Segunda consideración intempestiva - Friedrich Wilhelm Nietzsche - E-Book

Segunda consideración intempestiva E-Book

Friedrich Wilhelm Nietzsche

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Beschreibung

"Es cierto que la ciencia ha sido impulsada con una rapidez impresionante durante las últimas décadas, pero contemplad a los eruditos, contemplad a esas gallinas exhaustas. Estos eruditos distan mucho de ser naturalezas 'armónicas'; sólo saben cacarear más que nunca, porque ponen huevos con mayor frecuencia: sin embargo, los huevos se han vuelto cada vez más pequeños (aunque los libros sean cada vez más voluminosos)." Según Nietzsche, el olvido tiene su función: es fundamental para evitar que el pasado destruya la fuerza plástica, la vitalidad de una cultura. Frente a la Historia monumental que hace que "los muertos entierren a los vivos" y a la historia del anticuario que momifica la energía vital, es indispensable sostener un historicismo crítico que disuelve y quiebra el pasado para poder vivir.

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Friedrich Nietzsche

Segunda consideración intempestiva

Sobre la utilidad y los inconvenientes de la Historia para la vida

Nietzsche, Friedrich Wilhelm

Segunda consideración intempestiva. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Libros del Zorzal, 2012. - (Trazos; 0)

E-Book.

ISBN 978-987-599-278-8

1. Ensayo Alemán.

CDD 834

Traducción: Joaquín Etorena

Ilustración De Tapa: Nicolás Arispe

Ilustración De Contratap: María Rabinovich

Diseño: Verónica Feinmann

Título Original: Unzeitgemässe Betrachtungen (Ii).Vom Nutzen und Nachteil der Historie für das Leben

© Libros del Zorzal, 2006

Buenos Aires, Argentina

Este libro se realizó con el apoyo de la Dirección General de Industria, Comercio y Servicios de la Subsecretaría de Producción, G.C.B.A.

Libros del Zorzal

Printed in Argentina

Hecho el depósito que previene la ley 11.723

Para sugerencias o comentarios acerca del contenido de Segunda consideración intempestiva, escríbanos a:

[email protected]

www.delzorzal.com.ar

Índice

Prólogo | 5

1 | 8

2 | 19

3 | 27

4 | 34

5 | 43

6 | 51

7 | 63

8 | 71

9 | 81

10 | 95

Prólogo

1. “Por cierto, me resulta odioso todo aquello que sólo me instruye, sin alimentar a su vez mi actividad o vitalizarme de forma inminente.” Estas palabras de Goethe, cual un impetuoso ceterum censeo, han de dar comienzo a nuestra consideración acerca del valor o novalor del estudio de la Historia.

En esta contemplación se expondrá por qué la instrucción sin avivamiento, por qué el conocimiento que hace languidecer la actividad humana, por qué la Historia, considerada a modo de un lujo precioso y como una superfluidad del conocimiento, debe resultarnos, según el proverbio de Goethe, seriamente odiosa; es que aún carecemos de lo meramente necesario y lo superfluo es el enemigo de lo necesario. Por cierto, necesitamos la Historia, pero la necesitamos de una forma distinta de como la necesita el hombre mimado que deambula ociosamente en el jardín del saber, por más que éste contemple con altivo desdén nuestras necesidades y penurias, tan rudas y purgadas de gracia.

Es decir, necesitamos la Historia para la vida y para la acción, no para apartarnos cómodamente de la vida y de la acción o para venerar la vida egoísta, la acción cobarde y malversada. Sólo serviremos a la Historia en tanto ella sirva a la vida; pero existe un modo de promover y valorar el estudio de la Historia que conduce al deterioro y a la degeneración de la vida: he aquí un fenómeno cuya experimentación por medio de los síntomas notables de nuestros tiempos resulta, hoy por hoy, tan imponderable como doloroso.

