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"Desde que la policía encontró a Kane al borde de la muerte en el río, el chico no puede recordar nada. Sin embargo, todo se siente diferente. Cuando cosas extrañas comienzan a ocurrir a su alrededor, sus supuestos mejores amigos le confían un secreto: la realidad ya no es la misma. Pero también recibe una advertencia: no debe confiar en ellos. Sin saber en quién creer, se encuentra perdido. Hasta que, junto a un grupo que se hace llamar Los Otros, es arrastrado a ensoñaciones cada vez más fantasiosas y amenazantes, entonces se vuelve muy claro que hay magia oscura implicada. Nada en la vida de Kane es un accidente. Y solo él podrá evitar que el mundo se vuelva un sueño."
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¿Y SI TODO LO QUE OCULTAS EN TU INTERIOR SALIERA AL MUNDO?
Desde que la policía encontró a Kane al borde de la muerte en el río, el chico no puede recordar nada. Sin embargo, todo se siente diferente.
Cuando cosas extrañas comienzan a ocurrir a su alrededor, sus supuestos mejores amigos le confían un secreto: la realidad ya no es la misma. Pero también recibe una advertencia: no debe confiar en ellos.
Sin saber en quién creer, se encuentra perdido. Hasta que, junto a un grupo que se hace llamar Los Otros, es arrastrado a ensoñaciones cada vez más fantasiosas y amenazantes, entonces se vuelve muy claro que hay magia oscura involucrada.
Nada en la vida de Kane es un accidente.
Y solo él podrá evitar que el mundo se vuelva una pesadilla.
RYAN LA SALA
Escribe sobre cosas surreales sucediéndole a personas queer.
Estudió Antropología y Neurociencia en la Universidad de Northeastern. Vive en Nueva York, al menos en el plano físico, ya que abandona el astral solo para almorzar y mirar animé.
Sus libros han sido celebrados por The New York Times, Entertainment Weekly y NPR. Es el creador del infame podcast Bad Author Book Club y un orador frecuente en eventos y conferencias. Además de escribir, le gusta hacer manualidades supervisado por su gata, Haunted Little Girl.
¡Visítalo!
@theryanlasala
A mi hermana, Julia, quien vio cómo podría ser el mundo y peleó para lograrlo.
“Un sueño que se sueña a solas es solo un sueño. Un sueño que se sueña con otros es una realidad” –Yoko Ono
Aquí es donde sucedió. Aquí es donde encontraron el cuerpo de Kane.
Fue a principios de septiembre; el río Housatonic rebalsaba por las lluvias de aquellas últimas semanas de verano. Kane estaba parado entre unas hierbas que hacían espuma en la orilla, tratando de imaginar cómo había sido la noche del accidente. En su cabeza, que lo hubieran arrastrado para sacarlo del río debió haber sido violento. La luz de la luna caía como confeti sobre las aguas negras, mientras los paramédicos tironeaban de él para sacarlo de allí. Pero este mismo río, durante el día, parecía incapaz de provocar violencia. Era demasiado lento. Se veía como aguas doradas cubiertas con canicas de polen que le besaban las piernas desnudas, y una flota de peces plateados lentamente le rodeaban los tobillos.
Kane se preguntaba si los peces recordarían aquella noche. Sentía el impulso de preguntarles. Él mismo no recordaba nada del accidente. Todo lo que sabía era lo que le habían contado en esos cinco días desde que despertó en el hospital.
Algo le golpeó la cabeza. Una piña. Esta cayó en el agua y los peces plateados se esfumaron.
–Deja de soñar despierto y ayúdame.
Kane pestañeó y se volvió hacia Sophia. Ella estaba parada sobre la orilla donde las hierbas se abrían camino a través del cemento agrietado. Consideró ignorarla, pero Sophia tenía varias piñas más y buena puntería. En realidad, era buena en todo. Era una de esas personas. Por lo general, Kane se resentía con ese tipo de gente, pero ella era su hermana menor. La adoraba. Y hasta lo hacía sentir un poco intimidado. Como la mayoría de las personas. Por eso le había pedido que lo acompañara esa noche.
–No estaba soñando. Estaba pensando –repuso Kane.
–Conozco esa mirada. Estabas pensando en cosas tristes y poéticas sobre ti mismo. –Ella le arrojó otra piña y él la esquivó.
–No es cierto. –Kane reprimió una sonrisa.
–Sí lo es. ¿Recuerdas algo?
–En verdad no. –Se encogió de hombros.
–Bueno, siento distraerte de tu depresión, pero podrían verte desde el puente. Cualquiera que pase conduciendo podría verte. –Tenía razón. El puente, enorme y elegante, se extendía sobre el aire brillante de verano como una telaraña–. Debemos encontrarnos con mamá y papá en la estación de policía en unos… –revisó su teléfono– cuarenta y ocho minutos. Y estamos invadiendo propiedad privada. Y en realidad tú la estás invadiendo otra vez si cuentas…
–Lo sé. No tenías que venir. Sabes eso, ¿cierto? –Kane dejó que la irritación le diera otro tono a su voz.
–Lo siento por tratar de ayudar a mi hermano en su momento de crisis.
–No estoy en crisis. Solo estoy…
–¿Confundido?
Kane se apenó. Confundido. Cuando despertó por primera vez en el hospital luego del accidente, cuando se dio cuenta por primera vez que estaba en problemas, le pareció una buena idea esconderse detrás de esa palabra hasta que pudiera entender qué estaba sucediendo. La policía le hacía preguntas y los pocos recuerdos que tenía del accidente casi no tenían sentido. Estaba confundido. Pero ahora la palabra se sentía como un amigo del que no se podía escapar, siempre apareciendo allí para avergonzarlo. Para desacreditarlo.
–No estoy confundido. Solo estoy intentando limpiar mi nombre.
–Bueno, la estás cagando. –Sophia se limpió una mancha de savia que tenía en la palma.
Tenía razón. Él había estado actuando bastante mal desde el accidente. Estaba evasivo. Lúgubre. Nervioso. Pero Kane siempre había sido así. Solo que ahora las personas lo buscaban para pedirle explicaciones. Querían respuestas, o al menos ver al valiente sobreviviente de algo terrible. En vez de eso, se encontraban con Kane: evasivo, lúgubre, nervioso. A nadie le gustaba eso.
–Escuché a mamá decir que el detective Thistler hoy te hará una evaluación psiquiátrica. Van a hacerte muchas preguntas, Kane –dijo Sophia.
–Ya me han hecho muchas preguntas, Sophia.
–Tal vez puedas considerar darles alguna respuesta esta vez. Por ejemplo: ¿por qué?
–¿Por qué qué?
Lo fulminó con la mirada
–¿Por qué estrellaste un coche en un sitio histórico?
Mientras observaba a través del terreno los restos carbonizados del viejo molino, la mente de Kane se puso en blanco. Pasaba cada minuto desde que había despertado haciéndose esa misma pregunta.
–Mamá dijo que la policía no presentará cargos mientras estés siendo evaluado, pero oí que el condado podría llevarte a juicio –Sophia continuó.
¿El condado entero? ¿Todos, al mismo tiempo? Kane se imaginó a la población completa de Amity del Este, Connecticut, apretujados en un estrado. La idea le robó una sonrisa.
Otra piña aterrizó en su hombro. Caminó con dificultad de regreso hacia la orilla, dejando que los pies se secaran sobre el cemento abrasador. Mientras tanto, Sophia tomaba fotografías del puente. Cuando finalmente se secaron, ya no pudo postergarlo más.
–De acuerdo, hagamos esto rápido. Solo necesito husmear en el sitio del accidente. Continúa tomando fotografías, ¿está bien? –decidió mientras se ponía las botas.
–¿De verdad crees que es seguro entrar allí?
Observaron el molino.
Kane se encogió de hombros. Definitivamente no era seguro.
