Rutas ambiciosas - Aarón Abarca - E-Book

Rutas ambiciosas E-Book

Aarón Abarca

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Beschreibung

El sanguinario Dante, rey de la tribu Zuge, desea dominar todo Hasme. Sin embargo, una traicionera flecha de su amada, Mía, pone fin a su reinado. Pero el silencio no concede reposo: Tánatos, dios de la muerte, le condena a acechar eternamente a Mía como un espectro. Entretanto, Zetros, sucesor y antiguo hombre de confianza de Dante, busca corregir los errores del pasado. Entabla una alianza con Gabriel, príncipe de los Ibekanis, en su lucha contra las legiones del comandante Hawk. En tierras lejanas, el coronel Fausto tiene la misión de preservar la paz. Pero el viento augura una nueva guerra. El destino tiene sus propios planes. La gran batalla ha comenzado.

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© Rutas ambiciosas

Sello: Tricéfalo

Primera edición digital: Junio 2024

© Aarón Abarca

Director editorial: Aldo Berríos

Ilustración de portada: Juan “Nitrox” Márquez

Corrección de textos: Aldo Berríos

Diagramación digital: Marcela Bruna

Diseño de portada: Marcela Bruna

_________________________________

© Áurea Ediciones

Errázuriz 1178 of #75, Valparaíso, Chile

www.aureaediciones.cl

[email protected]

ISBN impreso: 978-956-6183-59-4

ISBN digital: 978-956-6386-22-3

__________________________________

Este libro no podrá ser reproducido, ni total

ni parcialmente, sin permiso escrito del editor.

Todos los derechos reservados.

Dedicado a mi hija, Mía.

La razón por la que escribo.

La razón por la que vivo.

I

Año 1400. Sigo aquí…Castigada por lo irremediable de sus actos, con las agujas de la culpa clavándose en su pecho y en su mente, Mía observó cómo la cálida brisa peinaba las laderas verdes en ese tormentoso día. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos, queriendo salir; intentó ocultarlas, pero el sentimiento de culpa por haber asesinado al amor de su vida fue más inclemente y despiadado. Las gotas plateadas resbalaron por sus mejillas y mientras caían incontrolablemente, las piedras las recibían, haciendo que ambos elementos se unieran en un sonoro eco. Finalmente, las lágrimas humedecieron las rocas, dando de beber a la hierba silvestre.

Luego de propinarle un flechazo certero en el corazón a quien más amaba en el mundo, Mía había gritado el nombre de su amado; arrojó el arco y echó a correr con sus largas y delgadas piernas, limpiándose los ojos, sus sollozos siguiendo el ritmo de sus pisadas.

Ese momento quedaría para siempre grabado en su mente y su corazón.

***

La tribu guerrera de los zuge observó cómo Dante, su rey, caía en una ardua y fiera batalla. Enardecidos, decidieron atacar a sus fieros rivales, los militares, sin cuestionamiento alguno, dejando que sus emociones los lideraran como el Dios de la Tormenta, aquel que no tiene misericordia con sus sacerdotes ni con quienes lo veneran allá en las gélidas montañas del norte.

Zetros, súbdito y mano derecha del monarca derrotado, recordó que Dante lo había nombrado rey justo antes de su muerte. Sensata decisión para un rey necio y orgulloso, porque Zetros era el más equilibrado de toda la tribu guerrera. Era quien le devolvía la serenidad a Dante cuando este se dejaba llevar por sus impulsos. El ahora nuevo rey se diferenciaba del antiguo en espíritu: amaba la paz y la justicia, lo cual tendría repercusiones a la hora de gobernar una tribu sedienta de sangre.

La mente normalmente perspicaz de Zetros quedó en blanco. No pudo decir nada al ver a su mejor amigo, monarca y camarada, yaciendo inerte en el campo de batalla, tirado a merced de la madre naturaleza. Se quedó inmóvil, contemplando a su rey ya sin vida, como si los dioses lo hubieran privado de sentimientos.

Cuando las espadas de hierro y acero chocaron entre sí, desatando chispas embravecidas, Zetros se percató de que la batalla volvía a comenzar. Sin pensarlo dos veces, el flamante rey pidió a sus súbditos que detuvieran el ataque, pero sus palabras cabalgaron en corrientes de aire hasta llegar a oídos sordos.

