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Marina había tenido que volar desde Australia hasta Londres para donar su médula espinal a Rebecca, una niña de siete años con leucemia. Pero al llegar a su destino, Marina descubrió que el tío de la niña, el conde de Winterbourne, con quien había mantenido una escueta y formal correspondencia, no era el venerable anciano que ella esperaba. Muy al contrario, se trataba de un impresionante caballero de treinta y tantos años, realmente atractivo. Marina intentó ignorar los intensos sentimientos que James despertaba en ella, y concentrarse en su cometido de salvar la vida de la pequeña. Pero él no se lo puso fácil: la quería en su cama y estaba dispuesto a conseguirlo…
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Seitenzahl: 136
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1998 Miranda Lee
© 2016 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Solo para una noche, n.º 1211 - enero 2016
Título original: Just for a Night
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2001
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-8030-6
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
NO QUIERO que te vayas.
Marina miró a su prometido. Su expresión era taciturna y malhumorada.
–Por favor, no empieces con todo esto otra vez, Shane. Me tengo que ir. Estoy segura de que te das cuenta de que no tengo más remedio.
–No, no me doy cuenta de nada –respondió él bruscamente–. Solo faltan tres semanas para la boda y tú te marchas al otro extremo del mundo para hacer algo que no sabes si realmente servirá. No tienes garantías de que tu médula espinal vaya a salvarle la vida a esa pequeña. Seguramente, le estás haciendo abrigar falsas esperanzas.
–Primero, solo voy a estar fuera una semana como máximo –le dijo Marina–. Segundo, resulta que, según las pruebas que me han hecho, soy cien por cien compatible con ella, no solo en el grupo sanguíneo, sino también en el tejido medular. ¿Tú sabes lo extraño que es eso?
–No, pero seguro que tú sí. Eres la inteligente y yo el necio.
Marina frunció el ceño al oír semejante comentario. Aquella era una cara de Shane que no había visto antes. Claro que jamás antes lo había contrariado.
Después de la muerte de su madre, dos meses atrás, se había sentido muy contenta de aceptar una mano amiga. El cariño y el apoyo de Shane la habían ayudado a superar con éxito aquel difícil trance. Shane se había ocupado, además, de todos los preparativos del funeral.
Marina era una mujer generalmente fuerte y decidida, pero las circunstancias habían determinado que sus defensas se derrumbaran. Shane le había dado toda la amabilidad y el cariño que había necesitado, lo que los había llevado ineludiblemente a la cama. Después de todo, era un hombre muy atractivo, y la historia sexual de Marina dejaba bastante que desear. El placer que había alcanzado con él la había dejado atónita y la había llevado a pensar que estaba enamorada. Un mes después, Shane ya le estaba pidiendo que se casara con él y ella le decía que sí.
No obstante, aquella faceta de él le resultaba muy poco atractiva. Su gesto amable se había transformado en un ceño fruncido y malhumorado.
–No sabía que te doliera tanto que fuera profesora –dijo ella con un tono frío–. Si piensas que te considero inferior a mí porque trabajas con las manos, te diré que estás completamente equivocado.
Shane había sido, durante años, la mano derecha de su madre en la escuela de equitación que ésta tenía a las afueras de Sydney. Y, aunque había dejado la escuela muy pronto, Shane no era en absoluto un necio.
Había empezado a trabajar en el rancho a los veinticinco años y, ya entonces, Shane había demostrado ser un experto en caballos. Además, desde el primer momento, la madre de Marina y él habían gozado de una extraordinaria relación, pues compartían una pasión: la equitación.
A Marina le gustaban también los caballos, y había aprendido a montar bien, pero no estaba, ni con mucho, tan obsesionada con ese deporte como su madre y su ayudante.
A Marina siempre le había gustado Shane, pero desde el primer momento el muchacho se había mostrado reticente y distante con ella. Hasta que la muerte de la madre de Marina cambió el estatus que había entre los dos.