Con una mitad colapsada, el molino se encontraba clausurado detrás de una red de cintas de peligro. Detrás de él, a través del joven bosque de abedules, estaba el resto del viejo complejo industrial: un laberinto de fábricas y depósitos abandonados que representaban lo más próspero de la era industrial de Amity del Este. Se extendían por kilómetros, orgullosos y en constante deterioro por abandono mientras que el bosque crecía debajo de ellos. Lo llamaban el Complejo de cobalto. El edificio frente a los hermanos (el viejo molino que daba al río) era el sitio del accidente. La escena del crimen. El querido trozo de historia de Connecticut en el que, una semana atrás, Kane había embestido un Volvo, y el cual luego explotó.
Ni siquiera creía que los automóviles explotaran al impactarse. Esas eran cosas de películas. Aun así, el molino y todo lo que había a un radio de quince metros quedó carbonizado.
Kane se ataba las botas de cuero marrón. El viejo molino era un símbolo de Amity del Este que aparecía pintado con acuarelas en las postales que vendían por toda la ciudad. Kane imaginó la versión en acuarelas de su accidente. Los vidrios salpicados en la acera. El infierno plasmado en distintos tonos de naranja pastel. El humo grasiento arremolinándose hacia arriba; hermosos torbellinos contra los tonos lavanda del incipiente amanecer. Muy hermoso. Muy Nueva Inglaterra.
–Vamos, Kane, concéntrate. –Sophia lo reprendió mientras lo arrastraba por debajo de las cintas.
Ningún recuerdo nuevo aparecía a la sombra fría que generaba el molino. En cambio, sintió una picazón, de esas que hacen hervir las venas. Fue un instinto. Había estado reptando debajo de su piel desde que llegaron a aquel lugar. Le decía: no debiste haber regresado.
Kane se mantuvo firme. Necesitaba respuestas y las necesitaba ahora.
–¿Recuerdas algo?
–No.
Sophia suspiró. Con el codo se deshizo de una viga ennegrecida.
–Sigue intentando. Usa tu imaginación –sugirió.
–Creo que usar mi imaginación es lo opuesto a lo que debería estar haciendo. –Kane intentó calmarse mientras calculaba su peso sobre una escalera inclinada. El quinto escalón soltó un quejido, pero resistió.
–Estás inventando cosas todo el tiempo.
–Si… pero en este caso podría ser ilegal.
Sophia se dejó llevar más lejos en el oscuro interior mientras Kane subía al segundo piso. Desde allí abajo, ella contestó en voz alta:
–Quien sabe. Tal vez estés suprimiendo tus recuerdos de forma inconsciente.
Él pensó que era una forma inteligente de hacerlo sentir culpable por no ser capaz de dar una explicación. Ella continuó:
–Tal vez solo se manifestará a través del arte o algo parecido. Deberías intentar dibujar o pintar o… –Un pequeño ruido despertó a unas crías de murciélagos que se encontraban en las vigas. Sophia apareció al final de la escalera. Los murciélagos se calmaron–. Tal vez deberías hacer decoupage sobre algo. Solías hacerlo en muchas cosas.
–¿Crees que rendir mi testimonio con un proyecto de manualidades cursi va a convencer al juez de que no soy peligroso?
–Tal vez.
–Sophia, eso es lo más gay que he escuchado en mi vida.
La broma familiar estalló entre ellos como una chispa repentina. Los hermanos recitaron al unísono su dicho favorito:
–¡Suficientemente gay para que funcione!
Ambos rieron y, por un segundo, Kane no se sintió invadido por el terror.
Sophia saltó sobre unas botellas rotas para unirse a él, que se encontraba debajo de un umbral desmoronado que daba hacia el río. Se sentaron en silencio en el aire estancado del molino hasta que ella lo abrazó por el hombro. Kane se sorprendió; ella odiaba dar abrazos.
–Ey, todos estamos felices de que estés bien. Eso es lo que más importa. Deberíamos estar agradecidos solo por eso –murmuró.
Una punzada de culpa se clavó con fuerza en el pecho de Kane. Estaba de acuerdo con que estar bien era lo que más importaba. Solo que no creía sentirse lo suficientemente bien.
–Además, tus cicatrices se verán estupendas –agregó ella.
Kane sonrió. Le picaron los dedos al sentir la prolija red de quemaduras que se amontonaban como una corona alrededor de la nuca, de una sien a otra. Desconcertaban a los médicos. Eran poco profundas y sanarían rápidamente, pero a veces, por las noches sentía un cosquilleo caliente y hacían que sus sueños se convirtieran en humo y cenizas.
Una ráfaga atravesó el río, rompió en la costa y agitó los abetos y los abedules.
–¿Has hablado con alguien de la escuela? –Sophia quiso saber.
–La profesora guía me envió una tarjeta. Las bibliotecarias me enviaron flores.
–¿Qué hay de tus amigos?
–Lucía me envió una nota.
–Lucía es la señora de la cafetería, Kane.
–Lo sé. –Se mordisqueó la carne blanda de la mejilla interna.
–Ya sé que lo sabes. Pero ¿qué hay de tus compañeros de clase?
–Emm… la profesora guía me envió una tarjeta. –Kane sintió que su consideración era más bien algo físico.
Sophia desistió y él se lo agradeció. En el pasado, ella había tomado la responsabilidad de crearle una vida social, con lo que aseguraba que le daría una maravillosa autoestima. ¡Maravillosa! Desde luego, pronunciado con manos de jazz. Era un hobby bien intencionado que tenía su hermana, pero que siempre lo había avergonzado profundamente, ya que, para empezar, no creía que tuviera una baja autoestima. Él no era como ella, que necesitaba hacerse amiga de todos y de todo. No, a Kane le gustaba pensarse como ¡discernidor! con manos de jazz.
Y además, si en verdad lo quería, Kane podía hablar con la gente. Pero ¿a qué costo? Lo sentía antinatural. Era mejor resignarse a tener compañías más seguras: perros, plantas, libros, y Lucía, la señora de la cafetería, que le daba papas fritas extra los Martes de pizza.
Algo le tocó la mejilla. Espantó a Sophia como a una mosca.
–¿Qué?
–Dije que hoy escuché a papá hablar por teléfono con la policía. Dicen que tu accidente… no parecía ser un accidente. Que la cosa parecía pensada y elaborada y que se preguntaban si tal vez estabas intentando…
Las cigarras rompieron el silencio como una multitud invisible que chismorreaba alrededor de ellos. Ahora Kane debía tener cuidado con sus palabras. Sophia había hecho una pregunta sin formularla.
–No estaba intentando suicidarme –dijo él.
–¿Cómo puedes saberlo si no puedes recordar esa noche ni los meses anteriores a ella?
Kane podía sentir la negación como un serrucho en la garganta. Intentaba quitarlo, pero solo conseguía clavarlo más. Solo lo sabía.
–Kane, dos días son demasiado tiempo para irte sin que supiéramos de ti. ¿Y robar el coche de papá? Eso es hurto mayor. Y sé que no quieres hablar de esto, pero si no aclaras tu evaluación psiquiátrica, mamá dice que tal vez tendrías que ir a vivir a…
–Ya basta. Mira, lo siento. Desearía poder contarte más. Desearía saber dónde estuve o qué estuve haciendo –ahora sonaba más duro.
–O con quién estabas –agregó su hermana con un hilo de voz.
–¿Qué?
–Bueno, alguien debió haberte sacado de ese edificio en llamas y luego haberte ayudado a llegar al río. Debieron haber buscado huellas digitales en tu cuerpo.
De todas las cosas, esto era lo que más molestaba a Kane, como si pudiera sentir a los fantasmas sujetando su carne. Sentía cómo se vería el molino: historia, reducida a escombros, embrujada por ese tipo de sombras escurridizas.
–Ni que se pudiera dejar huellas en un cuerpo. Lo corroboré –agregó ella.
