Solos de Clarín - Leopoldo Alas Clarín - E-Book

Solos de Clarín E-Book

Leopoldo Alas Clarín

0,0

Beschreibung

Solos de Clarín es otras de las recopilaciones de artículos periodísticos de Leopoldo Alas, Clarín, publicados en los diferentes medios con los que colaboraba. En estos primeros artículos, en los que Leopoldo Alas empezaba a aficionarse al pseudónimo Clarín, destaca el tono de fina ironía y crítica social que siempre caracterizó al autor.-

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 541

Veröffentlichungsjahr: 2020

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Leopoldo Alas Clarín

Solos de Clarín

 

Saga

Solos de ClarínOriginal titleSolos de ClarínCover image: Shutterstock Copyright © 1890, 2020 Leopoldo Alas Clarín and SAGA Egmont All rights reserved ISBN: 9788726550658

 

1. e-book edition, 2020

Format: EPUB 2.0

 

All rights reserved. No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

 

SAGA Egmont www.saga-books.com – a part of Egmont, www.egmont.com

PREFACIO A MANERA DE SINFONÍA

Este libro no viene a llenar ningún vacío, ni es indispensable en la biblioteca de todo hombre medianamente instruido; tengo la profunda convicción de que el mundo seguiría dando vueltas y Pina Domínguez dando comedias, aunque esta colección de artículos no se publicara.

No con el fin de reformar la sociedad, ni siquiera con el fin de reformar los versos de Grilo, doy a la estampa, como se dice, este librejo: muéveme sólo el propósito honrado, y sano como una manzana, de recabar de mi editor algunas pesetas, no tantas como la loca fantasía pudiera ofrecer al deseo. No es esto hacer alarde de un positivismo que, según el Sr. Perier, todo lo va corrompiendo; yo no estoy corrompido, ni vaya a creer el Sr. Perier que serán torres y montones las pesetas que me dé el editor. Convencidos este señor y yo de que mi libro no vale cosa, y de que lo que poco vale poco cuesta, hemos señalado a los arranques de mi romántico humorismo un precio al alcance de todas las fortunas. Yo hubiera deseado que con el librito se repartiera a los compradores un décimo de la lotería del Pardo; pero esto no era económico ni moral, y hubo que renunciar a tal incentivo que espero aprovechar en mejor ocasión. Por ahora no puedo ofrecer más regalo a mis lectores que el de la sabrosa murmuración, tan de su gusto y del mío, a fuer de españoles.

Obsérvese que no tengo inconveniente en hablar de la rifa del Pardo, de Pina Domínguez y de otras cosas y personas efímeras, de poco momento, renunciando de este modo a la inmortalidad. No quiero adelantarme a mi siglo por no dar celos a la patrona, a quien no adelanto nada, y así, humildemente barajo en estas páginas nombres de autores, que son como las rosas en lo de vivir l’espace d’un matin. Escritos muchos de los artículos que siguen a guisa de crónica literaria, háblase en ellos de lo que tuvo pasajero interés; aluden a veces a lo que ya no existe o pasará pronto; de suerte que si de hoy en cien años algún anticuario bibliómano de los que se empeñan en dar importancia a lo que no la tiene, tropezase con un ejemplar de esta obrita, para entender cuatro palabras de ella necesitaría más apostillas y comentarios que llevan las obras de Aristófanes o de Luciano. Y como yo no estoy dispuesto a borrar nada de lo escrito ni a escribir glosas que ilustren la materia, buena se la mando al Guerra y Orbe del siglo que viene. Ya me lo figuro escribiendo una nota que dice a la letra: «Este Cano, a quien nuestro autor (yo) tan despiadadamente trata, es el autor de La vuelta al mundo, y se llamó Sebastián». Y después el sabio futuro dirá al pie de otro pasaje: «Este Blasco, de quien dice el crítico mordaz que no inventó la pólvora, inventó otras muchas cosas, entre ellas una máquina de locomoción marítima que se creyó mucho tiempo ser la del vapor. Su nombre completo es Blasco de Garay». Y más adelante: «Este Velarde podría ser todo lo adocenado que el censor quiera, si se le mira como poeta; pero en cambio murió como un héroe en defensa de la patria: Daoiz y Velarde son los mártires de nuestra Independencia».

Diga lo que quiera el erudito del siglo futuro, yo no soy responsable de sus equivocaciones ni del pésimo gusto que suele llevar a esta clase de sabios a gastar todo el calor natural, ocupándose con libros insignificantes que sólo tienen el mérito de ser raros, gracias a lo muy desarrollado que está el comercio al por menor. Escribo sin pensar en las generaciones venideras; escribo para mis contemporáneos, y escribo… con algunos galicismos.

No porque yo los busque de intento, haciendo alarde de un cosmopolitismo gramatical que no entra en mis principios. Los galicismos y demás barbarismos que tengan su madriguera en este libro son involuntarios, absolutamente involuntarios, y yo los retiro desde luego, señores académicos, porque mi ánimo no es ofender a nadie, y a la gramática española mucho menos.

Pero sírvame de disculpa esta consideración muy atendible: ahora los muchachos españoles somos como la isla de Santo Domingo en tiempo de Iriarte: mitad franceses, mitad españoles; nos educamos mitad en francés, mitad en español, y nos instruimos completamente en francés. La cultura moderna, que es la que con muy buen acuerdo procuramos adquirir, aún no está traducida al castellano; y mientras los señores puristas sigan escribiendo en estilo clásico ideas arcaicas, la juventud seguirá siendo afrancesada en literatura. Traducid al lenguaje del siglo XVI las ideas del siglo XIX, y seremos puristas. En tanto, pues hay que escoger entre el espíritu y la letra, nos quedamos con el espíritu.

Sin embargo, no hay que exagerar: aunque la modestia me obliga a decir que no soy tan castizo como me estuviera bien, no se vaya a creer que soy un folletín de La Correspondencia, ni un D. Pompeyo Gener que, huyendo de los galicismos, escribe en francés.

Algo se ha leído, como dijo el otro, y no son tantos mis galicismos que el día de mañana no se me pueda hacer académico, siempre y cuando que yo me haga carlista.

Pasando ahora a otro orden de consideraciones —esto es español, aunque malo— voy a exponer a Vds. el concepto y plan de mi libro, como decían los krausistas, mis amigos, cuando otro gallo les cantaba.

Mi libro es una especie de Cronicón literario — (no confundirlo con el de Huelin, que es científico y está protegido por el Estado) — en el que se pasa revista au jour le jour, que diría D. Pompeyo, a cuantas obras produjo el nacional ingenio en estos últimos años, siempre y cuando que estas obras se hayan señalado por lo buenas o por lo malas. Fuera de broma, este librito puede ser útil para los extranjeros, y aun para los indígenas que quieran estudiar el estado presente de nuestra literatura. Aquí verán Vds. una imparcialidad a prueba de bombo; a nadie se adula ni se le quitan motas; y en cambio a cuantos poetas chirles Dios crio, y crio muchos, Él, en su alta sabiduría sabrá por qué, se les dice cuántas son cinco, y otra porción de verdades matemáticas.

Un libro de crítica que tiene este mérito, vale un Perú, aunque no lo cuesta. En Madrid, la sociedad de los literatos, no debiera llamarse república de las letras, sino «La Unión», sociedad de seguros mutuos contra críticos: aquí todos somos eminentes, y la gramática no parece.

