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¿Debería decir que no si él quería besarla? Después de haber trasladado su laboratorio al norte de Maine, Farrell Stone, un inventor multimillonario, necesitaba un ama de llaves. Ivy Danby, madre soltera, necesitaba un trabajo para mantener a su hijita. Cada uno resolvió el problema del otro. Pero Ivy fascinaba a Farrell mucho más de lo que debería hacerlo una empleada. Él, viudo desde hacía años, no quería tener una relación seria con nadie. ¿Una noche apasionada con Ivy sería un error enorme o el nuevo comienzo que ambos necesitaban?
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Seitenzahl: 217
Veröffentlichungsjahr: 2021
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2020 Janice Maynard
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Rozando la tentación, n.º 190 - julio 2021
Título original: Upstairs Downstairs Temptation
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. N ombres, c aracteres, l ugares, y s ituacionesson producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-675-2
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Capítulo Quince
Capítulo Dieciséis
Capítulo Diecisiete
Capítulo Dieciocho
Si te ha gustado este libro…
A Farrell Stone no le gustaba pedir ayuda. Pocas veces lo hacía cuando se trataba de negocios y aún menos en su vida personal. Seguía su propio camino, manejaba sus propios asuntos y se reservaba sus opiniones. Por desgracia, Katie, su secretaria, era una profesional a la hora de meterse donde no la llamaban, por lo que ahora él se hallaba entrevistando a su protegida.
La mujer, sentada en silencio al otro lado del escritorio, era delgada y no muy alta. Llevaba el cabello, espeso, brillante y castaño oscuro cortado en capas que le resaltaban el afilado mentón.
Los ojos, enormes y de largas pestañas, parecían excesivamente grandes para su rostro. Su expresión denotaba miedo y esperanza a la vez. Los iris, de color avellana, brillaban con toques dorados y verdes.
Aunque no era guapa en el sentido convencional, había algo en ella que resultaba fascinante. A Farrell le atraía su feminidad y su aura de vulnerabilidad, casi palpable. Era el tipo de mujer que lo atraía sexualmente. Se alarmó al notar que su cuerpo reaccionaba ante ella.
Había aprendido a prescindir del deseo sexual y no era el momento de abandonar el hábito.
Aunque Ivy Danby era de allí, de Maine, llevaba veinte años en Carolina del Sur. Su currículo, que él tenía en la mano, era muy corto. Había acabado la escuela secundaria, había tenido varios empleos y se había casado. Después, nada. Aunque el hecho de que llevara un bebé dormido en brazos apuntaba a varios detalles omitidos.
Dejó el folio en el escritorio.
–Le agradezco que haya venido a la entrevista, señora Danby, pero…
Ella se inclinó hacia delante bruscamente, lo que le pilló por sorpresa.
–Cualquier cosa que usted quiera que haga, la aprenderé –lo miró sin pestañear.
A él le gustó su seguridad en sí misma, pero a cada minuto que pasaba se daba cuenta de que no necesitaba las complicaciones que suponían sentirse atraído por una empleada.
Tenía la voz ronca. «Cualquier cosa que usted quiera que haga…». Era la libido de Farrell, sorprendentemente desobediente, la que añadía el trasfondo sexual.
Le molestaba no estar totalmente preparado para aquella conversación. Suspiró.
–No he puesto un anuncio para este puesto. Lo entiende, ¿verdad?
Ivy asintió.
–Sí, pero Katie, su secretaria, sabe que va a estar disponible. Y yo necesito trabajar. Ahora comparto piso con su hermana.
–Mi secretaria ahora es mi cuñada. Mi hermano Quin se casó con ella hace tres meses.
Ivy asintió.
–Solo la he visto una vez, y tuvimos una conversación maravillosa. Es una persona extraordinaria.
–En efecto –Farrell titubeó–. El caso es que el trabajo se llevará a cabo en el norte de Maine, en medio de la nada.
