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La serena tranquilidad que sólo el mar puede ofrecer, se ve de pronto interrumpida por la llegada de una sombra del pasado. Él, que vino a verla, y ella, que acepta encontrarlo, se encuentran cara a cara, después de muchos años de no haberse visto. Mientras reflexionan sobre sus vidas, descubren que los sueños que algún día tuvieron han quedado en el olvido, enfrentándose a la melancolía de lo que pudo haber sido. Sueños olvidados y otros relatos, son pequeñas historias que exploran, con la narrativa característica de Zweig, los matices de las emociones, las ironías de la vida y la transformación de los sueños a lo largo del tiempo.
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Sueños olvidados y otros relatos (1900)Stefan Zweig
Editorial CõLeemos Contigo Editorial S.A.S. de [email protected]ón: Abril 2024
Imagen de portada: Ana Gabriela León CarbajalISB: 978-607-457-892-8
Prohibida la reproducción parcial o total sin la autorización escrita del editor.
Sueños olvidados
La estrella sobre el bosque
Historia en la penumbra
Angustia
La colección invisible
Confusión de los sentimientos
Mendel, el de los libros
El lugar se se hallaba muy cerca del mar.
En los silenciosos y sombríos caminos de los pinos incrementaba la pesadez del aire salado del mar, y una ligera y constante brisa jugueteaba entre los naranjos, que dejaba delicadamente caer, aquí y allá, flores de ricos colores. La lejanía; los rayos de sol; las colinas, sobre las que destacaban pequeñas casas como perlas blancas; un faro a varias millas, que se levantaba como una vela, todo alumbraba con contornos bien definidos y se incrustaba como un mosaico brillante en el azul profundo del cielo. El mar, en el que de vez en cuando caían lejos, muy lejos, las chispas blancas de las brillantes velas de los barcos solitarios, acariciaba con el movimiento de sus olas la terraza escalonada sobre la que se levantaba la villa, que se volvía hacia el verde de un amplio y sombreado jardín y se perdía allí, en un viejo y silencioso parque como un cuento.
Desde la casa, que dormitaba en el pesado calor de la mañana, conducía un estrecho camino de piedra, como una línea blanca hacia el fresco mirador bajo el que las olas rompían con violencia y constante bramido y lanzaban refulgentes átomos de agua pulverizados, que en la cegadora luz del sol se revestían del fulgor del arcoíris como diamantes. Allí las flechas luminosas del sol se estrellaban en los plumeros de los pinos, que formaban un grupo nutrido, como si charlaran amigablemente, o chocaran con un paraguas japonés de gran diámetro, adornado con alegres figuras de colores chillones y molestos.
Bajo la sombra de este paraguas, una figura femenina se entregaba a un confortable sillón de paja, acomodando con placer sus bellas formas al tejido maleable. Su mano fina, que no llevaba anillo, colgaba distraída y jugueteaba, con tranquila insistencia, con el pelo sedoso y brillante de un perro; mientras que la otra mano sostenía un libro sobre el que los ojos oscuros, de pestañas negras, en los que parecía crecer una sonrisa, concentraban toda su atención. Eran unos ojos grandes, inquietos, cuya belleza se veía realzada por un brillo mate y velado. El poderoso y atractivo efecto, que ejercía el rostro oval y bien cortado, no era natural y total, sino que se basaba en un refinado predominio de bellos detalles individuales, realzados con cuidadosa e intuitiva coquetería. La anárquica confusión aparente de los perfumados y sedosos rizos era la trabajosa construcción de una artista, y también la leve sonrisa, que danzaba alrededor de los labios durante la lectura, y que descubría el esmalte blanco y lustroso de los dientes, era el resultado de años de ensayos ante el espejo, que ya se había convertido en una costumbre fija e inamovible.
Un leve crujido en la arena.
La dama levanta los ojos sin cambiar de postura, como un gato, que tumbado en los cálidos y cegadores raudales de luz del sol, entreabre perezoso los ojos fosforescentes para recibir al visitante.
Los pasos se acercan apresuradamente y un criado se inclina ante ella para presentarle una pequeña tarjeta de visita; luego se aparta un poco, en actitud de espera.
Ella lee el nombre con esa expresión de sorpresa en el rostro que solemos tener cuando en la calle nos saluda un desconocido en los términos más familiares. Durante un instante aparecen pequeñas arrugas grabadas encima de las cejas perfiladas y negras, que indican la reflexión intensa, y de pronto el rostro se ilumina con un alegre resplandor, los ojos lanzan chispas regocijadas al recordar días de juventud ya lejanos, por completo olvidados, cuyas imágenes risueñas han despertado en ella el nombre. Siluetas y sueños adquieren de nuevo formas concretas y se vuelven diáfanas como la realidad.
—Ah, claro —recuerda de pronto la dama, volviéndose hacia el criado—, el caballero desea verme, naturalmente.
El criado se alejó con pasos discretos y devotos. Durante un minuto reinó el silencio, únicamente el incansable viento cantaba en las copas de los árboles, vencidas por el pesado calor de mediodía.
Y entonces, pasos elásticos, que resonaron enérgicos en el camino de grava, una sombra alargada, que se acercó hasta sus pies y una figura alta de hombre se materializó ante ella, que se había levantado impulsivamente de su mullido sillón.
Primero se encontraron sus ojos. Él recorrió con una rápida mirada la elegancia de la figura femenina, cuya sonrisa levemente irónica se encendió también en sus ojos.
—Es muy amable por su parte acordarse todavía de mí —dijo ella alargándole su fina y bien cuidada mano nacarada, que él rozó respetuosamente con los labios.
—Mi querida amiga, quiero ser sincero con usted, ya que éste es un reencuentro tras muchos años y, como temo, también para muchos años. Mi visita se debe más bien a una casualidad, el nombre del propietario de es casa, cuya magnífica situación me ha incitado a interesarme por él, me recordó su propiedad. Y así estoy aquí en calidad de arrepentido.
—No por ello menos bienvenido, porque tampoco yo podía recordar, en un primer momento, su existencia, a pesar de que una vez fue bastante importante para mí.