Oponerse a esta corriente de benevolencia universal es un acto de valor — y no lo digo por alabarme— tan grande como el de aquel héroe romano —creo que era romano— el cual se puso en mitad de un puente para contener él sólo a todo un ejército. Yo no estoy solo, algunos buenos amigos me ayudan en la tarea de llamar gato al gato; pero aún somos muy pocos en comparación de la falange de críticos y gacetilleros que descubren todos los días un genio al volver de una esquina o de un Ateneo.

Creer que se va a dominar la influencia de esos seráficos gacetilleros y críticos, sería una ilusión pueril, extraña en quien lleva cinco o seis años de rudo batallar contra el parche; hasta ahora el bombo ha apagado la voz de mi ronco Clarín, y es de esperar que en adelante suceda lo mismo; pero yo, mientras pueda, seguiré sopla que soplarás, hasta perder el último aliento,

«Como en su cuerno de marfil Rolando

gastó la fuerza hasta acabar la vida»,

según dijeron Michelet y Campoamor.

Hay quien opina que todo esto de creer que Cano no es un genio, ni Velarde un prodigio, ni medio, no es más que prurito de notoriedad, afán de distinguirse. Pluguiera a Dios que estos y otros autores fueran más poetas que el mismísimo Apolo; pero como no lo son, y como yo no lo puedo remediar, me resigno a que muchos ilustres gacetilleros, optimistas con veinte duros al mes, vivan persuadidos de que yo quiero singularizarme. Muchas veces el afán de singularizarse es el instinto de conservación del buen sentido, ha dicho un autor, que creo que soy yo. Y tan verdad es como si lo hubiera dicho Aristóteles en el capítulo de los sombreros.

Vamos a otra cosa.

Si este libro gusta al lector y la edición se vende, el tomo presente será el primero de una serie, porque hay tela cortada para varios volúmenes. La materia es abundante, porque nuestra literatura en estos últimos años ha manifestado gran actividad para bien y para mal, y así el teatro como la novela, como la poesía lírica y otros géneros se han enriquecido con muchas producciones buenas y muchas malas, pues todo es riqueza, hasta los ochavos morunos.

Sí, se ha escrito mucho, y para estudiar concienzudamente el estado de nuestras letras en este último lustro, no bastará conocer los libros y las comedias que merecieron aplauso, sino también aquellos productos averiados de la medianía o de la nulidad que sin merecerlo lo obtuvieron, o que sin obtenerlo lo solicitaron. Para el experimentador, que diría Zola, todo sirve, y las enfermedades del espíritu son asunto de gran interés en el estudio de su naturaleza. Nuestra literatura es no sólo cuanto han producido los autores insignes, sino también lo que ha salido de la cabeza de muchos ciudadanos que, contra los designios de Dios o de la Naturaleza, escribieron dramas, libros y poemas y fueron aplaudidos o silbados, según sopló el viento.

El público es un elemento integrante de toda literatura, y el observador que seriamente examina las materias literarias, como parte principal que son en la vida de los pueblos, necesita estudiar el espíritu colectivo, sus cambios, progresos y decadencias, en estas expresiones espontáneas de la opinión, que se ofrecen con caracteres más señalados y claros que en todo otro momento, en el veredicto que el gran Jurado pronuncia en el teatro o cuando lee un libro.

— ¿Por qué el público que ha aplaudido a Cano ha silbado al Sr. Herranz?

Misterios son estos que acaso tengan explicación el día en que se haya reunido suficiente caudal de datos, de casos concretos para que el experimentador saque de ellos una ley cierta.

Mi libro es, pues, un Cronicón, un montón de artículos en que se habla de todos los autores que escriben aquí, buenos y malos. Junto a Echegaray y Ayala veréis a Cavestany y Pina Domínguez; junto a Sellés a Cano; al lado de Valera y Galdós a cualquier literato cursi, necio o empalagoso; codeándose con Campoamor y Núñez de Arce estarán Velarde, Grilo, Hipandro Acaico; rozándose con Castelar el P. Sánchez.

Yo hubiera querido prescindir de los nombres propios, o hacer lo que La Bruyere en sus Caracteres, llamar a cada cual con nombre postizo; pero esto sería una confusión caótica; en nuestro tiempo, además, no hay para qué andarse con paños calientes; así, pues, cuando yo diga Catalina, entiéndase don Mariano; y si añado que es un poeta detestable, siga entendiéndose siempre D. Mariano Catalina.

A guisa de entreacto o de entremés van sembrados por el librito algunos cuentecillos más o menos tendenciosos, sin más propósito de mi parte que el de entretener, si puedo, al lector; el mérito único que yo, su padre (de los cuentos), veo en ellos, es el de no ser azules; mato al inocente siempre que es necesario, y me tiene sin cuidado que el mismo sol que alumbra al bueno alumbre al malo; el mundo es así, y caso de que yo me atreviera a corregirle la plana no había de ser en un cuento, sino en una ley votada en Cortes, que es como el Gobierno de Sagasta quiere darnos la libertad.

Por último, este libro no lleva las licencias innecesarias, ni el permiso del ordinario… ni es de texto, ni está recomendado por el Ministerio de Fomento a los Ayuntamientos y Diputaciones provinciales, como le sucede a la Gaceta Agrícola. Es, en fin, como dice el Catálogo del Ateneo de Madrid, un libro de vaga y amena literatura… que no viene a llenar ningún vacío.

CLARÍN.

LA CRÍTICA Y LOS CRÍTICOS A JERÓNIMO

Querido Jeromo: Si resucitara Molière en estos tiempos de análisis, que dicen los filósofos cursis, no necesitaría consultar con su criada el mérito de sus obras, como es fama que hacía muchas veces, ni siquiera recurrir al criterio infantil de los hijos de los cómicos, sus compañeros, según Voltaire nos dice; pues más de una criada respondona había de darle su opinión, sin que él la consultase, y multitud de muchachos, encaramados en las columnas de cualquier revista, le ajustarían las cuentas, sin menester de que el gran Poquelín se acordase de ellos. Los Molière del día, si alguno hay, que lo dudo, encuentran donde quiera, sin buscarla, a la ignorancia, que pronuncia su veredicto sobre cuanto hay divino y humano, y se queda tan fresca.

Si lo que vale es el juicio de los que no saben una palabra, hoy la crítica ha llegado a un florecimiento asombroso. ¿Qué es, en rigor, lo que hace falta para escribir juicios críticos, como dicen los aficionados? En rigor no hace falta más que mimbres y tiempo. Pluma y papel y un periódico que se preste a publicar cualquier cosa; esto es lo indispensable, y esto donde quiera abunda. Hoy, en general, los diarios, revistas, etcétera, prefieren los trabajos que no se pagan; éstos son para ellos los mejores. Ahora bien, el genio —es cosa averiguada—, vive con muy poco, se mantiene de gloria y no cobra los artículos.

De ahí la facilidad de llegar a las letras de molde.

En cuanto a la ciencia, que antiguamente se decía ser necesaria, hoy no hace falta; es más, estorba; y ni los estudios clásicos, ni la estética, ni la retórica, ni siquiera la gramática son para el crítico más que trabas que dificultan el libre vuelo de su… vamos, de su poca vergüenza.

