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¿Encontrará este multimillonario a su media naranja en la mujer que siempre ha estado ahí? El inteligente y seductor Matthew DeLuca es todo lo que Bryn James busca en un hombre. También es su jefe, el viticultor más joven y atractivo del valle de Napa, y solo la ve como su tímida ayudante. Sin embargo, eso está a punto de cambiar. Bryn, con su nueva actitud y un cambio de imagen, está decidida a llamar la atención de Matt. Él siempre ha pensado que Bryn es sexi de manera natural, pero no puede negar que la transformación de su seria asistente es asombrosa y va a hacer que le resulte muy difícil mantenerse alejado de ella. Cuando una cosa lleva a la otra y de repente Matt desnuda a Bryn, se enfrentará al mayor riesgo de su carrera…, además de su corazón. ¿Conseguirá convencerla, y convencerse a sí mismo, de que podría ser algo más que una aventura de oficina sin compromiso? Monica Murphy, autora superventas del New York Times, continúa su electrizante serie El Club de los Solteros Millonarios con un explosivo romance que se niega a quedarse solo en la oficina… Títulos de la serie El club de los solteros millonarios: Deséame Elígeme Sedúceme Ámame
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Seitenzahl: 258
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Editado por HarperCollins Ibérica, S. A.
Avenida de Burgos, 8B - Planta 18
28036 Madrid
Sedúceme
Título original: Savor
© 2014, Monica Murphy
© 2024, para esta edición HarperCollins Ibérica, S. A.
Publicado por HarperCollins Publishers Limited, USA
© De la traducción del inglés, HarperCollins Ibérica, S. A.
Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.
Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers Limited, USA.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos comerciales, hechos o situaciones son pura coincidencia.
Imagen de cubierta: Dreamstime.com
ISBN: 9788410640504
Conversión a ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Índice
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Agradecimientos
—¿Puedes hacerte adicto al olor de alguien? —Mi voz es apática; mis pensamientos, turbulentos.
Mantengo la mirada fija en la mujer de la que hablo. La mujer de la que creo que me estoy volviendo adicto poco a poco, aunque mi cerebro me grita que esta adicción en particular es un gran error. Que es mala para mí. Mala para cualquiera.
Ivy Emerson se vuelve para mirarme, con expresión incrédula. La prometida de mi amigo y madre de su futuro hijo resulta ser también una de las mejores diseñadoras de interiores de todo el valle de Napa y está trabajando para mí.
—¿A quién te refieres exactamente?
Joder. ¿De verdad he dicho eso en voz alta? No era mi intención.
Estamos sentados en mi despacho, con la puerta abierta de par en par, lo que me brinda una vista perfecta del vestíbulo exterior, donde se encuentra el escritorio de mi ayudante, Bryn James, la señorita James, la del aroma embriagador que hace que mi cabeza flote y mi polla se ponga dura.
Lleva ropa anodina y de maneras sosegadas, lo que significa que no es mi tipo. Entonces, ¿a qué se debe esta atracción? ¿Por qué su olor me vuelve loco perdido?
No tiene ningún puto sentido.
—A nadie en particular —miento, y me encojo de hombros.
Ivy se ha pasado por aquí para revisar la última factura por su trabajo. Si unimos sus astronómicas tarifas con lo rico que es Archer Bancroft, estos dos van a acabar apoderándose del mundo entero. O simplemente lo comprarán.
—Qué mentiroso eres —murmura mientras mueve de lado a lado la cabeza—. Y encima lo niegas.
—¿Qué niego? —Cojo un bolígrafo y garabateo mis iniciales en la factura mientras Ivy se sienta en la silla que hay frente a mi escritorio—. Dale esto a Bryn, y ella te hará el cheque. ¿Lo quieres ahora, o prefieres pasar a recogerlo más tarde?
Ivy sonríe.
—También eres el típico que sale con evasivas, ¿a que sí? Ay, los hombres… Sois todos iguales.
