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¿Había superado sus sentimientos? Emilio Suárez, directivo de la Western Oil, era un hombre que se había hecho a sí mismo y una de las personas más ricas de Texas. Un día Izzie Winthrop se presentó en su casa. Era la mujer que lo había abandonado cuando él era el hijo de la criada de la familia de Izzie. Y ahora, la pobre niña rica le estaba pidiendo ayuda y le ofrecía la posibilidad de vengarse. Viuda y arruinada, la bella Izzie estaba tan desesperada que aceptó ser la criada de Emilio un mes. Tiempo suficiente para que él ejecutara su venganza.
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Seitenzahl: 156
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Michelle Celmer. Todos los derechos reservados.
SUYA POR UN MES, N.º 1864 - julio 2012
Título original: One Month with the Magnate
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0665-8
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
Aquel momento era, sin lugar a dudas, el peor momento de la vida de Isabelle Winthrop Betts.
Ni el dolor de las bofetadas de su padre le había causado una humillación tan profunda como la que sentía por culpa de Emilio Suárez, un hombre del que había estado enamorada y con el que había considerado la posibilidad de casarse.
Pero su padre se había asegurado de que no se casaran. E Isabelle comprendió la reacción de Emilio cuando ella entró en su despacho de la Western Oil y él le dedicó una mirada amarga y distante, como la de un rey sentado en su trono que se dirigiera a un súbdito sin ninguna importancia.
Al fin y al cabo, Isabelle era precisamente eso. Gracias a Leonard, el hombre que al final se había convertido en su marido, había pasado de ser una de las mujeres más ricas del Estado de Texas a ser una viuda sin casa, sin dinero y a punto de ser condenada por un supuesto delito de fraude.
Y todo, por haber sido demasiado ingenua. Por haber confiado en su esposo y por haber firmado, sin leerlos antes, los documentos que le dio a firmar.
Pero ella no podía dudar de la persona que la había rescatado del infierno; de la persona que seguramente le había salvado la vida.
Y el muy canalla de Lenny había muerto antes de poder exonerarla.
–¿Cómo te atreves a pedirme ayuda?
La suave y profunda voz de Emilio, que siempre había excitado las terminaciones nerviosas de Isabelle, sonó esta vez con tanta hostilidad que la dejó helada. Con una hostilidad que también comprendía, porque le había partido el corazón. Pero no tenía más remedio que ponerse en sus manos y esperar que se apiadara de ella.
–¿Por qué has venido a mí? –continuó, escudriñándola con sus ojos de color gris oscuro–. ¿Por qué no acudes a tus amigos ricos?
Isabelle podría haber contestado que acudía a él porque su hermano era el fiscal que llevaba la acusación por fraude; incluso podría haber contestado que ya no tenía amigos, que todos habían invertido su dinero en los negocios de Lenny y que algunos habían perdido muchos millones dólares. Pero se limitó a decir:
–Porque eres el único que me puede ayudar.
–¿Y por qué querría ayudarte? ¿No te has parado a pensar que me puede agradar la idea de que termines en prisión?
Isabelle intentó sobreponerse al dolor que sus palabras le causaron y al hecho aparentemente obvio de que la odiaba.
Pensó que sería feliz cuando supiera que, según su abogado, Clifton Stone, apenas tenía posibilidades de librarse de la cárcel; las pruebas contra ella eran tan concluyentes que, desde su punto de vista, solo quedaba una opción: llegar a un acuerdo con el fiscal. Y aunque la perspectiva de volver a la cárcel le daba pánico, estaba preparada a asumir la responsabilidad de sus actos y aceptar el castigo que la Justicia considerara apropiado.
Desgraciadamente, Lenny también había involucrado a la madre de Isabelle en sus chanchullos. E Isabelle no podía permitir que Adriana Winthrop pasara el resto de sus días en prisión; sobre todo, después de que su esposo la sometiera a muchos años de maltrato físico y emocional.
–No me importa lo que me ocurra –le confesó Isabelle–. Solo quiero limpiar el buen nombre de mi madre.
No tuvo nada que ver en los negocios de Leonard.
–Querrás decir en los negocios de Leonard y en los tuyos –la corrigió.
Ella tragó saliva y asintió en silencio.
–Entonces, ¿admites tu culpabilidad?
Antes de responder, Isabelle pensó que, si la confianza ciega era un delito, era definitivamente culpable.
–Admito que soy responsable de haberme metido en este lío.
–Pues tendrás que salir sola de él. Además, ahora no tengo tiempo de hablar contigo. Has venido en mal momento.