Hemos abolido la retórica: bajo pretexto de que había demasiadas figuras, nos hemos quedado sin ninguna; pues si Canalejas consiente que haya cuatro y Campoamor una, los avanzados van más lejos y las suprimen todas.

Ya no hay clases, ya no hay figuras.

De la gramática, no se diga: por galicismo más o menos no hemos de reñir, y sobre que la Academia no tiene derecho para imponer sus leyes, cada cual sabe donde le aprieta el régimen, y sólo un dómine pedantón puede tomar a mal que se conjuguen los verbos irregulares como los niños los conjugan, porque eso constituye un lunar que tiene gracia. Si Blasco dice asola en vez de asuela (que sí lo dice) tanto mejor; eso es graciosísimo, «asola» ¡ja, ja, ja!, ¿no te ríes? ¡Chiquirritín de su papá! A Bremon y a mí nos da ganas de comérnoslo.

La estética ya no es cosa tan baladí; pero no hace falta estudiarla; todos tienen su estética en su armario, y con saber cinco o seis terminachos de filosofía de esos que andan por los periódicos y por los discursos, no falta nada, como no sea barajarlos sin ton ni son y salga lo que saliere.

Por lo que toca a estudios de erudición clásica, Dios nos libre de ellos, porque, si sabemos de esas cosas, se nos llamará neos, oscurantistas y se dirá que tenemos mucha memoria pero poco talento, y que no sabemos sintetizar, y que somos amigos del pormenor insignificante de puro poco filósofos que somos. Algo se necesita saber de literaturas antiguas y modernas; pero todo ello cabe en una hoja de perejil, y querer más es degenerar en pedante, ratón de bibliotecas, etc., etc. Oye, Jerónimo, lo que has menester en punto a erudición si quieres ser crítico, que sí querrás, pues serías el primero que no lo fuese.

Respecto del Oriente, no te costará trabajo retener en la memoria que hay por allá un país que se llama China, del cual no se sabe cosa cierta, sino que sus habitantes se dejan engañar con mucha facilidad, de donde les viene el nombre de chinos.

Sobre la India bástete saber que de allá son los parias y que hay allí una literatura que arde en un candil, aunque tú no sepas cosa de provecho de tal literatura. En general dirás del Oriente que aquella civilización representa el momento de la unidad indivisa, sin variedad. En cambio, Grecia es el país de la variedad, es la tierra del arte: ¡ah, los griegos! El Partenón, Eleusis… ¡figúrate tú! ¡Grecia!… el arte… en fin, eso, que es la tierra de la variedad.

Roma, ya se sabe, representa el derecho, la política y en literatura es la imitación (por eso no hace falta saber latín). La Edad Media es la desintegración; luego viene el Renacimiento, que es la reintegración, y luego la revolución, que es… en fin, ¿quién no sabe lo que es la revolución? Con estas grandes síntesis históricas estás al cabo de la calle.

En punto al juicio que has de formar de los autores, procura que sea, más bien que justo, inaudito por lo extraño; descubre tú, antes que otro lo haga, que Dante era un pobre diablo, que Milton no pasaba de ser un fanático vulgar, y pruébalo, no con el estudio de sus poemas, que no debes haber leído, ni ganas, sino por lo objetivo y lo subjetivo que son los términos técnicos de esta esgrima de vocablos que se llama la crítica entre nosotros, y que no valen más que las razones geométricas del espadachín de Quevedo.

Desde que hemos dado al traste con Aristóteles, Horacio y Quintiliano, esto de ser crítico es como coser y cantar. De mí puedo decirte que soy ya tan crítico como el que más, y así me lo llaman muchos amigos complacientes; de modo que dentro de poco voy a creerlo yo mismo. Conozco capitanes de reemplazo, fabricantes de papel y corredores de número, que por pasatiempo, por broma, se han metido a criticar y critican tan bonicamente, como si en su vida hubieran hecho otra cosa.

El caso es querer: con un poco de mala voluntad que le tengas al autor de cualquier drama, novela o lo que sea, y mala voluntad nunca falta, no tienes más que dejar correr la pluma.

Criticar es murmurar, cortarle un sayo al lucero del alba, y eso no se necesita aprenderlo. Si esto no es verdad, por lo menos así lo entiende el público; si quieres que te consideren como crítico de pelo en pecho, da de firme. El mayor elogio que saben hacer de tus críticas los más apasionados amigos es éste: — ¡Qué palo le ha dado V. a Fulano!—. ¿Cómo palo? dirás tú, si no entiendes de esto, y te parecerá una ofensa; pero si sabes de metáforas te darás por muy satisfecho, y en adelante pegarás palo de ciego; y verás cómo recibes libros de muchos autores que en la dedicatoria te llamarán eminente, ilustre y cosas así, cuando propiamente debieran llamarte Machuca, Quebranta-huesos, Sansón, Hércules o Maza de Fraga.

Entre los envidiosos tendrás los más decididos y entusiastas partidarios, aunque la envidia sea para ti pecado feo, del que jamás te hayas contaminado; pero Dios te libre de desdeñar los elogios de la envidia: por más que te repugne vivir entre los de esa ralea, no niegues tu mano ni tus sonrisas en el compadrazgo de las letras a los que te quieren porque pegas a sus enemigos; ¡ay de ti, si los envidiosos sospechan que no eres de los suyos!

Podrá suceder que hables mal de las obras literarias porque te parezcan malas; acaso te guíe el puro interés del arte; pero la satisfacción de la conciencia que esto te reporte guárdala para ti, y aunque no seas malicioso ni pendenciero, no lo niegues cuando te lo llamen; ¡pobre crítico, si te tienen por candoroso y por inocente! Si has de vivir en el mundo tienes que vivir entre gente de mala voluntad, y harto harás con no llegar tú a ser uno de tantos.

Ya ves que, con entender la aguja de marcar un poco, puedes llegar a crítico de los de ahora.

Pero también los hay de otra clase, de la clase de los benévolos; éstos son peores, y de ellos te hablaré otro día.

AMADOR DE LOS RÍOS

Un cronista, de cuyo nombre no quiero acordarme, daba la triste noticia del fallecimiento del ilustre profesor con este exabrupto: «Dos plazas de académico quedan vacantes, etcétera, etc.».

Este aviso a los aficionados entristece. Todavía se explica, por aquello de la lucha por la existencia, que antes de morir un funcionario público con sueldo, los candidatos al destino disputen la presa; ¡hay tanta hambre!, pero tratándose de pompas y vanidades, ¿a qué viene esa impaciencia?

Lo que quedó vacante, señor cronista, a la muerte de Amador de los Ríos, fue un lugar en la república de las letras, lugar que, según las señas, en mucho tiempo no hemos de ver ocupado.

Las sillas, o lo que sean, de las Academias luego se ocupan; basta con tener posaderas, que diría Sancho: pronto se elige un académico, un Papa, un Alonso Martínez; pero reemplazar a un P. Secchi, en la ciencia, o a un Amador de los Ríos en la historia de nuestras antigüedades literarias, es tarea superior a las fuerzas de un cónclave, del centralismo y de las Academias.

Así va el mundo. Supongamos que en uno de esos catarros que padece Sagasta se nos quedara (que no lo quiera Dios) el santón constitucional, o que se muriera de una indigestión de pretendientes o de un empacho de legalidad; pues ya verían ustedes lo que eran panegíricos, oraciones fúnebres, necrologías y honores de capitán general: Sagasta sería una pérdida irreemplazable, y estoy por decir que Alonso Martínez otra pérdida.