Después de que sellaran su compromiso matrimonial, Marina le dijo a Shane que la escuela era exclusivamente responsabilidad suya y que podía hacer con ella lo que quisiera.
En aquellos momentos, ya se había empezado a preguntar si realmente amaba más la escuela y a los caballos que a ella. Quizás no la amara en absoluto.
–A veces pienso que nos hemos apresurado demasiado con lo de la boda...
Él rodeó la cama y se acercó a ella para tomarla en sus brazos antes de que ella pudiera decir nada más. Pero sus besos hambrientos y calientes la dejaron completamente fría. Al notar su gélida respuesta, él se apartó de ella y la miró con un gesto culpable.
–Estás enfadada conmigo, y tienes toda la razón. Estoy siendo realmente egoísta. Claro que te tienes que marchar, solo que te voy a echar mucho de menos –la soltó para tomar su barbilla entre las manos y besarla de nuevo.
Marina no podía evitar responder sexualmente a su tacto, lo que la desarmaba por completo. Empezaba a pensar que no la beneficiaba.
–Voy a echar mucho de menos esa boca maravillosa –murmuró Shane–. Eres tan hermosa: tus ojos, tu piel, tu pelo, tus pechos.
Comenzó a acariciarla a través de la camiseta, y ella se sorprendió del modo en que respondía su cuerpo, totalmente fuera de comunicación con lo que le dictaba su cabeza.
–Siempre te he deseado, Marina –insistió él, con una voz ronca y profunda–. Desde el primer momento en que te, vi sentí algo, pero tu madre me advirtió desde el principio que no se me ocurriera acercarme a su princesa.
Marina no se sorprendió al oír aquello. Su madre había sido una mujer llena de contradicciones. Había nacido en Gran Bretaña. Pertenecía a una rica y prestigiosa familia, a la que había desafiado, escapándose con un colono australiano, criador de caballos. Su familia la había repudiado a partir de entonces y le había prohibido regresar.
La amargura que aquel desprecio le había causado provocó que jamás volviera a hablar de sus antepasados británicos y que le prohibiera a Marina entrar en contacto con ninguno de ellos.
Semejante pasado debería haber hecho que la educación de su hija hubiera estado exenta de todo esnobismo e hipocresía. Pero, aunque en parte así había sido, había habido un deseo tácito de convertir a su hija en una verdadera dama, con todo lujo de refinamientos. La había llevado a clases de piano, de retórica y teatro, además de las obligadas clases de equitación.
No había funcionado. Quizás, en apariencia, Marina parecía una sofisticada joven de veinticinco años y era capaz de comportarse adecuadamente en los ambientes más refinados, pero, realmente, era una australiana de corazón, irreverente con la autoridad y rebelde.
Aquella rebeldía la había llevado a desafiar a su madre y a haber intentado averiguar más sobre su familia un verano que había pasado en Inglaterra. Pero, al mirar la guía de teléfonos, había descubierto que había cientos de Binghams, su apellido materno. Sin dinero ni medios, no tuvo posibilidad alguna de descubrir nada sobre sus orígenes.
Sin embargo, aquel inminente viaje a las Islas Británicas y su nada despreciable herencia, le permitirían, tal vez, encontrar algo. Aunque, si lo pensaba bien, no tenía ningún motivo para hacerlo, pues ningún miembro de la familia de su madre se había molestado en encontrarlas a ellas. Lo mejor sería abandonar aquella idea.
–Nunca pensé que te dignarías a fijarte en mí –continuó Shane–. Pero lo hiciste, y ahora eres mía, princesa, ¿verdad? Otro beso la alteró por completo, pero no era lo que quería en aquel momento. Lo que necesitaba era que la dejara tranquila.
–Vuelve tan pronto como puedas –le rogó–. No te quedes más de lo necesario.
Marina no sabía qué decir, estaba muy confusa.
Hacía tan solo dos semanas había estado tan impaciente por casarse con Shane, que había estado contando los días. Pero aquellos sentimientos se habían disipado por completo y su cabeza estaba sumida en un caos.