Una sensación familiar enfureció a Kane. Sophia siempre lo había visto un poco como un proyecto. ¿Acaso la investigación del accidente se había vuelto su más reciente interés? ¿Acaso ella sabía más sobre esto de lo que le estaba contando?
–¿Qué más sabes?
Kane pudo haber notado que Sophia apartó la vista demasiado rápido, si no hubiera estado observando una sombra detrás de ella que se separó de la pared y corrió a toda prisa como una araña gigante a través de una puerta.
–Hay algo aquí –susurró.
–¿Qué?
Tiró de ella debajo del umbral y la llevó hacia la pared; no quitó la vista de la puerta.
–Hay algo aquí. Vi que algo se movió –repitió.
–Kane, relájate. Probablemente sea un murciélago.
En ese instante, ambos oyeron un crujido en las escaleras: era el quejido del quinto escalón. Quien fuera que haya sido, debió haber abandonado su posición. El molino tembló como si algo grande y rápido sacudiera las escaleras y explotara sobre el segundo piso.
Kane y Sophia corrieron a la habitación más cercana. Esta tenía un cielorraso abovedado cubierto de hollín, el suelo podrido y una pesada puerta de metal. Kane la cerró de un golpe y cerró el pestillo el instante antes de que algo la embistiera del otro lado. Las bisagras crujieron, pero el pestillo no cedió. Una y otra vez, algo trataba de empujar la puerta, y con cada impacto, el cielorraso emanaba coágulos de polvo. Luego oyeron el espantoso sonido de un metal contra otro metal. ¿Sería una llave acaso? ¿O garras?
–¡Allí! –Sophia empujó a Kane hacia una ventana sobre una parte del techo que estaba tan dañada que parecía a punto de desplomarse. Juntos se abrieron camino entre vigas rotas. Dentro del edificio, las sombras se agitaban como figuras gigantes, irreales, que se escabullían entre la oscuridad y los perseguían.
»¡Kane!
Él logró atrapar a Sophia de la muñeca cuando su pierna se atascó en una parte de techo podrido, pero el peso de ambos fue demasiado. En una columna de polvo y putrefacción, el techo se balanceó debajo de sus pies y los arrojó al suelo con tanta fuerza que Kane chasqueó los dientes al caer. Estaban… ¿afuera? Habían caído del lado trasero del molino. A su alrededor había helechos secos convertidos en trizas, bañados en una espesa luz amarilla. Detrás de ellos, la estructura continuaba temblando de forma siniestra. Kane encontró la mano de Sophia y corrieron, aplastando aquel bosque de retoños chamuscados, mientras una parte del molino colapsaba por completo. Una lluvia de astillas cayó a sus espaldas.
Kane echó un vistazo sobre un hombro y vio una sombra imponente como impresa sobre la nube ondulante de polvo y cenizas; era tan alta que podría haber sido un árbol. Pero luego se volteó y, al verlos, se lanzó hacia adelante.
Kane estaba enfocado solo en seguir corriendo con Sophia hasta meterse en el Complejo de cobalto, aquel laberinto creciente de edificios antiguos, calles rotas y restos de equipos cubiertos de hiedras, hacia los bordes, donde las cercas podridas contenían el bosque. Habían escondido el auto de Sophia en un vecindario cuya parte trasera daba al molino, detrás de una pared de laurel de montaña.
–Vaya, mierda. Eso fue… –dijo ella cuando se desplomó dentro del coche en el lado del acompañante. Tragaba aire.
El sonido de las sirenas fue para Kane como una guillotina que acababa de caer. En ese momento, una patrulla de policía apareció entre las sombras y se detuvo delante del vehículo detenido. Sophia soltó una elaborada cadena de vulgaridades.
–Señor Montgomery, creímos que podía ser usted. Bájese del automóvil, por favor –dijo una de ellos. Kane ni siquiera pudo verla a los ojos.
Se bajaron juntos del vehículo. Sophia fue la primera en sacarse de encima la tensión.
–Ustedes no entienden. Solo estábamos caminando por allí cuando de la nada apareció una cosa enorme y comenzó a seguirnos. Era un animal gigante…
Sophia siseaba y Kane se preguntó si ella había visto la sombra que los siguió. Uno de los oficiales dijo algo por la radio. La otra se dirigió a Kane.
–El Complejo de cobalto es una escena de crimen, señor Montgomery.
A Kane se le secó la boca. Asintió.
–Además, es propiedad privada.
Asintió otra vez.
–Que ya ha invadido una vez.
El suelo comenzó a temblar debajo de sus pies. Se tomó del automóvil para evitar caer. ¿Qué demonios eran esas cosas? No había forma de describirlas y tampoco tenía sentido hacerlo. La policía no creería nada de eso. Pensarían que Kane mismo había causado el daño al molino. Otra vez.
Mierda.
–Fue mi idea. Lo fue, lo juro. Yo le pedí que viniera. Quería ver… ver todo esto por mí misma. El molino. Kane ni siquiera quería venir. Yo lo hice regresar. Por favor, no lo pongan en más problemas –soltó Sophia.
Los oficiales la miraron incrédulos. Su cabello, del color de cacao en polvo, se había destrenzado y flotaba por la mandíbula; algunos mechones salían con escupidas brillantes alrededor de su ceño fruncido. Llevaba puesto su uniforme de Pemberton (la escuela privada solo para chicas, una institución honorable y misteriosa que hacía que la gente del pueblo hiciera una pausa de superstición), pero estaba hecho un desastre luego de la corrida. Aun así, los policías hicieron la pausa.
Uno asintió en dirección a Kane.
–El detective Thistler nos informó que tienes una cita con él y con tus padres esta tarde.
–Sí… estábamos de camino. Nos dirigiremos hacia allí ahora mismo, lo prometo –repuso Kane.
Todos esperaron que sucediera algo y así fue. Ese mismo oficial rodeó la patrulla y abrió la puerta trasera.
–Señorita, usted váyase a casa. Kane, toma tus cosas. Vienes con nosotros.
En la estación de policía de Amity del Este había tres salas de interrogatorio. Dos de ellas eran simples cajas de cemento donde había solo mesas y sillas de hierro. Interrogatorio elegante. Mientras lo guiaban por los pasillos de la estación, a Kane le indicaron que la tercera era la que llamaban el Cuarto blando. Allí había sofás, una canasta de geranios de plástico con cajas de pañuelos desechables a los costados y una lámpara.
Kane se aferraba a esos detalles. Nadie iba a torturarlo en una habitación donde había sofás tapizados, ¿cierto? La sangre empaparía la tela. Se necesitaría un pequeño lago de soda para quitar las manchas.
Nadie le había informado lo que pasaría con él. No se les permitía hablar con él hasta que llegaran sus padres y eso lo hacía querer vomitar. Se preguntaba qué le pasaría mientras se retorcía en sí mismo como un nudo de extremidades temblorosas sobre el sofá. Se preguntaba si una persona podía temblar hasta desmoronarse. Si así sucediera, ¿pasaría lentamente o todo a la vez, como si fuera una torre de Jenga que se desploma al quitar una sola pieza en un cuidadoso movimiento?
Kane estaba harto de preguntarse cosas. Se abrazó a sí mismo con fuerza y tomó un libro de su mochila: Las brujas de Roald Dahl, su favorito. Había tomado la mochila del coche de Sophia antes de que se lo llevaran en la patrulla. Volteaba las páginas a cada rato, solo para simular que leía, en caso de que lo estuvieran observando.
¿Acaso la policía se encontraría con sus padres por separado? ¿Debía enviarle un mensaje a Sophia? Había perdido su teléfono en el accidente, pero ella le había prestado uno viejo.
Kane volteó otra página, aunque no eran palabras lo que veía, sino la sombra del Complejo de cobalto. Su mente iba a la deriva, a tientas, como si se acercara al recuerdo de un sueño que se esfuma en cuanto quien sueña está cerca. Incluso con agudeza, sabía que había algo retorcido acerca de lo que había visto. Algo irreal e increíble.