La miro con el ceño fruncido y me pregunto a qué se referirá ahora. Conozco a Ivy desde que era adolescente, cuando me hice muy amigo de su hermano Gage y del que ahora es su prometido, Archer. El problema de conocer a Ivy desde hace tanto tiempo es que cruza los límites profesionales todo el tiempo cuando trabajamos juntos. No tiene ningún problema en decirme exactamente lo que piensa.
La mayoría de las veces, como ahora, no quiero oírlo.
—Ivy. —Bajo la voz y la fulmino con la mirada; sin embargo, ella me sonríe como si pensara que soy muy gracioso. Esta mujer está totalmente distraída—. ¿Cuándo quieres el cheque?
Agita una mano y las pulseras que lleva en la muñeca tintinean con el movimiento.
—Envíalo por correo. Bryn sabrá qué hacer y dónde mandarlo. Es tan eficiente…, ¿no te parece?
—Muchísimo. —Empujo la factura por el escritorio, acercándola a donde está sentada Ivy, con la esperanza de que capte la indirecta.
Quiero que se marche para así poder volver al trabajo. Volver a investigar si de verdad uno puede hacerse adicto al olor de otra persona. Ya he oído hablar de las feromonas.
—Y también huele de maravilla. Le he preguntado antes qué perfume usa, pero no me lo quiere decir. Creo que quiere mantenerlo en secreto. —Ivy sonríe tanto que apuesto a que le deben de doler las mejillas.
Joder. ¿Por qué demonios le he preguntado a Bryn por su perfume? Lo he dicho sin pensar, algo que suelo hacer últimamente cuando miro a la señorita James durante demasiado tiempo.
Dejo de pensar. Mi cerebro se apaga. Lo único que puedo hacer es mirarla e imaginar lo que le haría si la empujara sobre su escritorio, la cogiera de la larga melena oscura, le tirara de la cabeza hacia atrás y la besara con toda la intensidad contenida que se ha ido gestando en mi interior desde que ella empezó a trabajar para mí.
Que es básicamente el día que me hice cargo de la bodega. Ella venía en el acuerdo (una asistente incluida, a mi disposición). El dueño anterior la había llamado un regalo.
Un regalo muy tentador. Uno puesto en este planeta —y en mi oficina, justo a la puerta de mi despacho— para volverme loco de deseo.
Todo por cómo huele.
Ah, y por esa voz suya tan seductora. La cual no usa mucho porque es muy callada. Y por ese pelo que mantiene bien recogido en un moño o sujeto en una elegante coleta.
También hay algo debajo de esa ropa sosa y poco favorecedora. Me doy cuenta. No soy idiota. Oculta unos pechos y un culo que probablemente sean increíbles.
Por supuesto, todo esto podría ser una ilusión causada por el hecho de que todavía me molesta el que me sienta atraído por mi asistente, mi muy sencilla pero muy tentadora empleada.
No tiene ningún puto sentido.
—Olvida que he hecho esa pregunta —le gruño a Ivy, lo que solo la hace reír.
Dios, es exasperante. No sé cómo Archer puede soportarla a veces.
—No seas tan cascarrabias. No pasa nada por admitir que sientes algo por Bryn. —Ivy se inclina hacia delante en su silla y una sonrisa curva sus labios—. Tengo la sensación de que ella también siente algo por ti.
Lo sé. Pero no puedo hacer nada al respecto. Bryn James trabaja para mí. Es mi asistente. Está a mi lado siempre; creo que paso más tiempo con ella, y ella conmigo, que con ninguna otra persona, sobre todo últimamente, ahora que casi tenemos encima la gran reinauguración de la bodega. Es una representante de mi negocio. Si me liara con mi asistente y la relación se fuera a pique, tendría serios problemas. Ella podría arruinarme demandándome por acoso sexual, y yo me quedaría con la polla floja en la mano y el negocio hundido.
Así son las cosas. No voy a correr el riesgo. Lo vi con mi padre. No voy a dejar que me pase a mí.
—Da igual. No puede pasar nada entre nosotros. —Le dirijo una mirada severa a Ivy—. Y esta conversación no puede salir nunca de este despacho.