2. Me he empeñado en describir una sensación que a menudo me ha atormentado: me vengo de ella exponiéndola al conocimiento del público. Quizás alguien se sienta incentivado, a causa de esta descripción, a explicarme que también conoce tal sensación, pero que yo no la he percibido lo suficientemente pura y genuina y que, en efecto, no la he expresado con la necesaria seguridad y madurez que proviene de la experiencia. Probablemente uno o dos alegarán eso. Pero la mayoría de mis lectores me dirá que se trata de una sensación equívoca, innatural, abominable y sencillamente ilegítima y que, aun más, a través de esta descripción me he mostrado indigno de aquella poderosa corriente histórica que, como es sabido, puede detectarse desde hace dos siglos entre los alemanes. No obstante, el hecho de que ose explayarme sobre la naturaleza de mis sentimientos contribuirá al fortalecimiento de la prudencia general antes que a su deterioro, porque, con ello, a muchos ofrezco la oportunidad de atribuir halagos a la corriente histórica antes mencionada. En lo que concierne a mí mismo, obtengo algo que considero harto más valioso que la prudencia: el hecho de ser instruido y corregido públicamente en cuanto a las particularidades de nuestro tiempo.

3. La presente consideración es intempestiva también porque consiste en el intento de comprender aquello en que nuestra época deposita un orgullo justificado –que es la instrucción histórica– como daño, falencia y defecto de la época. Por ello, creo que padecemos de una fiebre histórica y que deberíamos reconocerlo. Sin embargo, visto que Goethe ha dicho con aserción que nuestras virtudes cultivan a su vez nuestras falencias y puesto que, como es consabido, una virtud hipertrófica –tal como, a mi juicio, parece ser el sentido histórico de nuestra época– puede conducir tanto a la ruina de un pueblo como un vicio hipertrófico, es justificado que se me permita proceder. Además, en mi defensa, no debe soslayarse que las experiencias que me han proporcionado tales sentimientos tortuosos han surgido de mí mismo y que sólo me he servido de las experiencias de otros con el propósito de enarbolar comparaciones. Por lo demás, debo destacar que, como engendro de esta época actual, sólo he sido conducido por mí mismo a estas consideraciones intempestivas en el grado en que me veo a mí mismo como un pupilo de épocas anteriores, particularmente, de la helénica. Sin embargo, encuentro que, como filólogo clásico, me compete tal procedimiento: no sabría definir qué sentido puede tener la filología clásica en nuestros tiempos sino el de proceder de manera intempestiva, es decir, de proceder en un sentido contrario al espíritu contemporáneo y, con ello, surtir un efecto sobre él y los tiempos futuros.

1

1. Contempla el tropel pastando a tu lado: no sabe lo que es el ayer ni el hoy, corre de un lado a otro, pasta, descansa, digiere y vuelve a correr. Así continúa, de la madrugada a la noche, de día a día. Así, con la gana y el desgano amarrado al poste del instante, no siente melancolía ni tedio. Esta observación resulta dura al hombre que, mientras se jacta de su humanidad ante el animal, anhela celosamente obtener su dicha. Es eso lo que desea: cual el animal, vivir sin hastío ni dolor. Pero lo anhela en vano porque no lo desea del mismo modo que el animal. El hombre habrá preguntado algún día al animal: “¿por qué tan sólo me miras y no das cuenta de tu dicha?”. El animal, por cierto, habría querido contestar: “eso ocurre porque siempre olvido lo que quise decir”. Pero en ese instante ya olvidó la respuesta y enmudeció, dejando al hombre atónito.