Se quitó de encima la sensación. No podía pensar en cosas increíbles en ese mismo momento. Necesitaba resolver cómo explicaría todo aquello. Una explicación real sobre lo que realmente había pasado. Y necesitaba resolverlo antes de que lo hiciera el detective Thistler.
Kane se tensó al pensar en Thisler y su traje con su placa atada al cinturón, que olía a cigarros y menta. Thistler estaba siempre sonriendo cuando lo interrogaba, como si pensara que tendrían una aventura secreta juntos. Kane le temía a la gente que sonreía demasiado y Thistler le probaba por qué. En su primer encuentro en el hospital, Thistler lo puso al tanto sobre su situación con una explicación alegre, a las apuradas, como alguien que cuenta sobre su hobby raro con entusiasmo. Decía cosas como “incendio en propiedad ajena” y “antecedentes penales” con un gesto triunfal. Cuando hubo entrado en pánico, Thistler comenzó con sus extrañas y dispersas preguntas sobre la vida de Kane. ¿Tenía novia? No. ¿Novio? No todavía. ¿Participaba en clubes escolares? No. ¿Qué pensaba de la escuela? Estaba bien. Y así.
Hacia el final de las dos horas, Thistler comenzó a darle vueltas a algo mucho más grande que los datos inútiles sobre la vida de Kane. Estaba apuntando a su estabilidad. Las preguntas se habían vuelto filosas. ¿Por qué mientes para evitar a la gente? No… no lo sé. ¿Por qué querrías lastimarte a ti mismo? No lo haría. No lo hice. Pareces enojado. ¿Hablar de lo que hiciste te enoja? Sí, pero… ¿Por qué será? … pero no quería hacer lo que usted cree. Pareces molesto. ¿Por qué estás molesto?
Kane se dio cuenta de la naturaleza traicionera de aquellas preguntas demasiado tarde para poder evadirlas. Era como si se hubieran encendido las luces de un escenario donde no quería estar, y mostraran una obra en la que no sabía que estaba actuando. La obra era una tragedia. Él era el protagonista: un chico gay, solitario, suicida, lleno de angustia. Había interpretado su papel de mil maravillas.
Incluso ahora, el cuerpo entero de Kane ardía de humillación. Sus padres habían estado allí. Luego habían estado hablando en privado con Thistler en el pasillo, y los susurros habían continuado hasta el día siguiente cuando le anunciaron que debía someterse a una evaluación psiquiátrica. La segunda oportunidad de Kane.
–Eres un Montgomery. Eso significa algo en este pueblo, lo sabes. Tu tío está en el ejército –había dicho su papá.
–Eres afortunado. Te están dando la oportunidad de probar que estás comprometido a ayudarte a ti mismo. No todos la tienen, cariño –había dicho mamá.
–Estás jodido. Creen que te volviste loco. Tendrás que resolverlo tú solo. Demuéstrales que están equivocados –había dicho Sophia.
Y así fue cómo fueron a parar al molino.
El miedo le astillaba las entrañas. Si podía superar esta conversación con Thistler, Kane prometía que jamás regresaría al Complejo de cobalto. Ni siquiera se acercaría allí.
La puerta del Cuarto blando se abrió.
–Detective Thistler, puedo explicarle… –Kane se paró de golpe.
Pero no era Thistler quien estaba en la puerta, o sus padres. Rodeada por la luz fría del pasillo, había una persona completamente nueva para el pequeño y desastroso mundo de Kane.
–¿Señor Montgomery? Espero no haberlo hecho esperar tanto en este lugar sombrío y triste. Vine tan pronto como recibí el llamado.
La persona hablaba con gracia, con una voz adornada con una cadencia teatral que templó la pequeña habitación. Tenía puesto un traje entallado, ceñido en la cintura, unos pantalones elegantes de satén. Todo el conjunto estaba cubierto de unos exquisitos hilos dorados que revelaban un entramado irregular a la luz de la lámpara. Incluso su piel brillaba con un lustre de oro que acompañaba sus movimientos al sentarse. Kane también se sentó, un poco deslumbrado por la perfección del rostro de aquella persona, que no le permitía preguntarle si era un hombre, una mujer, ambos o ninguno.
Elle extrajo un anotador de su bolsa y miró de cerca a Kane a través de sus pestañas rizadas.
–¿Qué? ¿Acaso nunca viste un hombre que use máscara de pestañas? –dijo como respuesta a la pregunta que Kane había formulado con la cara.
–Lo siento. –Las mejillas le ardían. ¿Cuántas veces le habían hecho esa pregunta a él? ¿Cuántas veces más la había contestado sin que se la preguntaran, solo para no incomodar a la gente que no comprendía la ambigüedad, quienes ignoraban lo que esta persona tenía para decir, mientras se preguntaban con agresión sobre su identidad?
»Lo siento. No quise… –Kane repitió.
La persona hizo un ademán en el aire como borrando las disculpas de Kane. Él se sintió más avergonzado aún. No era el tipo de persona que se solía encontrar en los suburbios de Connecticut. No era una persona de la que Kane supiera cómo esconderse. En cambio, sintió la necesidad de impresionarle.
–Usted no es el Detective Thistler –dijo, aunque eso no podía ser más obvio.
–Oh, qué astuto. Me dijeron que eras listo. –El hombre le guiñó un ojo en señal de complicidad, lo cual le sacó una sonrisa a Kane–. Thistler está ocupado con… no lo sé. Lo que sea en que se ocupan los heterosexuales patológicos. Tal vez está tratando de encontrar un uso más a su champú tres en uno, además del acondicionador y jabón para el cuerpo. Tal vez debería probarlo como enjuague bucal, ¿no crees? Le ayudaría con el arcoíris decolorado que tiene como sonrisa y que se empeña en mostrar a todo el mundo.
Kane se sorprendió a sí mismo al reír con ganas.
–Como sea. Hoy seremos usted y yo, señor Montgomery. Puede llamarme Dr. Poesy.
Kane estaba fascinado con le Dr. Poesy, en especial por su llamativo lado queer. No era lo suficientemente inocente para descartar la similitud entre él mismo y le doctor como coincidencia, porque (como regla general) Kane no creía en las coincidencias. Hasta ahora, la vida le había mostrado que había algo horrible y condicionado en la forma en que el mundo se acomodaba para las personas como él. Una especie de mala suerte seductora que se repetía hasta el infinito en pequeñas y crueles formas. Al principio Kane creyó que le Dr. Poesy era parte de ese diseño malvado. Un poco más de mala suerte, enviado para molestarlo una vez más. Pero ¿cómo alguien tan parecido a él podría ser malo para Kane? En el fondo de su desconfianza, sintió que algo perdido volvía a despertar: la esperanza. Esta reunión no era una coincidencia, pero tal vez tampoco era la mala suerte. Tal vez le Dr. Poesy era buene. Tal vez estaba allí para ayudar a Kane a liberarse de los diseños malvados de su vida. Tal vez, quizás, le Dr. Poesy era el filo más brillante del destino.
La idea le hizo arder los ojos. Se tragó la emoción y se recordó que esa nueva esperanza era peligrosa. Tenía que mantener la guardia alta. Se borró la emoción del rostro y preguntó:
–Eres de psicología, ¿verdad? Estás aquí para mi evaluación psiquiátrica, ¿cierto?
–Soy una de las tantas personas que estamos aquí para ayudarlo. Y sí, estoy aquí para evaluarlo, aunque hoy solo hablaremos. Sus padres fueron informados y ya se retiraron de la estación –respondió le Dr. Poesy.
–¿Ellos saben lo que sucedió?
–No del todo. Les dije a los oficiales que me dejaran a mí hablar con ellos y aún no he decidido qué les diré. Supongo que lo haré durante esta reunión. –Le Dr. Poesy sonrió con malicia.
Kane retrocedió un poco. ¿Acaso era una amenaza? ¿Qué quería decir?
–Veo que trajiste un libro. ¿Cuál es?
