Stefan Zweig - Novelas - Stefan Zweig - E-Book

Stefan Zweig - Novelas E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Cinco novelas de exquisita composición del gran escritor y biógrafo austríaco Stefan Zweig. Cinco textos que le brindan al lector la oportunidad de disfrutar de su excepcional capacidad para describir sentimientos y su destreza para generar una atmósfera y dar vida a personajes inolvidables "Solo un libro que se mantiene siempre, página tras página, sobre su nivel y que arrastra al lector hasta la última sin dejarle tomar aliento, me proporciona un perfecto deleite", declaró en una ocasión. Esa era su vara para medir y ser medido.    

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Primera edición en digital, agosto de 2024

Primera edición, abril de 2024

© 2024 Panamericana Editorial Ltda.

Calle 12 No. 34-30, Tel.: (57) 601 3649000

www.panamericanaeditorial.com.co

Tienda virtual: www.panamericana.com.co

Bogotá D. C., Colombia.

Editor

Panamericana Editorial Ltda.

Ilustraciones

© Shutterstock

Traducción del alemán

Olga Martín Maldonado

Diagramación

Iván Correa, Martha Cadena

ISBN DIGITAL 978-958-30-6871-3

ISBN IMPRESO 978-958-30-6839-3

Prohibida su reproducción total o parcial por cualquier medio sin permiso del Editor.

Hecho en Colombia - Made in Colombia

CONTENIDO

Carta de una desconocida

El amor de Erika Ewald

Novela de ajedrez

Confusión de sentimientos

Mendel, el de los libros

Carta de una desconocida

Cuando

el famoso novelista R. regresó a Viena, temprano en la mañana, después de una refrescante salida de tres días a las montañas, compró un perió­dico en la estación de tren y, al mirar la fecha, recordó que era su cumpleaños. Cuarenta y uno, pensó, y esa constatación ni le gustó ni le disgustó. Hojeó las candentes páginas del periódico y se fue a casa en un auto de alquiler. El criado le informó de dos visitas y algunas llamadas recibidas durante su ausencia y le entregó la correspondencia acumulada en una bandeja. Después de echar un vistazo superficial, abrió un par de sobres que le in­teresaron por los remitentes; de momento, apartó una carta de letra desconocida y apariencia demasiado volumi­nosa. Entre tanto, le sirvieron el té. Se acomodó en el sillón, volvió a hojear el pe­riódi­co y otras publicaciones, después encendió un puro y cogió la carta que había apartado.

Era más un manuscrito que una carta: una veintena de páginas escritas de prisa, con letra femenina, desconocida y nerviosa. Palpó de nuevo el sobre, instintivamente, por si se había quedado adentro una nota de presentación. Pero el sobre estaba vacío y, al igual que las hojas, no tenía firma ni remite. Qué raro, pensó y volvió a coger la carta. «A ti, que nunca me conociste», se leía en la parte superior, como saludo, como título. Se detuvo sorprendido: ¿se refería a él o a una persona imaginaria? Su curiosidad se despertó de pronto. Y empezó a leer:

§

Mi hijo murió ayer. Durante tres días y tres noches luché contra la muerte de esa pequeña y frágil vida, permanecí cuarenta horas sentada junto a su cama, mientras la influenza sacudía su pobre cuerpo ardido en fiebre. Puse paños fríos en su frente hirviente, día y noche sostuve sus manitas temblorosas. La tercera noche, desfallecí. Mis ojos no aguantaban más, se me cerraban sin que me diera cuenta. Dormí tres o cuatro horas en el duro asiento y, entre tanto, la muerte se lo llevó. Ahora yace allí, mi dulce y pobre niño, en su angosto lecho infantil, tal como murió; solo le cerraron los ojos, sus vivaces ojos oscuros, y le cruzaron las manos encima de la camisa blanca. Cuatro cirios arden en los cuatro extremos de la cama. No me atrevo a mirar, no me atrevo a moverme, pues cuando titilan los cirios, unas sombras se deslizan sobre su rostro y la boca cerrada, y entonces es como si sus facciones se movieran y yo pudiera pensar que no está muerto, que podría despertarse y decirme algo tierno e inocente con su voz clara. Pero lo sé, él está muerto, no quiero volver a mirarlo para no volver a tener esperanzas, no volver a desilusionarme. Lo sé, lo sé, mi hijo murió ayer; ahora solo me quedas tú en el mundo, solo tú, que no sabes nada de mí, y mientras tanto juegas o coqueteas con las cosas y las personas, sin sospechar nada. Solo tú, que nunca me conociste y a quien siempre amé.

Tomé la quinta vela y la puse aquí, en la mesa donde te escribo, pues no puedo estar a solas con mi hijo muerto sin que se me desgarre el alma. ¿Y a quién habría de hablarle en esta hora terrible sino a ti, que fuiste y eres todo para mí? Quizá no pueda hablarte con mucha claridad, quizá no me entiendas; tengo la cabeza embotada, las sienes se me contraen y martillean, me duelen mucho las extremidades. Creo que tengo fiebre, quizá sea también la influenza, que ahora se arrastra de puerta en puerta, y eso estaría bien, pues así me iría con mi hijo y no tendría que hacerme daño a mí misma. A veces se me oscurece la vista, tal vez ni siquiera pueda terminar esta carta, pero quiero reunir todas mis fuerzas para hablarte una vez, esta única vez, amado mío, que nunca me reconociste.

Solo a ti quiero hablarte, contártelo todo por primera vez: quiero que conozcas toda mi vida, de la que nunca has sabido nada, aunque siempre ha sido tuya. Pero solo conocerás mi secreto cuando haya muerto, cuando ya no tengas que darme una respuesta, cuando esto que ahora me estremece los miembros con escalofríos sea de verdad el final. Si tengo que seguir viviendo, romperé esta carta y seguiré guardando silencio, igual que siempre. Pero si ahora la tienes en tus manos, sabrás que una muerta está contándote aquí su vida, una vida que fue tuya desde su primera hasta su última hora. No temas a mis palabras; una muerta no quiere nada, no quiere amor ni piedad ni consuelo. Solo una cosa te pido, que creas todo lo que te confiesa mi dolor, que busca refugio en ti. Cree todo lo que te digo, es lo único que te pido: uno no miente en la hora de la muerte de su único hijo.

