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ME DICEN QUE SEA UNA BUENA CHICA, QUE SAQUE BUENAS NOTAS, QUE SEA POPULAR… NO SABEN NADA SOBRE MÍ. No recuerdo la noche que cambió mi vida. La noche en que pasé de ser popular a ser un bicho raro y marginado. Y mi familia está decidida a que siga así. Decían que la terapia me ayudaría. No se esperaban a Noah. Noah es el tipo de chico sobre el que me advertían mis padres. Pero es el único que me escucha. El único dispuesto a ayudarme a averiguar la verdad. Sé que cada beso, cada promesa y cada caricia son algo prohibido. PERO ¿Y SI ENCONTRAR TU DESTINO SIGNIFICA ROMPER TODAS LAS NORMAS? Una novela valiente y poderosa sobre la pérdida, el cambio y la madurez pero, sobre todo, acerca del amor. "Pushing the limits me causó un sentimiento que hace mucho no tenía y fue "Quiero terminar este libro pero al mismo tiempo no porque estoy amando cada capítulo". Así que, sin duda, es de lo mejor que he leído este año". Fangirl Freak blog
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Seitenzahl: 508
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2012 Katie McGarry. Todos los derechos reservados.
ROMPIENDO LAS NORMAS, N.º 15 - mayo 2013
Título original: Pushing the Limits
Publicada originalmente por Harlequin® Teen
Traducido por Carlos Ramos Malave
Editor responsable: Luis Pugni
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
DARKISS es marca registrada por Harlequin Enterprises Ltd.
™ es marca registrada por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-3058-5
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
KATIE MCGARRY era una adolescente en la época del grunge y de los grupos juveniles y recuerda aquellos años como los mejores y los peores de su vida. Le encantan la música, los finales felices y los reality shows, y es seguidora en la sombra del equipo de baloncesto de la universidad de Kentucky.
A Katie le gustaría recibir mensajes de sus lectores. Ponte en contacto con ella a través de su página web, katielmcgarry.com, síguela en Twitter @KatieMcGarry, o hazte fan en Facebook y Goodreads.
—Mi padre es un maniático del control, odio a mi madrastra, mi hermano está muerto y mi madre... bueno... tiene problemas. ¿Cómo crees que me siento?
Así es como me habría gustado responder a la pregunta de la señorita Collins, pero mi padre le ha dado siempre demasiada importancia a las apariencias como para responder con sinceridad. En su lugar parpadeé tres veces y dije:
—Bien.
La señorita Collins, la nueva trabajadora social clínica del instituto Eastwick, actuó como si yo no hubiera hablado. Empujó una pila de expedientes hacia un lado de su escritorio, ya de por sí abarrotado, y examinó diversos papeles. Mi nueva terapeuta tarareó cuando encontró mi expediente, de seis centímetros de grosor, y se recompensó a sí misma con un trago de café, que dejó una marca de pintalabios rojo en el borde de la taza. El aire apestaba a café barato y a lápices recién afilados.
Sentado a mi derecha, mi padre miró el reloj, y a mi izquierda la Malvada Bruja del Oeste comenzó a impacientarse. Yo había faltado a clase de Cálculo, mi padre había faltado a una reunión muy importante, ¿y mi madrastra de Oz? Estoy segura de que a ella le faltaba algo de cerebro.
—¿No te encanta el mes de enero? —preguntó la señora Collins mientras abría mi expediente—. El año nuevo, un nuevo mes, una hoja en blanco para empezar de cero —siguió hablando sin esperar una respuesta—. ¿Te gustan las cortinas? Las he hecho yo.
Con un movimiento sincronizado, mi padre, mi madrastra y yo nos volvimos hacia las cortinas rosas de lunares que colgaban en las ventanas que daban al aparcamiento de estudiantes. Para mi gusto, parecían sacadas de La casa de la pradera, con una combinación de colores imposible. Ninguno de los tres respondimos a la pregunta, y nuestro silencio creó una atmósfera incómoda.
La BlackBerry de mi padre vibró en ese momento. Con un esfuerzo exagerado, la sacó del bolsillo y miró la pantalla. Ashley tamborileó con los dedos sobre su tripa hinchada y yo me dediqué a leer los diversos carteles pintados a mano que colgaban de la pared con tal de poder concentrarme en algo que no fuera ella.
El fracaso es tu único enemigo. La única manera de ascender es no mirar nunca hacia abajo. Triunfamos porque creemos en ello. El cielo está enladrillado, ¿quién lo desenladrillará?
De acuerdo, lo último no aparecía en la pared, pero me habría parecido divertido.
La señorita Collins me recordaba a un perro Labrador crecido, con su pelo rubio y su actitud demasiado amable.
—Las notas de Echo en los exámenes de acceso a la universidad son fabulosas. Deberían estar orgullosos de su hija —me dedicó una sonrisa sincera que dejó ver todos sus dientes.
El cronómetro se puso en marcha. Mi sesión de terapia había comenzado oficialmente. Hacía casi dos años, después del incidente, los Servicios de Protección al Menor habían «recomendado encarecidamente» una terapia; y mi padre enseguida había descubierto que era mejor decir que sí a algo «recomendado encarecidamente». Yo solía ir a terapia como la gente normal, en un despacho independiente de la escuela. Pero, gracias a un exceso de fondos del Estado de Kentucky y a una trabajadora social muy entusiasta, había pasado a formar parte de este programa piloto. El único trabajo de la señorita Collins era tratar con unos pocos chicos de mi instituto. Qué suerte la mía.
Mi padre se incorporó en su asiento.
—Su nota en Matemáticas fue baja. Quiero que vuelva a hacer los exámenes.
—¿Hay algún baño cerca? —intervino Ashley—. Al bebé le encanta sentarse en mi vejiga.
En realidad, a Ashley le encantaba ser el centro de atención. La señorita Collins le dedicó una sonrisa forzada y señaló hacia la puerta.
—Salga al pasillo principal y ahí gire a la derecha.
A juzgar por cómo se levantó de la silla, Ashley actuaba como si llevara una pelota de quinientos kilos de plomo en vez de un bebé. Yo negué asqueada con la cabeza y fui recompensada con una de las miradas de hielo de mi padre.
—Señor Emerson —continuó la señorita Collins cuando Ashley abandonó la habitación—, las notas de Echo están muy por encima de la media nacional y, según su expediente, ya ha solicitado plaza en las universidades que ella ha elegido.
—Hay algunas escuelas de empresariales que aún admiten solicitudes y me gustaría que lo intentara. Además, esta familia no acepta las cosas «por encima de la media». Mi hija destacará —mi padre hablaba como si fuera un dios. Solo le faltó añadir la frase «que así quede escrito, que así se haga». Yo apoyé el codo en el reposabrazos y me tapé la cara con las manos.
—Veo que esto le preocupa mucho, señor Emerson —dijo la señorita Collins con un tono neutral muy molesto—, pero las notas de Echo en inglés son casi perfectas...
Y ahí fue cuando desconecté. Mi padre y la anterior orientadora habían tenido aquella discusión en mi segundo año de instituto, cuando realicé el examen de aptitud. Y volvieron a tenerla el año pasado, cuando hice los exámenes de acceso a la universidad por primera vez. Al final la orientadora se dio cuenta de que mi padre siempre ganaba, y comenzó a rendirse tras el primer asalto.
Las notas de mis exámenes eran la última de mis preocupaciones. Encontrar dinero para arreglar el coche de Aires era lo que más me preocupaba. Desde la muerte de Aires, mi padre se había mostrado inflexible con el asunto, e insistía en que debíamos venderlo.
—Echo, ¿tú estás satisfecha con tus notas? —preguntó la señorita Collins.