Kane aún se aferraba a Las brujas.
–Ah. Nada. Es un libro para niños.
Le Dr. Poesy le echó un vistazo. Sus ojos tenían un color que cambiaba entre negro, azul y olvido.
–Me interesan las brujas –comenzó–. Si observas la mayoría de los arquetipos femeninos (la madre, la virgen, la prostituta), sus poderes vienen de su relación con los hombres. Pero eso no sucede con la Bruja. La Bruja toma su poder de la naturaleza. Convoca sus sueños con hechizos y encantamientos. Con poesía. Y creo que por eso les tememos. ¿Qué aterra más al mundo de los hombres que una mujer limitada solo por su imaginación?
Kane se inclinó hacia adelante en su asiento. Sintió que debía responder, pero ¿qué diría? ¿Acaso esto era parte de la evaluación? No había sido cuidadoso con Thistler. Tendría que serlo con le Dr. Poesy.
–Es solo un libro –dijo con precaución.
Le Dr. Poesy buscaba entre sus archivos. Un bolígrafo dorado apareció en su mano y lo balanceaba con arrogancia mientras escribía.
–Entonces, en sus propias palabras, ¿por qué estamos aquí, señor Montgomery?
–Estuve en un accidente de auto.
–Esas pinceladas anchas no lo llevarán lejos conmigo. Intente de nuevo.
–Yo… –Kane puso una voz más firme. Se armó de valor, sabía lo que tenía que decir–. Hui de casa hace una semana. Robé el coche de mis padres y lo conduje por el Complejo de cobalto luego de que hubiera una gran tormenta. Perdí el control del coche cerca del río y lo choqué contra un edificio. El auto se incendió; también se incendió el edificio. Me zafé y la policía me encontró en el río. Me desmayé y entré en un breve estado de coma, pero desperté en el hospital más tarde. Estoy en serios problemas. No recuerdo nada de todo aquello.
Le Dr. Poesy observó a Kane por un largo rato.
–Y, desde luego, hoy regresó al molino. ¿Recordó algo?
–No. –Eso no era mentira, pero ¿debería contarle a le Dr. Poesy acerca de la cosa que los persiguió? ¿Cómo podría empezar a describir siquiera lo que había sucedido sin que sonara aún más culpable?
Pero le Dr. Poesy continuó:
–¿Por qué un fugitivo vuelve a su casa solo para robar un coche?
–No lo sé. No recuerdo haberlo hecho. –La mente de Kane quedó en blanco. Nadie le había preguntado eso aún.
–¿Cómo es que un edificio que está casi todo hecho de ladrillos se prende fuego bajo la lluvia?
–El…. el auto debió haber explotado o algo así.
–Eso sucede en las películas, pero los coches no suelen funcionar así. Sin embargo, se encontraron rastros de gasolina por todas partes en el lugar del accidente.
–Los automóviles funcionan con gasolina. La gasolina explota. –Kane frunció el ceño.
–Inteligente. –Le Dr. Poesy se dio golpecitos en la sien con su bolígrafo dorado y tomó unas notas.
–¿Qué está escribiendo? Yo no incendié aquel edificio a propósito.
–Yo no dije en absoluto que usted lo hiciera, pero ese es un pensamiento curioso. –Le doctor continuó escribiendo.
–Yo no lo haría… quiero decir, yo no… –Kane se desplomó en su asiento, escandalizado.
Le Dr. Poesy alzó una mano para silenciarlo una vez más:
–Seré honesto con usted, señor Montgomery, de la manera en que nadie más lo será, porque lo entiendo y comprendo su mala suerte. Quiero que sepa que busco lo mejor para usted, incluso si siendo honesto soy duro, no soy cruel –esperó que Kane asintiera en señal de consentimiento antes de continuar–. Primero, la historia de su desgracia es claramente falsa. Nada de ello tiene sentido, ¿verdad? Intentó desaparecer, pero no lo consiguió. Destruyó su teléfono celular, pero aun así ni siquiera se molestó en borrar lo que publicó en sus redes sociales. Robó el coche de su familia, pero no se llevó efectivo o tarjetas de crédito. Condujo aquel automóvil, milagrosamente, a través de varios perímetros de seguridad por un camino directo al río, antes de virar el volante a último momento contra un edificio. Una persona no sobreviviría un accidente así, por lo general, pero los paramédicos lo encontraron inconsciente y casi ileso, sentado en el río a varios metros de distancia, así que, no pudo haber estado dentro del coche al momento del impacto. ¿Sabe cómo lo describieron en el informe policial? “Educado y distante”. Esos fueron los términos exactos. El informe dice que lo encontraron sentado más adentro de la orilla, tarareando una canción y cortando flores. Y solo luego de que estuviera a salvo, de pronto cayó en estado de coma. Eso es demasiado raro, me parece.
Kane sentía el ceño rígido en su rostro y luchó para suavizarlo. Era muy difícil mirar a le doctor, así que prefirió concentrarse en sus puños apretados.
–Nada de esto tiene sentido, ¿no es así?
Kane se encogió de hombros. Eso era todo lo que sabía.
Le Dr. Poesy se reclinó hacia atrás.
–Y aquí es cuando le cuento la verdad real, señor Montgomery. Mis colegas están en desacuerdo con mi decisión de hacerlo, pero creo que es importante que entienda la realidad de la situación en la que se encuentra. O, al menos, lo que hasta ahora es real.
La actuación alegre dio paso a una mirada clínica indescifrable. Dr. Poesy sonreía como si recién hubiera aprendido a hacerlo. La sonrisa estaba en los labios, pero no había nada en los ojos.
–¿Qué quiere decir?
–Quiero decir que su historia sucede dentro de una mucho más grande, un caso en desarrollo más grande que la jurisdicción del departamento de policía de su propio pueblo. Ha logrado captar la atención de unas personas muy poderosas y muy malas, señor Montgomery, quienes irán hasta las últimas consecuencias para mantenerlo callado acerca de lo que vio. Gracias a la buena suerte, yo llegué primero. Yo puedo protegerlo.
–¿Acaso estoy en peligro? –Kane se retorció en su asiento.
Le Dr. Poesy metió una mano (con perfecta manicura) dentro de su bolsa y puso un papel cuadrado sobre la mesa, entre los dos. De una manera absurda, era una de las postales en las que Kane había estado pensando. Las que mostraban al molino pintado con esas acuarelas nostálgicas.
–Déjeme mostrarle la obra de Maxine Osman. Nació en el año 1946 y ha sido un clásico de Amity del Este por setenta y cuatro años. Estuvo casada, pero su esposo falleció hace muchos años. No tiene hijos. Solía encabezar el Sindicato de artesanos de Amity del Este. Se la conoce por las obras en acuarela que realiza cada año para el consejo de turismo de Amity del Este. De hecho, es muy conocida por las series de la estación del Complejo de cobalto. Pinta doce cada año para el calendario oficial de Amity del Este. Su tema favorito era el viejo molino, el que usted hizo explotar.
Kane miró fijamente a la postal. Había algo allí que él conocía. Algo importante que no podía comprender del todo.
–¿Usted cree que la artista está tras de mí porque quemé el molino?
–Se dirigía a pintar el molino en la mañana de su accidente. Estaba lista para pintarlo al amanecer, cerca de cuando ocurrió el accidente. –Le Dr. Poesy se toqueteó el puente de la nariz.
–De verdad lo siento. Puedo disculparme con ella –Kane intentó una vez más.
–No, no puede disculparse, señor Montgomery, porque ella está muerta.
–¿Ella… qué? –Los ojos de Kane se abrieron como platos, secos, sin pestañear.
–Muerta. Fallecida. Difunta.
–Sé lo que significa muerto.
Entonces, Kane se dio cuenta a qué se refería le Dr. Poesy y la habitación quedó sin aire. La sonrisa del doctor se volvió más ancha y ahora hablaba con soltura pausada.