Quiero revelarte mi vida entera, esta vida que empezó de verdad el día en que te conocí. Antes de eso, solo había una confusión nebulosa en la que mi memoria nunca volvió a sumergirse, una suerte de sótano lleno de cosas y personas empolvadas, cubiertas de telarañas, enmohecidas, de las que mi corazón ya no sabe nada. Cuando llegaste, yo tenía trece años y vivía en el mismo edificio donde vives, el mismo donde ahora tienes en tus manos esta carta, mi último soplo de vida; vivía en el mismo pasillo, detrás de la puerta frente a la tuya. Seguro ya no te acuerdas de nosotras: la humilde viuda de un contador público (vestía siempre de luto) y la flaca niña adolescente. No nos hacíamos sentir, pues vivíamos como sumidas en nuestra precariedad pequeñoburguesa; quizá nunca oíste nuestros nombres porque no teníamos ninguna placa en la puerta y nadie venía a visitarnos, nadie pregun­taba por nosotras. Ha pasado tanto tiempo ya, quince, dieciséis años; no, seguro que no te acuerdas, amado mío, pero yo, ay, recuerdo cada detalle con fervor, todavía recuerdo como si fuera hoy el día, no, el momento en que oí hablar de ti por primera vez y cuando te vi por primera vez, y cómo no, si fue entonces cuando la vida empezó para mí. Permíteme, amado, que te lo cuente todo, todo, desde el principio; te ruego que no te canses de escuchar un cuarto de hora a quien no se ha cansado de amarte toda su vida.

Antes de que te mudaras a nuestro edificio, en tu apartamento vivía una gente desagradable, mala, pendenciera. Siendo pobres como eran, lo que más odiaban era la pobreza vecina, la nuestra, que no tenía nada que ver con su empobrecida vulgari­dad proletaria. El hombre era un alcohólico que le pegaba a la esposa. A menudo nos despertábamos de noche por el estruendo de sillas caídas y platos rotos; una vez, ella subió corriendo las escaleras, golpeada y ensangrentada, con el pelo revuelto, seguida por el borracho dando voces, hasta que los vecinos salieron a sus puertas y amenazaron con llamar a la policía. Mi madre evitaba cualquier contacto con ellos desde el principio y me tenía prohibido hablar con los hijos, que aprovecha­ban cualquier ocasión para vengarse conmigo. Me gritaban groserías cuando me veían en la calle, y una vez me pegaron tan duro con unas bolas de nieve que me sangró la frente. Toda la vecindad sentía un odio instintivo hacia ellos y, cuando sucedió algo repentino —creo que al tipo lo encarcelaron por robar— y tuvieron que largarse con sus chécheres, respiramos aliviados. El anuncio de alquiler estuvo colgado en el portal unos días, después lo quitaron y rápidamente se corrió la voz, por el conserje, de que un hombre soltero y tranquilo, un escritor, había tomado el apartamento. Fue entonces cuando oí tu nombre por primera vez.

A los pocos días vinieron aseadores, pintores y empapeladores a eliminar todo rastro de los mugrientos habitantes anteriores; golpeaban, martillaban, raspaban y barrían, pero mi madre estaba contenta y decía que por fin se acabaría ese sucio desorden. A ti no te vi ni una sola vez en toda la mudanza: esos trabajos los supervisó tu mayordomo, aquel hombre bajo, serio y canoso, que dirigía todo con naturalidad, calma y superioridad. Él nos impresionaba mucho a todos, primero, porque un mayordomo era una novedad en nuestra vecindad y, segundo, porque era muy cortés con todo el mundo, sin ponerse a la par con la servidumbre ni entablar conversaciones amistosas. Desde el primer día saludó respetuosamente a mi madre, como a una dama, e incluso conmigo, que era una mocosa, mostró siempre una seriedad cordial. Al nombrarte, lo hacía con cierta veneración, un respeto especial. Era evidente que sentía un aprecio que iba más allá del servicio habitual. Y cómo lo quería yo por eso al viejo Johann, aunque envidiaba que pudiera estar siempre a tu alrededor y servirte.

Te cuento todo esto, amado mío, todos estos pequeños de­talles, casi ridículos, para que comprendas cómo pudiste ejercer semejante poder, desde el principio, sobre la niña tímida y asustadiza que era yo entonces. Incluso antes de que entraras en mi vida, ya había un halo a tu alrededor, un aura de ri­queza, ma­ravilla y misterio. Todos los vecinos de nuestro pequeño edificio suburbano (la gente que tiene una vida es­trecha siempre siente curiosidad por cualquier novedad que se presente ante su puerta) esperábamos con impaciencia tu llegada. Y cómo creció en mí esa curiosidad cuando, al volver del colegio una tarde, vi el camión de mudanza delante del edificio. Los mozos ya habían subido la mayoría de los muebles, los más pesados, y estaban descargando cosas pequeñas y aisladas; yo me quedé en la puerta para poder admirarlo todo, pues tus objetos eran extrañamente distintos de todo lo que había visto: ídolos indios, esculturas italia­nas, cuadros grandes y llamativos y, por último, llegaron los libros, en unas cantidades y de una belleza que nunca habría imaginado. Los iban apilando en la puerta, donde tu criado les quitaba el polvo, uno por uno, con un plumero. Yo merodeaba, intrigada, alrededor de la pila cada vez más alta. Como el mayordomo no me espantó, pero tampoco me alentó, no me atreví a tocar ninguno, aunque habría querido palpar el suave cuero de algunos. Solo veía los títulos tímidamente, de reojo: los había en francés y en inglés y en idiomas que no entendía. Creo que habría podido quedarme horas mirándolos, si mi madre no me hubiera llamado.

No pude dejar de pensar en ti toda la noche, incluso antes de conocerte. Yo solo tenía una docena de libros baratos, en­cuadernados con cartones gastados, pero los quería más que a nada en el mundo y los leía una y otra vez. Y ahora me inquie­ta­ba cómo sería aquel individuo que poseía y había leído todos esos libros maravillosos, que sabía tantos idiomas, que era tan rico y tan culto al mismo tiempo. Pensar en todos esos libros me produjo una especie de veneración sobrenatural. Traté de imaginarte: eras un viejo de gafas y larga barba blanca, parecido a mi profesor de Geografía, pero mucho más benévolo, guapo y cortés. No sé por qué estaba convencida de que debías ser guapo, aun cuando te imaginaba viejo.

Esa misma noche, aún sin conocerte, soñé contigo por primera vez.

Te instalaste al día siguiente, pero, a pesar de todos mis espionajes, no pude verte; lo que solo alimentó mi curiosidad. Al tercer día te vi, por fin, y cuál no sería mi estupefacción: eras tan distinto, sin el menor parecido a la cándida imagen de un dios paternal. Había soñado con un anciano gafufo y bonachón, pero apareciste tú, tal como eres ahora. Tú, el invariable, ¡al que no le pasan los años!

Vestido con un encantador traje deportivo marrón claro, subiste la escalera de dos en dos, con tu inconfundible estilo ligero y juvenil. Como llevabas el sombrero en la mano, pude ver, con un asombro indescriptible, tu rostro vital y radiante, y tu joven cabellera: quedé realmente pasmada por lo joven, guapo, esbelto y elegante que eras. Y es extraño: en ese primer segundo percibí con total claridad ese rasgo tuyo tan único, que no solo me sorprende a mí, sino a todos: eres como dos per­sonas en una, un joven impulsivo y despreocupado, entregado al juego y la aventura y, al mismo tiempo, en tu arte, un hombre de una seriedad implacable, responsable, infinitamente culto y educado. De manera inconsciente intuí lo que todos veían después, que llevas una doble vida, con una cara alegre, abierta al mundo, y una cara oculta, que solo tú conoces. Esa profunda dua­lidad, el misterio de tu existencia, me atrajo mágicamente desde ese primer momento, a mis trece años.