Farrell era ingeniero e inventor. Siempre había trabajado en su laboratorio allí, en aquel edificio de Portland. Sin embargo, en los dos años anteriores, sus mejores y más novedosas ideas habían aparecido en el mercado antes de que él las hubiera lanzado. Aunque cabía la posibilidad de que estuviera paranoico, no podía descartar que se estuviera produciendo espionaje industrial.
–Mis hermanos y yo tenemos cada uno una casa en la costa norte. Acabo de construir un pequeño laboratorio y una casa de invitados en mi propiedad. Me voy a trasladar allí a trabajar en cuanto pueda.
–¿Por qué?
–Hay aspectos de mis diseños que son confidenciales. Debo prestar más atención a la hora de proteger mis investigaciones. Y no solo eso: me gusta estar solo y trabajo mejor cuando lo estoy.
–Entonces, ¿por qué cree Katie que necesita contratar a una ayudante?
Él hizo una mueca.
–Me centro completamente en el trabajo cuando me hallo en medio de un proyecto. He llegado a trabajar treinta y seis horas seguidas cuando estoy inspirado. Necesito que alguien se ocupe de la casa y las comidas, alguien discreto y de fiar.
Los ojos de ella brillaron.
–No me voy de la lengua. Sé guardar un secreto, señor Stone.
Por fin, Farrell le hizo la pregunta que había estado posponiendo.
–¿Por qué quiere este trabajo? En el norte tenemos Internet y televisión, pero poco más. Ni siquiera hay una tienda cerca.
Por primera vez, ella pareció ansiosa, agitada.
–Voy a serle sincera.
Su atractiva voz lo afectó de forma inexplicable.
–Hágalo, por favor.
A ella le tembló levemente el labio inferior y los ojos se le humedecieron.
–Estoy desesperada, señor Stone. Mi esposo murió hace unos meses. No me dejó nada, ni seguro de vida ni nada. He vendido la casa, pero con el dinero de la venta he pagado deudas. Mis padres murieron. No tengo parientes. Necesito un trabajo en el que pueda tener a Dolly conmigo.
–¿Dolly?
Ivy acarició la cabeza del bebé.
–Dorothy Alice Danby. Es demasiado largo, así que la llamo Dolly –lo miró con una intensidad que lo pilló desprevenido–. Sé que no me recuerda de la infancia. Estábamos en la misma escuela. Todo el mundo en Portland conoce a su familia, a su padre y a sus hermanos, Quinten y Zachary, Stone River Outdoors proporciona cientos de buenos empleos. Solo le pido una oportunidad. Soy muy trabajadora. Y el bebé duerme dos largas siestas al día. También puedo llevarla a la espalda mientras cocino o limpio. Si me contrata, le juro que no se arrepentirá.
Farrell se dijo que ya se estaba arrepintiendo. No necesitaba complicarse más la vida. Ivy Danby, con su atractivo natural y su hijita, supondría un montón de complicaciones.
Suspiró reconociendo la derrota.
–Tus argumento son convincentes. Y que conste que te recuerdo, Ivy. Estábamos los dos en la clase de tercero de la señora Hansard. Llevabas coletas y te sentabas dos filas detrás de mí. Te regalé una tarjeta de San Valentín que había hecho yo solo.
Ella lo miró con os ojos como platos.
–Dame veinticuatro horas para pensarlo. Te llamaré mañana para comunicarte mi decisión.
Vio en su rostro que deseaba una respuesta inmediata. Pero se tragó las palabras de protesta y consiguió sonreír levemente.
–Entiendo. Gracias por la entrevista.
En cuanto se hubo marchado, Farrell dio una orden gritando por el interfono. Unos segundos después, Katie Duncan Stone apareció en la puerta del despacho. Era rubia, de ojos azules, hermosa y competente; también obstinada y empeñada en ayudar a los demás, se lo merecieran o no.
Farrell la fulminó con la mirada.