Mirando por encima del hombro de Ivy, intento ver si Bryn está en su mesa, pero la silla está vacía.
Gracias a Dios.
La expresión de la cara de Ivy se vuelve solemne y levanta tres dedos.
—Esta conversación no sale de aquí. Palabra de Scout.
—Tú nunca has sido Scout —murmuro, temiendo que esté haciendo una promesa falsa.
Es bastante probable que se lo acabe contando a todo el mundo. Más en concreto, a Archer y Gage. No necesito oír los jodidos comentarios de esos dos.
Y ya me estoy preocupando demasiado por esto.
Se ríe de nuevo.
—No voy a decir ni mu, te lo prometo. Pero tengo que confesarte una cosa, Matt. —Se inclina hacia mí y baja la voz—: Está muy enamorada de ti. Puede que no te hayas fijado, pero se le nota; en su tono de voz, en el brillo de sus ojos, cada vez que te mira o habla de ti, en el modo en que su cuerpo se acerca al tuyo cada vez que estáis juntos… Es bastante obvio. Un experto en lenguaje corporal se lo pasaría en grande con vosotros dos.
¿Experto en lenguaje corporal? ¿De qué coño está hablando Ivy?
—No tengo ni idea de a qué te refieres, pero los enamoramientos de oficina son solo eso, enamoramientos, atracciones inofensivas en las que nadie hace nada. Y punto. Fin de la historia. —Esto es lo que no paro de decirme.
No puedo empezar nada con Bryn por mucho que me tiente. No solo sería muy inapropiado salir con mi asistente, sino que provenimos de mundos distintos. Ella parece agradable y normal, tranquila y discreta, y yo soy cualquier cosa menos eso. Mi vida ha sido un circo durante años.
—Lo entiendo. Estás tratando de hacer lo correcto, y te admiro por eso. Así que, por supuesto, no ves nada más allá de una asistente eficaz en la señorita James.
Vale. Ivy no anda muy desencaminada. Cuando conocí a Bryn, apenas decía dos palabras, mantenía la cabeza agachada cuando le hablaba y muchas veces respondía «Sí, señor» y «No, señor». Casi se mimetizaba con las paredes, como si no quisiera que nadie se fijara en ella.
Así que no me fijé.
Sin embargo, cuando empezamos a sentirnos a gusto trabajando juntos, sucedió algo. Creo que Ivy tuvo algo que ver en la lenta transformación de Bryn. Ahora hace contacto visual cuando me habla y se ha vuelto un poco más animada. También ha empezado a llevar colores más llamativos, lo que atrae mi atención hacia su pecho, aunque evito mirarla ahí como mejor puedo.
Estos sutiles cambios me hicieron fijarme en los detalles, como en el color de sus ojos (azules), el aspecto de su pelo (como de seda y quiero tocarlo) y lo tentador de sus colmados labios (son jodidamente espectaculares).
Su mirada se detiene cuando me mira; a veces también la mía. Su sonrisa se suaviza, su voz baja cuando habla, lo que despierta mi imaginación. ¿Hablaría así justo antes de que la besara?, ¿de que le quitara la ropa?, ¿de que la llevara a la cama?
Sí. Todos esos pensamientos son peligrosos. Casi prefiero a la antigua señorita James, la que era como el papel de la pared: aburrida y anodina. No está bien decirlo, pero, joder, lo que menos necesito es una distracción.
Y se ha convertido en la mayor distracción a la que me enfrento actualmente, la que menos necesito.
—Es una gran asistente. Y nada más. Deja de intentar convertirlo en algo que no es —digo, y sueno como un viejo irritable.
—Oh, vamos. No pasa nada por admitir que te atrae. Has ganado la apuesta, Matt. —Los ojos le brillan—. Si cedes ahora, Gage y Archer no podrán meterse contigo.
—Creo que te gusta meterte conmigo —le digo.