Yo la miré a través de los mechones de pelo rojo y rizado que colgaban frente a mi cara. La última terapeuta comprendía la jerarquía de nuestra familia y se dirigía a mi padre, no a mí.
—¿Perdón?
—¿Estás satisfecha con las notas de los exámenes de acceso a la universidad? ¿Quieres volver a realizar las pruebas? —entrelazó las manos y las colocó sobre mi expediente—. ¿Quieres solicitar plaza en más escuelas?
Yo miré a mi padre a los ojos, grises y cansados. «Veamos», pensé. Volver a hacer los exámenes significaría tener a mi padre acosándome todo el tiempo para que estudiara, lo que conllevaría levantarme temprano un sábado y pasar la mañana friéndome el cerebro para después pasar semanas preocupada por las notas.
—En realidad, no.
Las arrugas siempre presentes en torno a los ojos y la boca de mi padre se acentuaron con su expresión de de-saprobación. Así que cambié de opinión.
—Mi padre tiene razón. Debería volver a hacer los exámenes.
La señorita Collins garabateó algo en mi expediente con un bolígrafo. Mi última terapeuta estaba al corriente de mis problemas con la autoridad. No hacía falta reescribir lo que ya estaba allí.
Ashley volvió a entrar en la habitación y se dejó caer en la silla junto a mí.
—¿Qué me he perdido? —sinceramente, yo me había olvidado de su existencia. Si tan solo mi padre pudiera olvidarse también...
—Nada —contestó mi padre.
La señorita Collins al fin levantó el bolígrafo del papel.
—Antes de volver a clase, pregúntale a la señorita Marcos cuáles son las próximas fechas de examen. Y dado que mi papel es el de orientadora de estudios, me gustaría hablar de tu horario para la próxima evaluación. Has llenado tus optativas con diversas asignaturas empresariales. Me preguntaba por qué.
La verdadera respuesta, que mi padre me lo había dicho, probablemente molestaría a varias personas de la habitación, así que improvisé.
—Me ayudarán a prepararme para la universidad —vaya. Había pronunciado aquellas palabras con el entusiasmo de una niña de seis años esperando la vacuna de la gripe. Mala elección por mi parte. Mi padre cambió de postura en su silla y suspiró. Pensé en dar una respuesta diferente, pero imaginé que también sonaría falsa.
La señorita Collins se quedó estudiando mi expediente.
—Has demostrado tener un talento increíble en las artes, sobre todo en pintura. No sugiero que dejes todas tus clases de empresariales, pero podrías dejar una y matricularte en una clase de arte.
—No —ladró mi padre. Se inclinó hacia delante y juntó las yemas de los dedos—. Echo no dará clases de arte, ¿queda claro? —mi padre era una extraña combinación de instructor militar y del conejo de Alicia en el país de las maravillas: siempre tenía algún lugar importante al que ir y disfrutaba dando órdenes a todo el mundo.
Tuve que quitarme el sombrero ante la señorita Collins; ni siquiera se estremeció antes de ceder.
—Cristalino.
—Bien, ahora que hemos aclarado eso... —Ashley y su tripa se arrimaron al borde de la silla para ponerse en pie—. Sobrecargué sin darme cuenta la agenda de hoy y tengo una cita con el ginecólogo. Puede que sepamos el sexo del bebé.
—Señora Emerson, las notas de Echo no son la razón de esta reunión, pero entiendo que tenga que marcharse —sacó una carta oficial del cajón superior de su escritorio mientras Ashley, ruborizada, volvía a sentarse en su silla. Yo había visto el membrete de la carta varias veces a lo largo de los dos últimos años. A los Servicios de Protección al Menor les encantaba deforestar el planeta.
La señorita Collins leyó la carta para sí misma mientras yo deseaba entrar en combustión espontánea. Tanto mi padre como yo nos encorvamos en el asiento. Qué alegría la terapia de grupo.
Mientras esperaba a que terminase de leer, advertí una rana verde de peluche junto a su ordenador, una foto de ella con algún tipo, posiblemente su marido, y en la esquina de la mesa vi una gran cinta azul, de esas con adornos que la gente recibe cuando gana una competición. Algo se agitó dentro de mí. Qué extraño.
La señorita Collins perforó la carta y después la colocó en mi expediente.
—Ya estoy. Soy oficialmente tu terapeuta.
Al no decir nada más, yo aparté la mirada de la cinta azul y la miré a ella. Estaba mirándome a mí.
—Bonita cinta, ¿verdad, Echo?
Mi padre se aclaró la garganta y le dirigió a la señorita Collins una mirada letal. De acuerdo, fue una reacción extraña, claro que le molestaba solo el hecho de estar allí. Yo volví a mirar la cinta. ¿Por qué me resultaba familiar?
—Supongo.
Desvió entonces la mirada hacia las placas de identificación con las que yo estaba jugueteando sin darme cuenta alrededor de mi cuello.
—Siento mucho la pérdida de vuestra familia. ¿En qué especialidad de las fuerzas armadas?
Genial. A mi padre iba a darle un maldito infarto. Me había dejado claro unas setenta y cinco veces que tenía que guardar las placas de identificación de Aires en una caja debajo de mi cama, pero aquel día las necesitaba; nueva terapeuta, el segundo aniversario de la muerte de Aires aún reciente y el primer día de mi último semestre de instituto. No podía dejar de sentir las náuseas en los intestinos. Ignoré el ceño fruncido de mi padre y me dediqué a buscarme puntas abiertas en el pelo.
—Marine —respondió mi padre secamente—. Mire, tengo una reunión esta mañana con posibles clientes, le prometí a Ashley que iría al médico con ella y Echo está faltando a clase. ¿Cuándo vamos a terminar con esto?
—Cuando yo lo diga. Si va a hacer que estas sesiones sean difíciles, señor Emerson, estaré encantada de llamar a la trabajadora social de Echo.
Yo intenté no sonreír. La señorita Collins jugaba bien sus cartas. Mi padre se achantó, pero mi madrastra, en cambio...
—No lo entiendo. Echo cumplirá dieciocho dentro de poco. ¿Por qué el Estado sigue teniendo autoridad sobre ella?
—Porque es lo que el Estado, su trabajadora social y yo misma pensamos que es lo mejor para ella —contestó la señorita Collins cerrando mi expediente—. Echo continuará su terapia conmigo hasta que se gradúe en primavera. Entonces el Estado de Kentucky la dejará libre; y a ustedes también.
Esperó a que Ashley aceptara la situación con un asentimiento silencioso de cabeza antes de continuar.
—¿Cómo estás, Echo?
Espléndida. Fantástica. Nunca he estado peor.
—Bien.
—¿De verdad? —se llevó un dedo a la barbilla—. Porque yo pensaba que el aniversario de la muerte de tu hermano podría provocarte emociones dolorosas.
La señorita Collins me miró y yo me quedé mirándola en blanco. Mi padre y Ashley contemplaron aquel enfrentamiento incómodo. La culpa me devoraba por dentro. Técnicamente no me había hecho ninguna pregunta, así que, en teoría, no le debía una respuesta, pero la necesidad de complacerla me inundó como una ola gigante. ¿Pero por qué? Era otra terapeuta más de las que iban y venían. Todas hacían las mismas preguntas y prometían ayudar, pero todas me dejaban en el mismo estado en que me habían encontrado: rota.
—Llora —la voz aguda de Ashley rompió el silencio como si estuviera contando un cotilleo muy jugoso en el club de campo—. Todo el tiempo. Echa mucho de menos a Aires.
Tanto mi padre como yo giramos la cabeza para mirar a la rubia tonta. Yo quería que siguiese hablando, y estoy segura de que mi padre deseaba que se callara. Por una vez, Dios me escuchó y Ashley siguió hablando.