–¿En serio, Katie? ¿Una madre primeriza con un bebé?
–No seas machista, Farrell –se sentó en la silla de la que se acababa de levantar Ivy–. Las madres primerizas también trabajan.
–Si pueden dejar a sus hijos en la guardería. Mi casa está en el bosque, sobre un acantilado –apretó los dientes, molesto por lo mucho que deseaba aceptar la idea.
Katie no tuvo en cuenta su protesta.
–Hace un siglo no había guarderías y las mujeres se mataban a trabajar.
–¿Por qué me presionas tanto? –su hermano Quin le había avisado de la tendencia de Katie a rescatar seres humanos y, de vez en cuando, animales. Tenía un corazón enorme.
–Conocí a Ivy el otro día, al pasar por el piso de mi hermana. Charlando descubrimos que tú y ella habíais ido juntos a la escuela.
–A la escuela primaria –Farrell suspiró–. Eso no son referencias, precisamente.
Su cuñada no se amilanó.
–Ivy se mudó al piso de mi hermana sin nada, salvo dos maletas, una cuna portátil y una bolsa de pañales. Nada más. ¿No te parece raro? Sufre. Y está sola. Es indudable que tú, más que ninguna otra persona, puedes entender su situación. Perder a tu cónyuge te cambia la vida.
Farrell aguantó el ataque con estoicismo. Solo Katie tenía el valor de recordarle el pasado. Hacía siete años que Sasha había muerto. Ni siquiera sus hermanos mencionaban el tema.
–Eso no es jugar limpio –masculló.
Katie se levantó y lo besó en la mejilla.
–Ahora somos familia, así que puedo entrometerme en tus asuntos. Pero, en este caso, te lo ruego, Farrell. Ivy necesita volver a empezar. Necesita un hogar y sentirse segura. Necesita justo lo que le puedes ofrecer. Dale una oportunidad, por favor.
Diez días después de la incómoda entrevista en la sede de Stone River Outdoors en Portland, Ivy se hallaba en un caro y lujoso sedán que Katie conducía hacia el norte.
Ivy se había quedado en estado de shock cuando Farrell se puso en contacto con ella para ofrecerle el puesto y un salario de ensueño. Katie la llamó después para darle los detalles. Como secretaria de Farrell, sabía lo que este exigiría a Ivy. También sabía que ella no tenía ni coche ni muebles ni dinero.
Katie tenía solución para todo. Dijo que debía ir a ver cómo estaba la casa de su esposo, ahora también suya, por lo que no le supondría problema alguno llevar a Ivy y Dolly a su nuevo hogar.
El viaje estaba siendo agradable. Dolly parloteaba y jugaba en la parte de atrás.
–Quiero tener hijos –musitó Katie–. Pero no sé si mi esposo está preparado.
–No lleváis mucho casados. Tenéis tiempo.
–Lo sé, pero el reloj biológico avanza a toda prisa –ahuyentó un mosquito que intentaba entrar en el coche–. ¿Cómo supiste que querías tener hijos?
Ivy se puso tensa y no despegó la vista de su hija.
–No lo supe. Sucedió.
–Entonces, supongo que has sido una de las afortunadas.
–Supongo –se limitó a contestar Ivy.
Dejó que el silencio se alargara. Sabía que no podía derrumbarse. Llorar por el pasado a esas alturas podía costarle su maravilloso empleo.
Ivy llevaba mucho tiempo reprimiendo sus emociones. Pero ese día tenía un motivo para sonreír. Se dirigía a un lugar para vivir, a desempeñar un trabajo con un salario del que podrían vivir su hija y ella. En aquel cálido día de otoño, notó que resurgía en ella la esperanza.
Abedules, arces y robles desplegaban toda una gama de colores. Tal vez al año siguiente tendría la oportunidad de visitar la zona con su hija. Le pareció una maravillosa fantasía.