¿Entiendes ahora, amado, qué maravilla, qué enigma más seductor debías significar para la niña que era yo entonces? ¡Descubrir de repente que aquel hombre, tan respetado porque escribía libros y por ser famoso en ese otro gran mundo, era un elegante y alegre joven de veinticinco años! No hace falta que te diga que, desde aquel día, en nuestro edificio, en mi estrecho mundo infantil, lo único que me interesaba eras tú, con toda la obstinación, la terquedad obsesiva de la niña de trece años que, desde entonces, giraba únicamente alrededor de tu vida, de tu existencia. Te observaba, vigilaba tus costumbres y a las personas que te visitaban, y eso solo acrecentaba mi curiosidad, en vez de disminuirla, pues la dualidad de tu naturaleza se expresaba en la diversidad de esas visitas. Venían muchachos, amigos tuyos con los que te reías y divertías, estudiantes desaliña­dos y también señoras que llegaban en coche; una vez incluso el director de la Ópera, el gran director al que solo había visto en su tarima desde una distancia reverente, y también chicas que todavía iban a la Escuela de Comercio y se escabullían furtivamente por la puerta; en fin, muchas, muchas mujeres. Yo no le di ninguna importancia, ni siquiera cuando, al ir al colegio una mañana, vi salir de tu apartamento a una mujer totalmente cubierta por un velo. Yo apenas tenía trece años e ignoraba que la curiosidad apasionada con la que te espiaba y acechaba era amor.

Pero aún recuerdo perfectamente el día y la hora en que quedé entera y eternamente prendada de ti, amado mío. Salí a dar una vuelta con una amiga del colegio y estábamos char­lando en el portal, cuando llegó un coche, se detuvo y tú saltaste del estribo, con ese estilo ágil e impaciente que hoy todavía me fascina, y caminaste hacia la entrada. Un instinto me impulsó a abrirte la puerta, por lo que me atravesé y casi nos chocamos. Me miraste con esa mirada cálida, suave y envolvente, que era como una caricia, me sonreíste con ternura —sí, no puedo describirlo de otro modo—, y dijiste con una voz muy tenue, casi familiar: «Muchas gracias, señorita».

Eso fue todo, amado mío; pero a partir del instante en que sentí esa mirada suave y cariñosa, quedé rendida a ti. No tardé en descubrir que esa mirada cautivante y abrazadora, esa mirada que envuelve y desnuda a la vez, la mirada del seductor nato, se la regalas a cualquier mujer que se cruce en tu camino, cualquier vendedora que te atienda, cualquier criada que te abra la puerta. Pues esa mirada tuya no es la expresión conscien­te de una intención o inclinación, sino que tu ternura hacia las mujeres la vuelve suave y cálida siempre, inconscientemente. Pero yo, la niña de trece años, no lo sospechaba y estaba como sumergida en fuego. Creía que esa ternura era solo para mí, para mí sola, y la mujer que tenía adentro, la adolescente, desper­tó en ese instante y quedó enamorada de ti para siempre.

«¿Quién era ese?», preguntó mi amiga. No pude responder enseguida. Me resultaba imposible pronunciar tu nombre: ya en aquel instante único se había convertido en algo sagrado para mí, mi secreto. «Ah, uno que vive aquí en el edificio», balbucí con torpeza. «¿Y por qué te pusiste tan roja cuando te miró?», se burló mi amiga, con toda la malicia de una niña curiosa. Y precisamente porque sentí que se burlaba de mi secreto, me puse más roja y respondí grosera, por la vergüenza. «Idiota», le dije con ira. Habría querido estrangularla, pero ella se limitó a reírse con más fuerza y sorna, hasta que sentí que los ojos se me llenaban de lágrimas por la rabia impotente. La dejé allí plantada y corrí escaleras arriba.

Desde aquel segundo te amé. Sé que las mujeres te han dicho a menudo estas palabras, a ti, el mimado; pero créeme que ninguna te ha amado de una manera tan sumisa, tan devota y tan servil como la criatura que fui y seguí siendo siempre para ti, pues no hay nada en el mundo como el amor desapercibido de una niña en la sombra, sin esperanzas, pues es tan dócil, servicial, vigilante y apasionado como nunca podría serlo el amor ávido pero inconscientemente exigente de una adulta. Solo las niñas solitarias pueden guardarse así su pasión: las demás gastan sus sentimientos en chácharas, los consumen en confidencias; han oído y leído mucho sobre el amor y saben que es un destino común. Juegan con él como con un juguete, presumen de él como los muchachos con su primer cigarrillo. Pero yo, que no tenía a nadie en quien confiar, nadie que me enseña­ra o advirtiera, que era inexperta e ingenua, me arrojé a mi destino como a un abismo. Todo lo que crecía y brotaba en mi interior giraba en torno a ti, el sueño de ti, como mi confidente. Mi padre había muerto hacía tiempo; mi madre era una extraña con su eterno abatimiento y sus angustias de pensionista; mis compañeras medio pervertidas me repugnaban porque jugaban a la ligera con lo que para mí era pasión suprema. Por eso concentré en ti todo lo que normalmente se fragmenta y se dispersa, proyecté en ti todo mi ser comprimido y a la vez desbordado de impaciencia. Para mí eras... ¿cómo explicarlo? Cualquier comparación es en extremo insuficiente: eras todo para mí, mi vida entera. Todo existía solo si se relacionaba contigo, nada en mi existencia tenía sentido si no se vinculaba a ti. Transformaste toda mi vida. Antes indife­rente y mediocre en los estudios, de pronto me convertí en la mejor, leía mil libros hasta altas horas de la noche porque sabía que los amabas; para gran asombro de mi madre, empecé a practicar el piano con una perseverancia casi obsesiva porque creía que amabas la música. Lavaba y cosía mi ropa solo para parecerte pulcra y agradable, y me horrorizaba el remiendo cuadrado que tenía en el lado izquierdo de mi antiguo delantal escolar (una bata de mi madre ajustada a mi tamaño). Temía que pudieras notarlo y despreciarme; por eso lo tapaba con el maletín cuando subía corriendo la escalera, temblando de miedo de que lo vieras. Pero qué tontería: si nunca, casi nunca volviste a mirarme.