—Todos lo echamos de menos. Es una pena que el bebé nunca vaya a conocerlo.
Y una vez más, bienvenidos al show de Ashley, patrocinado por Ashley y por el dinero de mi padre. La señorita Collins garabateó algo, incorporando sin duda todas y cada una de las palabras de Ashley a mi expediente mientras mi padre gruñía.
—Echo, ¿querrías hablar de Aires durante la sesión de hoy? —preguntó la señorita Collins.
—No —probablemente fuera la respuesta más sincera que había dado en toda la mañana.
—Está bien —dijo ella—. Lo dejaremos para otro día. ¿Qué me dices de tu madre? ¿Has tenido algún contacto con ella?
Ashley y mi padre respondieron simultáneamente.
—No.
Al tiempo que yo murmuraba:
—Más o menos.
Me sentí como si fuera el jamón en un bocadillo a juzgar por cómo ambos se inclinaron hacia mí. No sé qué fue lo que me llevó a decir la verdad.
—Intenté llamarla durante las vacaciones —al no responder, yo me había pasado días pegada al teléfono, rezando con la esperanza de que a mi madre le importara que dos años antes, mi hermano, su hijo, había muerto.
Mi padre se pasó una mano por la cara.
—Sabes que no se te permite contactar con tu madre —la rabia en su voz dejaba claro que no podía creerse que le hubiera contado a la terapeuta aquel chismorreo tan jugoso. Podía imaginarme a las trabajadoras sociales bailando en su cabeza—. Existe una orden de alejamiento. Dime, Echo, ¿fue por el móvil o por el fijo?
—Por el fijo —contesté yo casi sin voz—. Pero no llegamos a hablar. Lo juro.
Mi padre pulsó un botón de la BlackBerry y el número de su abogado apareció en pantalla. Yo agarré las placas de identificación con el nombre y el número de serie de Aires.
—Por favor, papá, no —susurré.
Vaciló un instante y el corazón me dio un vuelco. Y entonces, gracias a Dios, dejó caer el teléfono sobre su regazo.
—Vamos a tener que cambiar el número.
Yo asentí. Era una pena que mi madre nunca pudiera llamar a mi casa, pero asumiría las consecuencias... por ella. De todas las cosas que mi madre necesitaba, la cárcel no era una de ellas.
—¿Has vuelto a tener contacto con tu madre desde entonces? —preguntó la señorita Collins sin su amabilidad habitual.
—No —cerré los ojos y tomé aliento. Sentía un terrible dolor en mi interior. No podía seguir fingiendo que estaba bien. Aquel interrogatorio estaba reabriéndome las heridas.
—Para que quede claro que estamos hablando de lo mismo, comprendes que el contacto entre tu madre y tú cuando hay una orden de alejamiento, aunque inicies tú ese contacto, está prohibido.
—Sí —tomé aire otra vez. El nudo que tenía en la garganta me impedía respirar con normalidad. Echaba de menos a Aires, y a mi madre, y Ashley iba a tener un bebé, y mi padre me atosigaba constantemente y... necesitaba algo. Cualquier cosa.
Así que, sin pensármelo dos veces, dejé escapar las palabras de mi boca.
—Quiero arreglar el coche de Aires —dije. Tal vez, solo tal vez, restaurando algo que le perteneciera podría librarme del dolor.
—Oh, no. Otra vez esto no —murmuró mi padre.
—Espere. ¿Otra vez qué? Echo, ¿de qué estás hablando? —preguntó la señorita Collins.
Yo me quedé mirándome los guantes.
—Aires encontró un Corvette del 65 en un desguace. Pasaba su tiempo libre arreglándolo, y casi había terminado cuando se fue a Afganistán. Quiero restaurarlo. Por Aires —por mí. Cuando se fue, mi hermano no dejó nada detrás, salvo aquel coche.
—A mí me parece una buena manera de pasar la pena. ¿Qué le parece a usted, señor Emerson? —la señorita Collins le miró con ojos de cordero degollado; una técnica que yo aún no dominaba.
Mi padre volvió a mirar la pantalla de su BlackBerry. Su cuerpo estaba allí, pero ya tenía la cabeza en el trabajo.
—Cuesta dinero y no le veo sentido a reparar un coche destartalado cuando ella ya tiene uno que funciona.
—Entonces déjame buscar un trabajo —dije yo—. Y podremos vender mi coche cuando repare el de Aires.
Todos tenían los ojos puestos en él, y él tenía los suyos puestos en mí. Sin ser esa mi intención, le había acorralado. Quería decir que no, pero eso desataría la ira de la nueva terapeuta. Al fin y al cabo, en terapia teníamos que ser perfectos. Sería impensable aprovecharnos de las sesiones y abordar ciertos temas.
—De acuerdo, pero tendrá que pagarlo ella, y Echo ya conoce mis normas con respecto al trabajo. Deberá encontrar un empleo flexible que no interfiera con sus estudios ni con sus notas. ¿Hemos terminado ya?
La señorita Collins miró el reloj.
—Aún no. Echo, tu trabajadora social alargó la terapia hasta tu graduación debido a las evaluaciones de tu profesor. Desde el comienzo de tu primer año, todos y cada uno de tus profesores han advertido que tu participación en clase ha disminuido, al igual que la interacción social con tus compañeros —se quedó mirándome fijamente—. Todos quieren que seas feliz, Echo, y a mí me gustaría que me dieras la oportunidad de ayudarte.
Yo arqueé una ceja. Como si tuviera elección con el tema de la terapia. Y en cuanto a mi felicidad... buena suerte.
—Claro —respondí.
La voz animada de Ashley me sobresaltó.
—Tiene una cita para el baile de San Valentín.
Entonces fuimos mi padre y yo los que hablamos simultáneamente.
—¿Ah, sí?
Ashley nos miró nerviosamente a los dos.
—Sí, ¿no te acuerdas, Echo? Anoche hablamos sobre el nuevo chico que te gusta y te dije que no debías dejar tiradas a tus amigas por obsesionarte con un chico.
Yo me pregunté cuál era la parte que más me molestaba: el novio imaginario o que Ashley dijera que había mantenido una conversación real conmigo. Mientras me decidía, mi padre se levantó y se puso el abrigo.
—Mire, señorita Collins, Echo está bien. Solo un poco enamorada. Por mucho que yo disfrute con estas sesiones, Ashley tiene cita en veinte minutos y no quiero que Echo se pierda otra clase.
—Echo, ¿sigues interesada en ganar dinero para arreglar el coche de tu hermano? —preguntó la señorita Collins mientras se levantaba para acompañar a mi padre y a mi madrastra a la puerta.
Yo tiré de los guantes que llevaba puestos para cubrirme la piel.
—Más de lo que pueda imaginar.
La terapeuta me dedicó una sonrisa antes de salir por la puerta.
—Entonces, tengo un trabajo para ti. Espera aquí y hablaremos de los detalles.
Los tres se arremolinaron al otro extremo del despacho principal y empezaron a susurrar. Mi padre le pasó un brazo a Ashley por la cintura y ella se inclinó hacia él mientras asentían a las palabras de la señorita Collins. Yo sentí aquella mezcla tan familiar de rabia y celos. ¿Cómo podía mi padre amarla cuando había destruido tantas cosas?
El olor a pintura reciente y a polvo de pladur me hacía pensar en mi padre, no en la escuela. Aun así el olor me golpeó en la cara cuando entré en el despacho principal, recientemente remodelado. Con los libros en la mano, me dirigí hacia el mostrador.
—Qué hay, señorita Marcos.