La apuesta del millón de dólares, como si hubiera cobrado algo de alguno de esos amigos gilipollas que me deben quinientos mil cada uno. Cuando estuvimos en la boda de un amigo, hace casi un año, aceptaron de buen grado mi sugerencia, como tontos. Les propuse que el último soltero que quedara ganaría un millón de pavos. Empezó siendo una broma. Supuse que Archer y Gage serían los últimos en enamorarse, sobre todo, Archer. Nunca creí que me tomarían en serio, ni a mí ni la apuesta.
Pero, para mi sorpresa, aceptaron. Y empecé a darme cuenta de que los iba a ganar.
Archer ha caído primero. Gage, justo después de él. No han aguantado ni seis meses. Maldita sea, Archer salió corriendo la misma noche que hicimos la apuesta y se lio con Ivy.
Increíble. Es como si la apuesta les hubiera animado a encontrar una mujer y enamorarse.
La risa de Ivy me saca de mis pensamientos; al levantar la vista, la descubro de pie, cogiendo la factura de mi mesa y llevándosela en la mano.
—Pues sí, me gusta meterme contigo. Y debería irme. Como siempre, ha sido un placer pasar unos minutos contigo, señor DeLuca. Estoy deseando verte la semana que viene, cuando empecemos a prepararlo todo para la reinauguración.
—Nos vemos —le digo, pero ya se ha marchado, ha salido del despacho y ha dejado la factura en la mesa de Bryn antes de desaparecer por completo de mi vista.
Me reclino en la silla, me froto la mandíbula con la mano y la piel de la cara me roza la palma. Necesito afeitarme. Necesito unas putas vacaciones. No he hecho otra cosa que trabajar, trabajar y trabajar desde que compré esta bodega por capricho.
Pensé que sería divertido, algo diferente. Buscaba algo que hacer después de mi espectacular salida de la Liga Nacional de Béisbol.
He pasado mis años de formación en un campo de béisbol. Viví y respiré béisbol y lo convertí en una carrera profesional. Había planeado durar mucho más que mi padre. Planeaba tener una carrera mejor que la suya también.
Todo se vino abajo cuando un día corriendo hacia atrás por el campo para atrapar una bola al vuelo tropecé, joder. Ni siquiera recuerdo con qué. ¿Con mis propios pies? Nadie sabía decir qué pasó.
Lo único que sé es que estaba en la cima del mundo, entrenando para un gran partido, y acto seguido me encontraba en el hospital, listo para ser sometido a una larga operación de rodilla.
Mi carrera había terminado, y tan solo había jugado ocho temporadas. Mi vida entera cambió por completo, y yo no sabía qué hacer a continuación.
Archer seguía intentando animarnos a Gage y a mí a venir al valle de Napa. Entonces, una vez que me vi empujado a retirarme antes de tiempo, decidí venir a la caza de una inversión interesante y de una posible distracción.
A los pocos días, la encontré: una bodega consolidada que había sido el orgullo de la zona, pero que cayó en picado cuando murió el patriarca. La bodega estaba en ejecución hipotecaria. Antes de que la subastaran por quiebra, me hice con ella por una miseria.
También me encontré con un puñado de empleados —entre ellos, una tal Bryn James— que me veían como su salvador personal.
Resultó que el problema no residía ni en los empleados ni en el vino que producía la bodega, sino en el dinero que despilfarraba el hijo mayor, que se había hecho cargo del negocio y gastaba a manos llenas. Había desangrado por completo las arcas de la empresa (y a su familia también) y la había dejado a la deriva, con una publicidad mediocre, un etiquetado anticuado y sin ninguna previsión para los próximos seis meses, y no hablemos ya de los siguientes cinco años.
Aquel lugar estaba destinado a ir a la quiebra.
Así que me hice con la propiedad, le puse mi nombre y con ello nació la Bodega DeLuca. Estos últimos meses he trabajado sin parar en la gran reinauguración. La mayoría de los lugareños, especialmente los viticultores locales, piensan que soy un hazmerreír. Que soy el gran, malo y prejubilado jugador de béisbol Matthew DeLuca que llega a la ciudad y actúa como si supiera llevar una bodega. Como si hubiera venido aquí buscando un hobby, y la bodega lo fuera.