De todos modos no hacía otra cosa en todo el día que esperarte y espiarte. Nuestra puerta tenía una mirilla de latón y, a través de su agujero redondo, podía verse tu puerta. Esa mi­­rilla —no, no sonrías, amado, ¡ni siquiera hoy me avergüenzo de aquellas horas!— era mi ojo al mundo; sentada allí, en el vestíbulo helado, temiendo las sospechas de mi madre, pasé tardes enteras de esos meses y años con un libro en la mano, vigilante, tensa como una cuerda que resonaba cuando tu presen­cia la rozaba. Siempre estaba pendiente de ti, siempre en tensión y movimiento; pero tan imperceptible para ti como la tensión del resorte del reloj que llevas en el bolsillo, que cuenta y mide tus horas con paciencia en la oscuridad, acompañando tus pasos con sus latidos inaudibles, mientras que tu mirada fugaz se posa en él solo una vez en millones de segundos incesantes. Lo sabía todo sobre ti, conocía todas y cada una de tus costumbres, cada corbata, cada traje, no tardé en conocer a todos tus conocidos, y distinguía a los que me caían bien de los que me caían mal: de mis trece a mis dieciséis años viví todas y cada una de mis horas en ti. Ay, ¡cuántas tonterías hice! Besaba el pomo de la puerta que había tocado tu mano, y una vez robé una co­lilla de cigarrillo que tiraste antes de entrar y que para mí era sagrada porque tocó tus labios. De noche bajaba cientos de veces a la calle, con cualquier pretexto, para ver en cuál de tus habitaciones había luz y así sentir con más certeza tu presencia, tu invisible pre­sencia. Las semanas en las que viajabas —el corazón se me helaba de miedo cuando veía al bueno del Johann bajando tu maleta amarilla—, en esas semanas mi vida quedaba como muerta, sin sentido. Iba y venía aburrida, malhumorada, molesta, y tenía que cuidarme para que mi madre no notara mi desesperación en mis ojos llorosos.

Sé que todo esto que te cuento son delirios grotescos, ne­ce­dades pueriles. Debería avergonzarme, pero nunca lo hice, pues mi amor por ti nunca fue más puro y apasionado que en esos cándidos excesos. Podría contarte durante horas y días cómo vivía contigo en aquel entonces, aunque casi ni me habías visto la cara; porque, si me topaba contigo en las escaleras y no había forma de evitarlo, el miedo a tu mirada ardiente me hacía pasar de lado, con la cabeza gacha, como quien se echa al agua, para que el fuego no me abrasara. Podría hablarte durante horas y días de aquellos años ya remotos para ti, repasar el calendario de tu vida; pero no quiero aburrirte ni atormentarte. Solo quiero confiarte la experiencia más bella de mi infancia, y te pido que no te burles de lo mínima que es, pues para mí, la niña, fue infinita. Debía ser domingo. Estabas de viaje y tu criado iba arrastrando, por la puerta abierta del apartamento, las pesadas alfombras que acababa de sacudir. Le costaba bastante, al buen hombre, y, en un arranque de osadía, me acerqué y le pregunté si podía ayudarle. Se sorprendió, pero me lo permitió, así pude ver —¡si pudiera explicarte con qué veneración más respetuosa, hasta devota!— el interior de tu apartamento, tu mundo, el escritorio al que te sentabas, donde había unas pocas flores en un jarrón de cristal azul; tus armarios, tus cuadros, tus libros. Fue apenas un vistazo furtivo y fugaz a tu vida, pues seguro que el fiel Johann no me hubiera permitido observar con más detenimiento, pero con esa sola ojeada absorbí toda aquella atmósfera y tuve alimento para mis intermi­nables sueños contigo, dormida y despierta.

Ese momento, ese instante fugaz, fue el más feliz de mi infancia. Quería contártelo para que tú, que no me conoces, empieces por fin a entender cómo una vida se sustentó y se consumió en ti. Quería contarte ese momento y también otro, el más terrible y que, por desgracia, llegó poco después del primero. Como te dije, me olvidé de todo por pensar en ti, no le prestaba atención a mi madre ni me importaba nadie. No me había dado cuenta de que un hombre mayor, un comerciante de Innsbruck, un lejano pariente político de mi madre, venía con más frecuencia y se quedaba más tiempo, lo cual me resultaba conveniente porque a veces iban al teatro y yo podía quedarme sola, pensándote, espiándote, que era mi mayor y única dicha. Un día, mi madre me llamó a su habitación con cierta ceremoniosidad; necesitaba hablar conmigo en serio. Me puse pálida y oí el martilleo de mi corazón: ¿habría sospechado o adivinado algo? Lo primero que vino a mi mente fuiste tú, el secreto que me unía al mundo. Pero mi madre también estaba nerviosa, me besó (cosa que no hacía nunca) en ambas mejillas con ternura, me sentó con ella en el sofá y luego empezó a contarme, tímida y vacilante, que su pariente, también viudo, le propuso matrimonio y ella decidió aceptar, sobre todo por mi bien. La sangre empezó a hervir en mi corazón: solo había un pensamiento en mi interior, solo podía pensar en ti. «¿Pero nos quedamos aquí?», logré musitar. «No, nos mudamos a Innsbruck, Ferdinand tiene una casa hermosa allí». No oí nada más. Se me oscureció la vista. Después supe que me había desmayado; según oí a mi madre contarle en voz baja a mi padrastro, que se quedó esperando detrás de la puerta, de pronto me eché hacia atrás con las manos abiertas y me desplomé. Lo que sucedió en los días siguientes, cómo yo, una niña indefensa, me resistí contra aquella voluntad imponente, no puedo explicarlo: incluso ahora, mientras escribo, me tiembla la mano de solo pensarlo. Como no podía revelar mi secreto, mi resistencia parecía mera testarudez, maldad y porfía. Ya nadie hablaba conmigo, todo ocurría a mis espaldas. Aprovecharon las horas que pasaba en el colegio para adelantar el traslado: cada vez que volvía a casa habían sacado o vendido otro mueble. Vi cómo el apartamento, y con él mi vida, se desintegraba. Y un día, cuando llegué a almorzar, los de la mudanza ya se habían llevado todo. En las habitaciones vacías quedaban las maletas hechas y dos catres: mi madre y yo dormiríamos allí una noche más, la última, y a la mañana siguiente viajaríamos a Innsbruck.

Aquel último día sentí, con una súbita determinación, que no podría vivir sin tenerte cerca. Eras mi única salvación. Nunca podré explicar cómo se me ocurrió, o si era capaz de pensar con claridad en esas horas de desesperación, pero de pronto —mi madre había salido— me levanté y, vestida con mi uniforme escolar, caminé a tu apartamento. No, no caminé: como atraída magnéticamente, con las piernas rígidas y las articulaciones temblorosas, llegué a tu puerta. Como ya te dije, no sabía bien lo que quería: echarme a tus pies y suplicarte que me re­cibieras como una sirviente, como una esclava. Me temo que sonreirás por ese fanatismo ingenuo de una adolescente, amado mío, pero no sonreirías si supieras cuánto tiempo perma­necí allí afuera, en el pasillo helado, paralizada de miedo y a la vez impulsada por una fuerza incomprensible, y cómo logré apartar de mi cuerpo el brazo tembloroso para alzarlo y —fue una batalla en la eternidad de unos segundos espantosos— presionar el timbre de tu puerta. Aún hoy retumba en mis oídos aquel timbrazo estridente, y luego el silencio, en el que mi corazón se detuvo y mi sangre dejó de fluir, para escuchar si venías.