—Noah, ¿por qué llegas otra vez tarde? —preguntó ella mientras grapaba unos papeles.
En ese momento el reloj de la pared marcó las nueve de la mañana.
—Joder, es temprano.
La señorita Marcos salió de detrás de su nuevo escritorio de cerezo y se acercó al mostrador. Me sermoneaba cuando llegaba tarde, pero aun así me caía bien. Con su pelo largo y castaño, me recordaba a la versión hispana de mi madre.
—Has faltado a tu cita con la señorita Collins esta mañana. No es una buena manera de empezar la segunda evaluación —susurró mientras anotaba el retraso en una ficha. Señaló con la cabeza a los tres adultos reunidos en el otro extremo de la sala. Di por hecho que la mujer rubia de mediana edad que estaba hablando con la pareja sería la nueva orientadora.
Me encogí de hombros y sonreí.
—Vaya.
La señorita Marcos me entregó la ficha y me dedicó su famosa mirada severa. Era la única persona en aquel instituto que no creía que mi futuro y yo estuviéramos abocados al fracaso.
La rubia de mediana edad me miró en aquel momento.
—Señor Hutchins —dijo—, me alegra ver que se ha acordado de nuestra cita, aunque llegue tarde. Estoy segura de que no le importará sentarse un rato mientras termino unos asuntos —me sonreía como si fuéramos viejos amigos, y hablaba con tanta dulzura que, por un momento, estuve a punto de devolverle la sonrisa. En su lugar asentí y ocupé una de las sillas que había pegadas a la pared.
La señorita Marcos se rio.
—¿Qué?
—Ella no va a tolerar tu actitud. Tal vez te convenza para tomarte en serio los estudios.
Yo apoyé la cabeza en la pared y cerré los ojos; necesitaba dormir algunas horas más. Como les faltaba una persona para el cierre, en el restaurante no me habían dejado salir hasta después de medianoche, y después Beth e Isaiah me habían entretenido.
—¿Señorita Marcos? —dijo una voz angelical—. ¿Podría por favor decirme cuándo son las próximas convocatorias para los exámenes de acceso a la universidad?
Sonó el teléfono.
—Espera un segundo —contestó la señorita Marcos. Entonces el teléfono dejó de sonar.
Una silla de la misma fila en la que yo me encontraba crujió, y se me hizo la boca agua con el aroma a rollitos de canela. Miré de reojo y vi una cortina de pelo rizado, rojo y sedoso. La conocía. Era Echo Emerson.
No había ningún rollito de canela a la vista, pero desde luego olía como uno de ellos. Teníamos varias clases en común, y el semestre anterior habíamos compartido una de nuestras optativas. No sabía mucho de ella, salvo que era introvertida, lista, pelirroja y con las tetas grandes. Llevaba camisas grandes de manga larga que dejaban ver sus hombros, y aquellas camisetas cortas debajo que mostraban lo justo para dejar volar la imaginación.
Como siempre, ella miraba al frente como si yo no existiera. Maldita sea, probablemente no existiera en su mente. La gente como Echo Emerson me sacaba de mis casillas.
—Tienes un nombre de mierda —murmuré. No sabía por qué, pero deseaba molestarla.
—¿No deberías estar colocándote en el cuarto de baño?
Así que sí que me conocía.
—Han instalado cámaras de seguridad. Ahora lo hacemos en el aparcamiento.
—Culpa mía —Echo balanceaba el pie hacia delante y hacia atrás.
Bien, había conseguido colarme bajo su fachada perfecta.
—Echo... eco... eco...
Dejó de mover el pie y sus rizos rojos se agitaron violentamente cuando giró la cabeza para mirarme.
—Qué original. Nunca me habían dicho eso —agarró su mochila y abandonó el despacho. Su culo prieto se movía de un lado a otro mientras se alejaba por el pasillo. No había sido tan divertido como pensaba que sería. De hecho, me sentía un poco como un imbécil.
—¿Noah? —la señorita Collins me hizo entrar a su despacho.
El último orientador tenía trastorno obsesivo compulsivo. Todo en el despacho estaba perfectamente colocado, y yo solía moverle las cosas solo para molestarle. Con la señorita Collins no podría entretenerme de esa forma. Su escritorio era un auténtico desastre. Podría enterrar un cuerpo allí y nadie lo encontraría jamás.
Me senté frente a ella y esperé la reprimenda.
—¿Qué tal tus vacaciones de Navidad? —ya tenía otra vez aquella mirada amable, como un cachorro.
—Bien —contesté. Si el hecho de que tus padres de acogida se pusieran a pelearse y lanzaran los regalos de todos a la chimenea podía considerarse una buena Navidad. Yo siempre había soñado con pasar la Navidad en un sótano de mala muerte viendo cómo mis dos mejores amigos se drogaban.
—Maravilloso. Entonces, las cosas con tu nueva familia de acogida van bien —dijo como si fuera una afirmación, aunque fuese en realidad una pregunta.
—Sí —comparadas con las tres últimas familias que había tenido, eran la tribu de los Brady. En esa ocasión el Estado me había colocado con otro chaval. O la gente que estaba al cargo andaba escasa de hogares o finalmente estaban empezando a creer que yo no era la amenaza que creían que era. A la gente con mi historial no se le permitía vivir con otros menores—. Mire, ya tengo una trabajadora social y ya me molesta lo suficiente. Dígales a sus jefes que no tiene que perder el tiempo conmigo.
—Yo no soy trabajadora social —contestó ella—. Soy trabajadora social clínica.
—Es lo mismo.
—En realidad, no. Yo estudié durante más tiempo.
—Bien por usted.
—Y eso significa que puedo proporcionarte otro tipo de ayuda.
—¿Le paga el Estado? —pregunté.
—Sí.
—Entonces, no quiero su ayuda.
Sus labios se curvaron hasta casi formar una sonrisa, y yo estuve a punto de sentir algo de respeto por ella.
—¿Por qué no vamos al grano? —preguntó—. Según tu expediente, tienes antecedentes violentos.
Me quedé mirándola. Ella se quedó mirándome. Aquel expediente estaba lleno de mentiras, pero había aprendido hacía años que la palabra de un adolescente no significaba nada contra la de un adulto.
—Este expediente, Noah —lo golpeó tres veces con la punta del dedo—, no creo que cuente toda la verdad. Hablé con tus profesores del instituto Highland. Y la imagen que describieron no representa al joven que tengo sentado frente a mí.
Yo apreté el canutillo metálico de mi cuaderno de Cálculo hasta que se me clavó en la palma de la mano. ¿Quién diablos se creía que era aquella mujer para hurgar en mi pasado?
Examinó mi expediente.
—Has estado en varios hogares de acogida durante los últimos dos años y medio. Este es tu cuarto instituto desde la muerte de tus padres. Lo que me resulta interesante es que, hasta hace un año y medio, seguías estando en el cuadro de honor y competías en los deportes. Esas no son las típicas cualidades de un alumno problemático.
—Tal vez necesite hurgar un poco más —quería que aquella mujer dejase de buscar en mi expediente y la mejor manera de hacerlo era asustarla—. Si lo hiciera, descubriría que pegué a mi primer padre de acogida —de hecho, le di un puñetazo en la cara cuando le pillé pegando a su hijo biológico. Es curioso que en esa familia nadie se pusiera de mi parte cuando llegó la policía. Ni siquiera el chico al que yo defendía.
La señorita Collins se detuvo, como si estuviese esperando mi versión de la historia, pero estaba muy equivocada. Desde la muerte de mis padres, yo había aprendido que a nadie en aquel sistema le importaba una mierda. En cuanto entrabas, estabas condenado.