En cierto modo tienen razón, aunque yo nunca lo reconocería.
Quiero demostrarles lo equivocados que están. Quiero demostrarles que sé exactamente lo que hago. Quiero respeto. A diferencia de mi padre, que tuvo el respeto en sus manos una y otra vez y luego lo aplastó hasta que se desintegró en polvo.
No me parezco en nada a él. Es una broma. El público trató de hacerme parecer una broma también. Y probablemente lo volverán a hacer. Tengo que demostrar, de una vez por todas, que solo porque sea el hijo de Vinnie DeLuca eso no significa que sea igual que él.
Por eso necesito mantenerme lejos de la señorita James. Es encantadora, pero es una mujer que trabaja para mí. Y eso podría provocar problemas de todo tipo.
Problemas que no necesito.
Me instalo detrás de mi escritorio, cojo la factura que me ha dejado Ivy y la añado a la pila de tareas que tengo que hacer antes de irme hoy. Últimamente no consigo salir hasta pasadas las seis, pero hoy tengo la sensación de que voy a quedarme incluso más tiempo.
Dado que la gran reinauguración es dentro de poco más de una semana, aún hay mucho por hacer. Además, creo que tengo que sacar algo de tiempo para ir de compras este fin de semana con Ivy y encontrar un vestido. No es que Matt no me pague bien, pero no puedo permitirme semejante despilfarro, sobre todo en un vestido que lo más probable es que solo me lo ponga una vez antes de guardarlo en el fondo del armario.
Aun así, quiero estar lo más guapa posible para Matt, como representante de las Bodegas DeLuca, por supuesto.
«Por supuesto. No importa que te parezca tan guapo que la cabeza te da vueltas cada vez que mira hacia ti. O cuando esboza esa sonrisa suya. O cuando pasas tiempo en su oficina solos él y tú trabajando juntos, y él habla en voz baja y su limpio aroma masculino flota en el aire, lo que te vuelve loca. La forma en que te mira cuando cree que no le estás prestando atención. Como si quisiera quitarte la ropa lentamente y recorrerte la piel desnuda con las manos, y a continuación con la boca».
Suspiro, agacho la cabeza y me quedo mirando el teclado. Sentir algo por mi jefe es la cosa más loca que he hecho nunca. Y he hecho muchas locuras en mi vida.
Pongo los ojos en blanco y empiezo a teclear. Incluso mis pensamientos dan vueltas en círculos. Estoy hecha un lío, preocupada por mi enamoramiento de mi jefe. Así que ¿cómo voy a decir cosas con sentido cuando hablo con Matt? En cuanto me acerco a él, mi cerebro literalmente cortocircuita. Se acerca a mi mesa y me mareo un poco. Me sonríe y el corazón me da un vuelco.
¿Lo peor? Ya he pasado por esto antes. Y no solo un flechazo; dejé que mi antiguo jefe me persiguiera por su mesa un par de veces, sus rápidas manos agarrándome el culo. Los pechos. Le aparté de un manotazo, pero me reí. Luego dejé que me besara.
Mucho.
Luego me enteré de que tenía mujer e hijos y, Dios mío, me quise morir. Lo dejé al día siguiente. Tenía diecinueve años, estaba muerta de miedo y temía que su mujer viniera a por mí. Y con razón, ya que besé a su marido. ¿Cómo pude hacer algo tan horrible? ¿Qué me pasaba?
«Has nacido con ese bonito cuerpo y esa preciosa cara —me dijo mi abuela una vez hace mucho mucho tiempo—. No te traerá más que problemas, niña. No se puede describir en palabras lo hermosa que eres».
Hago una mueca, con los dedos posados sobre el teclado a media pulsación. Qué bien. Ahora mi abuela ronda mis pensamientos. Pero esas palabras —y lo que pasó con mi antiguo jefe— son la razón por la que empecé a restar importancia a mi aspecto. Mi cara me causaba muchos problemas.