–Maxine tenía una pequeña caja de elementos que llevaba consigo cuando salía a pintar. De aluminio, con broches y una manija. Adentro debía guardar sus pinceles y pinturas. Herramientas de otros artistas. –Los ojos de le Dr. Poesy tenían una naturaleza felina. Kane creyó que, si las luces se apagaran, el cobalto de aquellos ojos se volverían discos iluminados por la luna–. Esa caja fue encontrada entre las cenizas del molino, derretida hasta no poder abrirse. Lo que está claro es que usted estuvo presente para la obra final de Maxine. Lo que no es tan claro es por qué.
Los ojos de Kane ardían. No podía resistir el impulso de pasarse los dedos sobre las quemaduras, esconderse detrás de sus nudillos blancos. El doctor se inclinó hacia adelante, intrigado por la reacción de Kane, como si supiera que era culpable.
–Sus padres no saben acerca de Maxine Osman. La policía tampoco sabe. Yo no soy su psicólogo designado, como Thistler cree, y tampoco respondo al Departamento de policía de Amity del Este. Trabajo para fuerzas mucho más poderosas. Esas fuerzas están interesadas en la desaparición de Maxine. Esas fuerzas quieren que esta investigación se mantenga en secreto, y que usted esté involucrado en ella pone en riesgo ese secreto, pero no creo que usted sea un riesgo en sí mismo, señor Montgomery. Creo que usted es la respuesta.
Kane pensó que conocía el miedo, pero este nuevo tipo de horror recalibraba todo lo malo que había vivido hasta ese momento. Esto era mucho peor que lo que creía. Debió haber pasado un largo rato hasta que Kane emitió respuesta, o tal vez jamás respondió, porque lo que oyó después fue una risa estridente, que sonó como un martillo.
–No se espante tanto, señor Montgomery. No creo que usted haya asesinado a Maxine Osman. No estoy seguro de quién lo hizo. Por eso estamos aquí, juntos.
Kane se sacudió la impresión. No podía perder el control ahora.
–¿Necesitan mi ayuda para resolver el asesinato? –preguntó.
–Ah, ¡entonces sí es inteligente! Sí, tengo una propuesta. Una pequeña tarea para usted. –Le Dr. Poesy sacó una libreta de su bolsa y se la entregó a Kane. Era delgada y tenía una cubierta flexible de cuero rojo tan brillante que Kane creyó que el color le mancharía las manos. Tenía su propio bolígrafo dorado en un broche de cuero, y las páginas estaban en blanco, a excepción de la primera, que decía Mi diario de sueños.
–¿Usted quiere que escriba un diario de sueños?
–Por supuesto que no –le Dr. Poesy rio–. Tal vez no sea su psicólogo real, pero aún se encuentra bajo mi evaluación, y mientras ese sea el caso, la policía no podrá tocarlo. Escribir en este diario, además de vernos una vez por semana, debería darle el tiempo y la inspiración necesarios para que me de la información que quiero sobre Maxine Osman y su noche de incendio juntos. Haga esto por mí, y yo me ocuparé del resto.
–Pero le dije a la policía todo lo que sé. –La voz de Kane era como un susurro azul pálido.
Le Dr. Poesy sonrió.
–Usted y yo sabemos que hay más detrás de su historia. Tal vez mintió. Tal vez no. Tal vez sus sueños le revelen lo que su mente en vigilia no puede tolerar. No importa, siempre y cuando eso lo vuelque en esas páginas. Cualquier detalle puede ser relevante. No retenga nada, o lo sabré. Tiene tres semanas.
–Pero…
Kane se interrumpió. ¿Qué estaba haciendo? ¿Revelar lo poco que sabía? Le Dr. Poesy había dicho que Kane era intocable mientras estuviera siendo evaluado. Si él perdía la fe en su capacidad de ser útil, la evaluación terminaría, y la libertad de Kane se esfumaría como una luz al apagarse.
Le Dr. Poesy cruzó las piernas a la altura de los tobillos. Puso una mano encima de la otra sobre la rodilla, y un resplandor dorado centelleó de una cadena en la muñeca al reflejarse contra la luz de la lámpara. Kane quedó cautivado, indefenso ante el miedo y el pánico que surgían en su interior.
–Míreme.
Kane le miró. Le Dr. Poesy se reclinó sobre la mesa, como desafiando a Kane a unírsele de cerca en un renovado susurro.
–Hay una verdad peligrosa dentro de usted, señor Montgomery, que ni la mentira más experimentada podrá esconder por mucho tiempo. Y, como sucede con todas las verdades peligrosas, el truco para sobrevivir a ella está en revelarla de una forma que pueda controlar. –Le Dr. Poesy se inclinó aún más cerca–. Las personas como nosotros debemos contar nuestras historias por nuestra cuenta, lo sabe, de otro modo estas nos destruirán en su propia forma violenta. Y le puedo asegurar que esta verdad lo destruirá a usted también si no se cuida. Lo quebrará desde adentro hacia afuera… como un huevo. –Kane se sacudió hacia atrás cuando le Dr. Poesy chasqueó los dedos a dos centímetros de su rostro.
Kane sintió la garganta áspera al respirar de golpe. El Cuarto blando daba vueltas. No podía creer que esta persona estuviera acusándolo de mentir y que lo extorsionara para escribir un diario. Un diario de sueños falso. De una forma absurda, sentía la necesidad de decirle a Sophia que había estado en lo cierto. Después de todo, le estaban pidiendo que resolviera su testimonio a través de arte y manualidades.
–Comprendo –susurró Kane.
–Estupendo. Supuse que lo haría. Ahora, cuando dejemos esta habitación, quiero que la sangre le vuelva al rostro. Que le vuelva la energía al cuerpo. Solo hemos estado conociéndonos, ¿no es así? –Su voz sonaba más suave.
–Desde luego. –Kane entendió la insinuación.
Abandonaron juntos el Cuarto blando; atravesaron los pasillos de la estación y las puertas que zumbaban al desbloquearse. Kane y le Dr. Poesy intercambiaron saludos en el vestíbulo y Kane se apresuró hacia la puerta doble.
–Kane.
Le Dr. Poesy estaba parade en el vestíbulo, jugando con el puño de su muñeca derecha.
–Tenga cuidado. Las cosas de las que no podemos escapar son contra las que debemos luchar, y usted no es un luchador. Necesitará ayuda. Me necesitará, y yo no protejo a los mentirosos.
Kane vio al monstruo sombrío en las nubes de polvo y luz. Lo vio volverse lentamente, con su cabeza sin ojos, se paró para observarlo. Y por supuesto, él había corrido. Y le Dr. Poesy lo sabía.
Un par de oficiales pasaron por allí. Le Dr. Poesy1 sonrió al vacío mientras le entregó algo a Kane. La postal.
–Quiero que usted la tenga. Como un marcador de libros, así podrá recordar siempre cuál es su lugar.
El rostro le quemaba cuando la tomó. La sostuvo cerca mientras empujaba la puerta doble de la estación de policía, para huir de nuevo hacia el abrazo del verano y el canto de las cigarras.
1 Nota del editor: al igual que en la versión original, Poesy aparece con distintos pronombres a lo largo del libro. A veces neutros (elle), a veces femeninos (ella) y a veces masculinos (él). Esto responde a su naturaleza fluida y no debe considerarse, bajo ninguna circunstancia, un error.
En el momento que Kane salió, su teléfono erupcionó con millones de mensajes; todos ellos eran de Sophia. Llegaban demasiado rápido para que él pudiera leerlos, así que decidió llamarla mientras se apuraba a alejarse de la estación de policía.
–Kane, ¿dónde has estado?
–En la estación de policía. Estoy bien. ¿Dónde están mamá y papá?
–Están en casa. ¿No leíste mis mensajes?
Kane se apresuró. Sentía el impulso de correr, pero todavía había gente por allí en el centro del pueblo. Estaba atardeciendo.