Evidentemente, y como era de esperar, el ejército enemigo, liderado por Hawk, respondió con un contraataque. Dos ideales chocaban, inundados de odio y excitación. El príncipe Gabriel, amo y señor de tierras lejanas, ordenó a su tribu, los ibekanis, que también atacaran. De esta forma, la muerte del codicioso rey Dante logró la conciliación entre estas dos tribus guerreras.

Fue así como los zuge y los ibekanis atacaron; los gritos iracundos de dos pueblos unidos hacían volar a las aves aterradas. Las pisadas hacían que la tierra se estremeciera, que el sol se escondiera detrás de un banco de nubes pequeñas y blancas, pero las formaciones militares eran inteligentes y eficaces para contener los ataques de sus rivales. A pesar de la unión entre los ibekanis y los zuge, los militares superaban en número a estas dos aldeas. Las espadas cobraron las vidas de los guerreros inexpertos en el arte de la lucha, y la sangre fue derramada ante la vista y paciencia de los hambrientos buitres.

***

El espíritu de Dante estaba de pie, confuso por lo sucedido hacía solo unos segundos. Sus ojos se llenaron de regocijo y su alma de júbilo al ver que su amada corría desesperada hasta sus brazos.

Cuando estuvieron a solo una espada de distancia, Dante extendió ambos brazos para recibir al amor de su vida, pero Mía traspasó su cuerpo de espectro. Sorprendido, Dante llevó las manos frente a sus ojos, y al verlas pálidas y vacías se quedó paralizado. Sintió que sus pupilas se dilataban al contemplar la nada en toda su gloria. En la cabeza del rey caído resonó el sonido de la flecha cuando cortaba el viento, imágenes vertiginosas atacaron sin misericordia su memoria.

“Una flecha atravesó mi corazón”, pensó.

La mirada del fallecido soberano no se interesó en su cuerpo caído. Sin vacilar, aproximó la mano derecha hasta su pecho, pero no percibió carne ni piel, tampoco sintió la flecha que lo había atravesado de lado a lado. No experimentó el tan añorado dolor, ese que le haría saber que todavía estaba vivo.

Con lentitud, se inclinó sobre su cuerpo. Ese antiguo rey temido y repudiado, solo amado por su propio pueblo, comenzó a moverse en otra dimensión, hasta ver lo que sucedía con el sarcófago de carne. Sus ojos estaban plagados de morbosa curiosidad. Se sorprendió al examinar su cuerpo sin vida, sobre un charco de sangre aún tibia y rodeado de un campo de orquídeas azules.

Dejando caer su peso en ambas rodillas, Mía estaba a su lado, como siempre lo estuvo, entregándole amor incondicional. Sus ideales colisionaron, pero eso no cambió nada. Simplemente aquella dama fue la vencedora en una guerra codiciosa.

Mía tomó la cabeza de su amado y la acomodó dulcemente entre sus muslos. Acarició su lustrosa cabellera negra. Apretó la mano sin vida de Dante, para atraerla hasta su propia mejilla pálida y limpiar de una vez por todas las lágrimas que caían de sus ojos azules.

Tres hombres se acercaron a ella: James, quien había cambiado de bando y vendió a Dante; Zachy, quien traicionara a los zuge para vengar a sus seres queridos; y Hawk, el fiero comandante de las tropas militares. Sus miradas se mantuvieron fijas en los ojos amarillos del fallecido monarca, donde todavía se podía percibir su fulgurosa esencia e ira incontrolable.

El joven James sentía punzadas en el corazón, como si pensara que el soberano caído se levantaría una vez más, y seguiría peleando hasta conquistar cada rincón que la nación de Hasme pudiera ofrecer.

Zachy, el más insensible e indiferente de los tres, interrumpió el momento con duras e inhumanas palabras:

—Deberíamos matarla a ella también —dijo con suma tranquilidad, a pesar de que Mía pertenecía a su mismo bando.