Pero fue un erudito el que murió, un sabio profesor que había echado los verdaderos cimientos a la historia científica de la literatura española. ¡Bah! Hombre infeliz que te has quemado las cejas, que has gastado la vida estudiando la riqueza olvidada, los tesoros enterrados del genio nacional, ¿por qué no escribiste en pocas horas y en estilo que llaman castizo los gacetilleros, el manifiesto del Manzanares, o el de Cádiz siquiera? Entonces serías lo que por acá llamamos un literato, y lo que vale más, presidente del Consejo o del Congreso; no se anunciaría tu muerte con el irreverente circunloquio, que después de tanto tiempo guardo en la memoria: «Quedan vacantes dos plazas de académico».

Cuando Amador de los Ríos concibió el pensamiento de consagrarse a la historia de la literatura española era muy joven. Yo oí alguna vez al inolvidable profesor pintar el entusiasmo con que había abrazado este proyecto magno y la ocasión de formarle: habíale inspirado esta idea y esta decisión el eminente maestro D. Alberto Lista cuando explicaba en el Ateneo literatura española con un criterio tan inaudito entonces. Era el criterio que en cierto sentido hoy podría llamarse romántico. Lo que D. Alberto Lista hizo respecto de nuestro teatro, hoy clásico, lo emprendió y llevó a feliz término Amador de los Ríos respecto de la literatura española de la Edad Media. Hasta la Historia crítica de la literatura española sólo existían elementos para una historia científica de nuestras letras.

La misma obra de Ticknor, con ser tan apreciable, estaba muy lejos de ser metódica, ni razonada siquiera; además, los datos que Ticknor había atesorado eran una maravilla para recogidos por un extranjero, nacido en las lejanas y extrañas regiones; pero eran muy poco para lo que requería tamaña empresa.

Lejos está la obra de Amador de los Ríos de ser perfecta, aun en punto a erudición, ni a crítica bibliográfica siquiera; pero es, sin duda, y con mucho, la más rica, la mejor ordenada, la que presenta menos lagunas y, sobre todo, tiene el mérito grandísimo de ser metódica, filosófica, de dar alguna enseñanza crítica, que en los trabajos de sus predecesores no se encuentra.

La unidad del genio nacional, principalmente inspirado por los elementos religioso y político (patriótico), queda demostrada y puesta de relieve en la obra de Amador de los Ríos; la derivación e influencia recíprocas de las literaturas extranjeras, también tienen estudios detenidos en la Historia crítica, originales a veces y siempre profundos.

Pero el principal mérito es la rehabilitación, con pruebas irrecusables y abundantes, de nuestra literatura de la Edad Media. Bien puede decirse: Amador de los Ríos es el fundador de la historia científica de la literatura de España.

Sería bien ligero y bien injusto el que confundiera a Amador con uno de tantos eruditos indigestos que se consagran a estudiar pormenores y nonadas de que nadie sabe, porque a nadie importan…

No, no deben preocuparnos las sillas de las Academias que Amador dejó vacantes; no habrán faltado un Juan Fernández y un José González, neos, por supuesto, para ocuparlas.

Lo que importa es esto:

¿Quién continuará, quién perfeccionará la obra de Amador de los Ríos?

¿Quién será el que, sin temeridad, se atreva a coger la pluma que él dejó colgada, y a continuar la historia de nuestras letras en aquel siglo de renacimiento en que el trabajo queda?

¿Será el ilustre joven que le sucedió en la cátedra? Quién sabe.

Veamos quién es… en el artículo siguiente.

MARCELINO MENENDEZ PELAYO (CARTAS A UN ESTUDIANTE)

Querido Tomás: Sabes por los periódicos que hace tiempo se publicó una biografía del que es hoy catedrático por oposición de la única cátedra que existe en España de Historia crítica de la literatura española. Las censuras que mereció esa biografía no podrías tú aplicarlas con justicia a esta semblanza en que quiero darte a conocer, tal como es, o como yo creo que es, al joven académico de la lengua.

Ni yo pretendo que Menéndez Pelayo ofrece asunto propio para un estudio biográfico, propiamente tal, ni me mueve el interés de secta, ni escribo apologías, ni busco pretexto para zaherir a personajes ilustres escribiendo de la vida y obras del profesor de la Central. No he leído esa biografía, tan maltratada por la crítica, no la defiendo ni la impugno, pero sí digo que Menéndez Pelayo es ya tan digno como cualquiera, de una semblanza, y mejor si no ha de estar escrita por un sectario ciego, apasionado por el interés de partido. Desde luego aseguro que yo no te pareceré sospechoso; Menéndez Pelayo es tradicionalista, católico a macha martillo (son sus palabras); yo soy casi un demagogo, y «en punto a religión… la natural», como dijo el especiero de Espronceda. Y, sin embargo, cuando después de largos intervalos de tiempo nos vemos, Pelayo abre gozoso y expansivo los brazos para recibir en ellos al antiguo condiscípulo; y yo con placer acojo sus sinceras demostraciones de aprecio, y con alegría y entusiasmo admiro los progresos que en los meses o años trascurridos ha hecho el espíritu singular de mi buen amigo.

Cada vez que le veo le encuentro con una lengua, muerta o viva, de más. Cuando él andaba tan ocupado con los asuntos de sus oposiciones, se me ocurrió preguntarle: y de griego, ¿qué tal? Precisamente el griego era lo que le tenía atareado. Lo sabía quizá mejor que el latín.

¡El griego! Tomás, ¿te acuerdas? ¿Te acuerdas de aquel griego que nos enseñaba aquel dómine que no lo sabía? ¿Te acuerdas de aquel lorito del vecino que decía ¡tuptoo!, ¡tuptooo!, a fuerza de oírselo repetir al buen dómine que marcaba el compás del arsis y la tesis sobre nuestras románticas espaldas con las nada clásicas disciplinas? ¿Tendrá la culpa aquel dómine de que ni tú ni yo seamos unos clásicos? Acaso no; quizá hemos nacido románticos; porque el mismo Pelayo, tuvo también dómines y pedantes que en vano pugnaron, sin quererlo, por destruir su innata vocación por las letras griegas y latinas. En su epístola a Horacio, digna de Moratín, y acaso de Argensola, recuerda las inhumanas letras del humanista de portal que en vano procuró matarle para siempre el gusto.

Mucho tiempo después yo le he visto luchando con otro pedante de mayor cuantía, incapaz de conocer el gran talento de Pelayo que empezaba a dar sus frutos por entonces. Menéndez Pelayo pronunciaba el griego a la francesa, porque así se lo habían enseñado, y el gran pedante temblaba de indignación. Por lo demás el futuro colega del maestro sabía más que todos nosotros juntos.

No sé lo que dirían los filósofos de los pasillos del Ateneo si me vieran descender a estos pormenores; ¡el griego, la cátedra, la pronunciación!… pero ¿qué tiene que ver todo eso con los intereses del país? Absolutamente nada.

Pero yo no escribo al país, sino a un amigo que, como yo, desearía saber griego, y lo sabría de veras si se lo hubieran enseñado, humanamente, como hoy lo enseñaría Menéndez Pelayo, por ejemplo.