La pena le había robado la esperanza y los sueños, pero eso había sucedido en el pasado. Estaba rehaciendo su vida, reinventándose. Nada estaba fuera de su alcance, si creía en sí misma.
El hecho de que Farrell Stone fuera el responsable de su buena suerte la hizo reflexionar. Le caía muy bien. Era honrado, guapo y sexy de un modo discreto.
Ella creía sinceramente que las experiencias de su vida habían eliminado su capacidad de sentir como una mujer. Pero al sentarse frente a Farrell, se dio cuenta de que quería algo más que un empleo. Tal vez una sonrisa o una risa compartida.
Debería andarse con cuidado para no hacer el ridículo.
Ivy tuvo mucho tiempo para pensar mientras Katie se concentraba en el tráfico.
Los únicos que viajaban por aquella carretera rural llena de curvas eran los habitantes de la zona. Solo se veían bosques, campos, estanques y lagos. El paisaje calmó la aprensión de Ivy.
Katie echó una ojeada al reloj del salpicadero.
–Ya falta poco. ¿Notas que estamos cerca del mar?
–Pues sí. Vivir en Charleston tanto tiempo me enseñó cuál era el olor del aire en la costa. Aquí no hace tanto calor ni hay tanta humedad, pero recuerdo la costa norte de mi infancia.
–Está pasados aquellos árboles.
Ivy nunca había estado tan al norte, pero en el despacho de Farrell había visto fotos aéreas de las tres espectaculares casas de los tres hermanos, cada una en un promontorio rocoso que daba al mar.
Hacía casi dos siglos que un antepasado de los hermanos Stone había adquirido una enorme extensión de terreno salvaje. Bautizó con su apellido el riachuelo que serpenteaba por la propiedad. La siguientes generaciones fueron vendiendo parte del terreno, pero los actuales hermanos Stone aún poseían varios cientos de kilómetros cuadrados. Les gustaba la intimidad.
La empresa que los había hecho inmensamente ricos había nacido en aquel paraíso forestal.
El hecho de estar aislada no desanimaba a Ivy, porque significaba estar segura y a salvo, y la posibilidad de, por fin, ser ella misma.
Cuando Katie giró para tomar el camino de acceso a la propiedad de la familia Stone introdujo el código en la verja de entrada y siguió adelante otros diez kilómetros por un camino adoquinado.
Llegaron a casa de Farrell cuando Dolly comenzaba a agitarse. Habían pasado por los desvíos que conducían a la casa de Zachary y a la de Quin.
–Un día te enseñaré mi casa –dijo Katie–. Supongo que querrás instalarte. ¿Vamos primero a la casa grande a ver a Farrell o directamente a la cabaña de invitados?
–A la cabaña, por favor.
La casa de Farrell era enorme. Tenía el aspecto tradicional de las casa de Nueva Inglaterra, con listones azules y ribetes blancos. Había ventanas por todas partes que daban al mar.
Detrás de la casa, más hacia el interior del bosque, había una encantadora cabaña de troncos. Era perfecta en todo los sentidos.
–Aquí la tienes –dijo Katie–. ¿Crees que estaréis cómodas en ella?
Ivy estuvo a punto de echarse a reír a causa de la incredulidad. El entorno era maravilloso.
–¿Cómo no vamos a estarlo? Es perfecta.
El interior era incluso mejor que el exterior. La cabaña era pequeña. Tenía dos dormitorios con un cuarto de baño entre ambos, una minicocina con modernos electrodomésticos y un salón con un sofá, dos sillones a juego y una chimenea de verdad. Alguien, tal vez Farrell, había dejado un montón de leña junto a ella.
A Ivy se le saltaron las lágrimas. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no llorar. Katie no lo entendería y ella no tenía ganas de darle explicaciones. Al menos ese día. Tal vez nunca.
–¿Quién ha traído una cuna? ¿Has sido tú?