Ahora ambos sonrieron. El dulce y leve perfume del primer amor de juventud semisecreto había renacido en ellos con toda su dulzura embriagadora, como un sueño que, al despertar, nos provoca una mueca de desdén, aunque desearíamos soñarlo o vivirlo una vez más. El bello sueño de la insinuación, que sólo desea y no se atreve a exigir, que sólo promete y no da.
Siguieron conversando. Sus voces tenían un tono de cordialidad, de una tierna confianza, como sólo la puede otorgar un secreto casi desvanecido. Con palabras reposadas, en las que una risa alegre lanzaba de vez en cuando sus perlas redondas, hablaron de cosas pasadas, de poesías olvidadas, flores marchitadas, cintas perdidas o destruidas, pequeños signos de amor que habían intercambiado en la pequeña ciudad en la que habían pasado su juventud. Las viejas historias que, como leyendas remotas, despertaban en sus corazones campanas hacía años enmudecidas y cubiertas de polvo, se llenaron lenta, muy lentamente, de una solemnidad dolorida y cansada, el epílogo de su amor de juventud muerto confería a su diálogo una gravedad profunda, casi triste.
Y la voz de él, de timbre oscuro y melódico, vibró suavemente cuando relató:
—Allá en América recibí la noticia de su compromiso, cuando sin duda ya se había llevado a cabo el matrimonio.
Ella no respondió nada. Sus pensamientos se hallaban diez años atrás. Durante unos largos minutos se hizo un espeso silencio entre ellos.
Y entonces ella preguntó en voz muy baja, casi sin voz:
—¿Qué pensó usted de mí, entonces?
Él alzó los ojos sorprendido.
—Puedo decírselo sin circunloquios, ya que mañana parto hacia mi nuevo lugar de residencia. No se ofenda, pero no viví momentos llenos de decisiones confusas y hostiles, porque la vida ya había reducido la colorida fogata del amor a una tenue llama de simpatía. Simplemente no la comprendí; la compadecí.
Una ligera sombra color púrpura voló sobre las mejillas de la dama y el brillo de sus ojos se intensificó al exclamar alterada:
—¡Compadecerme! ¡No sabría por qué!
—Porque pensé en su futuro marido, ese hombre de dinero, indolente, siempre dispuesto a adquirir más (no, no me contradiga, no pretendo en absoluto ofender a su marido, al que siempre he respetado) y porque pensé en usted, la muchacha como yo la dejé. Porque era incapaz de admitir que usted, la solitaria, la ideal, que no tenía más que ironía displicente para la vida cotidiana, pudiera convertirse en la respetable mujer de un hombre corriente.
—¿Y por qué habría de haberme casado con él si las cosas eran como usted dice?
—No estaba seguro de estar en lo cierto. Quizá él tenía cualidades secretas que escapan a una mirada superficial y sólo empiezan a brillar en el trato íntimo. Ésta fue para mí la solución simple del enigma, porque había algo que no podía ni quería creer.
—¿Qué?
—Que usted lo hubiera escogido por su título de conde y sus millones. Ésa era para mí la única imposibilidad.
Fue como si ella no hubiera oído las últimas palabras, pues bajo la protección de los dedos, que en la luz del sol irradiaban un rosa sangre oscuro, como una concha de púrpura, miró hacia la lejanía, hasta el horizonte velado donde el cielo sumergía su vestido azul pálido en la oscura magnificencia de las olas.
También él estaba perdido en consideraciones profundas y había casi olvidado las últimas palabras cuando ella, apartándose de él, dijo, apenas perceptiblemente:
—Y sin embargo, así ha sido.
Él miró asombrado, casi asustado, hacia ella que, con parsimonia estudiada y a todas luces artificial, había tomado de nuevo asiento en su sillón y que con serena tristeza continuó hablando monótonamente y sin apenas mover los labios:
—Nadie me entendió entonces, cuando todavía era la niña pequeña de tímidas palabras infantiles, tampoco usted, que tan cerca estaba de mí. Quizá tampoco yo misma. Aún hoy pienso a menudo en ello y no me comprendo, pues ¿qué saben las mujeres de sus almas crédulas de adolescentes, cuyos sueños son como delicadas pequeñas flores blancas, que se lleva el primer aliento de la realidad? Y yo no era como las otras muchachas, que soñaban con héroes de arrojada masculinidad y vigorosa juventud, que convertirían su deseo incierto en brillante felicidad, su callada intuición en sublime conocimiento y las liberarían de la angustia vaga, oscura, imposible de definir, pero por ello no menos atormentadora, que echa su sombra sobre sus días de adolescencia y se vuelve cada vez más negra, más amenazante y más opresora. Nunca conocí esos sentimientos; mi alma bogaba a bordo de otras barcas de sueños hacia la secreta fronda del futuro que se escondía tras las nieblas envolventes de los días venideros. Mis sueños eran míos. Soñaba siempre que era una princesa, como las que aparecen en los viejos libros de cuentos, que juegan con deslumbrantes piedras preciosas de irisados colores, cuyas manos se sumergen en el resplandor dorado de tesoros fabulosos y cuyos recargados vestidos tienen un valor inestimable.
“Soñaba con el lujo y la riqueza porque los amo. ¡Qué placer cuando podía acariciar con mis manos la seda temblorosa, de melodía casi inaudible; cuando mis dedos reposaban como dormidos en el blando y ensoñado plumón de un pesado terciopelo! Era feliz cuando podía llevar una cadena joyas en las delicadas falanges de mis dedos temblorosos de alegría, cuando gemas blancas relucían en la densa masa de mis cabellos como aljófar, mi máxima ambición era descansar en los asientos muelles de un coche elegante. Entonces estaba loca por la belleza artificial que me hacía despreciar mi vida real. Me odiaba a mí misma cuando llevaba mis vestidos de diario, modesta y sencilla como una monja, y permanecía días enteros sin salir de casa, porque me avergonzaba de mí en mi vulgaridad, me escondía en mi estrecha y fea habitación, yo, cuyo sueño más bello era vivir sola junto al inmenso mar, en una mansión lujosa y, al mismo tiempo, exquisita, con pérgolas sombreadas y verdes, en las que la bajeza del día de trabajo no asoma sus sucias garras, donde reina la paz plena... casi como aquí. Porque lo que mis sueños desearon lo ha hecho realidad mi marido, y por eso, porque era capaz de hacerlo, es mi marido”.