—Tu antiguo orientador en Highland hablaba maravillas de ti. Jugaste en el equipo de baloncesto en tu primer año, estabas en el cuadro de honor, participabas en diversas actividades estudiantiles, eras popular entre tus compañeros —se quedó observándome—. Creo que me habría caído bien ese chico.
A mí también, pero la vida era una mierda.
—Creo que es un poco tarde para entrar en el equipo de baloncesto del instituto, estando a mitad de curso. ¿Cree que al entrenador le parecerían bien mis tatuajes?
—No tengo interés en que recrees tu antigua vida, pero juntos creo que podemos construir algo nuevo. Un futuro mejor que el que tendrás si sigues por este camino —parecía tan sincera que quería creerla, pero había aprendido por las malas a no confiar en nadie. Así que me mantuve impasible y no dije nada.
Ella fue la primera en apartar la mirada y negó con la cabeza.
—Te han tocado malas cartas, pero estás lleno de posibilidades. Tus notas en las pruebas de aptitud son excelentes y tus profesores ven tu potencial. Tu media necesita un empujón, igual que tu asistencia. Creo que ambas cosas están relacionadas. Así que tengo un plan. Aparte de verme una vez a la semana, asistirás a tutorías hasta que tu media iguale a tus notas.
Me puse en pie. Ya había faltado a primera clase. Aquella reunioncita me había librado de la segunda. Pero ya que había conseguido sacar el culo de la cama, pensaba ir a clase en algún momento.
—No tengo tiempo para esto.
—¿Tengo que ponerme en contacto con tu trabajadora social? —preguntó ella con un tono áspero tan sutil que estuve a punto de no darme cuenta.
Me dirigí hacia la puerta.
—Adelante. ¿Qué va a hacer ella? ¿Separar a mi familia? ¿Meterme en el programa de acogida? Siga hurgando y verá que llega demasiado tarde.
—¿Cuándo fue la última vez que viste a tus hermanos, Noah?
Mi mano se quedó helada en el picaporte de la puerta.
—¿Y si pudiera conseguirte un mejor régimen de visitas supervisado?
Solté el picaporte y volví a sentarme.
Si pudiera llevar guantes a cada momento del día, me sentiría más segura, pero el protocolo no me lo permite. Por esa razón mi armario consistía en cualquier cosa de manga larga; cuanto más larga, mejor.
Agarré los puños de las mangas y tiré de ellos por encima de los dedos, lo que hizo que la camisa azul se estirase y dejara al descubierto mi hombro derecho. En el primer año de instituto, me habría dado un ataque si la gente se hubiera quedado mirando mi piel blanca y mis pecas anaranjadas. Pero ahora prefería que me mirasen el hombro desnudo antes y que no advirtieran las cicatrices de los brazos.
—¿Te dijo quién era? Apuesto a que es Jackson Coleman. He oído que está suspendiendo Matemáticas y, si no sube las notas, perderá la beca para la universidad. Dios, espero que sea él. Está tan bueno... —mi mejor amiga, Lila McCormick, tomó aire por primera vez desde que yo le hiciera el resumen de mi sesión de terapia y le contara lo de las clases particulares que se le habían ocurrido a la señorita Collins. Con su boca imparable y su ropa ajustada, Lila era la bruja buena del norte del instituto Eastwick. Flotaba en su preciosa burbuja y repartía felicidad y alegría.
Mientras Lila empujaba su bandeja a lo largo de la fila de la comida, el olor a pizza y a patatas fritas me hizo la boca agua, pero las náuseas que sentía me impidieron comprar nada. El corazón me latía con fuerza y yo apreté mi bloc de dibujo contra el pecho. No podía creer que estuviese de verdad en la cafetería. Lila y yo habíamos sido amigas desde preescolar, y lo único que me había pedido por Navidad era que abandonara la biblioteca y recuperase mi viejo asiento en nuestra mesa de la comida.
Puede que parezca una petición sencilla, pero no lo era. La última vez que había comido en la cafetería había sido a principios de mayo de mi segundo año, el día antes de que todo mi mundo se desmoronara. Por entonces nadie se quedaba mirándome ni susurraba a mi paso.
—¿Quién está bueno? —Natalie rompió la fila al deslizar su bandeja entre Lila y yo. Un grupo de chicos detrás de nosotras gruñó por la interrupción. Como de costumbre, yo los ignoré. Natalie era la otra persona que se negaba a tratarme como a una paria social debido a los rumores que circulaban sobre mí en el instituto.
Lila se recogió la melena brillante y rubia en una coleta antes de pagar la comida.
—Jackson Coleman. Echo va a darle clases particulares a algún chico afortunado y creo que puede ser él. ¿A quién te gustaría añadir a nuestra lista de chicos guapos aunque estúpidos?
Yo las seguí hacia la mesa mientras Natalie escudriñaba la cafetería en busca de la combinación perfecta.
—Nicholas Green. Es completamente idiota, pero me lo comería de postre. Si le das clases a él, Echo, ¿crees que podrías presentármelo?
—¿Presentarle quién a quién? —preguntó Grace. Natalie y Lila ocuparon sus asientos y yo vacilé.
La sonrisa de Grace se esfumó en cuanto me vio. Ella era la principal razón por la que no quería regresar a la cafetería. Éramos muy amigas antes del incidente, y supongo que también después.
Iba a visitarme todos los días al hospital y a casa durante el verano, pero cuando comenzó nuestro tercer curso y mi estatus social cayó en picado, también lo hizo nuestra amistad... en público, claro está. En privado aseguraba quererme como a una hermana. Todos los demás en el instituto me trataban como si no existiera.
—Presentarle a Nicholas Green a Natalie —contestó Lila mientras golpeaba con la mano el asiento entre Natalie y ella. En un intento por esconderme, me dejé caer sobre la silla, me encorvé y apoyé el bloc de dibujo contra el borde de la mesa.
Las demás chicas murmuraron entre sí mientras me miraban. Una se rio. Desde que había vuelto a clase, no había intentado relacionarme. Los rumores sobre por qué había faltado el último mes del segundo curso iban desde el embarazo hasta la rehabilitación, pasando por el intento de suicidio. Mis guantes se convirtieron en la leña y, mi amnesia, en la cerilla. Cuando regresé aquel otoño, los rumores explotaron como fuegos artificiales.
Lila continuó con su explicación.
—Echo va a darle clases a un guapo tonto. Estamos intentando adivinar quién será.
—Vamos, no te hagas de rogar, Lila. ¿A quién va a darle clases Echo?
Grace miró a Lila y después a las chicas de su equipo sentadas a la mesa. Al regresar al instituto para empezar el tercer año, Grace había descubierto que tenía posibilidades de convertirse en jefa de animadoras. Algo difícil, dado que nunca había sido la más popular de ese grupo. Yo había dado por hecho que las cosas entre nosotras volverían a la normalidad cuando lograra el puesto. Me equivocaba.
—Pregúntale a Echo.
Lila mordió con fuerza su manzana y miró a Grace con severidad. Nuestra mesa se quedó en silencio mientras la chica más guapa del instituto desafiaba a la más popular. Todos en la cafetería se quedaron callados y se prepararon para ver el espectáculo. Yo habría jurado que una planta rodadora pasó por nuestra mesa y que aquel extraño silbido del oeste sonaba por los altavoces.
Le di un pisotón a Lila y le rogué en silencio que respondiera por mí, en vez de obligar a Grace a dirigirme la palabra delante de los demás. Pasaron los segundos y ninguna de las dos se inmutó.
No podía soportarlo más.
—No lo sé. Le conoceré esta tarde —dije. La señorita Collins no había querido decir a quién le daría clases. Había murmurado que tenía que aclarar algunos detalles con él antes de conocernos.