Pero no viniste. No vino nadie. Por lo visto, habías salido esa tarde y Johann estaría haciendo recados; entonces, con el sonido muerto del timbre retum­bando en mis oídos aturdidos, volví a tientas a nuestro apartamento deso­lado y vacío, y me dejé caer sobre una cobija, agotada por los cuatro pasos, como si hubiera caminado durante horas entre una nieve profunda. Pero debajo de ese cansancio seguía ardiendo, inagotable, mi determinación de verte, de hablar contigo antes de que me arrancaran de allí. Te juro que no tenía ningún pensa­miento sensual; seguía siendo inexperta, precisamente porque no pensaba sino en ti: lo único que quería era verte, una vez más, aferrarme a ti. Te esperé toda la noche, amado, toda esa larga y espantosa noche. Apenas mi madre se acostó y se durmió, fui sigilosamente al vestíbulo para es­cuchar cuando volvieras a casa. Esperé toda la noche, y era una gélida noche de enero. Estaba cansada, me dolía el cuerpo y no había ninguna silla para sentarme, por lo que me acosté en el suelo duro y frío, donde soplaba una corriente que entraba por debajo de la puerta. Yacía en el piso helado, cubierta solo por mi camisón, pues no había llevado una cobija; no quería abrigarme por miedo de quedarme dormida y no oír tus pasos. Adolorida, apreta­ba los pies encalambrados y me temblaban los brazos: tuve que levantarme una y otra vez por el frío que hacía en la horrible oscuridad. Pero esperé y esperé y esperé tu llegada, como si estuviera esperando mi destino.

Finalmente —debían ser las dos o las tres de la madrugada—, oí que abajo se abría la puerta principal y luego unos pasos que subían las escaleras. El frío me abandonó de golpe y me invadió el calor; abrí silenciosamente nuestra puerta para lanzarme a tu encuentro, echarme a tus pies... Ay, no sé lo que habría hecho la niña tonta que era entonces. Los pasos se acercaban, la luz de una vela parpadeaba. Apreté el pomo, temblando. ¿Eras tú quien subía?

Sí, amado, eras tú, pero no estabas solo. Oí una risa suave, cosquillosa, el frufrú de un vestido de seda y tu voz baja: volvías a casa con una mujer...

Cómo sobreviví a aquella noche, no lo sé. A la mañana siguiente, a las ocho, me llevaron a rastras a Innsbruck; ya no me quedaban fuerzas para resistirme.

§

Mi hijo murió anoche. Ahora volveré a estar sola, si es que tengo que seguir viviendo. Mañana vendrán los hombres descono­cidos, vestidos de negro, toscos, y traerán el ataúd donde pondrán a mi pobre niño, mi único hijo. Quizá vengan también amigos y traigan coronas de flores, pero ¿qué sentido tienen unas flores sobre un ataúd? Me consolarán, me dirán algunas palabras: palabras, palabras, pero ¿de qué me sirven? Sé que después volveré a estar sola. Y no hay nada más terrible que estar sola entre la gente. Lo viví entonces, en esos dos interminables años en Innsbruck, de mis dieciséis a mis dieciocho, en los que viví como una prisionera, una paria entre la familia. Mi padrastro, un hombre muy plácido y parco, era bueno conmigo; mi madre parecía dispuesta a concederme todos mis deseos, como para expiar una injusticia involuntaria; los jóvenes me buscaban, pero yo los rechazaba a todos con una tenacidad feroz. No quería vivir feliz, contenta, lejos de ti, y me atrincheré en un mundo lúgubre de autotormento y soledad. No usaba los vestidos nuevos y coloridos que me compraban y me negaba a ir a los conciertos, al teatro o a salir de excursión con nadie. Casi no ponía un pie fuera de casa: ¿puedes creer, amado, que no conozco ni diez calles de esa pequeña ciudad donde viví dos años? Lloraba mi duelo y quería llorarlo, embriagándome con cada pri­vación que me imponía a mí misma, además de la imposibilidad de verte. No quería distraerme de mi pasión de vivir solo para ti. Me quedaba sola en casa, horas, días, sin hacer nada más que pensar en ti, reviviendo incesantemente aquel centenar de pequeños recuerdos: cada encuentro, cada espera, y me representaba esos breves episodios como en el teatro. Por eso, porque me repetí incontables veces cada segundo, toda esa época quedó tan profundamente grabada en mi memoria que siento cada minuto de esos años pasados con tanto brío y vitalidad como si hubieran impregnado mi sangre ayer.

En esos años solo viví a través de ti. Compraba todos tus libros; si tu nombre aparecía en el periódico era un día de fiesta. ¿Puedes creer que me sé tus libros de memoria, de tanto releerlos? Si alguien me despertara en la noche y citara una línea cualquiera, yo podría recitar todas las siguientes, incluso ahora, trece años después, como en un sueño: cada palabra tuya era, para mí, evangelio y oración. El mundo entero existía solo en relación contigo: buscaba los conciertos y estrenos en los periódicos vieneses solo para imaginar cuáles te interesarían y, al llegar la noche, te acompañaba desde la lejanía: ahora entra en la sala, ahora se sienta. Mil veces soñé haberte visto en un concierto una vez.

Pero ¿de qué me sirve contarte todo esto, esa obsesión enardecida contra sí misma, tan trágica y desesperada, de una niña abandonada? ¿De qué sirve contárselo a alguien que nunca la conoció ni sospechó que existía? Pero ¿era aún una niña? Cumplí diecisiete, dieciocho: los jóvenes empezaban a darse la vuelta en la calle para mirarme, pero eso solo me irritaba. Pues pensar en el amor, o en el solo coqueteo imaginario con otro que no fueras tú, me resultaba inconcebible, tan ajeno e impensable, que la sola tentación me habría parecido un delito. Mi pasión por ti seguía siendo la misma, pero estaba cambiando en relación con mi cuerpo, con mis sentidos más despiertos: era una pasión más ardiente, más física, más mujeril. Y lo que la niña que llamó al timbre de tu puerta no pudo sospechar entonces, en su voluntad imprecisa e ingenua, era ahora mi único pensamiento: ofrecerme a ti, entregarme a ti.

Los que me rodeaban me creían tímida, decían que era temerosa (yo guardaba mi secreto solo para mí), pero en mi interior crecía una voluntad de hierro. Todo lo que hacía y pensaba estaba enfocado en una sola dirección: regresar a Viena, regresar a ti. Así logré imponer mi decisión, por más absurda e incomprensible que pudiera parecerles a los demás. Mi padrastro era un hombre adinerado y me consideraba como su hija. Pero me empeñé, con enconada obstinación, en que quería ganar dinero por mi cuenta, hasta que conseguí un trabajo como empleada en un almacén de confecciones de un pariente en Viena.