Haciendo caso omiso de las envenenadas palabras que salían de labios secos y cansados producto de la dificultosa batalla, Mía ignoró a los demás. Solo cerró los ojos de su amado compañero y rival. Limpió cada partícula de polvo, tierra y otras impurezas del rostro del rey de reyes.

***

Las palabras de Zachy no fueron ignoradas por el espíritu de Dante, que las recibió como un cubo de agua fría, como la que se les da de beber a los caballos cuando vienen sin aliento después de recorrer un largo trecho. El antiguo rey cerró en un puño su mano derecha con determinación y ciega furia. De un salto violento y potente atacó a su acérrimo rival. Su puño atravesó el rostro de su némesis por completo; en ese instante, Dante fue presa del desconcierto. Era un espíritu. Dejó su brazo quieto y al ver la cabeza de Zachy traspasada por su extremidad transparente, pudo comprender de una vez por todas que ahora era solo un alma.

Había sido desterrado del mundo de los vivos.

Jamás sería escuchado, ahora vagaría en un limbo donde nadie lo vería.

Estaba solo.

***

—Mía nos fue de gran ayuda para acabar con el canalla. ¿Te parece lógico matarla a ella también? —preguntaba en ese momento Hawk, quejándose de dolor y presionando la herida que le propinara Dante, formándole una llaga que le causaba hemorragia en el ojo.

Al mismo tiempo que Hawk pronunciaba estas palabras emanadas de sus carnosos labios, Mía cargaba el cuerpo de Dante entre sus delgados brazos, dedicándole una mirada dulce, profunda y cargada de amor.

La muchacha comprendió que esta sería la última vez que lo vería. Sus pensamientos se sentían vacíos y el llanto cesaba. Lo besó, buscando que una diosa amiga lo trajera de vuelta a la vida.

La mirada de Mía no fue ignorada por James, quien tragó saliva, sintiendo una incomodidad en el pecho.

Mía le dio la espalda a la guerra, a la muerte, al dolor, al sufrimiento, a las tres personas que decidían el destino de su vida. No le importaba la sentencia.

De esta manera, inició su marcha, cargando con dificultad a su amado Dante. Caminó sin titubeos hasta salir del campo alfombrado con orquídeas azules. Acto seguido, depositó con delicadeza a su único y fiel amor en la verde y fértil hierba. Luego, con sus dos manos desnudas comenzó a arrancar la hierba de raíz y todo rastro de maleza.

***

El alma errante de Dante se acercó con pasos endebles hasta donde estaba Mía. Se colocó frente a ella, adoptando la misma posición de su amada. Arrodillados los dos, uno frente al otro, Dante miró esos ojos azules que cedían al llanto y la tristeza. Quiso tomarla de las manos para sentir su calor, pero Mía no pudo notarlo y siguió arrancando el pasto frenéticamente.

—¿Qué haces, Mía? —gritó Dante, desesperado—. ¡Huye, el demonio de Zachy te matará!

Dante negó con la cabeza al imaginar que su rival de tiempos inmemoriales asesinaba a su amada frente a sus ojos. Quería llorar de impotencia, porque no podía hacer absolutamente nada al respecto. El difunto rey ni siquiera podía derramar lágrimas.

—Por favor, Mía… huye… No soportaría perderte.

Dante alzó su mirada, encontrándose con esos ojos azules llenos de dolor y ternura. Eran como un largo amanecer, envidiados por el dios del mar. Su alegría se había desvanecido, como cuando el otoño le arranca el corazón al verano.

***

Mía seguía arrodillada bajo un gigantesco árbol cuajado de fruta, dando rienda suelta a la imaginación, a la pérdida de Dante.

Con el ojo que estaba en buen estado, Hawk, silencioso y meditativo, observó a Mía. James también se asombró al ver cómo las mejillas de la guerrera perdían color. James miraba lo que sucedía frente a sus ojos. Hawk miraba más allá.

Por su parte, Zachy, el experto con las espadas y quien decidiera años atrás quemar sus ojos para no ser reconocido como un zuge, percibió, con sus inigualables sentidos desarrollados, no solo la tierra estremeciéndose por la encarnecida batalla que se libraba unos metros detrás de él, sino también el pasto, la maleza y la hierba siendo desarraigados del suelo fértil. Escuchaba el crujido del pasto cuando era arrancado con las manos desnudas.