Las conversaciones y el movimiento se reanudaron en la cafetería. Grace relajó los músculos de la cara y respiró aliviada antes de evaluar la reacción de sus amigas públicas.
—Jugaré a adivinar quién es el guapo tonto —me guiñó un ojo en privado y, por enésima vez, yo deseé que mi vida pudiera volver a la normalidad.
Cuando Grace dijo un nombre, el resto del grupo también decidió jugar. Yo dibujé a Grace mientras hablaban. Su nuevo corte de pelo enmarcaba su rostro a la perfección. Yo escuchaba como decían nombres y cotilleaban.
—Tal vez Echo vaya a darle clases a Luke Manning —dijo Lisa dándome un codazo no muy sutil en el brazo—. Está bueno y no puede decirse que sea brillante.
Yo puse los ojos en blanco e hice lo posible por arreglar la línea negra que había provocado con el codazo en mi dibujo. Lila se aferraba a la falsa esperanza de que Luke, mi novio de mi vida anterior, siguiera sintiendo algo por mí. Alimentaba sus argumentos con historias inventadas, diciendo que Luke me miraba cuando yo no prestaba atención.
—Luke y Deanna rompieron durante las vacaciones de Navidad —dijo Grace—. Deanna dice que fue ella quien rompió con él. Luke dice que fue él. ¿Quién sabe si averiguaremos la verdad?
—¿A quién creerías tú, Echo? —preguntó Natalie. Tenía que reconocerle el esfuerzo. Quería que participase en la conversación, sin importar que yo quisiese o no que me incluyeran.
Yo me concentré en recrear la sombra que el pelo de Grace formaba junto a su oreja. Tras conocer a Luke en clase de Lengua en primer año, había salido con él durante año y medio. Eso me convertía en la experta en Luke. Desde nuestra ruptura, en cada mesa a la que se sentaba una chica había una experta en Luke.
—Es difícil de decir. Yo rompí con Luke y él no intentó disimularlo, pero ha cambiado mucho desde entonces.
—Noah Hutchins —dijo Natalie.
Yo dejé de dibujar, sin saber qué tenía Noah que ver con Luke.
—¿Qué?
—Estoy intentando adivinar al guapo, ¿recuerdas? Noah Hutchins está muy bueno. Yo le daría clases —Lila miró hacia la mesa del colgado de Noah. Solo le faltaba babear. ¿Cómo podía desear al chico que se había burlado de mí?
Grace se quedó con la boca abierta.
—¿Y hacer frente al desprecio social? Ni hablar.
—He dicho que le daría clases, no que le llevaría al baile. Además, por lo que he oído, varias chicas se han subido a ese tren y han disfrutado cada segundo.
Grace se quedó mirando a Noah y después apartó la mirada.
—Tienes razón. Está bueno y corre el rumor de que solo le interesan los rollos de una noche. Aunque Bella Monahan intentó forzar una relación con él. Lo seguía a todas partes como si fuera un perrito. Él no quería tener nada que ver con ella, a no ser que fuese en el asiento trasero de su coche.
A Lila le encantaban los chismes.
—Perdió a su novio, su virginidad, su reputación y su dignidad en menos de un mes. Por eso se fue a otro instituto.
Los chicos como Noah Hutchins me enfurecían. Utilizaba a las chicas, se drogaba y me había hecho sentir como una mierda aquella mañana. Aunque no me sorprendía. El semestre anterior había coincidido en un par de clases con él. Entraba en el aula como si fuese el rey del mundo y sonreía con superioridad cuando las chicas se ponían nerviosas en su presencia.
—Menudo imbécil.
Como si me hubiera oído desde el otro lado de la sala, sus ojos oscuros se encontraron con los míos. Tenía el flequillo revuelto sobre la frente, pero sabía que estaba mirándome. La barba incipiente de su cara se movió cuando sonrió. Noah era un chico musculoso, guapo y problemático. Era capaz de hacer que unos vaqueros y una camiseta parecieran algo peligroso. No es que a mí me interesasen los colgados que utilizaban a las chicas. Aun así, volví a mirarlo mientras daba un trago a mi bebida.
—Qué palabras tan duras, Echo. No estarás hablando de mí, ¿verdad? —se oyó una silla arrastrándose por el suelo. Luke le dio la vuelta y se sentó a horcajadas entre Natalie y Grace. No fastidies. Luke y yo apenas nos habíamos dirigido la palabra desde que rompimos en segundo curso. ¿Por qué todo el mundo se empeñaba aquel día en que me relacionara con la gente?
—No —contestó Lila—. Hablábamos de ti antes. Echo estaba diciendo que Noah Hutchins es imbécil —yo le di una patada por debajo de la mesa y ella me miró con odio.
—¿Hutchins? —Luke Manning: uno ochenta y siete, con la complexión de un tren de carga, pelo negro y ojos azules, capitán del equipo de baloncesto, atractivo y engreído. Para mi vergüenza, se quedó mirando a Noah.
—¿Qué ha hecho el colgado para merecer tu ira?
—Nada —yo seguí con mi dibujo. Me sonrojé cuando una de las amigas animadoras de Grace murmuró algo sobre lo rara que era. ¿Por qué Lila, Natalie y Luke no me dejaban en paz? Los cotilleos empeoraban cuando salía de mi escondite.
Por desgracia, Lila decidió ignorar mis mejillas sonrojadas y mi patada de advertencia.
—Esta mañana se ha reído de Echo, pero no te preocupes, que ella le ha puesto en su sitio.
Apreté el lápiz con tanta fuerza que se dobló mientras intentaba aguantarme las ganas de arrancarle el pelo a Lila. La señorita Collins y mis profesores se equivocaban. Interactuar con mis compañeros era una mierda.
Luke entornó los párpados.
—¿Qué te ha dicho?
Le di un pisotón a Lila y me quedé mirándola fijamente.
—Nada.
—Le ha dicho que tenía un nombre de mierda y luego ha hecho eso del eco que la gente hacía en el colegio —contestó lila. Dios, quería asesinar a mi mejor amiga.
—¿Quieres que hable con él? —Luke se quedó mirándome con esa actitud posesiva que me era tan familiar. Grace y Natalie sonrieron como el gato de Alicia en el país de las maravillas. Yo me negué a mirar a Lila, que dio un bote en su asiento. Ahora no pararía de hablar sobre la posibilidad de que Luke y yo volviésemos a estar juntos.
—No. Es un estúpido que ha dicho una estupidez. Probablemente ya ni siquiera se acuerde.
Luke se carcajeó.
—Cierto. Todos en esa mesa están jodidos. ¿Sabías que Hutchins está en un hogar de acogida?
Las chicas de mi mesa se quedaron boquiabiertas con el nuevo rumor. Yo volví a mirar a Noah. Estaba absorto en una conversación con una chica de pelo largo y negro.
—Sí —continuó Luke—. Oí a la señorita Rogers y al señor Norris hablando de eso en el pasillo —en ese momento sonó el timbre y puso fin al intercambio de información prohibida sobre Noah Hutchins.
Mientras yo tiraba los restos de mi comida, Grace se puso a mi lado y susurró:
—Esto es brutal, Echo. Si a Luke le gustas otra vez, la vida cambiará. Si habla o sale contigo, eso cambiará la opinión de la gente. Tal vez las cosas puedan volver por fin a la normalidad.
Una de las amigas animadoras de Grace la llamó y ella se alejó de mí sin dudarlo. Yo suspiré mientras me tapaba los dedos con los puños de las mangas. Qué no daría por un poco de normalidad.