¿Hace falta que te diga cuál fue mi primer destino cuando, una brumosa noche otoñal, ¡por fin!, ¡por fin!, volví a Viena? Tras dejar las maletas en la estación, subí a un tranvía —qué lento me parecía que avanzaba, cada parada me enloquecía— y corrí al edificio. Tus ventanas estaban iluminadas; mi corazón retumbaba. Solo entonces cobró vida la ciudad, que antes me aturdiera, tan absurda y extraña, y solo entonces volví a cobrar vida yo, al saberte cerca, mi eterno sueño. No podía sospechar que ahora, cuando lo único que se interponía entre tú y mi mirada radiante era el vidrio luminoso de tu ventana, tu conciencia estaba tan lejos como cuando nos separaban valles, ríos y montañas. Solo podía mirar y mirar hacia arriba: allí había luz, allí estaba el apartamento, allí estabas tú, allí estaba mi mundo. Dos años soñé con ese momento y ahora se me concedía. Pasé horas debajo de tus ventanas, en la suave noche brumosa, hasta que se apagó la luz. Solo entonces fui a buscar mi casa.

Así esperé cada noche delante del edificio. Trabajaba en el almacén hasta las seis, una jornada dura y agotadora, pero me gustaba, pues esa agitación me ayudaba a no sentir tan dolorosamente la mía. Y apenas las estridentes persianas metálicas bajaban a mis espaldas, me encaminaba al destino amado. Solo verte una vez, encontrarme contigo una vez, esa era mi única intención, poder de nuevo envolver de lejos tu rostro con mi mirada. Alrededor de una semana después, por fin, me crucé contigo, justo cuando no lo esperaba: mientras miraba hacia arriba, hacia tus ventanas, cruzaste la calle. Y de pronto volví a ser la niña de trece años y sentí cómo la sangre me sonrojaba las mejillas. Involuntariamente, contra el más íntimo impulso que ansiaba sentir tus ojos, bajé la cabeza y pasé corriendo a tu lado, de prisa. Después me avergoncé de esa huida temerosa, de colegiala, pues ya sabía claramente lo que quería: encontrarme contigo. Te buscaba para que me recono­cieras, después de todos esos años perdidos en la nostalgia, quería que me vieras, que me quisieras.

Pero pasó mucho tiempo sin que te fijaras en mí, aunque esperaba cada noche en tu calle, incluso bajo la nieve y entre el cortante viento vienés. Muchas veces esperé durante horas en vano, y muchas veces te vi salir, por fin, acompañado; dos veces en compañía de mujeres, y fue entonces cuando me hice consciente de mi madurez, comprendí la diferencia en mis nuevos sentimientos hacia ti por esa súbita agitación del corazón, que me desgarraba el alma al ver a una extraña caminando, tan segura, tomada de tu brazo. Lo que no era sorprendente: ya sabía de tus eternas visitantes desde mis días de infancia, pero ahora me producía un dolor físico, en mi interior se debatían el deseo y la hostilidad al enfrentarme a esa evidente complicidad carnal tuya con otra. Un día, cándidamente orgullosa como era y quizá siga siéndolo, decidí no ir, ¡pero qué horrible fue aquella vacía noche de terquedad y rebeldía! A la noche siguiente volví a esperar humildemente delante de tu edificio, esperando como he esperado toda mi existencia delante de tu vida cerrada.

Y una noche, por fin, te fijaste en mí. Te había visto venir a lo lejos y me armé de valor para no esquivarte. La casualidad quiso que un camión que estaba descargando obstruyera el paso y tuviste que pasar muy cerca. Tu mirada distraída me rozó sin quererlo y, al captar la atención de la mía, se transformó en esa mirada tuya para las mujeres —¡cómo se estremecieron mis recuerdos!—, esa mirada tierna que envuelve y desnuda, que abraza y atrapa, la misma que había despertado en mí por primera vez a la mujer, a la amante. Durante uno o dos segundos, esa mirada sostuvo la mía, que no podía ni quería apartarse; después seguiste de largo. El corazón me latía con fuerza; tuve que aminorar el paso y, al darme la vuelta por una curiosidad indomable, vi que te detuviste para mirarme. Y por la manera como me mirabas, con una mezcla de curiosidad e interés, lo supe enseguida: no me habías reconocido.

No me reconociste, ni entonces ni nunca, nunca me has reconocido. ¿Cómo explicarte, amado, la decepción de aquel instante? Por primera vez padecí este hado mío de no ser reconocida por ti, este hado con el que viví toda mi vida y con el que muero ahora, sin que me hayas reconocido aún. ¿Cómo describirte esa decepción? Pues, verás, los dos años que estuve en Innsbruck, cuando pensaba en ti a toda hora y no hacía otra cosa que imaginar nuestro primer reencuentro en Viena, soñé las posibilidades más terribles y las más dichosas, según mi estado de ánimo. Lo soñé todo, si puedo decirlo así; en los momentos tristes había imaginado que me rechazarías, me despreciarías por ser demasiado insignifi­cante, fea, molesta. En visiones apasionadas vislumbré todas las formas de resentimiento, indiferencia y frialdad, pero ni en los momentos más oscuros, de máxima conciencia de mi inferioridad, me atreví a considerar esa opción, la peor de todas: que nunca te enteraste de mi existencia. Ahora entiendo, sí —¡tú me has enseñado a entender!—, que un rostro femenino es algo tremendamente cambiante para un hombre, pues no suele ser sino el reflejo de una pasión o una puerilidad o una fatiga, para luego desvanecerse como la imagen en un espejo; por eso un hombre puede olvidar fácilmente la faz de una mujer, porque la edad fluctúa allí entre luces y sombras, y la vestimenta la enmarca de distintas formas de un momento a otro. En la resignación está la verdadera sabiduría. Pero yo, la joven de entonces, no podía comprender esa desmemoria tuya, porque mi excesiva e incesante preocupación por ti me infundió, de algún modo, la ilusión de que también debías pensar en mí y esperarme. ¿Cómo hubiera podido seguir respirando con la certeza de que no significaba nada para ti, de que no tenías ni el más mínimo recuerdo de mí? Aquella revelación de tu mirada, que me mostró que no me conocías en absoluto, que ningún hilo de recuerdo de tu vida llegaba hasta la mía, fue la primera caída en la realidad, un primer presentimiento de mi destino.

