nos llamaron monstruos. Los humanos dejaron fuera a los Reiniciados, los echaron de sus hogares y, con el tiempo, decidieron que la única medida de acción que tenían era ejecutar a cada uno de ellos.
Los Reiniciados contraatacaron, pero fueron superados en cantidad y perdieron la guerra. Ahora somos esclavos. El proyecto Reinicio comenzó hace casi veinte años, unos cuantos años después del final de la guerra, cuando CAHR advirtió que ponernos a trabajar era mucho más útil que sólo ejecutar a cada humano que resucitaba. No nos enfermábamos; podíamos sobrevivir con menos comida y agua que un humano; teníamos mayor resistencia al dolor. Podríamos ser monstruos, pero de todos modos éramos más fuertes y veloces, y mucho más útiles que cualquier ejército humano. Bueno, por lo menos la mayoría de nosotros. Los números más bajos tenían más probabilidad de morir en trabajos de campo, haciendo que entrenarlos fuera una pérdida de tiempo. Yo siempre elegía el número más alto.
—Le doy seis meses a Veintidós —me dijo Ross Uno-Cuatro-Nueve a mi lado. Rara vez decía algo, pero me daba la impresión de que disfrutaba el entrenamiento tanto como yo. Era emocionante la posibilidad de moldear a un Reiniciado asustado e inútil y transformarlo en algo mucho mejor.
—Tres —respondió Hugo.
—Estupendo —masculló Lissy en voz baja. Como Uno-Dos-Cuatro, era la entrenadora de número más bajo y, por lo tanto, la última en elegir a sus novatos. Veintidós sería su problema.
—Quizá si los entrenaras mejor, no acabarían en pedacitos todos tus novatos —dijo Hugo. Años atrás yo entrené a Hugo, y apenas terminaba su primer año de entrenador. Tenía un excelente historial de mantener vivos a sus novatos.
—Sólo a uno le cortaron la cabeza —dijo Lissy, y apretó sus manos contra el lío de rizos que le brotaban de la cabeza.
—A los otros les dispararon —dije. Y a Cuatro-Cinco le enterraron un cuchillo en la cabeza.
—Cuatro-Cinco era un caso perdido —espetó Lissy. Miró el suelo con furia, tal vez porque le faltaba el valor para lanzarme una mirada fulminante.
—¡Uno-Siete-Ocho! —vociferó Manny, llamándome a su lado.
Crucé el piso del gimnasio hasta el centro del círculo que los novatos habían hecho en el suelo. La mayoría evitaba el contacto visual.
—¿Voluntario? —les preguntó Manny.
La mano de Veintidós se levantó de golpe. La única. Dudo que se hubiera ofrecido de voluntario de haber sabido lo que venía.
—Arriba —dijo Manny.
Veintidós se levantó de un brinco, con una sonrisa de ignorancia estampada en su rostro.
—Tus huesos rotos tardarán de cinco a diez minutos en sanar, dependiendo de tu tiempo personal de recuperación —le dijo Manny. Asintió hacia mí.
Tomé el brazo de Veintidós, lo torcí detrás de su espalda y lo quebré con un rápido golpe. Soltó un grito y jaló el brazo para alejarlo, lo acunó después contra su pecho. Los ojos de los novatos estaban muy abiertos y me miraban con una mezcla de horror y fascinación.
—Trata de golpearla —dijo Manny.
Veintidós alzo la mirada hacia él, el dolor grabado sobre todo su rostro.
—¿Qué?
—Golpéala —repitió Manny.
Veintidós dio un paso vacilante hacia mí. Me lanzó un débil gancho y me incliné hacia atrás para evitarlo. Se dobló por el dolor, mientras un leve quejido escapaba de su garganta.
—No eres invencible —le dijo Manny. No me importa qué hayas escuchado cuando eras humano. Sientes dolor, te puedes lastimar. Y en el campo de operaciones, cinco o diez minutos es demasiado tiempo para estar incapacitado —hizo señas hacia los otros entrenadores, y los rostros de los novatos se afligieron cuando se dieron cuenta de lo que venía.
Los crujidos reverberaban por el gimnasio, mientras los entrenadores rompían brazos.
Nunca me gustó mucho este ejercicio. Demasiados alaridos.
El asunto era empezar a aprender a hacer a un lado el dolor y pelear a través de él. Cada hueso roto dolía tanto como el anterior; la diferencia era cómo aprendía un Reiniciado a trabajar con él. Un humano se quedaría tirado en el suelo llorando. Un Reiniciado no reconocía el dolor.