Los que llaman al griego gringo tienen a Menéndez Pelayo por un erudito más de la clase de los mures; creen que todo se vuelve citas y que tiene los ojos cegados por el polvo de las bibliotecas, y que no ve, por consiguiente, la clara luz de la belleza.

Verdad es que mi amigo anda a veces entre ese polvo; pero, como decía el Anticuario de Walter Scott, el polvo es inofensivo mientras no se meten con él; es verdad, el polvo ciega sólo a los que levantan polvareda. Hay eruditos así, que no aprecian un códice vetusto si no está comido de la polilla y con una vara de moho sobre el lomo; Dios les perdone la manía, y les conserve con ella y todo, porque son útiles. Menéndez Pelayo no es de ésos. Con imaginación más fresca y vigorosa que la que necesitan muchos jóvenes del día para imitar malamente a Campoamor o a Becker, Pelayo ve al través de los códices carcomidos, de los pedantes vivos y muertos, del polvo y de la herrumbre, ve levantarse las edades que fueron con vida real, con sus pasiones, sus ideas, sus propósitos, sus hazañas, su literatura y su nota dominante en el concierto de la historia. Pero, entre todas las historias y todas las literaturas, Menéndez Pelayo escoge las de Grecia y aún las del Lacio, en lo que estas conservan el espíritu y la forma de lo que imitaron.

Con ser el profesor Pelayo tan buen católico, se le ve desechar esa tendencia de la estética cristiana a lo Chateaubriand, y con sentido más sólido y profundo remontarse al Renacimiento.

Si es cierto que el cardenal Bembo despreciaba las epístolas de San Pablo por los barbarismos del lenguaje, Menéndez Pelayo, sin llegar a esa impiedad, siente dentro de sí todo el purismo que puede disculpar el desdén del italiano hacia cosa tan santa.

Pelayo no tuvo como Chenier madre griega; pero, como el desgraciado poeta, quiere que imitemos a los antiguos porque sabe la diferencia que va de la imitación servil, fría y rebuscada, a ese espíritu de asimilación que escoge de todo lo bueno en todo el mundo, la flor, lo exquisito.

Nada más necesario para nuestras letras, tal como andan, que ese estudia prudente y bien sentido de la civilización clásica y de su literatura; nada más digno de admiración que ese espíritu encarnado en un joven como Pelayo, que sin precedentes próximos, sin más atractivo poderoso y de cuenta que la propia inspiración, se arroja hoy por tan desusado camino, expuesto a que nadie lo siga y se aprecie mal y poco el valor de su esfuerzo.

La desidia ha extendido mucho esas vanas teorías romancistas que se oponen a la resurrección de los verdaderos estudios clásicos; por eso hoy no es tan corriente como debiera la idea de que hay algo en el sentido de lo clásico, necesario para que la educación sea completa: hay un ritmo y un tono en la vida griega que hasta para la conducta de la vida ordinaria conviene: muchas cosas nuevas, y acaso superiores en el fondo, han aparecido en las literaturas románticas; pero hay colores, notas y contornos, y hasta diré perfumes, que no han vuelto a aparecer, y sin embargo, son de nuestra naturaleza, los reclama el espíritu enamorado de lo bello; y cuando por reminiscencia misteriosa, por adivinación, o como sea, columbramos algo de aquello que en Grecia fue y pasó para siempre, la creencia de lo clásico se apodera del alma, y todos, como Virgilio, sentimos que del lado de Grecia se inclina lo que hay dentro de más puro y delicado. Boileau decía que nada le tenía tan orgulloso como haber llegado a comprender a Homero. Pero ¿qué Boileau? Goethe, Heine, los mejores poetas románticos, ¿no suspiraron por Grecia? Y entre los críticos de ahora, Taine, el intérprete de una literatura sajona, ¿no penetró con amor y entusiasmo el espíritu griego teniéndolo por autóctono sui juris, porque comprendió la vida terrenal mejor que pueblo alguno? —Ott. Müller, muriendo por el amor a Grecia a los golpes de Apolo, «el del arco de plata que lanza a lo lejos sus saetas», parece un símbolo de la antigüedad: el símbolo del genio teutónico que busca en la tierra del sol lo que le falta, y muere con las caricias del bien amado.

¿Que a dónde voy a parar? A Menéndez Pelayo, ni más ni menos. Ese espíritu del clasicismo le representa ahora entre nosotros el joven santanderino, y acaso él sólo es quien lo comprende aquí y lo siente como es necesario para hacerlo fecundo. Amar lo antiguo por ignorancia de lo moderno, es achaque de algunos eruditos; pero amarlo conociendo lo nuevo, y por lo mismo, porque se echa de menos en esto lo que en lo antiguo existe, es otra cosa, y en este caso está Menéndez Pelayo.

Para entretener las horas de descanso en la Universidad, el entusiasta alumno solía recitarnos versos de Fray Luis de León (que prefiere a todos los poetas de aquel tiempo) y otras veces de Manzoni, o de algún poeta inglés, o portugués, o catalán… lo que se pedía.

¡Qué memoria! Y no quiero decir sólo ¡cuánta memoria!, sino ¡qué buena, qué selecta!

Tomás, yo no discutiré si Menéndez Pelayo merece o no haber entrado en la Academia; pero te aseguro que jamás en mi carrera, ni en mi vida, encontré joven de tan peregrinas dotes.

Más joven que todos sus condiscípulos, a todos nos enseñaba; al que necesitaba recordar los difíciles nombres de los poetas árabes para decírselos a Amador de los Ríos, Pelayo le servía de texto, mientras a otros nos encantaba recitando versos provenzales, italianos y hasta griegos.

Sólo había un escollo: la filosofía.

En cátedra de Salmerón, el joven clásico estaba fuera de su centro. ¡Qué lástima! ¿Por qué no había de amar la filosofía nuestro griego? Grecia la había amado, y muchos de sus poetas fueron filósofos, y algunos de sus filósofos poetas.

El secreto estaba en que Salmerón decía egoidad, y la cosa en sí, y lo otro que yo. Pelayo no pasaba por esto.

Es claro que lo peor era para el mismo Pelayo; no sólo porque perdía el placer inefable de entender a Salmerón, sino… sino porque los ultramontanos, que no tenían por donde cogerle, le cogieron por ahí; y hoy Pelayo vive entre los neos.

Pero de seguro que tampoco está contento, porque entre ellos y él, a pesar de las apariencias, hay abismos.

El mejor día se les escapa, pese a las alabanzas inmoderadas, y acaso por ellas.

Se les escapará el día en que advierta que el incienso está envenenado.

TAMAYO

Si Tamayo va por la calle con cualquier amigo, y a quien no le conoce se le dice «aquél es Tamayo», es casi seguro que nuestro hombre cree que Tamayo es el otro.