Le había dicho a la señorita Collins la verdad. No tenía tiempo para clases particulares ni terapias. En junio cumpliría los dieciocho y terminaría con el programa de acogida. Eso significaba que tendría que buscarme un piso, y para pagar el alquiler necesitaría un trabajo. Pero la señorita Collins había jugado conmigo como si fuera un estafador de la calle. Una visita ocasional supervisada a mis hermanos no era suficiente. Me los ponía delante como si fuera una aguja frente a un adicto a la heroína.
Mi turno en el Malt and Burger comenzaba a las cinco. Miré el reloj que colgaba sobre la mesa del bibliotecario. ¿Qué parte de «reúnete con el chico al que vas a darle clase justo después de las clases en la biblioteca pública» no entendía mi sabelotodo particular? Tal vez la señorita Collins hubiese mencionado quién iba a darme clase, pero yo había dejado de escuchar a los pocos minutos. Esa mujer hablaba demasiado.
Me quedé mirando hacia las puertas de la biblioteca. Cinco minutos más y podría calificar de fracaso aquella sesión, algo que me encantaría restregarle por la cara a la señorita Collins.
Una de las puertas se abrió y entró el frío de la calle, lo que hizo que se me erizase el pelo de los brazos. Maldita sea. Me recosté en mi silla y me crucé de brazos. Echo Emerson entró en la biblioteca.
Escudriñó la habitación con la mirada mientras se frotaba los brazos con las manos enguantadas. Como si el frío pudiera penetrar aquel abrigo de cuero marrón. Llevaba una sonrisa radiante en la cara. Parecía que la señorita Collins nos había ocultado a ambos la identidad del otro. En cuanto me vio, su sonrisa se esfumó y sus ojos verdes se ensombrecieron. «Únete al club», pensé yo.
Por debajo de la mesa, le di una patada a la silla que tenía enfrente.
—Llegas tarde.
Ella dejó su mochila sobre la mesa y acercó la silla mientras se sentaba.
—Tenía que ir al despacho para saber las fechas de exámenes. Podría haber conseguido la información esta mañana, pero un imbécil se cruzó en mi camino.
Punto para Echo, pero yo sonreí como si llevase ventaja.
—Podrías haberte quedado. No te pedí que te marcharas.
—¿Y dejar que me acosaras un poco más? No, gracias —se quitó el abrigo, pero se dejó puestos los guantes de lana. Olía a frío y a cuero. Su camisa azul de algodón le caía por encima de la camiseta beige, lo que dejaba ver la parte superior de su escote. Las chicas como ella disfrutaban torturando a los chicos. Poco sabía ella que a mí no me importaba mirar.
Me pilló mirando, se recolocó la camisa y el escote desapareció de mi vista. «Ha sido divertido», pensé. Me miró con odio, probablemente esperando una disculpa. Que esperase sentada.
—¿En qué asignatura vas mal? ¿En todas? —sus ojos verdes brillaban. Parecía que a Echo también le gustaba remover la mierda.
De acuerdo, me había metido con ella esa mañana sin ninguna razón. Se merecía al menos un par de ataques.
—Ninguna. La señorita Collins es quien lleva la voz cantante con esto.
Echo abrió su mochila y sacó un cuaderno. Su rostro se ensombreció momentáneamente cuando se quitó los guantes y al instante se tapó las manos con las mangas.
—¿Con qué asignatura quieres empezar? Vamos juntos a clase de Cálculo y de Física, así que podemos empezar con eso. Debes de ser un auténtico idiota si necesitas ayuda con tecnología —hizo una pausa—. ¿Y no ibas conmigo a clase de español el semestre pasado?
Yo agaché la cabeza y el flequillo me cayó sobre los ojos. Para ser una chica que no sabía de mi existencia, sabía mucho sobre mí.
—Sí —y este semestre también. Entraba en clase según sonaba el timbre y ocupaba el primer asiento disponible sin dignarse a mirar a nadie.
—¿Qué tal hablas español? —me preguntó en español.
¿Que qué tal hablaba español? Bastante bien. Aparté la silla de la mesa.
—Tengo que irme.
—¿Qué? —ella frunció el ceño con incredulidad.
—Al contrario que tú, yo no tengo unos padres que me lo pagan todo. Tengo un trabajo, princesa, y, si no me marcho ya, llegaré tarde. Ya nos veremos.
Agarré los libros y la chaqueta, abandoné la mesa y salí inmediatamente de la biblioteca. El aire helado de enero me golpeó en la cara. Había hielo en algunas partes de la acera.
—¡Oye!
Miré por encima del hombro. Echo corrió hacia mí con el abrigo de cuero en un brazo y la mochila colgada del hombro.
—Ponte el maldito abrigo. Aquí hace frío —no me detuve por ella, pero aminoré la velocidad. Sentía curiosidad por saber por qué me seguía.
Me alcanzó enseguida y siguió caminando junto a mí.
—¿Adónde crees que vas?
—Ya te lo he dicho. A trabajar. Creí que eras lista —nunca había conocido a nadie con quien resultase tan divertido meterse.
—Bien. ¿Y cuándo vamos a dar las clases?
Yo estampé mis libros contra el pedazo de mierda al que llamaba mi coche, lo que hizo que parte del óxido cayese al suelo.
—No vamos a hacerlo. Te propongo un trato. Tú le dices a la señorita Collins que nos estamos viendo después de clase todos los días que quieras, así podrás hacer todas las horas de voluntariado que necesites para el club al que pertenezcas. Y yo te seguiré la corriente. No tendré que verte y tú no tendrás que mirarme. Podré seguir con mi jodida vida y tú podrás irte a casa a jugar a los vestiditos con tus amigas. ¿Trato hecho?
Echo frunció el ceño y dio un paso atrás como si la hubiese abofeteado. Perdió el equilibrio al pisar una placa de hielo. Yo estiré la mano derecha y la agarré de la muñeca antes de que cayera al suelo.
La mantuve agarrada mientras se estabilizaba apoyándose en el maletero de mi coche. Tenía las mejillas sonrojadas, ya fuera por la vergüenza o por el frío. En cualquier caso, me parecía gracioso. Pero antes de que pudiera reírme de ella, abrió los ojos desmesuradamente y se quedó mirando la muñeca que yo tenía sujeta.
Se le había subido la manga de la camisa hasta más allá del codo, y yo seguí la dirección de su mirada. Intentó soltarse, pero yo le agarré la muñeca con más fuerza e intenté disimular mi asco. En ninguna de las casas infernales en las que había vivido había presenciado jamás unas heridas semejantes. Tenía cicatrices blanquecinas y enrojecidas en forma de zigzag que le subían por el brazo.
—¿Qué coño es eso?
Aparté la mirada de las cicatrices y la miré a la cara en busca de respuestas. Ella tomó aire varias veces antes de tirar de nuevo y conseguir soltarse.
—Nada.
—A mí no me parece que sea nada —y debía de haberle dolido mucho.
Echo se bajó la manga hasta taparse los dedos. Parecía un cadáver. Se había puesto pálida y el cuerpo le temblaba con espasmos silenciosos.
—Déjame en paz.
Se dio la vuelta y regresó tambaleante hacia la biblioteca.
—Nada —dijo Lila—. Ni una palabra, ni un susurro. Natalia, Grace y yo incluso hemos tanteado el terreno entre los más jóvenes, pero no corre ningún rumor sobre ti. Al menos, nada que tenga que ver con Noah Hutchins.
Lila estaba sentada en el asiento del copiloto y yo en el del conductor en el Corvette del 65 de Aires. Había venido a casa conmigo para ser mi escudo en el viernes familiar; o, como a mí me gustaba llamarlo, la cena de los malditos.