Isabelle sabía que estaba muy ocupado. La semana anterior se había producido un accidente en una refinería, en el que habían resultado heridos varios trabajadores. De hecho, la sede de la Western Oil se encontraba prácticamente asediada por los periodistas.
Pero no podía esperar más. Se estaba quedando sin tiempo. Necesitaba su ayuda y la necesitaba de inmediato.
–Sé que es mal momento, Emilio. Pero esto es urgente.
Emilio se recostó en su sillón, se cruzó de brazos y la miró. Con traje y el pelo peinado hacia atrás, se parecía muy poco al chico que había sido amigo suyo desde la adolescencia. El chico del que se había enamorado a primera vista, cuando ella tenía doce años y él, quince. El chico que no se había fijado en ella hasta mucho tiempo después, cuando ya eran estudiantes universitarios.
La madre de Emilio era la mujer que limpiaba la casa de los padres de Isabelle. Y para el padre de Isabelle, ese detalle convertía a Emilio en poco menos que un apestado.
A pesar de ello y de saber que pagarían un precio muy alto si los descubrían, empezaron a salir en secreto. Pero tuvieron suerte. Hasta que el padre de Isabelle se enteró de que habían hecho planes para fugarse.
No contento con castigar a su hija, despidió a la madre de Emilio y la acusó falsamente de haber robado en la casa, a sabiendas de que nadie querría contratar a una ladrona.
Ahora, años más tarde, Isabelle pensó que su padre se estaría revolviendo en la tumba. El hijo de la criada se había convertido en un hombre poderoso y ella se humillaba ante él para pedirle ayuda.
Indiscutiblemente, su padre había cometido un error muy grave con Emilio.
–Entonces, ¿has venido a verme por tu madre?
Isabelle asintió.
–Mi abogado afirma que tu hermano tiene el apoyo de los medios de comunicación y que, en esas circunstancias, no querrá llegar a un acuerdo. Pero si la condenan, pasará unos cuantos años en la cárcel.
–Puede que también desee verla en prisión…
A Isabelle se le erizó el vello. Adriana Winthrop siempre había sido afectuosa con Emilio y con su madre. No les había hecho ningún daño. Solo era culpable de haberse casado con un maltratador. Aunque en eso tampoco era completamente culpable, porque había intentado divorciarse de él y había pagado caro su atrevimiento.
–Y supongo que te has presentado aquí con ese aspecto porque crees que así sentiré lástima de ti, ¿verdad?
Ella se resistió al impulso de bajar la mirada y contemplar la blusa y los pantalones pasados de moda que se había puesto. Emilio no parecía saber que le habían confiscado todas sus posesiones y que ya no era la mujer que había sido. Se había vestido así porque no tenía nada mejor.
–No me das pena –continuó– En mi opinión, tienes lo que te mereces.
Isabelle pensó que en eso tenía razón.
Y pensó que se había equivocado al acudir a él. No la iba a ayudar. Su amargura era demasiado profunda.
Se levantó del sillón, derrotada, y habló con voz temblorosa.
–Bueno… de todas formas, te doy las gracias por haberme concedido unos minutos.
–Siéntate –ordenó.
–¿Para qué? Es obvio que no me vas a ayudar.
–Yo no he dicho que no te vaya a ayudar.
Las débiles esperanzas de Isabelle renacieron. Se volvió a sentar y escuchó a su antiguo novio.
–Intercederé ante mi hermano en defensa de tu madre, pero me temo que tendrás que hacer algo a cambio.
Isabelle sintió un escalofrío.
–¿Qué quieres que haga?
–Serás mi ama de llaves durante treinta días. Me prepararás la comida y limpiarás la casa y la ropa. Harás cualquier cosa que te pida. Y al final de esos treinta días, si estoy satisfecho con tu trabajo, hablaré con mi hermano.
Emilio le estaba pidiendo que trabajara para él como su madre había trabajado para la familia de ella. Obviamente, era una venganza.
Isabelle se preguntó qué le habría pasado al chico dulce y de gran corazón del que se había enamorado en su juventud. El chico que jamás habría sido capaz de trazar un plan tan diabólico como ese y mucho menos, de ejecutarlo.
Había cambiado mucho. Y se le hizo un nudo en la garganta al pensar que probablemente era culpa suya; que se había convertido en un hombre despiadado por el daño que ella le hizo cuando lo abandonó.