Miré a Veintidós, ahora desplomado en el suelo, su rostro estaba retorcido en una especie de agonía. Levantó la mirada y pensé que iba a gritar. Normalmente me gritaban después que les rompía los brazos.
—No me vas a romper nada más, ¿verdad? —me preguntó.
—No, por ahora no.
—Ah, ¿entonces después? Estupendo. No veo la hora —hizo un gesto de dolor mientras bajaba la mirada hacia su brazo.
Manny indicó a los entrenadores que volvieran a la pared e indicó a los novatos que se acercaran.
—Deberías levantarte —le dije a Veintidós.
Inconsciente de la mirada fulminante de Manny, Veintidós se puso lentamente de pie y me arqueó una ceja.
—¿Vamos a seguir con mi pierna? —preguntó. ¿Me puedes advertir algo la próxima vez? Un rápido “Oye, te voy quebrar el hueso con las manos ahora mismo. Sujétate”.
Uno de los entrenadores atrás de mí soltó un bufido y Manny chasqueó los dedos con impaciencia.
—Veintidós, ven acá y siéntate. En silencio.
Me uní a los entrenadores, tras echarle un vistazo rápido a Veintidós, en el momento que se dejaba caer en el círculo de novatos. Todavía me miraba con chispas en los ojos, y desvié la mirada con rapidez. Qué novato tan raro.
Con disimulo le lancé otra mirada al verlo al final de la fila, al recoger mi charola para el almuerzo. Veintidós estaba ahí, inspeccionando la cafetería. Sus ojos se posaron en mí y volteé de prisa, al tiempo que empezaba a saludarme con la mano.
Enfoqué mi atención en la humana detrás de la barra al ponerme un filete en la charola. Había tres empleados atrás del mostrador de cristal; dos mujeres y un hombre. Los Reiniciados también solían hacer los trabajos de servicio en CAHR, hasta que los humanos comenzaron a ponerse inquietos por la falta de empleos y se crearon unos cuantos trabajos más para tenerlos contentos. Aun así, no parecía entusiasmarles mucho la idea de estar al servicio de los Reiniciados.
Dejé que llenaran mi charola, luego me dirigí al otro lado de la cafetería para tomar mi lugar habitual junto a Hugo. Enterré mi tenedor en el filete perfectamente cocido y metí un trozo en mi boca. CAHR le echaba un discurso a los padres de los Reiniciados acerca de la manera en que estaríamos mucho mejor bajo sus cuidados (no era que los padres tuvieran otra opción). Seríamos útiles, decían. Podríamos tener algo parecido a una vida. Yo no sabía si estábamos mejor así, pero era cierto, estábamos mejor alimentados. Un Reiniciado podía sobrevivir con menos comida, pero nos desempeñábamos mejor cuando nos alimentaban regularmente, y bien. Si nos negaban la comida nos volvíamos débiles e inútiles, como los humanos.
—¿Me puedo sentar aquí?
Levanté la mirada para ver a Veintidós parado frente a mí, charola en mano. Había sangre en su camisa blanca, tal vez uno de los Noventa había aprovechado una segunda oportunidad para doblegarlo. Normalmente era así por un par de días, hasta que los guardias se cansaban de la conmoción.
—Los menores de sesenta están allá —le dije e indiqué la mesa de Ever, donde estaban hablando y riendo, mientras un chico gesticulaba aparatosamente con los brazos.
Volteó a verlos.
—¿Es una regla?
Hice una pausa. ¿Lo era? No, eso lo comenzamos nosotros.
—No —contesté.
—Entonces, ¿me puedo sentar aquí?
No se me ocurría una sola razón por la que no lo pudiera hacer, aunque me seguía pareciendo una mala idea.
—Está bien —le dije titubeante.
Se dejó caer en el asiento frente a mí. Varios de los Ciento-Veinte voltearon hacia mí, con una mezcla de confusión y molestia en sus rostros. Marie Uno-Tres-Cinco entornó los ojos y movió la cabeza viendo hacia mí y luego hacia Veintidós. La ignoré.
—¿Por qué lo hacen si no es una regla? —preguntó, señalaba el entorno de la cafetería.
—Los números más cercanos tienen más en común —le dije y mordí un trozo de filete.
—Es una tontería.