Cuando era pequeña, el conocido pervertido que vivía en la caravana tres plazas más abajo de la mía intentó arrastrarme hasta su coche. Yo hice lo que mi madre siempre me decía que hiciera si alguien intentaba secuestrarme: escupirle a la cara y salir corriendo.
Luego, ya en el instituto tres deportistas del equipo de fútbol americano me acorralaron dentro del gimnasio cuando ya no quedaba nadie, me pusieron de rodillas y se dispusieron a utilizar mis servicios por turnos —metiéndome la polla en la boca— hasta que su entrenador nos encontró y les dijo que se largaran. Nadie volvió a hablar de ello.
Ese fue el momento más aterrador de mi vida, aparte de lo del pervertido del pueblo.
Por eso, cuando mi antiguo jefe, que me hablaba tan dulcemente, utilizó sus encantos mágicos y me encontré besándole con todo el deseo reprimido de una chica ingenua de diecinueve años que ha leído demasiadas novelas románticas, no es de extrañar que mis tontos sueños se desvanecieran al instante.
Mis sueños tontos siempre se veían aplastados. Y la única razón por la que siempre me metía en problemas era porque mi cara es demasiado bonita.
Me marché de Texas y me fui a vivir a California, la tierra de los sueños y la fortuna. Intenté por todos los medios sobrevivir en Hollywood, pensando que, si tenía un buen físico, podía intentar aprovecharlo.
En cambio, me di cuenta enseguida de que era una más de entre un montón de caras bonitas. Conseguí un anuncio local para una cadena de televisión que solo emitía programas nocturnos. Posé en un par de salones del automóvil en bikini y tuve que dar manotazos a todos los hombres que intentaban rozarme el muslo o pellizcarme el culo.
Abatida, empecé a buscar trabajo en internet. Cualquier trabajo, en cualquier sitio, me daba igual; solo quería salir de Hollywood. Una vez más, mis sueños se hicieron añicos. Nadie quería darme un trabajo a menos que tuviera relaciones sexuales con ellos. O les hiciera una mamada. Por alguna razón todos querían mamadas.
Degenerados.
Por fin encontré en Craigslist un anuncio que buscaba una asistente personal en el valle de Napa. Eso me sacaría de Hollywood, pero me mantendría en California y así no tener que regresar a casa y oír que yo era un fracaso épico.
Así que me transformé. Conseguí el trabajo y dejé de maquillarme, me recogí el pelo en un moño o en una coleta y encontré un nuevo vestuario que consistía en ropa holgada de colores neutros. Era una sombra de lo que había sido. Estaba callada. Y trabajaba muy bien.
Por desgracia, el anterior propietario de la bodega era un jefe horrible.
Cuando perdió todo su dinero y la propiedad entró en ejecución hipotecaria, pensé que tendría que volver a mi polvorienta ciudad natal, el lugar donde los sueños morían. Había empezado a hacer las maletas, buscando la manera de vender los pocos muebles que tenía en el apartamento cutre que apenas podía permitirme, cuando mi héroe personal entró en mi vida y la cambió para siempre.
Matthew DeLuca.
Este sexi exjugador de béisbol profesional se vio obligado a retirarse por una lesión de rodilla que puso fin a su carrera. Con su aspecto de estrella de cine y su sonrisa desenfadada, entró en el edificio y declaró, con esa voz profunda y ronca suya —la que hace que mi cuerpo cobre vida cada vez que la oigo—, que iba a mejorar nuestras vidas.
Y lo hizo.
No solo nos devolvió todas las nóminas atrasadas que nos había estafado nuestro antiguo empleador cuando empezaron a devolver los últimos cheques, sino que además aumentó el sueldo de todos los empleados de la Bodega Chandler, que ahora se llama DeLuca, y nos preguntó si no nos importaría hacer horas extras los meses siguientes para preparar la reinauguración de la bodega.
No tuvo que pedírnoslo dos veces. Estábamos más que dispuestos a hacer lo que hiciera falta para contentar a nuestro nuevo jefe. Y para meter más dinero en nuestros bolsillos.