La dama guarda silencio y su rostro arde con la belleza de una bacante. El brillo de sus ojos es ahora profundo y peligroso, y el rubor de sus mejillas adquiere una intensidad llameante.
Reina un completo silencio.
Sólo se escucha el canto rítmico y monótono de las relucientes olas, que se arrojan contra los peldaños de la terraza como contra un pecho amado.
Entonces él dice en voz baja, como si hablara consigo mismo:
—¿Y el amor?
Ella le ha oído. Una ligera sonrisa asoma a sus labios.
—¿Posee usted aún hoy todos sus ideales, todos aquellos que llevó consigo al lejano mundo? ¿Los ha conservado todos, indemnes, o se le han muerto algunos, marchitados? ¿O quizá se los han arrancado del pecho por la fuerza y los han tirado al barro, donde han perecido destrozados por los miles de ruedas cuyos carruajes persiguen el objetivo de la vida? ¿O no ha perdido ninguno?
Él inclina la cabeza entristecido y calla.
Y de pronto lleva la mano de la dama a sus labios, la besa en silencio.
Luego dice con voz cordial:
—¡Adiós!
Ella le responde con vehemencia y sinceridad. No se siente avergonzada por haber revelado a un hombre, ajeno a ella durante años, su secreto más profundo y haberle desvelado su alma. Con una sonrisa le sigue con la mirada y piensa en las palabras que ha dicho sobre el amor, y el pasado se interpone nuevamente con pasos sigilosos, inaudibles, entre ella y el presente. Y de repente piensa que aquel hombre podría haber guiado su vida, y los pensamientos dan color a esta insólita idea.
Y despacio, muy despacio, sin que ella se dé cuenta, la sonrisa se apaga sobre sus soñadores labios...
A Franz Carl Ginzkey de todo corazón
Un día, cuando el diligente y apuesto camarero François se inclinó sobre el hombro de la bella condesa polaca Ostrovska, sucedió algo extraño. Sólo duró un segundo y no fue un estremecimiento o un sobresalto, un temblor o una emoción. Y, sin embargo, fue uno de esos segundos que abarcan miles de horas y de días llenos de júbilo y tormento, como el vigor vehemente de los grandes y fragorosos robles con todas sus ramas que se mecen y sus copas que se inclinan está contenido en un solo granito de semilla. En ese segundo no sucedió nada visible. François, el dúctil camarero del gran hotel de la Riviera se inclinó aún más, para presentar con mayor comodidad la fuente al cuchillo indeciso de la condesa. Pero su rostro descansó ese momento a pocos centímetros de las ondas dulcemente rizadas y perfumadas de su cabeza, y cuando instintivamente alzó la mirada devota, sus ojos turbados vieron la suave y luminosa línea blanca con la que su cuello surgía de esa marea oscura y se perdía en el vestido rojo oscuro abullonado. Una llamarada color púrpura le invadió. Y el cuchillo vibró suavemente en la fuente, presa de un imperceptible temblor. Aunque en ese segundo François intuyó todas las graves consecuencias de este repentino hechizo, dominó hábilmente su agitación y siguió sirviendo con el entusiasmo reservado y un poco galante de un garçon de buen gusto. Alargó la fuente con movimiento medido al acompañante habitual de la condesa, un aristócrata maduro dotado de una imperturbable elegancia, que relataba cosas indiferentes con entonación refinadamente acentuada y en un francés cristalino. Luego se apartó de la mesa sin alterar su mirada o su gesto.
Estos minutos fueron el comienzo de un estado de ensueño muy extraño y ferviente, de un sentimiento tan impetuoso y exaltado que apenas le corresponde el término grave y noble de amor. Era ese amor, de fidelidad canina y desprovisto de deseos, que los seres humanos generalmente no experimentan en la flor de su vida, que sólo sienten las personas muy jóvenes o muy ancianas. Un amor sin reflexión, que sólo sueña y no piensa. Olvidó por completo ese injusto y, sin embargo, inalterable desprecio que incluso personas inteligentes y circunspectas manifiestan hacia seres humanos que visten el frac de camarero; no especuló sobre posibilidades y casualidades, sino que alimentó en su sangre esa extraña inclinación hasta que su profundidad escapó a toda burla y crítica. Su ternura no era la de las miradas secretamente alusivas y al acecho, la temeridad de los gestos atrevidos que de repente se desata, la pasión sin sentido de labios sedientos y manos temblorosas; era una aplicación silenciosa, un prevalecer de aquellos pequeños servicios que son tanto más excelsos y sagrados en su modestia cuanto que permanecen a sabiendas ocultos. Después de la cena alisaba las arrugas del mantel delante de la silla de la condesa con dedos tan tiernos y dulces como quien acaricia las manos queridas y plácidas de una mujer; colocaba las cosas en su proximidad con simetría devota, como si las dispusiera para una fiesta. Con el mayor cuidado llevaba las copas que habían tocado sus labios a su estrecha y poco aireada buhardilla y de noche las dejaba relucir a la luz perlada de la luna como si fueran joyas preciosas. Constantemente era, desde cualquier rincón, el secreto observador de sus movimientos y actividades. Bebía sus palabras como quien paladea lascivamente un vino dulce y de perfume embriagador, y recogía las palabras y las órdenes ávido como los niños la rápida pelota en el juego. Así su alma embelesada introdujo en su pobre e indiferente vida un brillo cambiante y opulento. Nunca se le ocurrió la sabia necedad de trasponer todo el episodio a las palabras frías y destructivas de la realidad de que el miserable camarero François amaba a una condesa exótica y eternamente inalcanzable. Porque él no la sentía como realidad, sino como algo excelso, muy lejano, que bastaba con su reflejo de la vida. Amaba el imperioso orgullo de sus órdenes, el ángulo dominante de sus cejas negras que casi se tocaban, el pliegue indómito alrededor de la boca fina, la gracia segura de sus gestos. La sumisión le parecía a François algo natural y sentía como dicha la proximidad humillante del servicio modesto, porque gracias a ella podía entrar tan a menudo en el círculo seductor que rodeaba a su amada.