No me reconociste entonces. Y dos días después, cuando tu mirada me envolvió con una cierta familiaridad en un nuevo encuentro, tampoco reconociste en mí a la niña que te amó, cuya vida despertaste, sino solo a la bella joven de dieciocho años a la que habías visto dos días antes en el mismo lugar. Me miraste gratamente sorprendido, una leve sonrisa se dibujó en tu boca. Volviste a pasar por mi lado y volviste a aminorar el paso enseguida: yo temblaba, exultante, rezando para que me hablaras. Sentía que por primera vez había cobrado vida para ti: aminoré el paso también, no te evité. Y de pronto te sentí detrás de mí, sin darme la vuelta, y supe que por primera vez oiría tu amada voz dirigida a mí. La expectación me paralizaba, temía que tendría que detenerme por el martilleo de mi corazón: entonces apareciste a mi lado. Me hablaste con ese estilo tuyo, fresco y alegre, como si nos conociéramos desde hacía mucho tiempo, pero no tenías ni idea de quién era, nunca tuviste ni la menor idea de mi vida. Me hablaste con una naturalidad tan encantadora que hasta fui capaz de responderte. Caminamos hasta el final de la calle. Me pregun­taste si quería cenar contigo y acepté. ¿Acaso me habría atrevido a negarte algo?

Cenamos juntos en un restaurante pequeño, ¿recuerdas dónde? No, seguro que no distingues esa velada de tantas similares, porque ¿quién era yo para ti? Una entre cien, una aventura más en una cadena interminable. Además, ¿qué podría haberte hecho recordarme? Hablé poco, pues me hacía infinitamente feliz tenerte cerca, oírte hablarme. No quería desperdiciar ni un segundo con cualquier pregunta o palabra tonta. Te estaré siempre agradecida y nunca olvidaré cómo correspondiste a mi veneración apasionada en aquel momento, tu sensibilidad, delicadeza y discreción, sin impertinencias ni caricias presurosas; desde el primer instante mostraste una confianza tan segura y amistosa que me habrías conquis­tado igualmente, aunque no llevara tanto tiempo siendo tuya en cuerpo y alma. ¡Ay, no sabes la inmensa satisfacción que me diste al no decepcio­nar mis cinco años de expectativa infantil!

Se hizo tarde; nos fuimos. En la puerta del restaurante me preguntaste si tenía prisa o aún tenía tiempo. ¿Cómo hubiera podido ocultarte que estaba a tu entera disposición? Te respon­dí que tenía tiempo. Entonces, tras una leve vacilación, me preguntaste si quería ir a conversar en tu apartamento un rato. «Encantada», respondí con toda la naturalidad de mis sen­timientos y percibí de inmediato tu reacción ante la rapidez de mi respuesta, entre avergonzado y emocionado, pero visiblemente sorprendido en todo caso. Hoy comprendo tu sorpresa; sé que es frecuente que las mujeres, aunque tengan el más ardiente deseo de entregarse, nieguen esa disposición, fingiendo una consternación o indignación que debe ser aplacada con ruegos, mentiras, promesas y juramentos. Tal vez solo las profesionales del amor, las prostitutas, acepten una invitación así con un consentimiento tan alegre, o quizá las jóvenes muy ingenuas e inmaduras.

Pero, en mi caso —¿cómo podías sospecharlo?— era la voluntad hecha palabra, el anhelo contenido durante miles de días que ahora brotaba. Sea como fuere: tú estabas extrañado, yo empezaba a interesarte. Mientras caminábamos y conversábamos, noté que me examinabas de reojo con cierto asombro. Tu sensibilidad, ese instinto tan mági­ca­mente seguro de todo lo humano, presintió algo inusual: había un secreto en esa joven bella y confiada. Tu curiosidad se despertó y por el estilo de tus preguntas, exploratorio, gravitante, supe que querías develar mi secreto. Pero te evadí: prefería parecer tonta a revelártelo.

Subimos a tu apartamento. Perdóname, amado, si te digo que no puedes entender lo que significaban para mí esas es­ca­le­­ras, ese pasillo: qué vértigo, qué confusión, qué felicidad más desbocada, angustiosa, casi mortal. Incluso hoy me cuesta recordarlo sin llorar, y ya no me quedan lágrimas. Pero piensa que todo, en cierto modo, estaba impregnado de mi pasión, cada detalle era un símbolo de mi pasado, de mi nostalgia: el portal donde te esperé miles de veces, la escalera que siempre vigilé para sentir tus pasos y donde te vi por primera vez, la mirilla por la que te espíe con toda mi alma, la alfombra frente a tu puerta donde me arrodillé aquella vez, el chasqui­do de tu llave que me sobresaltaba en mi acecho. Toda mi infancia, toda mi pasión, anidaba en esos pocos metros cua­drados, allí estaba mi vida entera, que ahora se me venía encima como una tormenta, porque todo, todo se estaba haciendo realidad, y yo estaba entrando contigo, yo contigo, en tu edificio, en nuestro edificio. Piensa que todo lo que había hasta llegar a tu puerta —aunque suene banal, no sé cómo decirlo de otro modo— había sido mi realidad, la opaca cotidianidad de toda una vida, y detrás de ella empezaba el mágico mundo infantil, el reino de Aladino. Piensa en las miles de veces que vigilé con ojos ardientes aquella puerta, que ahora traspasaba tam­baleándome, y podrás hacerte una idea —¡solo una idea, nunca lo sabrás del todo, amado mío!— de cómo se condensaba mi vida en ese verti­ginoso minuto.

Me quedé contigo toda la noche. No sospechaste que no me había tocado ningún hombre, que nadie había sentido ni visto mi cuerpo. Pero cómo, amado mío, si no ofrecí resistencia y reprimí cualquier vacilación pudorosa, solo para que no adivinaras el secreto de mi amor por ti, que sin duda te habría asustado, pues solo te gusta lo fácil, divertido y ligero, tienes miedo de intervenir en un destino ajeno. Quieres darte a todos, al mundo, sin sacrificios. Si ahora te digo, amado mío, que me entregué a ti aún virgen, te ruego que no me malinterpretes. No te culpo, tú no me sedujiste ni me mentiste: fui yo quien te buscó y se echó a tus brazos, arrojándome a mi destino. Nunca, nunca te acusaré, no, solo te estaré siempre agrade­cida por la riqueza de esa noche, de centelleante placer y dicha suspen­dida. Al abrir los ojos en la oscuridad y sentirte a mi lado, me sorprendí de no ver las estrellas encima: a tal punto me sentía en el cielo. No, amado mío, nunca me he arrepen­tido de esa noche, nunca. Aún lo recuerdo: mientras dormías, mientras oía tu respiración y sentía tu cuerpo, y el mío tan cerca de ti, derramé lágrimas de felicidad en la oscuridad.

En la mañana, me apresuré para salir temprano. Tenía que ir al almacén y quería marcharme antes de que llegara tu criado; él no debía verme. Cuando estuve delante de ti, vestida, me atrajiste hacia ti y te quedaste mirándome: ¿acaso un oscuro recuerdo lejano venía a tu memoria? ¿O simplemente te parecía bonita, por lo feliz que estaba? Después me besaste en la boca. Me aparté suavemente, para marcharme. Entonces preguntaste: «¿No quieres llevarte unas flores?». Dije que sí. Sacaste cuatro rosas blancas del jarrón de cristal azul del escritorio (ay, lo conocía por aquel único vistazo furtivo de la infancia) y me las diste. Las besé durante días.