–No, ha sido idea de Farrell. Cree que podrías dejar la tuya en su casa, para que Dolly pueda dormir en ambas.
–Ha sido muy considerado.
La magnitud del gesto decía mucho de la clase de hombre que era. Ivy estaba abrumada, pero intentaba que no se le notara.
Dolly comenzó a llorar, así que Ivy abrió la puerta trasera del coche.
–No llores, cariño. Ya sé que es hora de que salgas –la novedad del magnífico entorno calmó a la niña inmediatamente.
Katie se echó a reír.
–Mira qué cara ha puesto. Creo que esto le gusta.
Era verdad. La niña giraba la cabeza a un lado y a otro observándolo todo. Se metió el puño en la boca y comenzó a chupárselo, muy contenta.
Ivy respiró hondo tratando de tranquilizarse.
–No quiero hacerte esperar. Ya me has ayudado mucho. Si te parece bien, vamos a la otra casa para que tu cuñado me la enseñe y me diga cuáles son sus costumbres.
Farrell estaba nervioso, lo cual era anómalo.
Tal vez se debiera a que su vida laboral iba a cambiar radicalmente. Tal vez temiera que su nuevo laboratorio no resultara tan propicio para ser creativo como el antiguo de Portland.
O tal vez le siguiera angustiando la posibilidad de que la empresa fuera víctima de espionaje industrial. ¿Era eso? ¿Le preocupaba perder otro diseño?
Era un hombre comedido en sus pensamientos y acciones, ni tan imprudente como su hermano menor ni tan despreocupado como su hermano mediano. Él era el mayor, el más responsable.
Tras haber analizado y descartado todas las fuentes posibles de la inquietud que sentía, concluyó que solo le quedaba una: estaba nervioso porque Ivy Danby se había mudado a su casa.
No era exactamente así. Ella le prepararía la comida y haría la limpieza. Ella y su hija no serían invitadas en su casa, sino que tendrían la suya propia.
Había visto llegar el coche de Katie hacía casi media hora. Era evidente que ella le estaba enseñando la cabaña a Ivy y ayudándola a instalarse. Pronto estarían allí.
Cuando sonó el timbre, se pasó las manos por el cabello y abrió la puerta con la esperanza de que no se le notara la inquietud.
–Hola, Katie –dijo–. Hola, Ivy, entrad.
Dolly lo miró como si tuviera dos cabezas. O eso le pareció a él, que no sabía nada de niños.
Así que se centró en las dos mujeres.
–¿Habéis tenido buen viaje?
–Muy bueno. Han acabado las obras de la autopista, así que hemos venido deprisa.
–Estupendo.
–Tengo las dos última cajas con tus carpetas en el portaequipajes. Creo que es todo lo que te hace falta.
Durante los cuatro días anteriores, sus dos hermanos y Katie le habían ayudado a recoger todas las cosas del laboratorio y a meterlas en cajas. En la oficina de Portland se había generado cierto revuelo, ya que solo su familia sabía lo del cambio. Farrell se seguía preguntando si era necesario hacerlo. El tiempo lo diría.
Katie se dio cuenta de lo incómodo que estaba.
–Voy a jugar con esta preciosa criatura mientras vosotros habláis.
Una vez que Katie se hubo marchado con la niña, Ivy miró a Farrell, que carraspeó.
–Empecemos por la cocina.
–Desde luego.
Le enseñó la nevera y la despensa y le explicó cómo estaban organizados los armarios.
–No soy difícil de complacer. Pongo la cafetera cada noche. Suelo trabajar desde las seis hasta las ocho de la mañana y luego desayuno. Me gusta todo, salvo las gachas de avena. Así que, nada de gachas, por favor.
Por primera vez, Ivy esbozó una leve sonrisa.
–Son buenas para el corazón.
Él frunció el ceño.
–Mi corazón está perfectamente.
–Entendido, señor Stone.
–Llámame Farrell.
Esa vez fue ella la que frunció el ceño.