Así despertó de repente en la vida de un hombre sencillo un sueño, como una flor de jardín noble y cuidadosamente criada, que florece en una carretera donde el polvo de los caminantes ahoga todos los brotes. Era el vértigo de un ser sencillo, un sueño embrujador y narcótico en medio de una vida fría y monótona. Y los sueños de seres como él son como barcas sin timón, que van a la deriva presas de una voluptuosidad fluctuante sobre aguas silenciosas y espejeantes, hasta que de pronto su quilla choca con una sacudida seca en una orilla desconocida.
La realidad, sin embargo, es más fuerte y sólida que todos los sueños. Una noche el corpulento portero procedente del Waadtland le dijo a François al pasar: “La Ostrovska se marcha mañana con el tren de las ocho”. Y luego añadió otros nombres sin importancia que él apenas escuchó. Porque esas palabras se habían transformado en su cerebro en un confuso remolino tumultuoso. Varias veces se pasó los dedos mecánicamente por la frente afligida, como si quisiera apartar un sedimento pesado, que allí reposaba y obnubilaba la razón. Dio unos pasos titubeantes. Inseguro y atemorizado cruzó delante de un alto espejo de marco dorado, del que le salió al encuentro un rostro mortalmente pálido y extraño. Los pensamientos no acudían a su mente, estaban por así decir aprisionados tras un muro oscuro y nebuloso. Casi inconsciente, descendió agarrándose a la balaustrada la amplia escalera hacia el jardín sumido en sombras, en el que los altos pinos se erguían solitarios como pensamientos sombríos. Su silueta intranquila dio unos inciertos pasos más, como el vuelo bajo y tambaleante de un ave nocturna enorme y oscura, y por fin se dejó caer en un banco apoyando la cabeza en su frío respaldo. El silencio era absoluto. A su espalda, entre los arbustos redondeados, relucía el mar. Luces suaves y trémulas chispeaban sobre su superficie, y en el silencio se perdía la monótona cantinela murmurante de lejanos rompientes.
Y de pronto todo estaba claro, muy claro. Tan dolorosamente claro que François casi sonrió. Todo había acabado, sencillamente. La condesa Ostrovska se marcha a casa y el camarero François queda atrás en su puesto.
¿Acaso era tan raro? ¿No se marchaban al cabo de dos, tres o cuatro semanas todos los extranjeros que venían? Qué tontería no haberlo pensado antes. Porque todo estaba tan claro como para reír o llorar. Y sus pensamientos bullían y bullían. Mañana por la noche, con el tren de las ocho con dirección a Varsovia. A Varsovia... horas y horas a través de bosques y valles, a través de colinas y montañas, a través de estepas y ríos y dinámicas ciudades. ¡Varsovia!
¡Qué lejos quedaba! No podía siquiera imaginar, aunque sí sentir en lo más profundo, esa palabra orgullosa y amenazadora, dura y lejana: Varsovia. Y él...
Durante un segundo aleteó una pequeña y fantástica esperanza. Podía seguirla. Y buscar empleo allí como criado, escribiente, cochero, esclavo; estar allí en la calle como mendigo, todo menos estar tan horriblemente lejos; al menos respirar el aliento de la misma ciudad, verla quizá pasar, ver su sombra, al menos, su vestido y su cabello negro. Ya surgían precipitadas visiones. Pero el momento era duro e implacable. François vio lo inalcanzable desnudo y claro. Calculó: cien o doscientos francos ahorrados, en el mejor de los casos. No bastaban ni para la mitad del camino. Y entonces ¿qué? Como a través de un velo desgarrado vio de pronto su vida, presintió lo pobre, miserable y fea que indefectiblemente sería de ahora en adelante. Años vacíos ejerciendo su profesión de camarero, torturado por un insensato deseo, esa ridiculez iba a ser su futuro. Le recorrió un escalofrío. Y de pronto todas las cadenas de pensamientos confluyeron arrebatadas e imparables. Había únicamente una posibilidad.
Las copas de los árboles se mecían en una brisa apenas perceptible. La noche oscura y negra se alzaba amenazadora ante él. Entonces se alzó seguro y sereno del banco y se dirigió por la grava crujiente hacia el gran edificio que dormía en blanco silencio. Debajo de una de sus ventanas hizo un alto. Estaba ciega y sin un signo brillante de luz en el que se hubiera podido encender el deseo soñador. Ahora su sangre circulaba con latidos tranquilos, y se alejó como alguien al que ya nada confunde y engaña. En su cuarto se echó sin agitación alguna sobre la cama y durmió con un sueño denso y sin imágenes hasta la señal matutina del despertar.
Al día siguiente su comportamiento se ciñó por completo a los límites de la deliberación meticulosamente definida y de la calma forzada. Con fría indiferencia cumplió con sus obligaciones, y sus gestos tenían una seguridad tan absoluta y tan despreocupada, que nadie hubiera imaginado detrás de la máscara falaz la amarga decisión. Poco antes de la hora de la cena, acudió con sus pequeños ahorros a la floristería más selecta y compró flores exquisitas que en su espléndido colorido le sugerían palabras: tulipanes del color del oro fogoso, que eran como la pasión; crisantemos blancos de amplia corola, como sueños luminosos y exóticos; finas orquídeas, las imágenes estilizadas del deseo, y unas soberbias rosas embriagadoras. Y luego compró un valioso jarrón de cristal con destellos opalescentes. Los pocos francos que aún le quedaban se los regaló al pasar, con un gesto rápido y distraído, a un niño que pedía limosna. Luego volvió al hotel. Con solemnidad melancólica colocó el jarrón con las flores delante del cubierto de la condesa, que dispuso por última vez con voluptuoso y minucioso esmero.