Porque Tamayo es el mortal que menos trazas tiene de ser quien es. No porque sea feo, ni bajo, ni contrahecho, ni enclenque, ni canijo; no tiene nada de particular; pero por eso mismo no parece Tamayo, porque no tiene nada de particular. Parece cualquier cosa menos un gran poeta. Si no conociéndole, se os dice «ése es Modesto Fernández y González», lo creéis sin vacilar. Podría ser Cos-Gayon; hasta el ministro de Marina. Hay otros grandes hombres en cuya figura, por insignificante que parezca, llega a ver la imaginación, amiga de ver visiones, algo que revela al genio. Castelar se parece a un célebre director del Tesoro, pero tiene unos ojos que le delatan; Echegaray tiene mucho de astrólogo, y si no un gran trágico, parece un profundo soñador; Cañete parece una culebra y un poco la gitana de El Trovador; en fin, todos revelan por algún rasgo o gesto algo de lo que son: Tamayo tiene una fisonomía sordo-muda. Por de pronto le falta la mirada. No es ciego, pero debe ser muy corto de vista: aquellos gruesos cristales de sus gafas de oro parecen los de un acuario; detrás de ellos mira un pez asustado; allí hay dos ojos azules redondos, muy abiertos, inmóviles, sin expresión; toda la gloria de Un drama nuevo no habrá bastado para hacerlos mirar como miran los ojos humanos. Aquel rostro es una máscara, pero no la de la comedia, porque no se ríe; ni la de Melpómene, porque no expresa el terror. El grande espíritu de este hombre no tiene relaciones con los nervios motores de su cuerpo; es un pensamiento que no está servido por órganos.

Los que no le tratamos, aguardamos para verle la ocasión de un estreno o de la resurrección de un drama clásico; suele ir a las butacas con su señora y acompañarla hasta en los entreactos; si Núñez de Arce o algún otro amigo se acerca a hablarle, oye con leves señales de atención, pero apenas contesta; a lo menos de lejos no se le ve mover los labios. Si la obra le gusta, allá él, y si no, lo mismo, porque no se le conoce. Sin esperar el fin de fiesta sale del teatro, y el vulgo no le vuelve a ver hasta otra solemnidad por el estilo. En mi vida le he visto en el Ateneo, ni en el salón de Conferencias, ni en las redacciones, ni en las oficinas de los literatos.

Verdad es que yo le he conocido ya en el retraimiento. Dicen que trabaja mucho en la Academia para bien del Diccionario y de la Gramática. Y añaden que está muy ocupado en ser neo. Lo que no hace es lo que debiera hacer (al fin español), dramas. ¿Qué significa su silencio? No puede ser, como era el de Hartzenbusch, la prudente reserva del anciano, que no pide al ingenio que venza leyes necesarias de la vida; Tamayo parece joven todavía, debe sentirse con todo el vigor de sus facultades. ¿Sentirá el hastío de la gloria? ¿Despreciará a esos triunfos a la luz del gas que ciertos poetas juzgan indignos de su sacerdocio? Algunos dicen que Tamayo tiene escrúpulos ultramontanos parecidos a los escrúpulos jansenistas de Racine. Éste permaneció apartado de las tablas muchos años, y allá, al fin de su carrera, volvió a ellas para cantar los dramas bíblicos Esther y Atalia. ¿Nos prepara Tamayo la sorpresa de algún drama religioso? Los que se tienen por mejor enterados explican su retraimiento de este modo: —No escribe para el teatro, porque sus ocupaciones de académico le embargan todo el tiempo de su trabajo y toda su atención; no es más que esto. Recordemos que D. Juan Ruiz de Alarcón, después de morir para el teatro, vivió todavía largos años para la curia. ¿Cómo Alarcón pudo someter su fantasía soberana y entregarse de por vida a la jurisprudencia lóbrega? ¡Misterio psicológico, cuyas desconocidas leyes obrarán tal vez en el caso presente!

¡Alarcón y Tamayo! Yo les tengo por muy parecidos en ciertas relaciones.

Aunque no es el mejor modo de estudiar el carácter de un autor este procedimiento de las semejanzas y de los paralelos, porque sistemáticamente se extrema el juicio comparativo, sin embargo, en este caso se puede huir de sus peligros y aprovechar sus ventajas.

Un día y otro se dice que Tamayo es el mejor poeta dramático español de nuestro siglo.

¿Es cierto? Yo no vacilo en negarlo. Quien no haya escrito El Trovador no puede ser nuestro mejor poeta dramático; a no ser que se llame Bretón de los Herreros, porque entonces, bien puede pleitear para conseguir esta primacía. Por una transacción honrosa se puede dar a Bretón el principado de las máscaras alegres que heredó de Moratín, y a García Gutiérrez el de nuestro romántico drama. Pero esto, que se dice muy pronto, lo niegan los partidarios de Tamayo con argumento muy poderoso: ¿de quién es el drama más perfecto de nuestro teatro moderno? Y todos decimos: de Tamayo; es: Un drama nuevo. Luego el autor príncipe de autores será Tamayo. Es preciso negarlo, pero sin negar la menor, que Un drama nuevo es el drama más perfecto.

Vamos a la mayor, que se suple, y aquí de las comparaciones.

¿Qué comedia de Calderón, de Lope ni de Tirso es más perfecta que La verdad sospechosa? Ninguna. Luego Alarcón vale tanto como Tirso, Lope y Calderón. Absurdo. La lectura asidua, acompañada de ese recogimiento de la contemplación estética de que no son capaces todos los lectores, puede hacer de los que frecuentan la comedia de Alarcón partidarios apasionados de este poeta, que no reconozcan nada superior a su ídolo. ¿Por qué? Porque se habrán acostumbrado a la armonía y limpieza de su dicción poética, a la claridad y sencillez clásica de sus argumentos, a la corrección de sus figuras, a la profunda verdad de sus moralidades, a la perfecta composición de sus desiguales, para los partidarios de Alarcón serán algo molesto, inaguantable, como el exceso de luz para los ojos acostumbrados a la discreta penumbra de un salón de pudibunda y recatada señora. Como no pudo Moratín comprender a Shakespeare, el apasionado de Alarcón no comprende la superioridad de Tirso, y duda acaso de la de Lope y Calderón; como el apasionado de Donizetti maldice de Wagner y se horroriza al oír a los músicos del porvenir, que gritan furiosos cuando suena la marcha de Rienzi: ¡más tambores! — Musset, hablando de sí mismo, en Namouna, expresó bien el gusto de autores como Alarcón y Tamayo y el de sus idólatras.

Mon verre n’est pas grand, mais je bois dans mon verre.

Musset por modestia decía que su vaso no era grande; la verdad es que el vaso de Musset y el de Alarcón y el de Tamayo, es de tan buen tamaño como podría desearlo el rey de Tule; pero también es cierto que todos estos autores han bebido en su vaso cincelado de oro riquísimo, pero vaso al fin. Y hay poetas que beben en el mar. Por esto Alarcón no puede ser tan grande como Calderón, a pesar de que su Verdad sospechosa y Las paredes oyen, son composiciones quizá más perfectas que todas las análogas de Calderón. Pero es el caso que los mejores poetas no son los que hacen las obras más perfectas.

Y ésta era la mayor que era preciso negar. Esta negación parece una paradoja, y es preciso que no lo parezca. Está el paralogismo en llamar más perfectas a estas obras, porque son las mejor compuestas, las mejor proporcionadas, las que mejor respetan ese ritmo interior-exterior de la poesía que inmortalizó cierta clase de obras llamadas clásicas por antonomasia, con notable error.