–¿Por qué?
–¡Maldita sea! Porque solo vamos a estar los dos aquí y hace años que nos conocemos
Ella lo miró con desaprobación.
–Somos tres –le recordó con voz cortante–. Y no quiero que te dediques a soltar improperios delante de mi hija. Si eso es un problema, puedes despedirme ahora mismo.
Él la miró boquiabierto. Su plácido estado de ánimo habitual comenzaba a alterarse.
–¿En serio? ¡Maldita sea! ¡Qué estirada eres!
–Ya van dos veces –dijo ella en tono remilgado.
A decir verdad, él no se había dado cuenta de que había maldecido una segunda vez. Notó que se sonrojaba.
–Tendré cuidado delante de tu hija.
–¿Eres una persona voluble, Farrell?
–¿Voluble? –volvió a mirarla boquiabierto. Nadie lo había descrito así en su vida. Obstinado, tal vez. Demasiado centrado en su trabajo. Emocionalmente distante. Pero no voluble.
Farrell se tragó la frustración y moderó el tono de voz.
–Te prometo, Ivy, que la mayoría de la gente cree que soy de trato fácil. A veces me absorben mis proyectos. Puede que se me olvide que estás aquí. Pero la nuestra será una relación laboral equilibrada y tranquila, te lo juro –«siempre que finja que no eres la mujer más fascinante que he conocido en los últimos años»–. Voy a hablar con mi cuñada. Te dejo para que te familiarices con la cocina.
Halló a Katie en el porche mostrando a Dolly las ardillas del jardín. Al ver a Farrell sonrió.
–Estamos a la sombra. Dudo que la señorita Dolly lleve protector solar.
Farrell bajó la voz.
–¿Qué problema tiene Ivy? ¿Cuánto hace que murió su esposo? ¿Llegó a conocer a su hija? ¿Qué pasó?
–Su vida privada no es asunto nuestro. Lo cierto es que no va a ir cotilleando sobre tu trabajo. Se halla en una situación difícil y tú le has dado la oportunidad de volver a empezar. Mi hermana sabe que está en una mala situación, pero Ivy no le ha dado detalles.
–¿Cómo está Delanna? ¿No le ha molestado que la hayas dejado sin su compañera de piso?
–Un poco, pero se le pasará. Ya encontrará a otra persona para compartirlo. Ahora que ha dejado al desgraciado de su novio, le van muy bien las cosas. Ya ni siquiera me pide que le preste dinero. Estoy orgullosa de ella –besó a la niña en la cabeza y se la tendió a Farrell–. ¿No quieres agarrarla? Es un cielo, ¿verdad que sí, cariño?
Farrell agarró a la niña sin pensarlo. Pesaba mucho menos de lo que se esperaba. Su cuerpecito estaba caliente y la piel le olía a bebé. El corazón le latió más deprisa. Nunca había lamentado no ser padre. Pero, durante unos instantes, se compadeció del padre de la niña, que había muerto sin verla crecer.
Acarició la espalda de Dolly distraídamente.
–Gracias, Katie –dijo sonriéndole agradecido.
Ella se desperezó mientras observaba las hojas otoñales y el mar azul.
–¿Por qué me las das?
–Por traer a Ivy y ayudarla a instalarse, pero, sobre todo, por hacer feliz a Quin.
Katie sonrió con alegría.
–¿Te ha dicho que vamos a ir a esquiar en diciembre? Nada muy complicado, para que recupere la magia. Y habrá muchas noches al lado de la chimenea bebiendo ron caliente con mantequilla y…
Farrell, alarmado, alzó la mano.
–No quiero saber nada de tus escapadas sexuales con mi hermano.
–¿Cómo sabes que era eso lo que iba a decir? –Katie sonrió.
Él se echó a reír y cambió de tema.
–Estoy deseando trabajar en mi nuevo laboratorio. Tal vez se me ocurran ideas brillantes.