Llegó el momento de la cena. François sirvió la mesa como siempre: reservado, silencioso y competente, sin alzar los ojos. Sólo al final envolvió la silueta cimbreante y orgullosa de la condesa con una mirada infinita, que ella no percibió. Nunca le había parecido tan bella como en esta mirada última y libre de todo deseo. Luego se apartó con serenidad de la mesa, sin gesto alguno de despedida, y abandonó la sala. Como un huésped ante el que se inclinan los criados, atravesó los pasillos y descendió la elegante escalera de recepción hasta la calle: era evidente que en ese momento dejaba atrás su pasado. Delante del hotel se detuvo un segundo, indeciso; entonces empezó a caminar, bordeando iluminadas villas y amplios jardines, siempre adelante como un paseante ensimismado, sin saber adónde se dirigía.
Así vagó inciertamente hasta el anochecer en un estado de enajenación ensoñada. Ya no pensaba más en las cosas. Ni en las pasadas ni en las inevitables. Ya no le daba vueltas a la idea de la muerte, como sin duda en los últimos momentos el suicida circunspecto sopesa en la mano el brillante y amenazador revólver de profundo ojo y lo vuelve a dejar en la mesa. Hacía tiempo que se había sentenciado a sí mismo.
Por su mente sólo pasaban imágenes en raudo vuelo, como golondrinas de viaje. Primero, los días de la juventud hasta aquella fatal hora de clase cuando una estúpida aventura le propulsó violentamente desde la perspectiva de un futuro prometedor a la confusión del mundo. Luego los viajes incesantes, las dificultades por el sueldo, los proyectos, una y otra vez fracasados, hasta que la gran oleada negra, que llamamos el destino, quebró su orgullo y le dejó abandonado en un puesto indigno. Muchos recuerdos multicolores pasaron revoloteando por su mente. Por fin relució el suave reflejo de los últimos días en sus sueños despiertos; y de nuevo abrieron violentamente la oscura puerta de la realidad que debía traspasar. Recordó que deseaba morir en ese mismo día.
Durante un rato recapacitó sobre los muchos caminos que conducen a la muerte, y comparó su respectiva amargura y su definitiva prontitud. Hasta que le traspasó un pensamiento. En su sombría cavilación se le ocurrió un funesto símbolo: así como la condesa había arrasado inconsciente y destructivamente su vida, así debía arrollar también su cuerpo. Ella misma lo llevaría a cabo. Ella misma consumaría su obra. Y ahora sus pensamientos se aceleraron con increíble seguridad. En algo menos de una hora, a las ocho, salía el exprés que la llevaba a su encuentro. Se arrojaría debajo de sus ruedas, se dejaría destrozar por la misma fuerza arrebatadora que le arrancaba a la mujer de sus sueños. Se desangraría debajo de sus pies. Los pensamientos galopaban y se perseguían jubilosos. François ya conocía el lugar. Más arriba, al borde del bosque, donde las copas frondosas de los árboles oscurecían la última vista sobre la cercana bahía. Miró el reloj: los segundos y los latidos de su sangre casi marcaban el mismo ritmo. Era hora de ponerse en camino. Y ahora, de repente, sus pasos cansinos se volvieron elásticos y decididos, con ese ritmo duro y precipitado que el sueño mata en su avance. Agitado se precipitó en el esplendoroso crepúsculo del anochecer meridional hacia el lugar en el que, entre lejanas colinas cubiertas de bosque, el cielo aparecía incrustado como una línea color púrpura. Y corrió hasta llegar a las vías del tren, que relucían como dos líneas plateadas y le mostraban el camino. Le condujeron por una ruta sinuosa hacia la altura, a través de perfumados y profundos valles, cuyos velos de niebla atenuaban plateados la luz cansina de la luna; le condujeron ascendiendo a las colinas, desde las que se veía lo lejos que el mar vasto y nocturno refulgía con sus brillantes luces costeras. Y le mostraron por fin el profundo bosque mecido por el inquieto viento, que sumergió las vías en las sombras que se cernían.
Ya era tarde cuando François llegó con respiración entrecortada a la ladera oscura del bosque. Los árboles lo rodeaban lúgubres y negros. Sólo arriba, entre las copas transparentes asomaba la luz temblorosa y pálida de la luna entre las ramas, que se quejaban cuando la ligera brisa de la noche las tomaba en sus brazos. De vez en cuando resonaban extrañas llamadas de lejanos pájaros nocturnos en el apretado silencio. Los pensamientos se le paralizaron por completo en esa aprensiva soledad. François sólo esperaba, esperaba y miraba fijamente si allá abajo, en la curva de la primera serpentina ascendente, asomaba la luz roja del tren. De vez en cuando consultaba nervioso el reloj y contaba los segundos. Luego volvía a prestar atención al lejano grito del tren. Pero era imaginación suya. El silencio era total. El tiempo parecía haberse congelado.
Por fin brilló allá abajo la luz. En ese segundo François sintió una sacudida en el corazón, aunque no hubiera podido decir si de temor o de alegría. Con un movimiento impetuoso se tiró sobre las vías. Al principio sólo sintió un instante el agradable frío de los raíles de hierro en su sien. Luego aguzó el oído. El tren aún estaba lejos. Podía tardar algunos minutos. Ahora no se oía nada excepto el susurro de los árboles en el viento. Los pensamientos saltaban confusos. Y de pronto uno que permaneció, clavado como una dolorosa flecha en su corazón: que él moría por ella y que ella nunca lo sabría. Que ni la más pequeña ola de su vida encrespada había tocado la de ella. Que ella nunca sabría que una vida ajena había venerado la suya y se había destrozado contra ella.