En términos rigorosos, lo perfecto no admite grados de comparación, pero se usa de esta frase más perfectas al tratar de tales producciones, porque así se significa en breve expresión este conjunto de cualidades, cuya feliz equilibrada reunión da por resultado una unidad armoniosa que para ciertos espíritus es el colmo de la belleza, especialmente para aquellos que juzgan en este asunto con arreglo a un código de metafísica, que necesitan, como si usaran gafas, para contemplar lo bello. Tomado lo perfecto en este sentido traslaticio, se puede asegurar, sin paradoja, que hay algo mejor que lo perfecto: lo grande. Lo grande, no es lo extraño, lo nuevo, lo sorprendente, sin más; es esto, sí, pero además es… lo grande. No hay que darle vueltas, es un término irreductible. El sol no es bello porque es luz, sino porque es tanta luz y porque alumbra tanto. Shakespeare asombra por lo grande, hace llorar de admiración ante el poder de su ingenio; otros enternecen, él asusta. No es esto decir que lo grande es lo bello. Líbreme Dios de tamaña metafísica. Sólo afirmo, que la grandeza es una cualidad que en poesía da la corona, como la da en las luchas de la sangre. Aunque lo grande, en el sentido que en estética puede tener, no es mera relación de cantidad, sino propiedad de sustancia, aun sin salir del concepto relativo del quantum, se puede sostener su importancia en la producción de lo bello, su influencia en lo cualitativo. Para más señas, véanse lo que dice Hegel en la Lógica, acerca de la cantidad y su influencia en la calidad.

Como en buenas manos está el pandero, en las de Hegel, dejo aquí la cuestión metafísica en que sin querer me había metido, y vuelvo a mis autores Alarcón y Tamayo.

Viniendo de Esquilo, de Shakespeare, de Calderón, luminares mayores, Alarcón con todas sus perfecciones parece muy pequeño; habla muy bien de lo que habla… pero no son cosas grandes: es la máquina admirable y complicada de un reló de bolsillo; los otros son relojes de torre: sus manipulaciones no prueban quizá tanta habilidad en el mecanismo, pero dejad que dé la hora, ¡cuán solemne resuena por toda la comarca! Es la hora popular, la que oye todo el vecindario: el cronómetro de bolsillo es más seguro, dice más verdad acaso; pero preguntad en la calle, ¿qué hora es? Para el pueblo es la hora que dio el reló de la torre. Así los grandes poetas Dante, Shakespeare, Calderón, llegan a ser populares. Los poetas perfectos no lo son nunca. Viniendo a nuestros días, en España todos saben de El Trosador, de Los amantes de Teruel; las comedias de Ayala, con ser tan perfectas, nunca fueron populares, no podían serlo. Ayala y Tamayo son nuestros poetas más perfectos, pero no son los más grandes, no son los mejores.

Entre Tamayo y los contemporáneos que pueden superarle en la grandeza, me apresuro a notarlo, no hay la distancia que entre Alarcón y Shakespeare y Calderón: Tamayo está mucho más cerca de los que son ahora más grandes poetas que él, y por otro lado, en la perfección les lleva inmensa ventaja.

Como nuestro teatro contemporáneo, hasta lo presente, más se ha distinguido por la belleza de la forma y los primores de la composición, que por el valor de su fondo, no es extraño que aún los autores que llevan más ventaja a Tamayo en la grandeza de sus creaciones, no estén sobre él muchos codos; por eso hay mucha más distancia de Calderón a Alarcón que de García Gutiérrez a Tamayo; y en cambio en el arte de presentar en las tablas sus poemas dramáticos, Tamayo es sin duda el maestro de los maestros de ahora; y Alarcón, a lo sumo, es en este respecto primus inter pares, comparándolo con los de su época. Pero aquí hay que hacer otro distingo: Alarcón, sin La Verdad sospechosa aún sería el autor perfecto de Las paredes oyen, Ganar amigos y otras muchas comedias dignas de ser modelo: Tamayo sin Un drama nuevo estaría muy lejos de merecer la fama que disfruta. A Tamayo y al insigne Ayala les ha sucedido lo que a pocos poetas les sucede en la vida: han obtenido toda la gloria que merecen. Ni más ni menos. Antes que Ayala escribiese Consuelo yo no le tenía por tan insigne poeta dramático como sus adoradores; después de Consuelo uní mi aplauso, sin reserva, al aplauso unánime.

Tamayo, antes de Un drama nuevo, era un autor muy notable, pero elevarle a la categoría de los primeros era hipérbole pura; y en cuanto a las obras que produjo después de Un drama nuevo, son del nivel de las que le precedieron. Quiero admirar al primer poeta dramático en La bola de nieve, en Hija y madre, y no puedo a pesar de mi buena voluntad; quiero repetir el ensayo de admiración en No hay mal que por bien no venga y en Los hombres de bien, y resulta que tampoco me entusiasmo. Entiéndase, pues, que todas las excelencias que atribuyo al autor de Un drama nuevo, no se refieren al autor de las otras obras de Tamayo; que si puede decirse mucho bueno de Virginia y de Locura de amor, puede decirse mucho mediano de Hija y madre y No hay mal que por bien no venga.

Como Alarcón, Tamayo tiende en sus obras, en la mayor parte, a la enseñanza moral; muchos espíritus bondadosos hay que al notar en tales autores el feliz desempeño de este laudable propósito de moralizar, los han proclamado, sin más, los poetas mejores. Gran atractivo es, en efecto, para las almas sencillamente buenas, que más entienden de amar el bien que de metafísica profana, el atractivo de la moralidad en el arte; cuando discretamente se da la lección moral, lo que es muy difícil, es un delicado manjar que sólo un gusto estragado rechaza. Lo que enseña Alarcón, lo que enseña Molière, lo que enseña Moratín, lo que enseña Tamayo, deleita al espíritu sano que lo aprende; en esto no cabe duda. Unamos este suave placer de la moralidad dramática, discretamente distribuido en la comedia, al encanto también tranquilo y suave que producen la proporción, la armonía, la elegancia y limpieza de formas que avaloran muchas obras de Tamayo, y tendremos los elementos del sólido mérito que existe en esos poemas tan elogiados en montón y que examinados uno a uno valen bastante menos de lo que puede creer la crítica de El Siglo Futuro, por ejemplo.

No hay más excepción que Un drama nuevo.

Prescindamos por ahora de éste: hablo sólo de las otras comedias de Tamayo (dejando también aparte Virginia, Locura de amor y La rica hembra tragedia la primera de excelente apariencia clásica, dramas románticohistóricos los dos últimos de no escaso mérito). En Hija y madre, en La bola de nieve, en Los hombres de bien, en No hay mal que por bien no venga, etc., se cultiva paladinamente la comedia ética; en tales obras el autor quiere ser el poeta del siglo, el que lleva a las tablas la vida actual con la realidad buena o mala, para sacar lecciones provechosas para el espectador. Entiéndese aquí el teatro moderno como Sardou, como Dumas, como Augier; es un palenque de ideas y sentimientos; la tela es la realidad. En buena hora. El arte docente es un modo legítimo, entre otros, del arte. No importa que las ideas y creencias de Tamayo sean de reacción; a Sardou se le achaca igual tendencia, y no por eso se le admira menos. Tanto puede valer un contra-Dumas como Dumas.