2. El hombre también se asombra de sí mismo por no poder aprender el olvido y permanecer atado al pasado: por más lejos y veloz que corra, la cadena siempre lo acompaña. Es un milagro: el instante aparece en un parpadear, en el próximo desaparece, antes una nada, después una nada, sin embargo retorna como un fantasma para estorbar la tranquilidad de un instante venidero. Sin cesar, se desprende una hoja del hilo del tiempo, cae, revolotea, y de repente vuelve a caer en el seno del hombre. Entonces, el hombre dice “recuerdo” y envidia al animal que, en seguida, olvida cada momento, viéndolo morir realmente y desvanecerse para siempre en la niebla y la noche. Así es que el animal vive de manera no histórica, porque se realiza en cada momento, cual un número, sin transformarse en una fracción extraña. No sabe fingir, no encubre nada y en cada momento es plenamente lo que es, lo cual lo obliga inexorablemente a ser sincero. El hombre, sin embargo, se opone a la grande y creciente carga del pasado: ésta lo doblega o lo inclina hacia un costado, entumece su andar como un fardo invisible y oscuro. En ocasiones y sólo aparentemente, puede negarlo, tal como lo suele hacer gustosamente y a menudo cuando persigue el fin de dar envidia al tratar con sus semejantes. Es por ello que al hombre lo atrapa, como un recuerdo del paraíso perdido, la imagen de un rebaño en los pastizales o, con mayor familiaridad, la del niño que aún no tiene pasado que denegar y puede jugar entre los alambrados del pasado y del futuro con insolente ceguera. Pero su juego se verá inevitablemente estorbado: en buena hora, será despertado de su negligencia. Es entonces que aprende a comprender la expresión “érase una vez”, aquella consigna que anuncia al hombre la llegada de la lucha, el sufrimiento y el tedio, para recordarle la verdadera índole de su existencia, que es un imperfecto siempre inconcluso. Cuando la muerte finalmente aporta el anhelado olvido, a su vez usurpa el presente y la existencia, marcando la experiencia con un sello que revela que la existencia no es más que un infinito haber sido, una cosa que vive de su propia negación, del consumo de sí misma y de su contradicción incesante.

3. Si la felicidad y la procuración de nuevas felicidades es, en cierto sentido, lo que ata al viviente a la vida y lo empuja a seguir viviendo, entonces probablemente no exista filósofo que pueda reclamar para sí mayor justificativo que el cínico: es que la felicidad del animal, como ejemplo por antonomasia del cínico, pone en evidencia la legitimidad del cinismo. La suerte más pequeña, cuando está presente y brinda felicidad de forma ininterrumpida, sin duda alguna, es de mayor valor que la suerte más grande que aparece como episodio, como una simple expresión del humor, como idea alocada entre el desgano, el anhelo y la privación. No obstante, tanto en lo que respecta a la felicidad pequeña como a aquella que es mayor, su esencia es siempre la misma: el poder olvidar o, por expresarlo con mayor erudición, la capacidad de sentir de manera no histórica durante el plazo que abarca la felicidad. Quien no puede asentarse en el umbral del instante olvidando todo lo pasado, quien no puede erguirse cual una diosa de la victoria en un solo punto, sin vértigo ni temor, nunca sabrá qué es la felicidad y, peor aún, nunca hará nada por brindar felicidad a sus prójimos. Figuraos, como ejemplo extremo, un hombre que, del todo carente de la fuerza del olvido, estuviese condenado a verlo todo como un devenir: un ser como tal ya no cree en su propia existencia, no cree en sí mismo. Viendo todas las cosas como si se disolvieran en un flujo de puntos en movimiento, se perdería a sí mismo en la corriente del incesante devenir. Al igual que aquel elevado discípulo de Heráclito, finalmente no se atreverá ni a levantar un dedo. Toda acción demanda olvido, tal como toda vida orgánica no sólo demanda luz sino también oscuridad. Un hombre que quisiera sentir únicamente de manera histórica sería semejante a alguien obligado a privarse del sueño o bien a un animal destinado a vivir rumiando infinitamente, masticando una y otra vez el mismo pasto. Entonces: es posible vivir casi desprovisto de todo recuerdo y hasta vivir contento, como demuestra el animal. Sin embargo, es determinantemente imposible vivir sin olvido. O, para enarbolar el problema de manera más sencilla: existe un grado de insomnio, del rumiar y del sentido histórico que atenta contra lo vivo y lo conduce a la perdición, con indiferencia de si se trata de un ser humano, un pueblo o una cultura.