Apenas perceptible y muy lejano se oía jadear por el aire casi quieto el golpeteo rítmico de la máquina que remontaba la pendiente. Pero el pensamiento seguía quemando con igual fuerza y atormentaba los últimos minutos del moribundo. El tren se aproximaba más y más con su estrépito metálico. Y entonces François abrió una vez más los ojos. Sobre él se extendía un cielo mudo de un azul casi negro y las copas intranquilas de unos árboles. Y sobre el bosque resplandecía una estrella blanca. Una estrella solitaria sobre el bosque... Los raíles empezaron a vibrar suavemente y a zumbar bajo su cabeza. Pero el pensamiento ardía como fuego en su corazón y en la mirada que abarcaba toda la intensidad y la desesperación de su amor. Todo el deseo y esta última dolorosa pregunta se volcaron en la estrella blanca y reluciente, que miraba benignamente sobre él. El tren se aproximaba más y más. Y el moribundo envolvió una vez más con una última e inefable mirada la estrella sobre el bosque. Luego cerró los ojos. Los raíles temblaron y vibraron, la marcha estrepitosa del presuroso tren se acercaba más y más y el bosque resonaba como grandes y martilleantes campanas. La tierra pareció tambalearse. Aún un aturdidor chirrido, un estruendo arremolinado, luego un estridente pitido, el grito de animal asustado del silbato del tren y la queja disonante de un freno inútil.
La bella condesa Ostrovska ocupaba en el tren un compartimiento reservado. Desde el inicio del viaje leía una novela francesa, mecida suavemente por el balanceo del vagón. El aire del estrecho habitáculo era sofocante y estaba cargado del denso perfume de muchas flores a punto de marchitarse. En las magníficas cestas de despedida los racimos de lilas blancas ya dejaban caer la cabeza, cansinas como frutas excesivamente maduras, las flores colgaban flácidas de sus tallos, y los cálices pesados y dilatados de las rosas parecían consumirse en la nube caliente de los aromas embriagadores. Un atosigante bochorno calentaba las pesadas oleadas de perfume, suspendidas perezosas incluso en la presteza acelerada del tren.
De pronto, la condesa dejó caer el libro con dedos fatigados. Ni ella misma sabía por qué. Una sensación misteriosa la invadió. Sintió una presión sorda y dolorosa. Un dolor repentino, inexplicable y angustioso se apoderó de su corazón. Creyó que iba a asfixiarse en el vaho turbador y cálido de las flores. Y ese aterrador dolor no cedía, sentía cada vibración de las ruedas veloces, la ciega marcha hacia adelante la martirizaba indeciblemente. La asaltó un deseo fulminante de parar el impulso acelerado del tren, de detenerlo ante el oscuro dolor hacia el que se precipitaba. Nunca en su vida había sentido su corazón atenazado por algo tan horrible, invisible y cruel como en esos segundos de dolor inconcebible y miedo inexplicable. Y esa sensación se hizo más y más acuciante, y más apretada la presión alrededor de su garganta. Como una plegaria surgió en ella el deseo de que el tren parara.
Ahí, de repente, un estridente silbato, el grito salvaje de aviso del tren y el quejido de los frenos con su lamentable chirrido. Y el ritmo ralentizado de las ruedas aladas, más y más lento, luego un tartamudeo mecánico y un golpe brusco.
Con dificultad se acercó a la ventanilla para aspirar a bocanadas el aire fresco. El cristal descendió ruidosamente. Afuera siluetas negras, corriendo... Palabras al vuelo de múltiples voces: un suicida... Bajo las ruedas... Muerto... En pleno campo...
La condesa se estremece. Instintivamente su mirada se alza hacia el cielo alto y silencioso y hacia los árboles negros mecidos por el viento. Y sobre ellos una estrella solitaria sobre el bosque. La condesa siente su mirada como una lágrima refulgente. La contempla y de pronto siente una tristeza como nunca la ha sentido. Una tristeza llena de fuego y deseo, como nunca existió en su vida...
El tren reanuda lentamente su marcha. La condesa se reclina en la esquina de su butaca y lágrimas silenciosas se deslizan por sus mejillas. La angustia sorda ha desaparecido, ya sólo siente un profundo y extraño dolor, cuyo origen busca explicarse en vano. Un dolor como el que tienen los niños asustados, cuando despiertan en la noche oscura e impenetrable y sienten que están por completo solos...
¿Acaso el viento ha vuelto a soplar lluvia sobre la ciudad, y por eso ha oscurecido tan de repente en nuestra habitación? No. El aire está claro como el cristal y tranquilo como pocas veces en estos días de verano, pero se ha hecho tarde y no nos hemos dado cuenta. Sólo las ventanas de las buhardillas de enfrente sonríen todavía con brillo tenue, y el cielo encima del tejado ya lleva un halo de humo dorado. Dentro de una hora será de noche. Dentro de una hora maravillosa, porque nada es más bello que este color, que marchita poco a poco y se ensombrece, y luego en la habitación la oscuridad, que brota del suelo hasta que por fin las olas negras rebasan las paredes y nos arrastran consigo hacia sus tinieblas. Cuando estamos así, el uno frente al otro, y nos miramos sin palabras, parece en esta hora como si el rostro familiar se volviera en las sombras más viejo y más extraño y más lejano, como si no lo hubiéramos visto nunca así y apareciera a través de un gran espacio y muchos años. Pero tú ahora, según dices, no quieres el silencio, porque en él se oye con demasiada congoja cómo el reloj rompe el tiempo en mil pedazos y la respiración se vuelve audible como la de un enfermo. Me pides que te cuente algo. Muy bien. Pero no de mí, porque nuestra vida en estas ciudades interminables es pobre en experiencias, o así nos parece, porque aún no sabemos lo que verdaderamente nos pertenece. Voy a contarte una historia en esta hora, que en el fondo sólo ama el silencio, y me gustaría que tuviera algo de esta luz cálida, blanda y fluida del anochecer, que flota delante de nuestras ventanas, velándolas.
No sé cómo esta historia llegó a mí. Recuerdo que estaba aquí sentado una tarde a primera hora, leyendo un libro, y que lo dejé caer perdido en divagaciones, quizá sumido en un ligero sueño. Y de pronto vi unos personajes deslizándose a lo largo de las paredes, y pude escuchar sus palabras y ver sus vidas. Pero, cuando quise seguirlos con la mirada mientras se alejaban, me desperté solo. A mis pies se hallaba el libro. Al recogerlo y buscar en él los personajes ya no encontré la historia; como si hubiera caído de las páginas a mis manos, o quizá nunca estuvo en ellas. A lo mejor la había soñado o leído en una de esas nubes multicolores que llegaron hoy a nuestra ciudad de lejanos países y se llevaron la lluvia que nos ha deprimido tanto tiempo. ¿O la había escuchado en aquella vieja e ingenua canción que un organillero interpretaba melancólico bajo mi ventana, o me la ha contado alguien hace años? No lo sé. Historias así llegan a menudo hasta mí, y yo dejo correr distraídamente sus hechos entre mis dedos, sin retenerlos, así como acariciamos al pasar las espigas y las flores de alto tallo sin arrancarlas. Yo las sueño desde una imagen brusca y colorida hasta un final más suave, pero no las toco. Hoy quieres una historia mía, y yo te la voy a contar en esta hora en la que la penumbra nos hace desear ver relucir ante nuestros ojos, hartos de grisalla, cosas multicolores y movidas.