—Mía —susurró Zetros, con infantil asombro.

Al observarla, notaba cómo su amiga perdía el brillo en sus ojos. Percibió los sentimientos de ella, elevándose como el ego de los dioses.

El nuevo rey de la tribu volvió al campo de batalla. Intentó detener a su tribu, que había sido perdonada gracias al sacrificio de Dante y el líder de la rebelión, Mérmides, pero sus palabras se perdieron entre tanto odio, como las de un profeta que habla en medio del desierto. Como último recurso, le pidió a Gabriel, el príncipe y líder de los ibekanis, que detuviera a sus hordas embravecidas.

—¡Alto! —intervino Gabriel, con su poderosa voz que crecía tanto en volumen como en pasión a medida que se volvía eco en las laderas.

Producto de tan enérgico grito, los gorriones dejaron de chillar. Se hizo el silencio.

Si bien es cierto que los dioses eran dueños y señores de los elementos, del mismo modo se podía catalogar a Pedro, hermano menor de Gabriel, cuando se trataba de desenvainar la espada.

Sin reparo, el hermano menor de Gabriel ya había asesinado a un número significativo de hombres del ejército de Hawk, pero se detuvo abruptamente cuando escuchó la orden de Gabriel, ordenando sus pensamientos.

El cruel sonido de las espadas chocando con ferocidad cesó gracias a ese grito lleno de determinación. Los hombres frívolos e insensibles que empuñaban las armas hechas para asesinar, comenzaron a prestar atención a Mía. Vieron cómo la joven escarbaba la tierra con sus propias manos. Las palmas de Mía se tiñeron de un color rojizo, pero siguió trabajando entre sibilantes inhalaciones de dolor. La tierra se colaba dentro de sus uñas y los pantalones azules que representaban a la milicia estaban sucios, llenos de tierra.

La madre naturaleza la acompañaba en su sentir: los pichones en sus nidos estaban quietos, las ardillas dejaron de batallar para ver quién se quedaba con una avellana, las abejas dejaron de polinizar, las mariposas dejaron de agitar sus alas; hasta el dios del viento dejó de silbar sus melodías por respeto.

Solo las cigarras y las liebres saltaban entre los matorrales, perdiéndose en la penumbra e interrumpiendo el duelo de Mía.

***

Dante comenzaba a divagar, perdiéndose del mundo terrenal. De pronto, se sumergió en un lago hecho de recuerdos, donde las experiencias se atropellaban unas con otras. Repentinamente se le vino encima el castigo divino, que le propinó el mismísimo dios de la muerte, unos segundos antes de que dejara de existir.

—Tánatos… —susurró Dante, mientras volvía a mirar a Mía—. Este es mi castigo, una tortura… —Observó cómo caía el cabello de su amada, agitándose una y otra vez como un fuego de color castaño—. Verla por el resto de la eternidad… Presenciar su nacimiento, hasta el día de su muerte, una y otra vez, para siempre…

Suspiró con amargura. A medida que entendía el castigo, se sentía cada vez más humillado.

—Te volviste inalcanzable, amor mío, tan inalcanzable como la luna. Tan distante como ese espejismo que nos revela el desierto. Eres como el aroma de las orquídeas. La vida sin ti es un mundo sin matices —dijo Mía, en tono de arrullo. Seguía cavando.

Las palabras de la mujer amada golpearon a Dante con la fuerza del dios del trueno.

—Quisiera tocar tus manos, tu rostro, tu cabello… No volver a sentirlos se convertirá en mi locura. Respirar el mismo aire que respiraste, recordar tu aroma… serán las llamas de mi infierno. Tendré que acostumbrarme a amarte eternamente, a pesar de la distancia —la voz, anidada en el interior de Dante, salía baja, pero implacable.

A pesar de ser un alma desamparada, Dante creía sentir la angustia de Mía. Las manos de ella estaban llenas de lágrimas derramadas, espinas y quemaduras.

El agujero crecía cada vez más.

—Listo —murmuró Mía en un hilo de voz.

Se levantó del suelo y sacudió el polvo de sus manos en los pantalones. Volvió a recoger el cuerpo sin vida de su amado, se agachó nuevamente, esta vez para depositarlo dentro de la rudimentaria tumba.