4. Para poder determinar ese grado y, con él, el límite a partir del cual lo pasado debe ser olvidado para no convertirse en el enterrador de lo presente, sería necesario conocer la fuerza plástica de cada humano, cada pueblo y cada cultura. Me refiero a aquella fuerza de crecer de sí mismo y de manera propia, de transformar lo pasado y lo desconocido y de incorporarlo, de sanar las heridas, recuperar lo perdido y recomponer desde sí mismo las formas quebrantadas. Hay hombres que carecen hasta tal punto de esta fuerza que se desangran irremediablemente a causa de un pequeño rasguño, de una sola experiencia, de un solo dolor y, a menudo, de una sola e ínfima injusticia. Por otro lado, existen seres humanos a quienes ni los acaecimientos más salvajes y aterradores de la vida ni tampoco las hazañas de su propia malicia pueden inmutar, de suerte que, en medio de estos acontecimientos o poco tiempo después, logran alcanzar un ameno bienestar y hasta una especie de conciencia tranquila. Cuanto más fuerte sean las raíces de la naturaleza interior de un ser humano, tanto mayor es su capacidad de apropiarse o de subyugar el pasado. Si uno quisiese imaginar la naturaleza humana más poderosa e imperante, la reconocería por su facultad de desconocer los confines desde los cuales el sentido histórico surte sus efectos nocivos y parasitarios. En cambio, atraería y absorbería todo lo pasado y ajeno para transformarlo en sangre. Todo lo que tal naturaleza no logra vencer, lo olvida y no existe más. Así, el horizonte aparece íntegro y forma un todo, y nada existe que pueda evocar el recuerdo de que, allende ese mismo hombre, existen otras pasiones, doctrinas y fines. He aquí una ley universal: lo viviente sólo puede tornarse sano, fuerte y fértil dentro de un horizonte determinado; de ser incapaz de trazar un horizonte en derredor suyo o, por el contrario, de ser demasiado centrado en sí mismo para poder incorporar a la visión ajena una perspectiva propia, lo vivo languidece y se lanza, con indiferencia o con fervor, a su propio declive. La alegría, la buena conciencia, la acción entusiasmada, la confianza en lo venidero, todo ello depende, en cada cual tanto como en un pueblo, de la existencia de una línea que separa lo claro y visible de aquello que es oscuro y oculto a la vista. También depende de saber olvidar y recordar en el momento justo, de intuir con fuerte instinto cuándo es necesario sentir de manera histórica y cuándo no. He precisamente aquí la propuesta que el lector está invitado a considerar: tanto la perspectiva histórica como la no histórica son igualmente necesarias para preservar la salud de un individuo, de un pueblo o de una cultura.

5. En este sentido, cada uno aporta ante todo una observación: el conocimiento y el sentido histórico de un humano pueden ser muy limitados, su horizonte fraccionado como el de un habitante de los valles alpinos y, en cada fallo, ha de depositar necesariamente una injusticia; en cada experiencia, la falacia de creerse el primero en reconocerla. Sin embargo, pese a toda injusticia y todo error, el hombre permanece erguido con inquebrantable salud y vigor, alegrando la visión de los demás, mientras que a su lado se enferma y se derrumba un ser infinitamente más justo e instruido porque las desveladas líneas de su horizonte se desplazan a cada rato impidiendo que se libere de la fina malla que, compuesta por el espíritu de lo justo y la veracidad, lo aparta de la voluntad y de la aspiración puras. En comparación, hemos visto al animal que, gracias a encontrarse enteramente desprovisto de toda concepción histórica y de estar dotado de un horizonte casi puntual, logra vivir con cierta felicidad o, al menos, sin tedio y sin necesidad de simular. Por consiguiente, hemos de calificar de primordial y genuina la capacidad de sentir, hasta cierto grado, de forma no histórica, puesto que es aquí donde reside el fundamento de lo justo, lo sano, grande y verdaderamente humano. El envoltorio de lo no histórico es semejante a una atmósfera hermética en la cual la vida sólo es engendrada para desaparecer nuevamente con la destrucción de esa atmósfera.