Matt no solo me ha salvado la vida, también ha sido un buen jefe. Justo, inteligente, generoso, me empuja a querer rendir al máximo de mis capacidades. Y no intentaba perseguirme por su mesa para robarme un beso.
Aunque a veces me gustaría que lo hiciera.
—Señorita James, ¿podrías preparar una lista actualizada de quién asistirá a la fiesta de la semana que viene?
El tono nítido y serio de Matt me saca de mis pensamientos y alzo la vista para encontrarlo de pie frente a mi escritorio, con una expresión de preocupación grabada en sus facciones. Tiene el ceño fruncido y la cabeza inclinada hacia un lado, como si intentara averiguar qué me pasa exactamente.
Pero, claro, no puedo decirle que lo que me pasa es él, ¿no?
—Sí, señor. —Le sonrío con los labios cerrados, mi nueva forma de sonreír desde que la anterior era brillante y dentada y me causaba demasiados problemas. Les daba a los hombres una impresión equivocada.
—Tienes intención de asistir, ¿correcto? —Una ceja oscura se levanta mientras espera mi respuesta.
Se me seca la boca, me humedezco los labios y noto cómo su mirada se posa en mi boca durante un breve instante antes de volver a mirarme a los ojos.
—Correcto —digo, imitándole.
Necesito estar allí para asegurarme de que todo salga bien. Aunque va a costarme asistir.
¿Y si… y si lleva una acompañante? Eso me hundirá. Tendré que fingir que todo va bien y seguir con mi trabajo, pero por dentro me moriré un poco.
Lo cual es una tontería. Tonta, tonta, tonta.
—Bien. —Asiente con la cabeza una vez—. Te necesito allí.
—Allí estaré —digo débilmente, agradeciendo estar sentada, ya que mis rodillas tiemblan un poco.
Que el cielo me ayude, me gusta que haya dicho que me necesita allí.
Que me necesita a mí.
—Gracias. —Matt hace un único gesto de asentimiento y se dirige hacia la puerta que da al exterior—. Estaré en el huerto. Mándame un mensaje si me necesitas.
—Eso haré. Y diviértete —le digo, mientras mi mirada se posa en su trasero cubierto por los vaqueros.
Viste de manera informal desde el principio, teniendo en cuenta que pasa gran parte de su tiempo en los viñedos, aprendiendo lo que hace falta para producir una uva de calidad que, a su vez, produzca un vino de calidad. Lleva vaqueros y camisas que suele remangarse hasta el codo, mostrando esos antebrazos fuertes y bronceados que me hacen la boca agua.
En ocasiones, aparece con traje, normalmente cuando tiene una reunión en la oficina con alguien importante, un inversor, un mayorista y similares. Esos días son los peores. Me desconcentro. A ningún hombre le quedan los trajes como a él, con esos hombros anchos y el amplio torso, y el oscuro cabello, un poco largo por detrás —una reminiscencia de su época de jugador de béisbol, lo juro—. Su espeso pelo castaño se le ondula en las puntas de la forma más atractiva. Mis dedos se mueren de ganas por peinárselo.
Casi no puedo contenerme. Este hombre es como una droga, y no puedo remediar ser adicta a él. No solo no lo puedo remediar, es que me encanta ser adicta a él. Es ridículo lo mucho que pienso en él.
Pero él no parece pensar en mí en absoluto.
Suena mi móvil y veo que es Ivy, así que contesto. No me gusta atender llamadas personales en el trabajo. No es que Matt me haya dicho nada, pero no me parece bien.
Y no es que reciba muchas llamadas personales. No tengo demasiados amigos porque llevo poco tiempo aquí. No tengo novio porque los hombres no dan más que problemas, y desde luego mi abuela nunca me llama. La mayor parte del tiempo se comporta como si yo no existiera.
—Tienes que venir de compras conmigo este sábado —declara cuando contesto.
El temor me hunde el estómago hasta los dedos de los pies. Yo quería ir. Dejé que me convenciera. Pero, cuanto más lo he pensado, más me he dado cuenta de que no puedo permitirme comprar en los sitios en los que lo hace ella. Está forrada. Y yo no.