Fruncí el ceño. No era una tontería. Era la verdad.
—No veo cómo la cantidad de minutos que estuviste muerto puede afectar tu personalidad —dijo.
—Eso es porque eres un Veintidós.
Levantó una ceja antes de volver a concentrar su atención en su platillo de carne. La picó como si temiera que, al morderla, ésta brincara y le devolviera el favor. Arrugó la nariz y miró mientras yo llevaba un trozo a mi boca.
—¿Está buena? —preguntó. Se ve rara.
—Sí, está buena.
La miró con reticencia.
—¿Qué es?
—Filete.
—¿Entonces es vaca?
—Sí. Nunca has comido carne, ¿eh? —era difícil conseguir cualquier tipo de carne en los barrios bajos, a menos que un humano trabajara para CAHR. Ellos controlaban las granjas, por eso, a menudo la cacería era un esfuerzo infructuoso. Hacía años que el exceso de cacería había dejado las reservas sin la mayoría de sus animales salvajes. En ocasiones, aparecía un conejo o una ardilla, pero no los veía seguido. Los Reiniciados comían mejor que la mayoría de los humanos, lo cual sólo hacía que nos odiaran más.
—No —contestó Veintidós. Su expresión indicaba que no tenía el menor interés en cambiar eso.
—Pruébala, te gustará.
Levantó un bocado hasta sus labios y lo metió con rapidez. Lo masticó lentamente y tragó con una mueca. Bajó la mirada hacia el trozo de filete restante que aún quedaba en su plato.
—No sé. Es muy raro.
—Sólo cómelo y deja de gimotear —dijo Lissy desde su lugar. Le tenía poca paciencia a sus novatos. Veintidós no sería la excepción.
Él la miró brevemente, y de nuevo me vio a mí. Lissy frunció el ceño ante la total indiferencia de él hacia ella.
—Es un poco gruñona, ¿no? —me dijo en voz baja.
Siempre. Casi sonreí cuando miré por encima y vi a Lissy apuñalar su carne como si ésta intentara escapar. Hugo levantó su cuchillo sobre su filete con una mueca, imitándola. Ross Uno-Cuatro-Nueve le parpadeó dos veces, cosa que, estoy bastante segura, era su versión de una sonrisa.
—Todos dicen que será mi entrenadora —dijo Veintidós. Lissy levantó la cabeza de golpe y le apuntó con el cuchillo mientras hablaba.
—Tienen razón. Así que cálmate y cómete eso.
El rostro desafiante de Veintidós era distinto al de cualquier otro que hubiera visto. Su sonrisa no desapareció; simplemente se transformó en una sonrisa grande, retadora y burlona. Soltó su tenedor y se reclinó en la silla. No tuvo que decir oblígame. Quedaba claro.
Lissy se metió en la boca la comida que aún quedaba y de un salto se puso de pie, murmurando para sí. Pisando fuerte le lanzó una mirada a Veintidós al pasar junto a él.
—Espero que te mates rápidamente para que no te tenga que soportar por mucho tiempo —le gruñó.
—Creo que ésa es la estrategia que toma con todos sus novatos —dijo Hugo con una risa, mirándola mientras ella quitaba a Cinco-Uno de su camino y desaparecía a toda velocidad por las puertas de salida.
—Ella supone que los transforma en buenos Reiniciados —dije, pero el recuerdo de haber tenido que sacarle el cuchillo a la cabeza de Cuatro-Cinco aún revoloteaba en mi mente.
—Entonces quizá deberías hacerlo tú —dijo Veintidós, animado. Te toca escoger, ¿no?
—Sí. Y no entreno a números tan bajos.
—¿Por qué no?
—Porque no sirven.
Marie Uno-Tres-Cinco soltó una risa breve y Veintidós nos lanzó una mirada divertida.
—Quizá porque no te tienen a ti. Además, me siento insultado —su sonrisa sugirió que no lo estaba.
Piqué en mi plato con el tenedor. Podría tener razón. Los grupos más bajos de novatos nunca tenían la menor oportunidad. ¿Era por su número? ¿O era por Lissy?, quien los entrenaba a gritos. Levanté la mirada hacia él, sin saber qué decir. Nunca lo había pensado.
Su sonrisa se desvaneció, y claramente tomó mi silencio como un rechazo. Ésa no fue mi intención, pero mantuve la boca cerrada y él comenzó a comer.