6. Es cierto: sólo en el grado en que el hombre logra restringir el elemento no histórico mediante la reflexión, la rereflexión, la comparación, distinción y unificación; sólo en tanto se produce, en aquella nube que todo lo encierra, un destello luminoso; es decir, sólo en tanto posee el poder de utilizar lo pasado para la vida y de transformar lo acaecido en Historia, el hombre se vuelve humano. Sin embargo, cuando la razón histórica se torna excesiva, el ser humano deja de serlo y, más aun, de haberse visto despojado de la envoltura de lo no histórico, no hubiera comenzado, ni siquiera hubiese osado ser. ¿Dónde están las hazañas que el hombre pueda llevar a cabo sin haberse introducido previamente a las neblinas de lo no histórico? Mas dejemos a un lado las imágenes e ilustremos lo dicho mediante un ejemplo: imaginemos a un hombre conmovido e impulsado por una fuerte pasión, sea por una mujer o una gran idea. ¡Cuánto se transforma su mundo! Mirando hacia atrás, se siente ciego escuchando a los costados, lo ajeno se le acerca como un sórdido rumor carente de significado. Aquello que percibe, nunca antes lo había percibido de manera tan táctil, colorida, matizada e iluminada, como si se apoderase de todos sus sentidos a la vez. Todas sus anteriores evaluaciones se hallan transformadas y desvalorizadas. Es tanto lo que ya no logra apreciar, porque apenas logra sentirlo: se pregunta cuánto tiempo ha sido preso de palabras y opiniones ajenas y se sorprende de que su mente gire incansablemente en torno a lo mismo, siendo a su vez demasiado débil y fatigada para escaparse de un sólo salto de ese círculo. Es la condición más injusta que se pueda imaginar: estrecha, ingrata ante el pasado, ciega ante los peligros, sorda a las premoniciones, es como un pequeño torbellino de vida en un mar muerto de noche y olvido. No obstante, este estado del espíritu –profundamente antihistórico– es la cuna, no sólo de la acción injusta, sino, sobre todo, de toda acción justa, dado que ningún artista ha de haber obtenido su obra, ningún general su victoria y ningún pueblo su libertad sin haberlo deseado y ambicionado previamente en tal condición no histórica. Aquel que actúa, en la expresión de Goethe, reniega de la conciencia, y también se halla desprovisto del conocimiento: olvida la mayoría de las cosas para estar en condiciones de realizar una. De esta manera, actúa injustamente respecto de lo que ha dejado atrás y sólo reconoce un derecho, el derecho de aquello que ha de ser ahora. Es por ello que todo ser que actúa ama su hazaña infinitamente más de lo merecido, y que las mejores hazañas surgen de un desborde de amor tal que, por invalorables que sean, no podrían ser sino indignas de este amor.

7. Alguien capaz de olfatear y ventear, con mayor sensibilidad, la atmósfera no histórica en la cual se han producido los grandes advenimientos históricos, quizá sea capaz, en su condición de ser cognoscente, de elevarse a aquella posición suprahistórica que Niebuhr ha definido como posible resultado de las contemplaciones históricas. “La

Historia”, dice Niebuhr, “comprendida de una manera clara y exhaustiva, al menos sirve para una cosa: para convencerse de que aun los espíritus más elevados de nuestra especie no saben cuán fortuitamente han concebido las visiones que procuran imponer a los demás mediante la coerción, debido a que poseen una conciencia excepcionalmente imperiosa. Quien no sabe esto con certidumbre, y no lo ha experimentado en varias ocasiones, se dejará subyugar por la apariencia de un espíritu poderoso que vuelca la más altiva pasión a una forma concreta.”

Tal posición habría de considerarse suprahistórica puesto que quien la adoptase ya no sentiría la tentación de seguir viviendo o de contribuir a la Historia porque ha descubierto la condición inexorable de toda acción: aquella ceguera e injusticia en el alma de quien acciona. En cambio, él mismo se habrá abstenido, a partir de este momento, de tomar demasiado en serio a la Historia, gracias haber aprendido a contestar la pregunta de por qué y para qué se vive, mediante el ejemplo de cada hombre, de cada acaecimiento entre helenos y turcos, de cada hora del primero o del decimonoveno siglo. Quien consulte entre sus amistades si desearían volver a vivir los últimos diez o veinte años de sus vidas, fácilmente podrá distinguir entre ellos a aquel que está predestinado para la postura suprahistórica: si bien es probable que todos contesten que no a dicha pregunta, con certeza fundamentarán ese no