No podía ser que Shane quisiera casarse con ella solo por los caballos. Seguro que la quería. La noche anterior, habían compartido toda la pasión que siempre había en sus encuentros.
No obstante, su ansia de apartarse de él era más fuerte que la de estar a su lado.
De pronto, el viaje a Londres se había convertido en una ansiada escapada, un momento de soledad lejos de Shane, una oportunidad para poder pensar más claramente. Cuando regresara, todo se habría aclarado.
No sería demasiado tarde para romper el compromiso, si era eso lo que realmente quería. Después de todo, la boda iba a ser una ceremonia pequeña, nada excesivamente caro y organizado. Esa había sido la decisión de Shane, no la suya, pues había considerado que era un gasto inútil de dinero. Mejor emplear la cantidad que costaría una gran boda en la construcción de nuevos establos y en comprar más caballos.
Para Shane el dinero era muy importante, de eso no cabía duda.
Al recibir la llamada de Londres en que le anunciaron que su médula espinal servía para el transplante, la primera preocupación de Shane había sido el coste que conllevaría todo aquello.
No había dejado de darle vueltas hasta que Marina recibió una carta en la que se explicaba que ella no tendría que correr con ningún gasto.
A pesar de todo, él no estaba contento con su marcha.
Pero Marina no estaba dispuesta a ceder. Aquello era algo que hacía por sí misma y habría ido, aun cuando se hubiera tenido que costear el viaje. ¿Cómo no iba a hacerlo, cuando la vida de una niña estaba en juego?
Su nombre era Rebecca, y tenía siete años. Era una huérfana, pero con alguien dispuesto a protegerla: un conde, ni más ni menos, y rico, muy rico.
Le envió un billete de ida y vuelta en primera clase y una carta en la que le garantizaba que correría personalmente con todos los gastos. Su gratitud no tenía límites y le aseguraba que estaría en deuda con ella el resto de su vida.
Marina sonrió al recordar la carta, sorprendida por lo extremadamente formal que era el lenguaje. El hombre era un aristócrata británico, pero, aparentemente, dulce y amable, a pesar de su sangre azul.
–¡Estás sonriendo! –dijo Shane, malinterpretando el motivo de su mueca–. Eso quiere decir que me has perdonado.
Marina prefirió no decir nada. Se dio la vuelta y cerró la maleta.
–Tenemos que irnos al aeropuerto enseguida. Si es que todavía estás dispuesto a llevarme.
–¿Por qué no iba a hacerlo? No seas tan susceptible, cariño –agarró la maleta de la cama y le puso un brazo por los hombros–. Ya sé por qué estás así. Son los nervios por el viaje y la estancia en el hospital. Tengo que decirte que realmente considero que eres muy valiente. Yo no sería capaz de hacer algo parecido por un extraño.
Marina frunció el ceño. No se consideraba a sí misma en modo alguno excesivamente valiente. Le habían garantizado que la operación no era dolorosa y que lo único que sentiría sería una ligera molestia en la cadera durante un par de días.
Aquel comentario no hizo sino confirmar una vez más que Shane era un hombre muy egoísta y ambicioso.
Marina no paró de darle vueltas a su anillo de compromiso durante todo el trayecto hasta el aeropuerto de Mascot. Al menos seis veces estuvo tentada de quitárselo y devolvérselo. Pero no lo hizo. Y, al final, cuando se embarcó en el avión, seguía siendo una mujer comprometida.
EL HOMBRE que llevaba el cartel en el que aparecía «Señorita Marina Spencer» no tenía aspecto de chófer.
En primer lugar, no llevaba uniforme, sino que iba impecablemente vestido con un traje formal. Tenía aspecto de ejecutivo. Era guapo, alto, con el pelo negro peinado para atrás y un aire natural de superioridad. Se lo podía imaginar sentado detrás de un gran escritorio, en una silla de cuero negro, o presidiendo una de esas largas mesas de reuniones.