En otras circunstancias, Isabelle habría rechazado la oferta. Cuando su padre murió, se había prometido que jamás se dejaría controlar por nadie. Pero la vida de su madre estaba en juego y tenía que ayudarla. Además, se había tragado el orgullo tantas veces desde que la llevaron a los tribunales que se había acostumbrado a ello.
A pesar de lo que Emilio pudiera creer, ya no era la jovencita tímida que había sido. Ahora era fuerte. Podía soportar cualquier cosa.
–¿Cómo sé que puedo confiar en ti, Emilio? ¿Cómo sé que no cambiarás de opinión cuando se cumpla el plazo?
Él se echó hacia delante y la miró con indignación.
–Lo sabes porque siempre fui sincero contigo.
Isabelle no lo podía negar. Era cierto. A diferencia suya, Emilio siempre había sido sincero. Y aunque ella había tenido un buen motivo para romper su palabra, pensó que a esas alturas carecía de importancia.
Aunque le dijera la verdad, no la creería. Si es que le importaba.
–No hace falta que me contestes ahora –continuó Emilio–. Tómate tu tiempo y piénsalo con calma.
Isabelle no necesitaba tiempo para pensar. Porque no tenía tiempo que perder. Solo faltaban seis semanas para que su abogado y ella misma se reunieran con el fiscal del caso, y su abogado ya le había advertido que las perspectivas eran malas.
No tenía más remedio que aceptar su propuesta.
Pero al menos, sabía que Emilio no le haría daño. Aunque aparentemente se hubiera convertido en un hombre frío e insensible, nunca había sido un hombre violento. Siempre se había sentido a salvo con él.
Decidida, echó los hombros hacia atrás y declaró:
–De acuerdo. Acepto.
A pesar de los quince años que habían transcurrido desde que se separaron, Emilio pensó que Isabelle Winthrop seguía siendo la mujer más hermosa que había conocido.
Pero la consideraba una víbora egoísta, narcisista y mentirosa. Una víbora de alma más negra que el carbón. Una víbora que lo había abandonado sin más después de decirle que estaba enamorada de él y que no le importaban ni el dinero ni el estatus social ni el hecho de que su madre hubiera sido una simple criada.
Y Emilio la creyó. Hasta el día en que leyó un artículo en el periódico donde se anunciaba que Isabelle Winthrop se iba a casar con Leonard Betts, un multimillonario, un verdadero genio de las finanzas.
Por lo visto, el dinero era muy importante para ella. Tanto como para casarse con un hombre que le sacaba veinticinco años.
Pero al final, cuando ya se habían dicho todo lo que se tenían que decir, Emilio pensó que su relación con Isabelle no había sido totalmente inútil. Le había enseñado que no debía fiarse de las mujeres y, a partir de entonces, tuvo mucho cuidado de no volverse a enamorar.
Ahora, el destino le había ofrecido la posibilidad de darle una lección.
Emilio no estaba seguro de que Isabelle fuera una delincuente, como su difunto esposo. Solo sabía que había firmado unos documentos y que, desde un punto de vista legal, era responsable. Pero en cualquier caso, se iba a vengar de ella.
La miró a los ojos y dijo:
–Hay una condición.
Isabelle se echó la rubia melena hacia atrás, en un gesto de evidente nerviosismo.
–¿Qué condición?
–Que tiene que quedar entre nosotros. Nadie lo debe saber.
Emilio necesitaba que lo mantuvieran en secreto porque, si se llegaba a saber que la estaba ayudando, perdería sus opciones de convertirse en presidente de la Western Oil. Competía para el cargo con Jordan Everett y su hermano, Nathan Everett, dos amigos suyos y dos grandes profesionales. A diferencia de ellos, no había estudiado en Harvard ni había tenido padres ricos. Estaba donde estaba porque se lo había ganado con su trabajo.
Pensó que quizás cometía un error al arriesgarlo todo por una venganza. Pero no podía desaprovechar esa oportunidad.
Tras la muerte de su padre, su madre se había visto obligada a trabajar como una esclava para sacarlos adelante a sus tres hermanos y a él. Luego, años después de que los Winthrop la despidieran, les confesó que el padre de Isabelle la había sometido a abusos verbales y hasta sexuales, que había aceptado porque no podía perder el empleo. Y al final, no contentos con despedirla, la acusaron de robo para que nadie la contratara.
En realidad, Emilio no tenía opción. Desde su punto de vista, estaba obligado a vengar a su madre y a su familia entera.
–Me extraña que lo quieras mantener en secreto –dijo Isabelle–. Imaginaba que arderías en deseos de jactarte de ello ante tus amigos.