–Aún no los leí. ¿Qué sucedió?
–Tú dime qué sucedió. No lo entiendo. Llegué a casa y mamá y papá llegaron veinte minutos más tarde. Dijeron que la reunión se había cancelado y que tú te reunirías con un terapeuta para tu evaluación, o algo así. Les dije que te recogería, ¡pero eso fue dos horas atrás! Entonces les dije que fuimos a comprar yogur helado. Creo que ganamos un poco de tiempo para hablar.
A Kane no lo alivió enterarse de eso. Sospechaba que la reunión con le Dr. Poesy había sido de algún modo extraoficial. No hubo papeleo. Nada que documentara lo que habían estado hablando. Como una página en blanco en su vida. Tal como con el accidente.
–¿Qué sucedió, Kane? ¿Dónde estás?
Kane se mordisqueó la mejilla interna; trataba de decidir si debía mentir o no. Sophia ya estaba demasiado involucrada en el asunto.
–No sucedió nada malo. Solo me encontré con un terapeuta, como dijeron. Tuve que escribir algunas respuestas en un informe y hablar de lo que sentía. Fue estúpido. –Aquella mentira lo hacía sentir más solo que nunca.
–¿Dónde estás? Estuve leyendo en Roos. Pasaré a recogerte.
–Quiero caminar a casa.
–Se supone que no debes estar solo. Mamá dijo que debía…
–Miente por mí otra vez, ¿sí?
Kane colgó y apagó el teléfono. Sintió la necesidad de arrojarlo entre los rododendros que había al costado del camino de St. Agnes, la universidad del centro de Amity del Este. Acortó el camino a través del campus y se apresuró hacia el arroyo Harrow.
Amity del Este era un pueblo mal planificado, un lienzo de cemento arrojado sobre la vegetación húmeda de las tierras inundadas por el Housatonic. Por esa razón, aquel paño suburbano con forma de cuadrícula estaba hundido en algunas partes, sumergidas por los desfiladeros que se llenaban de agua de lluvia y donde pequeños bosques crecían a su alrededor. El arroyo Harrow serpenteaba a través de aquellos bosques pequeños, conectado a la tierra firme por un sendero para corredores. Era el camino menos directo hacia casa. Pero era seguro. Ningún automóvil que lo estuviera buscando podía pasar por allí. O hermanas menores en busca de sus hermanos.
Kane necesitaba tiempo y espacio para pensar, y el sendero siempre le había ofrecido ambos.
Miró hacia arriba a través de los abedules que se entrelazaban como redes contra el cielo que anochecía. En el momento que se encontraba al lado del arroyo, la noche había oscurecido la distancia y corría una cortina de sombras justo hacia el costado del sendero. A cada metro había un poste de luz encendido rodeado de polillas frenéticas con el neón. Más adelante, la orilla del arroyo se deslizaba sobre rocas gastadas, silenciosa y calma; todo lo opuesto al estado de Kane. Se cruzó con dos niños que se arrastraban sobre monopatines, seguidos por sus padres. Observaron fijamente a Kane y él se dio cuenta de que sea veía tan deprimido como se sentía.
Kane tomó la postal que le había dado le Dr. Poesy con manos temblorosas. En una esquina estaban las iniciales M. O. Maxine Osman. Un miedo asfixiante se le instaló en la garganta en el momento que se obligó a mirar aquellos colores apacibles de la pintura. La imagen no era diferente ahora que su creadora estaba muerta, aun así, de alguna manera rebosaba de vida nueva. Era todo lo que quedaba de ella, y en cierta forma era donde habitaba ahora. Atrapada en su propio mundo de acuarela.
Kane pensó en que había estado parado, mirando al molino, imaginándolo con aquel brillo ensoñador de la acuarela. En ese momento lo había sentido como soñar despierto otra vez, pero ¿cómo podía ser? Sintió su instinto habitual de correr, esconderse. Para evitar descubrir algo más.
Ahora sabía que antes no había estado soñando despierto: había sido un recuerdo.
Una ola de ansiedad le subió por el estómago. ¿Qué había hecho? ¿Dónde estaba? No quería recordar, pero tampoco tenía otra opción. Le Dr. Poesy había dicho que la verdad era su única opción si quería sobrevivir a esta historia.
Kane respiró para calmar los nervios; imaginó que su energía agitada se dejaba llevar desde las manos como olas de electricidad. Se sacudió, dio saltos en un pequeño círculo, luego hacia el lado contrario para deshacerlo. Esos pequeños rituales por lo general funcionaban, y la tensión en el cuerpo cedía. De esta manera le había dado resultado, claro que sí. No iba a dejarse vencer ahora.
–No soy un huevo –le dijo a la noche mientras tomaba el diario–. No soy un huevo –susurró sobre la suave cubierta de cuero.
Hasta ese momento, su única compañía en el sendero eran las nubes de mosquitos alrededor de la cabeza, junto con las polillas y el brillo ocasional de la luz de la luna sobre los bordes el arroyo. Cuando llegó hasta una banca debajo de un poste de luz, se desplomó sobre ella y abrió el diario.
A modo de experimento, Kane presionó el botón del bolígrafo dos veces. Hizo un sonido limpio y caro. Lo presionó seis veces más y luego dibujó algunos garabatos.
–Lo que su mente en vigilia no puede tolerar –murmuró mientras escribía con letras claras. Las leyó una y otra vez, hasta que las palabras ya no se vieron como tales. Finalmente, volvió a la postal.
Lo que fuera que le había sucedido a Kane, estaba de alguna manera conectado con Maxine Osman. Eso significaba que necesitaba averiguar todo lo que pudiera sobre ella. Ya tenía algo de información. Escribió su nombre. Le Dr. Poesy había dicho que había nacido en 1946, con lo cual debía tener setenta y cuatro años. Kane no agregó cuándo murió, porque se negaba a saberlo. No todavía. Poesy también había dicho que ella siempre vivió en Amity del Este, pero ¿dónde? Y que hacía cuadros para el consejo de turismo, una serie para el calendario del pueblo. Uno de esos calendarios colgaba en la cocina de Kane y así había sido cada año desde que él era pequeño. En cierta forma, había conocido a Maxine Osman durante toda su vida.
¿Ahora qué?
Kane pensó en la frustración que le hizo hervir las venas (como burbujas corrosivas de agua gasificada) cuando se paró en el agua del molino y no sintió nada. Pensó en las acuarelas, y en lo que dijo Sophia acerca de que alguien debió arrastrarlo lejos del fuego. No creyó que una anciana lo hubiera rescatado, lo cual significaba que alguien más debía haber estado involucrado.
¿Pero quién?
Se sentó encorvado en una banca a escribir una versión de los hechos de aquella tarde en el molino, una versión suavizada para le Dr. Poesy. Cuando llegó a la parte cuando salieron corriendo, en concreto, cuando él miró hacia atrás para ver lo que los estaba persiguiendo, dejó de escribir. Aún no entendía qué había visto. Cuanto más lo imaginaba, más recordaba. La cosa no se movía como una persona, de una pierna a la vez. Se movía como una araña, todas las patas al mismo tiempo.
Sintió escalofríos por todo el cuerpo; la noche se había vuelto fría sobre sus muslos. Rebotaba los talones con las botas sobre el cemento, ocho por cada pie, luego ocho con ambos. Debería irse a casa. Meterse dentro. Le Dr. Poesy le había advertido sobre aquellos que lo querían callado. ¿Qué quería decir?
Entonces lo supo. Le Dr. Poesy creía que Kane había estado con Maxine Osman al morir, pero que no la había matado. Eso significaba dos cosas: alguien más había asesinado a Maxine Osman, y esa persona sabía quién era Kane.
¿Por qué le Dr. Poesy no lo había mencionado? Kane apretó el bolígrafo. Estaba a punto de pararse cuando un resplandor como un filo de luz de luna captó su visión al otro lado del arroyo. Echó un vistazo en la completa oscuridad.