En el garaje, la radio sonaba en mi Dodge Neon verde del 98. El Corvette de Aires aún conservaba su radio original; es decir, una mierda, pero el resto del coche era bestial. De color rojo sangre brillante, tuneado con rayas negras horizontales... normalmente dejaba de escuchar a Aires en ese punto, pero él seguía hablando aunque yo no atendiera... tres tomas de aire verticales en forma de branquia junto a los guardabarros delanteros y una rejilla con barras horizontales.
Yo no tenía ni idea de lo que significaba aquello, pero Aires lo decía tantas veces que había memorizado la descripción. El coche tenía un aspecto increíble, pero no funcionaba. Gracias a Noah Hutchins, mis posibilidades de arreglarlo iban disminuyendo día a día. Apreté el volante con fuerza y recordé la promesa que me hizo Aires. Días antes de marcharse, él estaba encorvado sobre el capó abierto del coche y yo estaba sentada en la mesa de trabajo.
—No pasará nada, Echo —había dicho Aires mirando hacia mi pie, que yo no paraba de balancear—. Solo es un despliegue de seis meses.
—Estoy bien —había contestado yo mientras parpadeaba tres veces. No quería que se marchara. Aires era la única persona en el mundo que comprendía la locura de nuestra familia, además era el único capaz de mantener la paz entre Ashley, nuestro padre y yo. No era el mayor admirador de Ashley, pero sin importarle sus sentimientos, siempre me alentaba a darle un respiro a nuestra madrastra.
—La próxima vez intenta controlar ese tic que delata que mientes —dijo él carcajeándose—. Un día de estos papá se dará cuenta.
—¿Escribirás? —pregunté yo para cambiar de tema. Aires hablaba mucho de nuestro padre antes de marcharse.
—Y hablaremos por Skype —se limpió las manos con un trapo ya grasiento y se incorporó—. Te diré una cosa. Cuando vuelva a casa y termine el coche, podrás ser la primera en conducirlo. Después de mí, claro.
Yo dejé de balancear el pie y me sentí embargada por el primer sentimiento esperanzador desde que Aires me dijera que se marchaba. Mi hermano regresaría a casa siempre y cuando su coche estuviera esperándole. Me había dado un sueño y yo me aferré a eso después de que se marchara. Mis sueños murieron con él en una carretera desolada de Afganistán.
—¿En qué piensas? —me preguntó Lila.
—En Noah Hutchins —mentí—. Ha tenido toda la semana para contarle a todo el instituto lo de mis cicatrices. ¿A qué crees que espera?
—Tal vez Noah no tenga a nadie a quien contárselo. Es un chico de acogida que toma drogas y que necesita clases particulares.
—Sí, tal vez —respondí yo. O tal vez estuviese esperando el momento perfecto para convertir mi vida en un infierno.
Lila empezó a juguetear con sus anillos, lo que indicaba que estaba nerviosa.
—¿Qué? —pregunté.
Tuve que esforzarme para oír la respuesta que murmuró.
—Se lo dijimos a Luke.
Los músculos de mi cuello se tensaron, y tuve que soltar el volante por miedo a hacer pedazos el plástico.
—¿Que habéis hecho qué?
Lila se dio la vuelta sobre su asiento y retorció las manos sobre su regazo.
—Va a nuestra clase de Lengua. En vez de corregirnos los exámenes la una a la otra, Natalie, Grace y yo estábamos hablando de la historia con Noah y las cicatrices y... Luke oyó algunas cosas.
El corazón me palpitaba en los oídos. Durante casi dos años había guardado aquel horrible secreto y en una semana dos personas habían accedido a mi pesadilla personal.
Al ver que yo no decía nada, Lila continuó.
—Esas cicatrices no son culpa tuya. No tienes absolutamente nada de lo que avergonzarte. Tu madre sí, y posiblemente tu padre también, ¿pero tú? Nada. Luke ya sabía que tu madre era una psicótica y nunca se lo dijo a nadie. Es un imbécil, pero hasta él pudo imaginar que tu madre te hacía daño.
¿Debía sentirme molesta? ¿Aliviada? En realidad, me sentía anestesiada.
—No es una psicótica —murmuré, sabiendo que cualquier cosa que dijera sobre mi madre caería en saco roto—. Tiene problemas.
Con un movimiento lento y deliberado, Lila colocó su mano sobre la mía y me apretó los dedos con fuerza para recordarme que ella me querría a pesar de todo.
—Creemos que deberías contárselo a la gente. Ya sabes, atacar en vez de defenderte. De ese modo, si Noah se lo cuenta a todos, ya sabrán la verdadera historia y pensarán que es un imbécil por reírse de ti.
Me quedé mirando la mesa de trabajo de Aires. Mi padre nunca usaba herramientas. Si algo se rompía, llamaba a alguien para que lo arreglara. A Aires le encantaban las herramientas. Pasaba horas enteras en aquel garaje. Dios, le necesitaba. Necesitaba que me dijera qué hacer.
—Por favor, di algo, Echo —la desolación en la voz de Lila me partió el corazón.
—¿De quién fue la idea? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta—. ¿De Grace? —ella había querido que le contara a todo el instituto lo sucedido de inmediato.
—Eso no es justo —contestó Lila—. Aunque Grace tampoco ha sido justa contigo. Juró que su doble juego en público y en privado terminaría en cuanto eligieran a la jefa de animadoras, pero esa no es la cuestión, Echo. Ella desea lo que todas deseamos, que todo vuelva a la normalidad. Mientras todos piensen que te gusta automutilarte o que intentaste suicidarte, seguirás estando excluida. Tal vez toda esta historia con Noah sea una bendición enmascarada.
Miré a Lila por primera vez desde que me había dado la noticia.
—Mi madre es territorio prohibido.
—Nosotras te apoyaremos —contestó Lila apresuradamente—. Luke dijo que le contaría a sus amigos los episodios psicóticos de tu madre que presenció cuando salíais juntos. Ya sabes, para añadirle legitimidad a tu historia. Y cuando Grace oyó eso, accedió a contarles a todos lo que Natalie, ella y yo vimos en el hospital. Vimos a los policías. Oímos a tu padre gritándole a tu madre. Grace lo desea; todas lo deseamos.
—Porque tener una madre loca y no recordar la noche en que intentó matarme es mucho mejor que dejar que la gente crea que soy una suicida.
—La gente se sentirá mal por ti —dijo Lila con suavidad—. Ser una víctima... hace que sea diferente. Eso es lo que Grace ha estado intentando decirte desde el principio.
La rabia acabó con la poca paciencia que me quedaba.
—No quiero su compasión y no quiero que todo el instituto hable de la peor noche de mi vida. Si alguna vez le cuento a alguien lo sucedido, quiero poder decir la verdad, no que soy una idiota patética que no se acuerda de nada —golpeé el respaldo del asiento con la cabeza y me quedé mirando al techo del coche. «Respira profundamente, Echo. Respira profundamente», me dije.
No recordaba absolutamente nada de aquella noche. Mi padre, Ashley y mi madre sabían la verdad. Pero a mí me estaba prohibido hablar con mi madre, y Ashley y mi padre creían en lo que decían los terapeutas. Que cuando mi mente pudiera afrontar la verdad, lo recordaría.
Lo que fuera. No eran ellos los que se pasaban las noches en vela intentando comprender lo ocurrido. No eran ellos los que se despertaban gritando. No eran ellos los que se preguntaban si estarían volviéndose locos.
No eran ellos los que se sentían inútiles.
—Echo... —susurró Lila. Tomó aliento y se quedó mirando al parabrisas. Aquello debía de ser malo. Lila siempre era capaz de mirar a los ojos—. ¿Alguna vez has pensado que tal vez en parte esto sea culpa tuya?
Yo me estremecí y luché por controlar la rabia que sentía en mi interior.
—¿Perdona?