Una vez que terminó de introducir el cuerpo dentro del sepulcro, acomodó el brazo derecho de Dante, al punto que parecía acariciar la piedra lapislázuli que ella misma le había regalado haría ya unos cinco años.

Comenzó a enterrarlo y mientras lo hacía, ella sentía cómo se le desgarraba el alma. Empezó a cubrir el cuerpo de su amado con barro espeso. Las piernas le traían recuerdos de la infancia. Luego fue el turno de los brazos, en los que a Mía le encantaba acurrucarse. En seguida fue el turno del torso, las lágrimas se desataron en cuanto imaginó que estaba cubriendo el corazón de Dante con barro.

Mía sintió cómo su propio corazón latía desolado. Recordaba lo cautelosos que eran los sentimientos de Dante, mientras que con ella todo era cariño y pasión.

Al final, se despidió de su rostro. Un último adiós y un beso en la frente, antes de pronunciar:

—Decir que te amo me parece poco. Dejaré que el silencio diga lo que siento.

Besó la mejilla pálida y helada de su amado, quien todavía tenía tensos los músculos de la mandíbula. Mía tomó distancia y cubrió el rostro de su rey. Volvió alzar la mirada.

Por un momento, el alma de Dante y Mía cruzaron miradas. Sin poder contenerse, él contestó:

—Mía, resumiré el amor que nos tenemos como el sufrimiento de vivir eternamente lejos. Siempre juntos, pero de otra manera: separados por el destino.

Mía esbozó una minúscula sonrisa, cerró sus ojos y se levantó sin sacudirse las manos adoloridas.

***

Luego de presenciar ese acto de amor puro, Hawk volvió su mirada a Zachy para decirle:

—Asesinarla sería peor que cometer un crimen.

—No seas ingenuo, no te dejes engatusar. La muchacha podría llevar el hijo del demonio ese —rabió Zachy.

—Si fuera el caso, ella lo criaría y lo transformaría en un ciudadano noble. Debo decir que la nación necesita más personas como ella —interrumpió James.

—La guerra acabó con la muerte de Dante —agregó Hawk—. La chica no es ninguna amenaza. Y con respecto a ese hijo ficticio, ya me hubiera gustado ser criado por una madre que tuviera tanto amor por entregar.

Ónix, el caballo negro de Dante, pasó frente a los tres líderes que decidían el futuro de Mía. Galopó hasta donde estaba su difunto amo, para después acercarse a la muchacha. Sin pensarlo dos veces, Mía quitó la montura hecha de cuero de oveja, los lazos de cuero trenzado, las correas, la barriguera de cáñamo café, el bajador amarrado al bozalillo, las riendas hechas de cuero de caballo. De esta forma, Ónix se acostó a los pies de la sepultura en la que se encontraba su amo; pero el animal observaba a los ojos del alma de Dante, como si supiera que él todavía estaba ahí. Mía acarició las mejillas del poderoso caballo, para luego dejarlo a solas.

Dante se conmovió con su antiguo amigo y no tardó en acercarse.

—Viejo amigo, extrañaré las aventuras que vivimos juntos. Ahora tus ojos contarán nuestras historias de conquista y tu rostro será el reflejo de las batallas que libramos. No te preocupes, estamos conectados, y eso es eterno —dijo Dante con voz tranquila y Ónix relinchó.

***

Mía volvió al campo de batalla. Los ánimos estaban más calmos gracias a la oportuna intervención de Gabriel. El nuevo rey Zetros observó a su amiga de la infancia pasar a su lado, se veía marchita. Sin detenerse, la muchacha siguió su camino con total indiferencia.

Más adelante, Mía se inclinó para cargar en sus brazos a Zico, el mejor amigo de Dante. La joven irradiaba dulzura, la calidez de una tristeza que se avecinaba. Se levantó, giró sobre sus talones y volvió sobre sus pasos hasta donde yacía su amado.

Un banco de nubes blancas cubrió nuevamente al brillante sol. Una ráfaga de viento sopló con fuerza, haciendo que las hojas secas danzaran alrededor de la dama. El cabello de Mía ondeaba, lo que llamó la atención de James.