Allí estaba de nuevo: un borde de luz que flotaba sobre la otra orilla del arroyo. Se le aceleró el corazón cuando vio que una porción de sombra se desplazó y el resplandor desapareció. ¿Acaso era un lobo, o tal vez un lince rojo? Amity del Este era una cuna de bosques ondulantes y, a veces, los animales se volvían curiosos. Pero había algo sobre esa sombra que parecía antinatural de una forma conocida.
Se aferró al diario mientras se trepó al costado del sendero sin quitar la vista del otro lado de la orilla. Lo que sea que fuera, ahora no podía verlo, entonces estuvo atento a escuchar si el agua salpicaba para determinar si la cosa se estaba acercando. En cambio, oyó un chasquido erizante, como garras sobre piedras suaves. Y estaba justo detrás de él.
Algo enorme se precipitó sobre la banca y arrojó la mochila de Kane al suelo. Con la poca luz pudo ver una gran cantidad de patas, largas y unidas entre sí como una araña gigante, todas fusionadas en un revuelto grotesco. Se escabulló hacia atrás, toda despatarrada, y luego saltó en dirección a los árboles.
El corazón de Kane se atoró detrás de las costillas. Estaba demasiado asustado para gritar. Manoteó la mochila y corrió a toda velocidad hacia el final del sendero. A su alrededor, la noche se llenaba de viento y cigarras cuyo canto era como una extraña risa que lo aterraba. Aquellas patas. No podía olvidar aquellas patas. Esta vez no hubo nube de polvo alguna. Nada que escondiera aquella cosa que los había perseguido a él y a su hermana en el molino aquella tarde.
Lo había encontrado y estaba dispuesto a acabar con él.
Kane llegó a una curva en el sendero que subía en dirección a la calle. Lanzó un vistazo hacia atrás. La bestia se balanceaba del poste de luz como capullo de sombras. Una pata larga y delgada se desprendió del cuerpo principal y extrajo algo. Las brujas.
Kane se tropezó y cayó al suelo. Las manos le ardieron y las uñas se le llenaron de tierra. Estaba casi parado cuando oyó el chasquido otra vez, ahora estaba frente a él. Retrocedió un segundo antes de que otra masa de patas se escabullera sobre el sendero para bloquearle la salida.
–¡Déjame solo! –gritó. Le arrojó la mochila a la cosa y luego corrió hacia el arroyo. Se zambulló entre los juncos; se hundió hasta las rodillas en el fango apestoso del arroyo. Sin pestañear, sus ojos saltaban de una orilla a otra, a la guardia de captar movimiento. Esperó aferrado al diario rojo como seguridad.
Y esperó. La noche esperaba con él en completo silencio.
Luego oyó una voz.
–¡Hola! ¿Hay alguien aquí abajo?
Una chica apareció en el sendero, revisando los juncos. Se oía el canto de los grillos y el chapoteo del agua.
–Hola… –dijo otra vez. Kane sabía que debía advertirle, pero no podía respirar. En un silencio penoso, esperó que la oscuridad la tomara con todas sus patas, pero nada de eso sucedió.
La chica saltó hacia la orilla.
–¡Hola! Puedo verte. ¿Te encuentras bien? –Era mucho más grande que Kane; vestía un equipo de correr y sostenía la mochila enlodada de Kane. Se frenó de golpe cuando lo vio.
–Había algo… –Kane comenzó a decir. ¿Por dónde podría comenzar? ¿Debería intentar explicarle acaso?
Hubo un golpe de silencio cuando ambos notaron que se conocían. Luego, Kane sintió tanto miedo apoderarse de él, que creyó que se hundiría en el lodo.
–¿Kane?
–No. Es que no. No soy –espetó.
Ursula Abernathy, otra alumna de la Secundaria Regional de Amity, se aproximaba paso a paso. Grande y poderosa, era la estrella del equipo de atletismo. ¿O tal vez era del equipo de hockey sobre césped? Kane solo sabía que ella participaba de muchos deportes y que era buena en ellos, pero que fuera del campo de juego era supertorpe. Se habían burlado de ella cuando era pequeña. Kane lo sabía porque había sido parte de esas burlas. Ambos habían asistido a la misma escuela primaria.
No tenía sentido tratar de mentir ahora que ella lo había reconocido.
–Bien, soy yo –dijo.
–¿Te encuentras… bien?
-Sí.
Ursula claramente esperaba una explicación, pero Kane no tenía nada que decir. Estaba demasiado consciente de que para la mañana siguiente todos en el pueblo sabrían que Kane Montgomery, el chico gay malhechor, que incendiaba edificios y chocaba automóviles, había sido encontrado jugueteando por la noche en los afluentes lodosos del río Housatonic. Ya podía imaginar a le Dr. Poesy tomando nota en ese estúpido archivo. Con delicadeza, se levantó del lodo y caminó lentamente hacia la orilla, mientras que sus botas hacían un chapoteo indecente. Ursula lo siguió a distancia.
–¿Qué estabas haciendo aquí abajo?
Kane le lanzó una mirada. Llevaba puesta una camiseta andrajosa de mangas largas que tenía escrito en letra cursiva: PATEA AL CEMENTO, NO A LAS PERSONAS. TRIATLÓN PARA ACABAR CON LA VIOLENCIA DOMÉSTICA. Sus hombros y su cuello estaban perlados de sudor. Su cabello cobrizo estaba recogido en un moño desaliñado que parecía más un nido que un peinado; y el flequillo era un toldo encrespado para los ojos de pestañas largas que se veían preocupados. No llevaba maquillaje, ni siquiera bálsamo de labios para ayudarla a verse mejor.
–¿Estás seguro de que te encuentras bien? –preguntó de nuevo.
–Estoy bien –mintió. Echó un vistazo en la oscuridad para cerciorarse de que no estuvieran aquellas criaturas. Como no vio ninguna, comenzó a quitarse el fango de las botas. Era inútil. Estaba cubierto de lodo hasta las rodillas. Tenía el trasero empapado. El cuerpo entero acalorado. Deseó que simplemente pudiera desaparecer.
–Estaba corriendo y oí algo. No sabía que otras personas estuvieran tan tarde en el sendero, así que pensé que tal vez sería un animal, pero luego encontré tu mochila, y luego te vi caer al río y… –Ursula continuaba tratando de recomenzar la conversación.
–No me caí en el río.
–De acuerdo. Te vi que te tropezaste en el río y…
–No me tropecé.
–Pero, ¿estás bien? –Un hoyuelo de preocupación le atravesó la piel entre los ojos.
–¿Por qué me haces tantas preguntas? ¿Acaso te parece que luzco bien? ¿No te das una idea por el contexto? –Kane la miró.
Otra persona lo hubiera enfrentado, pero Ursula solo se estiraba el dobladillo de sus shorts y miraba al piso, avergonzada. En ese silencio incómodo hubo espacio para que Kane sintiera lo que siempre había sentido hacia Ursula Abernathy: culpa. Ella, al igual que él, era blanco fácil para las burlas cuando era niña. Deberían haber sido amigos, pero Kane era igual de antipático que los demás. Tal vez hasta incluso fue más odioso, solo para demostrar cuán diferentes eran, o cuánto más ella se merecía que sus compañeros de clase la humillaran. Una táctica de supervivencia de la que no estaba orgulloso. En tercer grado, inventó una historia sobre cómo Ursula Abernathy había sido adoptada de un refugio para perros. No recordaba cómo se volvió un rumor (solo que no había sido su intención) pero al día siguiente, toda la escuela hablaba de la leyenda. Aún se sentía mal por eso, en especial porque alguien había escrito CUIDADO CON EL PERRO en el escritorio de Ursula. Siempre que la miraba, la veía como la chica con la cara sonrojada, mirando el piso en un salón de clases lleno de niños que le ladraban. Así se veía ahora.
Kane nunca le había pedido disculpas. Se preguntaba si ella sabía que había sido él.