–Eso espero. A Stone River Outdoors le hace falta un estímulo. Los últimos años han sido difíciles.
–En efecto –le devolvió la niña a Katie.
Esta lo miró con ironía, como si supiera lo poco dispuesto que estaba a establecer vínculos con el bebé.
–¿Y Ivy?
–Está familiarizándose con la cocina. Seguro que sale enseguida.
Ivy abrió la enorme nevera y miró en su interior. Estaba llena. Se preguntó qué distancia tendría que recorrer para rellenarla, pero vio un bloc de servicio de entrega a domicilio de alimentos en la encimera de al lado. Parecía que Farrell recibía provisiones cuando quería.
La cocina era un sueño. Ivy era buena cocinera. Había tenido años de práctica con su exigente esposo. Preparar allí la comida no le supondría problema alguno. La casa de Farrell parecía de película. Sabía que la familia Stone era rica, pero aquello era excesivo.
Además, aquella era la segunda residencia de Farrell. Tenía un gran piso en Portland que probablemente sería incluso más ostentoso que aquella casa. Ivy no se imaginaba cómo sería poseer tanto dinero.
Ella, por su parte, solo deseaba disponer de lo suficiente para cuidar de su hija y tener un techo. Mientras Farrell quisiera trabajar en un laboratorio secreto en el bosque, estaba dispuesta a serle indispensable.
La puerta de la cocina se abrió. El objeto de sus pensamientos entró como el macho alfa que era: masculino, dominante y guapísimo. Katie lo seguía.
Farrell le sonrió.
–¿Todo bien?
–Más que bien. Esta cocina es increíble –tomó a Dolly de los brazos de Katie–. ¿Y la limpieza? ¿Cada cuánto quieres que dé un repaso a toda la casa?
–Te respondo yo –intervino Katie–. Los hombres no entienden de esas cosas. Farrell tiene invitados con frecuencia, sobre todo por negocios. Los dos pisos superiores tienen cuatro dormitorios cada uno, con el cuarto de baño incluido. Seguro que querrás echarles un vistazo cuando sepas que alguien va a venir. Y no tendrás que volver a preocuparte de ellos hasta que no se hayan ido los invitados.
Farrell frunció el ceño.
–Puedo llamar a un servicio de limpieza después de haber celebrado una fiesta. Eso no le correspondería a Ivy. Lo que hemos acordado es que me haga la comida y mantenga la casa limpia.
Ivy se enfadó.
–Puedo hacerlo yo.
–Eso me corresponde decidirlo a mí, no a ti.
Ella fue a protestar, pero él la disuadió con la mirada.
–Muy bien –masculló ella–. Malgasta el dinero, si es lo que quieres.
Farrell era un hombre imponente. Su tamaño y su fuerza evidente podrían haberla puesto nerviosa si no se sintiera fascinada por él. Debía de medir uno noventa. Katie también era alta. En comparación, ella era muy bajita.
El cabello de Farrell presentaba una mezcla de tonos. Era castaño oscuro, como el de ella, pero con mechones de color caramelo y dorado que muchas mujeres pagarían por lucir. Lo llevaba lo suficientemente largo para parecer informal, pero lo bastante corto para que se ajustara a su papel de jefe.
Tenía los ojos verdes con, al igual que el cabello, destellos doradas. Demostraban un gran conocimiento de la vida. Parecía un hombre serio, con los pies en la tierra.
A ella le parecía bien. No quería sorpresas.
Katie miró el reloj.
–Me tengo que ir. Debo estar de vuelta en Portland a las seis.
Las dos mujeres se abrazaron. Katie besó a Dolly en la frente. Ivy sintió una punzada de pánico al ver que su benefactora se marchaba.
–Gracias por tu ayuda, Katie. Te lo agradezco de verdad.
–De nada. Me encanta esto. Es probable que Quin y yo vengamos pronto. Nos veremos entonces.