El cuerpo sin vida de Zico fue depositado como si fuera un pétalo de ciruelo en un lago. La hierba empezó a ser removida una vez más, esta vez a unos cuantos centímetros de la tumba de Dante. Se reunían dos grandes e inseparables amigos, que vivieron innumerables aventuras y lucharon codo a codo épicas batallas.

Zetros se sintió decepcionado consigo mismo, al no preocuparse por Dante ni por Zico. Por eso, tomó una decisión apresurada. Corrió hasta alcanzar a Mía, quien se encontraba de rodillas. Con su único brazo, ayudó a escarbar, disolviéndose en sollozos.

A algunos zuge se les cayó el alma a los pies y, en un impulso, se unieron a la causa. Gabriel también ayudó, porque se sentía estremecido. El resto de la tribu observó de manera disimulada, mientras la malicia y el desinterés de Pedro le hicieron mirar para otro lado.

Por su parte, los ibekanis se quedaron inmóviles, imitando el actuar del joven príncipe Pedro, al igual que un puñado de zuge, entre ellos un joven guerrero llamado Málganis.

***

El padre de Málganis nació y se crio en Delgar, el estado al este de Hasme, característico por su bella flora y fauna, sus extensos lagos y su hermoso cielo azulado. Por otro lado, la madre de Málganis era una zuge de sangre pura. Ambos se conocieron mucho antes de que la guerra comenzara a manos de Dante.

El padre del joven era un investigador que se sintió atraído por aquel exótico país. Su pasión era explorar lugares majestuosos. Un día decidió viajar a Staw, el estado del norte; recorrió cada montaña, hasta que se perdió en medio de ellas y se topó, con cierta fortuna, con una joven e inocente muchacha. Se gustaron de inmediato y sonrieron.

El padre de Málganis conoció a Zale, el antecesor rey y padre de Dante, quien lo acogió sin ningún inconveniente en la tribu, ya que Zale se caracterizaba por su filosofía pacifista. Conoció también al pequeño Dante, que en ese entonces recién daba sus primeros pasos y balbuceaba una que otra palabra.

Con el transcurso del tiempo, el padre de Málganis decidió marcharse y abandonar la tribu guerrera. El amor por la naturaleza lo llamaba. Y mientras se despedía de los guerreros, hasta que estos se transformaban en puntos negros en la distancia, imaginó un lugar idílico. Un lugar que lo llamaba.

Un par de estaciones se sucedieron, la madre de Málganis sintió el regalo que los dioses le reservaban. De vez en cuando, la sangre se le agolpaba en la cabeza y constantes escalofríos se manifestaban por las noches.

Un día la joven abrazó su cuerpo mientras observaba su propio reflejo en el agua. Vio el cansancio reflejado en sus ojos. Recordó sus mareos y la falta de apetito. Los síntomas parecían evidentes, de modo que fue a consultar la sabiduría de Zocta, la vieja sanadora, quien disipó cualquier duda: los dioses enviaban un bello presente.

Una gélida noche, cuando las púas de aguanieve del viento montañés golpeaban el rostro de los zuge, nació una nueva vida. Dentro de una cabaña cónica se encontraban la madre de Málganis, en compañía de su madre y de otras mujeres.

La sanadora Zocta llevó consigo a la pequeña Mía, quien cargaba en una cesta de mimbre mantas de lana, jugos de tila y adormidera, pañales de tela y una manta de cuero.

La sucesión de horas transcurría y Zocta, mordiéndose los labios y con una negativa categórica a descansar, trabajaba arduamente para detener la hemorragia y frenar el desangramiento de la joven.

La madre de la parturienta no dejaba de orar a los dioses, pero estos parecían apartar la mirada.

Mía, de tan solo cinco años, se veía aterrada al escuchar los gritos desgarradores de la joven madre que daba a luz a su primogénito, y decidió ocultarse dentro de la capa de piel que la rodeaba.

El parto fue devastador para todos: para Zocta, perder a una paciente era imperdonable; para Mía, el miedo incipiente comenzaba a dejar huellas en su niñez; para el resto de los presentes, la separación del alma de su cuerpo tenía tintes de injusticia.