Pero ¡ay! Tamayo alcanzó días mucho más azarosos y de más complejo movimiento que los días en que Alarcón viviera. Si éste no necesita más que su recto sentido moral y discreta penetración para ser moralista en el teatro del siglo XVII, Tamayo necesitará mucho más altas cualidades, para vencer las corrientes que combate en estas recias batallas morales del siglo XIX. Zola opina que el autor de Daniel Rochat no puede con el tremendo peso que quiere echar sobre sus hombros, que es un pigmeo comparado con los grandes problemas a que se atreve. ¡Quién tuviera la autoridad de un Zola para decir sin miedo que a Tamayo le falta también mucho para poder medirse con los enemigos que en sus comedias provoca!

Mientras se contenta con las sencillas moralidades de Hija y madre, y otras parecidas, no yerra, no hace más que volar muy por debajo de las águilas; pero cuando se remonta, cuando se atreve a flagelar modernas instituciones, tendencias de la nueva vida, preciso es confesar que Tamayo, a pesar de su discreción, de su habilidad de maestro de la escena, de su correcta frase, de su prudente parsimonia, no puede ocultar la debilidad de sus esfuerzos; lucha con un contrario, cuyas grandezas parece que ni siquiera comprende, pues las desprecia; se desorienta, se empequeñece, y llega a ser lo que menos pudiera esperarse de él: llega a ser vulgar, ligero. En Los hombres de bien la crítica vio, con razón, extravíos de la fantasía que acusaban claramente esa debilidad de las facultades que más vigorosas necesitaba mantener el autor para atreverse a tanto como se atrevía. En No hay mal que por bien no venga, la moralidad degenera en esa moral casera que goza de tan merecido descrédito. Aquel libre-pensador que dice tantas necedades, no es más que una caricatura, indigna de Tamayo, y la conversión del infeliz ateo sólo demuestra que el autor dormía el sueño de los justos al escribir semejantes escenas. Y lo triste, es decir, lo más triste no es que Tamayo no acertara a salir vencedor en esta descomunal batalla con el espíritu moderno, sino que se empeñaba en la lucha, que quería a toda costa ser autor tendencioso, la triaca del veneno que nos propinan Dumas y tantos otros; y al ver que este santo anhelo no obtenía del público aplausos que le animaran, enmudeció el poeta. ¡No quiera Dios que por siempre!

¿Qué es esto?, se dirá, ¿querrá este pobre Clarín demostrar que Tamayo no acierta en algunas de sus obras, porque es oscurantista, porque combate las tendencias del espíritu moderno? —Yo no quiero demostrar tal cosa: en hipótesis, como ente de razón, creo muy posible un autor dramático capaz de escribir excelentes dramas combatiendo todo lo que el siglo ha creado y tiene por bueno; lo que afirmo es que ese autor no existe, que no es Sardou que con Daniel Rochat se ha puesto en ridículo como poeta trascendental, y que tampoco es Tamayo, que en muchas comedias ha demostrado que su pensamiento no se eleva sobre el nivel de lo vulgar lo bastante, para tratar los arduos asuntos que emprende con la grandeza que exigen. Tal vez la causa del lamentable silencio de D. Joaquín Estébanez sea ésta; tal vez prefiere enmudecer a darse por vencido, volviendo al género de drama que le dio más gloria, y abandonando la santa empresa de luchar en las tablas por las ideas. Él, que debe ser modesto, quizá haya repetido aquellos versos suyos:

Callar, sí: no audacia fiera

me arroje a elevar el vuelo;

que arrojo menguado fuera

querer escalar el cielo

con alas de blanda cera.

Claro es que las alas de Tamayo no son de cera; pero las aprensiones de su modestia pudieran llevarle al triste designio de no escribir más para el teatro, ya que el público se empeña en no aplaudir su enseñanza de filósofo asceta como aplaudió sus escenas de pasión, sus correctos estudios de carácter y la hermosa y pulcra y brillante forma de sus poemas dramáticos.

Un drama nuevo, decía antes, es una excepción; sí, es una gloriosa excepción, es la obra más perfecta, en el sentido arriba indicado, de nuestro teatro moderno.

Bien puede asegurarse que pasarán siglos, y como no suceda a nuestros días alguna época de barbarie, Un drama nuevo seguirá siendo admirado como joya inapreciable del teatro español. En este drama hay fuerza y armonía, los dos elementos últimos de la belleza: la pasión de Alicia y Edmundo es de la raza de las pasiones que sintieron Romeo y Julieta, Francesca y Paolo, Federico y Casandra; el dolor de Jorick, sus lamentos, son una mezcla del dolor y los lamentos de Otelo y de Lare; porque Jorick es esposo y padre, todo junto, y siente los celos del terrible Otelo y el abandono del miserable rey Lear Un drama nuevo recuerda uno de los mejores dramas de Lope, El castigo sin venganza. Alicia tiene mucho de Casandra. Edmundo mucho del conde Federico; aquel huirse y aquel buscarse, flujo y reflujo del deber y la pasión que luchan, se parecen en uno y otro poema: lo que dicen en versos inmortales los dos amantes culpables de Lope, lo dicen en prosa llena de poesía los amantes culpables de Tamayo; sí, se parecen mucho en esta parte El castigo sin venganza y Un drama nuevo; pero como se parecen las obras del genio, sin envidiarse y sin deberse nada.

¿Hay defectos en Un drama nuevo? Se ha dicho que no hiperbólicamente. La verdad es que hay pocos.

¿Es un defecto en el lenguaje del drama cierto amaneramiento de formas familiares y el hipérbaton no siempre natural? Yo no me atrevo a decir que no; pero si hay falta, es muy leve.

¿Es defecto de este poema tan alabado aquel Shakespeare puramente ideal que pudo Tamayo llamar de cualquier otro modo? Sí, es defecto, pero también leve, porque el autor no nos ofrece el drama de Shakespeare, sino un drama en que el gran poeta figura en segundo término.

¿Es defecto el haber pintado un autor ridículo que mueve sin remedio a risa, y al cual después se atribuye tan excelente drama como es la catástrofe de Un drama nuevo? También es defecto, pero levísimo.

¿Hay más? Acaso; pero de fijo de poca monta. Y en cambio bellezas, ¡cuántas!, ¡cuántas!

Bien se puede disculpar que el entusiasmo haya hecho decir a muchos, después de conocer Un drama nuevo, que su autor es el primer dramaturgo de España.

Pero los que hayan asistido a la representación de El Trovador el año pasado, comprenderán la injusticia que hay en la opinión de los idólatras de D. Joaquín Estébanez.

¿Y no hay nadie más que en la grandeza de las concepciones dramáticas supere al autor de Un drama nuevo? Yo creo que sí: que hay otro poeta que le supera en este sentido. ¿Quién es? No me atrevo aún a decirlo.

DEL TEATRO

Miran muchos, que se tienen por expertos en materias literarias, como indicio de rápida decadencia el discurrir continuo de la crítica tratando de las teorías del arte, de su esencia; de sus géneros, de sus cambios e influencias; yo no pienso de este modo, aunque sí confieso que muchas veces ha ocurrido coincidir con la decadencia de una literatura el florecimiento de los estudios técnicos del arte de bien decir. En general, no agrada que la eterna oposición de las escuelas introduzca su vocinglería en el templo del arte, y causa siempre cierto malestar al espíritu amante de la poesía ver a los maestros del gayo saber envueltos en las polémicas de los bandos, y muchas veces capitaneando esas guerrillas de folletín.