Vagabundeé hasta llegar al sexto piso después del almuerzo. A menudo me aburría en los días entre los ciclos de entrenamiento, sin saber qué hacer conmigo misma. No podía imaginar lo que era ser un Reiniciado de número bajo, uno de los muchos que no estaban hechos para ser entrenadores. Tenían poco para llenar sus días, en especial porque CAHR consideraba que casi todas las formas de entretenimiento eran innecesarias para un Reiniciado.
Me asomé a la pista interior y vi a varios Reiniciados corriendo; algunos trotaban o se perseguían unos a otros. Pasé al siguiente salón: el área de tiro, como siempre, estaba llena. Era de los pasatiempos favoritos. En cada cabina los Reiniciados apuntaban sus pistolas contra hombres de papel alineados contra la pared. En cada ocasión, la mayoría le daba al blanco previsto —la cabeza. CAHR no confiaba en nosotros como para darnos balas de verdad, así que las que usábamos dentro del área de tiro eran de plástico.
Metí las manos en los bolsillos de los pantalones cuando me dirigí a la última puerta, el gimnasio. La abrí y le eché una mirada a los grupos de Reiniciados. Algunos sólo hablaban, otros hacían intentos tímidos por luchar para evitar los gritos de los guardias.
Ever estaba en el rincón, y frente a ella tenía a uno de los hombres de papel del campo de tiro pegado con cinta a la pared. Se balanceaba de un pie a otro y aferraba un cuchillo en su mano. En ese momento estudiaba con seriedad al blanco frente a ella. Una chica alta estaba parada junto, Mindy Cinco-Uno. Estaba atenta al cuchillo que volaba de la mano de Ever y llegaba a la pared, en medio de la cabeza del hombre de papel.
Cuando me dirigía hacia ellas, Ever se acercó a Cinco-Uno y se inclinó hacia ella para hablarle. Los Reiniciados solían jugar dardos en esta esquina del gimnasio, pero CAHR tuvo que ponerle un alto a eso. El lanzamiento de cuchillos también era un juego, sólo que parecía una práctica. Yo no participaba, pero unos cuantos Menos-Sesenta conservaban un registro de cuántas veces hacían blanco en la cabeza durante una sola sesión. Según lo último que supe, Ever estaba entre los tres primeros lugares.
Ever comenzó a pasar su mano por el brazo de Cinco-Uno, pero me sorprendió observando y rápidamente se alejó de ella, imprimiendo una sonrisa sobre su rostro cuando me acerqué.
—Hola.
—Hola —dije, mirando de manera fugaz a Cinco-Uno. Se estaba limpiando los ojos con dedos temblorosos y deseé no haberme acercado. Las emociones de los Menos-Sesenta me incomodaban. Di un paso hacia atrás, lista para pretextar algo e irme, pero ella dio unos pasos para alejarse de nosotras.
—Me tengo que ir —dijo. Ever lleva cuarenta y dos lanzamientos.
Asentí con la cabeza y volteé hacia Ever, quien ahora sacaba el cuchillo sin filo del muro de corcho. Lo extendió hacia mí y negué con la cabeza. Volvió a su lugar y miró de reojo el blanco al tiempo que giraba el cuchillo en sus manos.
—Dejaste que Callum se sentara contigo hoy en el almuerzo —dijo, arqueando una ceja, justo antes de tirar el cuchillo. Cayó en la mitad de la frente.
—Puede sentarse dondequiera —dije, mientras la mirada desafiante de Veintidós dirigida a Lissy me pasaba por la mente.
Ever rio mientras arrancaba el cuchillo de la pared.
—Claro. Porque siempre comes con los Menos-Sesenta.
Me encogí de hombros.
—Preguntó. Y no se me ocurrió una buena razón para decir que no.
Volvió a reír y tomó su lugar a unos cuantos metros frente al hombre de papel.
—Es lo justo —se le iluminaron los ojos y rápidamente volteó a mirarme. ¿Te gusta?
—No.
—¿Por qué no? Es guapo.
—Aquí todos lo son.
Era cierto, de alguna manera todos los Reiniciados eran atractivos. Después de la muerte, cuando el virus se arraigaba y el organismo reiniciaba, la piel se aclaraba, el cuerpo se afilaba, los ojos brillaban. Éramos más bonitos, pero con un toque de desquiciados.
Si bien mi toque correspondía a una porción más generosa.