Habíamos acordado vernos otra noche. Fui, y de nuevo fue maravilloso. Y me regalaste otra tercera noche. Después me dijiste que tenías que viajar —¡cómo odiaba esos viajes tuyos en mi infancia!— y prometiste avisarme cuando regresaras. Te di el número de un apartado postal: no quería decirte mi nombre para proteger mi secreto. Una vez más, me diste unas rosas para la despedida... La despedida.

Durante dos meses pregunté todos los días en la oficina de correos, pero nada. ¿Para qué describirte el tormento infernal de la espera, de la desesperación? No te culpo, te amo tal como eres: apasionado y olvidadizo, entregado e infiel, te amo así, solo así, tal como fuiste siempre y sigues siendo ahora. Ya hacía tiempo que habías regresado, lo supe por tus ventanas iluminadas, pero no me escribiste. No tengo ni una línea tuya ahora, en mis últimas horas, ni una sola línea de aquel al que le entregué mi vida. Esperé y esperé, como una desesperada. Pero no me buscaste, no me escribiste ni una línea..., ni una sola...

§

Mi hijo murió ayer; también era tu hijo. Era tuyo, el hijo de una de esas tres noches, te lo juro, amado, y uno no miente a la sombra de la muerte. Te juro que era nuestro hijo, pues ningún otro hombre me tocó desde que me entregué a ti hasta que lo sacaron de mis entrañas. Mi cuerpo se volvió sagrado por el contacto con el tuyo: ¿cómo habría podido entregarme a otros, que apenas rozaban mi vida, después de haberme entregado a ti, que lo fuiste todo para mí? Era nuestro hijo, el fruto de mi amor consciente y de tu cariño despreocu­pado, derrochador, casi inconsciente; nuestro hijo, nuestro único hijo. Ahora te preguntarás, asustado, quizá apenas sorpren­dido, preguntarás, amado mío, por qué te oculté este hijo du­rante tantos años y solo te hablo de él ahora que yace aquí, dormido en la oscuridad, dormido para siempre, a punto de irse y no volver nunca más, ¡nunca jamás! Pero ¿cómo podría habértelo dicho? Nunca me habrías creído, a mí, la desconocida que estaba demasiado dispuesta esas tres noches, que se entregó a ti sin resistencia e incluso con deseo; nunca le hubieras creído a la anónima de un encuentro fugaz que te era fiel, a ti, el infiel. ¡Nunca habrías reconocido a este niño como tuyo sin desconfianza! Y, aun cuando mi palabra hubiera podido parecerte probable, nunca habrías podido evitar la secreta sospecha de que pretendía endilgarte a ti, el adinerado, el fruto de una noche ajena. Habrías desconfiado de mí, habría quedado una sombra recelosa, una sombra de desconfianza entre los dos, y yo no quería eso. Además, te conozco; te conozco mejor de lo que tú te conoces, y sé que habría sido molesto para ti, que adoras la ligereza, la diversión y el jugueteo del amor, convertirte en padre de improviso, súbitamente responsable de un destino. Te habrías sentido atado a mí, tú, que solo puedes respirar en libertad. Me habrías odiado. Sí, me habrías odiado, en contra de tu propia voluntad consciente, por esa atadura. Tal vez solo unas horas, quizá unos minutos fugaces, te habría resultado molesta, odiosa. Pero yo, en mi orgullo, quería que pensaras en mí sin preocuparte. Prefería cargar con todo antes que convertirme en una carga para ti. Ser la única entre todas tus mujeres en la que pen­saras siempre con amor, con gratitud. Pero, por supuesto, nunca pensaste en mí, me olvidaste.

No te culpo, amado mío, no te culpo. Disculpa si una gota de amargura fluye alguna vez entre mi pluma, perdóname. Mi hijo, nuestro hijo, yace muerto bajo los cirios titilantes. Apreté los puños contra Dios y lo llamé asesino; tengo los sentidos nublados y turbados. Perdona mis quejas, ¡perdóname! Sé que eres bueno y servicial de todo corazón, ayudas a todos, hasta al más completo desconocido que te lo pida. Pero tu bondad es muy rara, es una bondad abierta a cualquiera que reciba todo lo que sus manos puedan abarcar, es grande, infinitamente grande tu bondad; pero es —discúlpame— indolente. Quiere ser solicitada, tomada. Ayudas cuando te llaman, cuando te buscan, ayudas por vergüenza, por debilidad, no por gusto. Déjame decirlo sin tapujos: prefieres el compañero afortunado al pobre necesitado. Y no es fácil pedirles a las personas como tú, incluso a las más amables. Un día, cuando aún era una niña, vi a través de la mirilla cómo le dabas algo a un mendigo que tocó a tu puerta. Le diste rápido, incluso mucho, antes de que él te pidiera nada, pero lo hiciste con cierto temor y afán, para que se fuera pronto, como si tuvieras miedo de mirarlo a los ojos. Nunca he olvidado esa forma tuya de ayudar, nerviosa y esquiva, huyendo del agradecimiento. Y por eso nunca te busqué. Tengo la certeza de que me habrías apoyado, aun sin estar seguro de que era hijo tuyo. Me habrías consolado, me habrías dado dinero, mucho dinero, pero siempre con una secreta impaciencia por apartar la incomodidad; sí, creo que hasta me habrías persuadido de deshacerme del bebé con antici­pación. Y eso era lo que más temía, pues ¿qué no hubiera hecho yo que tú desearas? ¿Cómo habría podido negarte nada? Ese hijo lo era todo para mí, era tuyo, otro tú, pero no ese tú feliz y despreocupado, imposible de retener, sino —así lo creía— un tú entregado a mí para siempre, retenido en mi cuerpo, atado a mi vida. Por fin te había atrapado, podía sentir tu sangre corriendo en mis venas, podía darte de comer y beber, acariciarte y besarte, cuando mi alma se desvivía por ello. Ves, amado, por eso me alegré tanto cuando supe que tendría un hijo tuyo, por eso no te dije nada: ya no podías escapar de mí.

Por cierto, amado, aquellos no fueron solo meses dichosos como imaginé, también fueron meses de horror y sufrimiento, llenos de asco por la bajeza de la humanidad. No fue fácil. No pude volver al almacén en los últimos meses, para que mis parientes no se enteraran y no avisaran en casa. No quería pedirle dinero a mi madre y me las arreglé, hasta el parto, vendiendo las pocas joyas que tenía. Una semana antes, una lavandera me robó las últimas coronas que quedaban en el armario y tuve que ir a la casa de maternidad: allí, adonde solo se arrastran las más pobres, marginadas y olvidadas, en su penuria; allí, entre la escoria de la miseria, allí nació el niño, tu hijo. Era como para morirse: todo allí era ajeno, extraño, desconocido; todas las que estábamos allí éramos unas extrañas