¿Cómo empezar? Siento que debo rescatar de la oscuridad un instante, una imagen, una figura, porque así comienzan en mí estos extraños sueños. Ahora recuerdo. Veo un esbelto muchacho, que desciende la escalera de anchos peldaños de un castillo. Es de noche y una noche de poca y pálida luz de luna, pero yo capto como en un espejo iluminado cada contorno de su cuerpo elástico, y veo sus rasgos con gran precisión. Es extremadamente bello. Su cabello negro peinado a la manera infantil cae liso sobre la frente casi demasiado alta, y las manos, que extiende en la oscuridad para palpar el calor del aire caldeado por el sol, son muy delicadas y nobles. Su paso vacila. Abstraído, desciende hacia el inmenso jardín con muchos árboles redondos que se mecen en la brisa y en el que un solo y amplio paseo brilla como un puente blanco.
No sé cuándo sucede todo esto, si ayer o hace cincuenta años, y no sé dónde, aunque creo que debe de ser en Inglaterra o en Escocia, porque sólo allí he visto castillos tan altos, con grandes sillares, que desde la distancia amenazan agrestes como fortificaciones pero que a los ojos amigos se inclinan sobre jardines claros y floridos. Sí, ahora lo sé con toda seguridad: es allá arriba, en Escocia, porque sólo allí los veranos son tan resplandecientes que el cielo brilla lechoso como un ópalo y los campos nunca oscurecen, todo parece estar iluminado suavemente desde dentro y sólo las sombras, como grandes pájaros negros, descienden sobre las superficies claras. Es en Escocia, ¡oh sí!, ahora lo sé sin ninguna duda, y si me esforzara un poco encontraría el nombre de ese castillo condal y también el del muchacho, porque ya se desprende rápidamente la corteza oscura del sueño y lo siento todo con tanta precisión como si en vez de un recuerdo fuera una vivencia. El muchacho se halla pasando el verano en casa de su hermana casada y, siguiendo la amigable costumbre inglesa, no es el único invitado; al anochecer se reúnen varios amigos cazadores y sus esposas, además unas cuantas muchachas, esbeltas y bellas, cuya alegría y juventud juega en medio de risas, nunca ruidosas, con el eco de los viejos muros. Durante el día los caballos trotan de aquí para allá, los perros aparecen en grupos y allá, en el río, relumbran dos o tres barcas: una actividad sin premura concede al día un agradable ritmo rápido.
Pero ahora es de noche, la cena ha acabado. Los caballeros fuman y juegan en la sala; hasta medianoche se proyectan desde las ventanas iluminadas conos de luz de contornos imprecisos sobre el parque, a veces se oye una carcajada bienhumorada. Las damas generalmente ya se han retirado a sus habitaciones, quizá una o dos aún charlan en el porche. Y así el muchacho está completamente solo esa noche. Con los caballeros aún no puede estar, o sólo durante un rato, y ante las mujeres se siente tímido, porque a menudo, cuando abre la puerta, ellas bajan la voz y él nota que hablan de cosas que no debe oír. Además, no le gusta su compañía, le hacen preguntas como si fuera un niño y escuchan distraídas sus respuestas, lo utilizan para mil pequeños favores y le dan las gracias como a un chico educado. Por eso había querido ir a la cama y había ya subido la vetusta escalera; pero su habitación estaba demasiado cargada, saturada de un calor sofocante e inmóvil. Alguien había olvidado cerrar de día las ventanas y el sol había campado por sus respetos: había incendiado la mesa y abrasado la cama, había descansado pesadamente sobre las paredes y su aliento caluroso aún vibraba en las esquinas y las cortinas. Además, era tan pronto todavía... Fuera, la noche de verano brillaba como una vela blanca, tan plácida, tan quieta, tan libre de deseos... Y entonces el muchacho decide descender nuevamente la escalera hasta el jardín sobre cuyo perímetro oscuro el cielo se cierne como una aureola y donde le recibe persuasivo un perfume pleno, exhalado por muchas flores invisibles. El muchacho siente una extraña agitación. En el sentimiento confuso de sus quince años no sabría decir por qué, pero los labios le tiemblan como si deseara balbucear algo en la noche o alzar las manos o cerrar los ojos durante largo rato, como si existiera algo misterioso e íntimo entre él y esta noche plácida de verano que exigiera palabras o una señal de reconocimiento.
El muchacho abandona lentamente el amplio y abierto paseo y entra en un estrecho camino lateral, donde los árboles parecen abrazarse allá arriba con sus copas iluminadas por rayos plateados, mientras que abajo reina la oscuridad densa de la noche. Sólo ese indescriptible rumor del silencio en un jardín, ese vibrar sonoro, como si cayera una blanda lluvia sobre el césped o las hierbas se frotaran susurrando afinadamente las unas contra las otras, recibe al paseante ensimismado en dulce e inconcebible melancolía. De vez en cuando roza ligeramente un árbol o se para, para prestar oído a un murmullo huidizo; el sombrero le oprime la frente y se lo quita para sentir en las sienes desnudas, donde palpita su sangre, la mano del adormilado viento.