Pero llevaba un cartel con su nombre y era a ella, indudablemente, a quien esperaba.
Según se fue acercando, Marina pudo apreciar, por su gesto, que él tampoco, se había imaginado a las señorita Spencer como aquella mujer que se dirigía hacia él. Ella reconoció que no tenía el aspecto que era de esperar para ser una chica de Sydney. Su pelo caoba y su piel muy blanca no respondía al típico cliché de una belleza de playa: rubia, exuberante y de piel bronceada.
Al menos tenía las piernas largas. Algo era algo.
Marina detuvo el carrito con las maletas delante el chófer y sonrió educadamente.
–Soy Marina Spencer –le dijo.
Él la miró de arriba abajo, lo que a Marina le provocó una extraña sensación de inseguridad. A pesar del maquillaje dudaba que pudiera estar arrebatadora después de las veintidós horas de vuelo. Sus ojos verdes y grandes estaban apagados y tenía unas ojeras oscuras y poco favorecedoras. Su atuendo, consistente en unos vaqueros, una camisa blanca arrugada y una cazadora de cuero negro, no estaba tampoco en las mejores condiciones.
Después de aquella enervante mirada, el supuesto chófer apartó el cartel y le tendió la mano con extremada educación.
–¿Cómo está usted, señorita Spencer? Espero que haya tenido un buen vuelo. Yo soy James Marsden –le tendió una mano y ella sintió sus dedos fríos–. Mi chófer ha tenido problemas con una rodilla esta mañana, tiene artritis, así que lo he acompañado. Nos está esperando afuera con el coche.
Marina lo miró atónita. ¿Aquel era James Marsden, el tío abuelo benefactor de Rebecca y conde de Winterborne?
Su primer impulso fue soltar una carcajada. Tal vez no tuviera aspecto de chófer, pero tampoco se aproximaba ni lo más remoto a la imagen de un conde. Se había imaginado a un venerable anciano de cabello blanco con un gran bigote.
–Es usted muy amable –dijo ella cortésmente, tratando de reprimir la sonrisa que amenazaba con salir de sus labios.
–¿Es esta su maleta? –preguntó él.
–Sí –respondió ella.
Se alegraba de haber llevado su mejor ropa y una maleta nueva a juego con el bolso de mano. Se imaginaba lo avergonzada que se habría sentido de haber sucumbido a la tentación de haber llevado aquella vieja bolsa de viaje con la que, tiempo atrás, había ido a Inglaterra.
–Viaja con muy poco equipaje, señorita Spencer.
Ella sonrió.
–Llámeme Marina, por favor.
El conde curvó los labios en una sonrisa tensa.
–Los australianos tienen mucha facilidad para tutearse.
–No nos gustan las ceremonias, supongo –dijo ella en tono jovial, a pesar del tono frío y algo sarcástico que había notado en su respuesta. Tal vez, se hubiera sentido ofendido.
El esbozo de sonrisa se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Aquel hombre era tan engolado y formal como las cartas que escribía, pero en persona adolecía de la amabilidad de la que hacía gala por escrito. Marina decidió no dejarse impresionar por su intimidante presencia. Aquel era un hombre como cualquier otro.
–¿Y cómo quiere que lo llame? –le preguntó ella–. ¿Cómo hay que dirigirse a un conde?
Él levantó las cejas un momento, como si su actitud irreverente fuera algo esperable pero inapropiado.
–Señor conde –respondió con frialdad–. En mi caso, conde de Winterborne.
Su pomposa respuesta despertó a la rebelde que ella llevaba dentro.
–Eso suena horroroso y muy engolado. ¿Cómo puede aguantar que lo llamen así? En Sydney lo llamarían James, o, incluso, Jim o Jack. Pero ya se sabe, «donde fueres, haz lo que vieres». No me gustaría hacer nada inapropiado mientras esté aquí.
Él volvió a mirarla de arriba abajo.
–Eso está bien –su mirada se detuvo en el anillo de compromiso.