—Ivy, te agradezco que quieras que vaya contigo, pero no puedo gastarme mucho dinero en el vestido —le explico, y giro la silla para mirar por la ventana que da a los viñedos cercanos.
Veo a Matt ahí fuera, hablando con el encargado del campo, con el pelo reluciente a la luz del sol y la camisa blanca tirante sobre los hombros de la forma más atractiva.
—Voy a ir a Ross o a algún sitio parecido —continúo—. Ese es más el rango de precios que estoy buscando para esto.
—No vas a ir a Ross —susurra Ivy; parece bastante molesta—. Tengo un plan y tú formas parte de él, así que tienes que venir de compras conmigo. Además, voy a llevar a una amiga. Te va a encantar. Es la novia de mi hermano y es adorable.
Estupendo. Sé que el hermano de Ivy, Gage Emerson, es un poderoso agente inmobiliario que ayudó a Matt a encontrar la bodega. Es rico y guapo, igual que Matt. Igual que el prometido de Ivy, Archer Bancroft.
Y luego estoy yo, la pequeña Bryn James de Cactus, Texas, que creció en una casa prefabricada y ha sido pobre toda su vida. Mudé mi piel como las serpientes que vivían bajo nuestra casa y empecé una nueva vida. Aquí, en California, el Estado Dorado.
Parte del dorado se ha empañado desde que llegué, pero no es nada que un poco de pulido no pueda arreglar.
—Suena…
—¿Como tu peor pesadilla? —Ivy se ríe mientras yo me quedo estupefacta. ¿Cómo lo ha sabido?—. Me caes bien, Bryn. Me caes muy bien. Y creo que yo también te caigo bien.
—Sí, así es —digo automáticamente; sueno como un robot.
Ivy se ríe más fuerte.
—Solo necesitas… relajarte. Estás demasiado tensa. ¿Tienes amigos? ¿Tienes novio? ¿Alguna vez usas algún color que no sea marrón o beis?
—Hey. —Eso ha dolido, aunque todo lo que Ivy ha dicho es verdad—. Me compré esos tops brillantes en Gap el mes pasado por recomendación tuya.
—Lo sé. Y estoy orgullosa de ti por hacer ese esfuerzo. Pero necesitas más color, Bryn. Eres tan guapa, y no digas que no lo eres porque, créeme, lo eres. Vamos a peinarte o a hacerte un cambio de imagen o algo así. —Ivy hace una pausa—. ¿Por favor? Corre de mi cuenta.
—De ninguna manera. No-no. No quiero tu caridad. —Me aparto de la ventana y me concentro en la pantalla del ordenador, con la vista nublada.
Normalmente, cuando alguien quiere hacer algo bueno por ti, siempre espera algo a cambio.
Al menos, eso es lo que siempre me pasa a mí.
—No es caridad, te lo prometo. Es que… Te lo explicaré el sábado. Podríamos quedar para comer, te lo cuento todo y luego vamos de compras por el centro. ¿Qué te parece?
Me parece una pesadilla. Una limosna. Debería decir que no. No quiero sentirme en deuda con nadie. Ya me siento así con mi jefe. Le debo tanto, y él no tiene ni idea. Tampoco quiero que Ivy sienta que tiene que cuidar de mí. Qué vergüenza.
—Solo di que sí, Bryn. Venga. —El tono de Ivy es persuasivo, y yo cedo porque soy una blandengue y no puedo evitarlo.
—De acuerdo. Iré. Pero yo tengo la última palabra en todo, ¿vale? En todas las opciones de compra y en lo que sea —le digo con voz firme.
—¡Genial! No te arrepentirás, te lo prometo. —Puedo oír literalmente la emoción en su voz.
Tal vez esta excursión de compras signifique más para ella de lo que pensé al principio.
—Ah, y ¿Bryn?
—¿Sí?
—No le digas a Matt que vamos a ir de compras, ¿vale?
—Vaaale.
Bien.
Qué raro todo.