De pronto, al penetrar aún más en la oscuridad, sucede algo insólito. A su espalda cruje suavemente la grava. Y cuando se vuelve alarmado no ve más que el vaporoso destello de una silueta alta y blanca que se le acerca y ya está a su lado, y sobrecogido se siente estrechado con fuerza pero sin violencia entre unos brazos femeninos. Un cuerpo cálido y blando se aprieta contra el suyo, una mano pasa veloz y estremecida por su pelo y echa hacia atrás su cabeza: tambaleándose siente contra su boca un fruto extraño, abierto, labios temblorosos, que succionan los suyos. Tan cerca está ese rostro del suyo que no puede ver sus rasgos. Y tampoco se atreve a ello, pues un estremecimiento le invade el cuerpo como un dolor y le obliga a cerrar los ojos y a entregarse sin voluntad a esos labios ardientes como si fuera una presa; indecisos, inseguros como una pregunta, sus brazos rodean la figura extraña, y con repentina vehemencia el muchacho atrae hacia sí el cuerpo desconocido. Sus manos recorren ávidamente las blandas líneas, descansan y continúan impacientes, cada vez más febriles y exaltadas. Ahora, más insistente y ya volcado sobre él, como una deliciosa carga, todo el peso del cuerpo reposa sobre su pecho que se rinde. Siente que como si naufragara y se desintegrara bajo esta jadeante presión y las rodillas le flaquean. No piensa en nada, ni cómo esa mujer ha llegado hasta él, ni cuál es su nombre; sólo bebe con los ojos cerrados el deseo de estos labios ajenos, húmedos y perfumados, hasta estar embriagado, sin voluntad, enajenado a la deriva hacia una inmensa excitación. Le parece como si de repente hubieran caído estrellas a su alrededor, tan fuerte es el centelleo delante de sus ojos, y como chispas vibra y arde todo lo que toca. Y él no sabe cuánto tiempo dura todo esto, si son horas las que lleva encadenado tan dulcemente, o son segundos: siente que todo arde en el sentimiento del sensual combate y que corre sin freno hacia un maravilloso vértigo.
Repentinamente se rompe la cadena incandescente. Bruscamente, casi con furia, la opresión abandona su acosado pecho, la figura desconocida se pone en pie, y ya vuela luminoso y veloz un rayo blanco de luz a lo largo de los árboles y desaparece, antes de que él pueda alzar las manos y retenerle.
¿Quién era la desconocida? ¿Cuánto había durado aquello? Desasosegado, aturdido se apoyó en un árbol. Poco a poco la reflexión fría volvió a circular entre las sienes febriles: su vida le pareció haber avanzado de repente miles de horas. Lo que había soñado confusamente sobre las mujeres, ¿era de pronto realidad? ¿O sólo era un sueño? Se tanteó el cuerpo, se pasó la mano por el pelo. Sí, sus sienes palpitantes están húmedas, húmedas y frescas del rocío de la hierba en la que se habían precipitado. Y ahora todo pasa como un relámpago ante sus ojos, de nuevo siente arder los labios, respira el extraño y chispeante perfume de la voluptuosidad de aquel vestido e intenta evocar las palabras. Pero no recuerda ninguna.
Y ahora se da cuenta, asustado, de que la desconocida no ha dicho nada, ni siquiera su nombre; que él no conoce más que sus suspiros desbordantes y el desafío, el sollozo contenido de la voluptuosidad; que conoce el perfume de su cabello revuelto, la presión cálida de sus pechos, el esmalte liso de su piel; sabe que su figura, su aliento, toda su palpitante sensibilidad le han pertenecido y que, sin embargo, ignora quién es esa mujer que le ha asaltado en la oscuridad con su amor. Que ha de buscar balbuceando un nombre para expresar su sorpresa y su dicha.
Y entonces lo insólito que acaba de vivir con una mujer le parece pobre, muy pobre e insignificante, comparado con el misterio deslumbrante que le mira con ojos insinuantes desde la oscuridad. ¿Quién es esa mujer? Rápidamente repasa todas las posibilidades, convoca ante sus ojos las imágenes de todas las mujeres que habitan en el castillo; recuerda cada momento memorable, extrae de su memoria cada conversación con ellas, cada sonrisa de las cinco o seis mujeres que pudieran estar involucradas en el enigma. La joven condesa E., que tan a menudo contesta mal a su caduco marido, quizá, o la joven esposa de su tío, que tiene unos ojos tan extrañamente dulces, y al mismo tiempo tan irisados, o —se estremeció ante la idea— una de las tres hermanas, sus primas, que son tan parecidas entre sí con su manera distinguida, altanera y brusca. Imposible... todas ellas eran personas comedidas y sensatas. En los últimos años se había sentido más de una vez como un desterrado o un enfermo, desde que secretos ardores le torturaban y se introducían inquietantes en sus sueños, ¡cómo había envidiado a todos los que se hallaban tan libres de vértigo y de deseo, o al menos lo parecían, asustado por el despertar de la pasión como por una enfermedad! ¿Y ahora...? Pero ¿quién, quién entre todas estas mujeres sería capaz de simular con tal perfección?
Poco a poco insistente la pregunta fue disolviendo la embriaguez en su sangre. Ya es tarde, las luces en la sala de juego están apagadas, sólo él está todavía despierto en el castillo, él... y quizá esa otra persona desconocida. Mansamente le invade el cansancio. ¿Para qué cavilar más? Una mirada, un destello entre los párpados, un apretón de manos secreto le revelará mañana todo. Ensimismado sube la escalera, ensimismado como la ha descendido, pero tan infinitamente diferente... Su sangre aún está ligeramente alborotada y la habitación caldeada le parece ahora más clara y fresca.
Cuando despierta a la mañana siguiente, los caballos ya piafan y resoplan abajo, oye voces y risas y su nombre entre ellas. Salta de la cama rápidamente —el desayuno ya ha pasado—, se viste a toda prisa y corre escaleras abajo donde los otros le reciben con alegría. “Dormilón”, le recibe risueña la condesa E. y la risa brilla en sus ojos claros. Una mirada ávida abarca su rostro; no, ella no puede haber sido, su risa es demasiado despreocupada.
“¿Has tenido sueños dulces?”, se burla la joven dama, pero a él le parece demasiado frágil su delicado cuerpo. Intranquila, su pregunta vuela de rostro en rostro, pero en ninguno le espera un reflejo cómplice.