Ever me miró como si fuera un adorable cachorrito que se hubiera acercado para pedir atención. Nunca me gustó esa mirada.
—Está bien pensar que es guapo —dijo. Es natural.
Natural para ella. Yo no tenía sentimientos así. No existían.
Me encogí de hombros, evitando sus ojos. A menudo se afligía cuando le decía que no tenía las mismas emociones que ella. Encontré que era mejor no decir nada.
Volteó y se meció de un pie a otro, exhalando mientras se preparaba para volver a tirar. Permaneció quieta mientras se concentraba en el blanco, el cuchillo suspendido en el aire y listo para lanzar. Al soltarlo, una de sus botas se levantó del suelo y su cuerpo se deslizó hacia delante por el esfuerzo. Le sonrió al cuchillo enterrado en la pared.
La vi lanzar el cuchillo varias veces más, hasta que llegó a cincuenta y volteó a verme.
—¿De qué hablaron? —preguntó. Vi que trataba de entablar una conversación contigo, esa alma valiente.
Una sonrisa jaló las comisuras de mis labios.
—Principalmente comida. Nunca había comido carne.
—Ah.
—Y me pidió que lo entrenara.
Ever bufó y me dio la espalda.
—Pobre tipo. No te puedo imaginar entrenando a un Veintidós. Probablemente lo partirías en dos.
Asentí mientras miraba el cuchillo volar por el aire una vez más. Ever sólo era una Cinco-Seis, y era una buena Reiniciada. O, por lo menos, adecuada. Se había mantenido viva por cuatro años, siguiendo órdenes y completando sus asignaciones con éxito.
—¿Quién fue tu entrenador? —le pregunté. No le puse mucha atención a Ever cuando era novata, aunque estábamos en el mismo cuarto. Llegó a CAHR casi un año después de mi arribo, cuando yo todavía no era entrenadora.
—Marcus Uno-Tres-Cero —dijo.
Asentí. Lo recordaba vagamente. Murió en acción hacía varios años.
—Yo era el número más bajo de nuestro grupo de novatos, por lo que cargó conmigo —se encogió de hombros. Pero era bueno. Por suerte Lissy todavía no llegaba. Tal vez yo habría muerto la primera semana.
Muchos de los entrenados por Lissy sobrevivían perfectamente el entrenamiento, pero una sucesión de malos elementos cimentaron su reputación como asesina de novatos. Quizá la merecía. Tal vez Veintidós sería la próxima víctima de aquella mala suerte.
Levanté la mirada hacia Ever cuando hundía el cuchillo en la pared otra vez.
—¿Cuántos van con ése? —preguntó.
—Cincuenta y dos.
—Maldición.
No pude evitar reír cuando ella le sonrió al blanco. Quizá no todos los Menos-Sesenta eran casos perdidos.
Al día siguiente, temprano, Manny hizo desfilar a los novatos en el gimnasio para su selección. Lo siguieron a través de la puerta en una sola fila; tenían los rostros tensos por el miedo y el agotamiento.
Los seguían unos cuantos médicos con batas de laboratorio. Sus pruebas y rayos X continuaban, lo que contribuía a dejarlos exhaustos. Recuerdo haber tenido que correr sobre una caminadora con una pronunciada inclinación, conectada a todo tipo de aparatos. Los doctores se la pasaron incrementando la velocidad hasta que al final caí.
Algunos Reiniciados permanecían en grupitos detrás de los instructores, curiosos por saber a quién le tocaría estar con determinado entrenador. Ever estaba en el rincón a mi izquierda con varios Menos-Sesenta, recargada contra la pared desde donde miraba a los novatos formarse frente a nosotros.
Giré y mis ojos fueron de inmediato hacia Veintidós. Su mirada estaba sobre Lissy, pero cuando me vio observándolo, en su rostro apareció una sonrisa, seguida de un puchero.
“¿Por favor?”, dijo con los labios.
Las súplicas no funcionaban conmigo. Los objetivos humanos me rogaban todo el tiempo. Por favor no me lleves. O, Por favor no me toques. O Por favor no me mates. No funcionaba.
Por otro lado, esa sonrisa… casi dejé que apareciera una en mi rostro.
No. Eso era ridículo. No podía permitir que este chico extrañamente sonriente me convenciera de hacer algo estúpido. Era la mejor entrenadora; sólo aceptaba a los mejores novatos.
Quizá sean los mejores porque así los hiciste. La idea me había estado molestando desde la noche anterior.