–Te recuerdo que soy el director financiero de esta empresa. Ni la Western Oil ni yo mismo ganaríamos nada si se llegara a saber que tengo tratos con una mujer sobre la que pesa una acusación por fraude.
–Ah, entiendo…
–Si se lo dices a alguien, haré algo más que romper nuestro acuerdo. Me aseguraré de que tu madre y tú os pudráis en prisión.
–Pero no puedo desaparecer así como así durante treinta días –alegó–. Mi madre querrá saber dónde estoy.
–Entonces, dile que te vas a casa de una amiga porque necesitas tiempo para pensar y para recuperarte.
–¿Y qué pasa con las autoridades? Estoy en libertad condicional. Si la violo, me devolverán a la cárcel. No puedo irme del hotel donde me alojo… me obligan a permanecer allí.
–Yo me ocuparé de eso –dijo Emilio, seguro de que a su hermano se le ocurriría algo.
–En tal caso, descuida. No se lo diré a nadie.
Emilio le dio una hoja de papel y un bolígrafo antes de ordenar:
–Escribe tu dirección actual. Mi chofer pasará a recogerte esta noche.
Isabelle se inclinó sobre la mesa y apuntó la dirección. Él pensó que sería la de su madre o la de algún hotel de lujo, pero se llevó una sorpresa al ver que se trataba de un hotel de mala muerte en uno de los peores barrios de la ciudad.
Al parecer, su situación económica era catastrófica. O quería fingir que lo era.
Al fin y al cabo, su marido había robado muchos millones de dólares. Y parte de ese dinero seguía en paradero desconocido.
Por lo que Emilio sabía, Isabelle los podía tener en alguna parte. Tal vez quería llegar a un acuerdo con el fiscal y salvar a su madre para, a continuación, huir de la ciudad con el botín.
–El chófer estará allí a las siete en punto. Tus treinta días de servicio empezarán mañana. ¿De acuerdo?
Ella asintió con la barbilla bien alta y él pensó que no se mostraría tan orgullosa cuando empezara a trabajar. Isabelle no había trabajado en toda su vida. Indudablemente, sería una criada desastrosa.
–¿Necesitas que te lleven al hotel?
Ella sacudió la cabeza.
–No, he venido en el coche de mi madre.
–Debe de ser muy duro para ti…
–¿A qué te refieres?
–A tener que conducir tú misma, después de tantos años de lujo. Me asombra que todavía sepas llevar un coche.
Emilio se dio cuenta de que Isabelle estuvo a punto de perder la paciencia y de que se contuvo a duras penas. Evidentemente, seguía siendo una mujer muy dura. Pero no sabía con quién estaba tratando. Él ya no era el hombre ingenuo y confiado que había sido.
Se levantó del sillón y ella hizo lo mismo.
Le ofreció una mano para sellar el acuerdo y ella la aceptó y soltó un grito ahogado cuando él cerró sus dedos con fuerza, de un modo casi posesivo.
Isabelle intentó disimular su reacción, pero fue demasiado tarde. Emilio ya había notado que, a pesar de los años transcurridos, todavía se sentía atraída por él. Y eso era exactamente lo que estaba esperando. Porque lo de llevarla a su casa y convertirla en su criada no era más que una treta para ejecutar su verdadero plan.
Cuando estaban juntos, Isabelle había insistido en esperar hasta el día de su boda para hacer el amor con él. Ingenuamente, Emilio había aceptado y había respetado su deseo durante un año tan largo como tortuoso. Pero luego, ella le abandonó y se marchó.
Había llegado el momento de devolverle la pelota.
Seduciría a Isabelle, lograría que lo deseara con toda su alma y entonces, solo entonces, la rechazaría.
Cuando terminara con ella, la cárcel le iba a parecer el paraíso.
–¿Esa mujer es quien creo que es?
Emilio apartó la mirada de la pantalla del ordenador y descubrió que Adam Blair, aún presidente de la Western Oil, se encontraba en la entrada del despacho.
La noticia de la visita de Isabelle se había extendido con rapidez. Su antigua novia había dado un nombre falso en recepción, pero era evidente que la habían reconocido. Afortunadamente, Adam sabía que Emilio y ella habían mantenido una relación en el pasado y no se llevó ninguna sorpresa; lo sabía porque el propio Emilio se lo había dicho antes de que estallara el escándalo del fraude.
–Sí. Es Isabelle Winthrop Betts.
–¿Qué quería?
–Mi ayuda. Quiere limpiar el buen nombre de su madre y pretende que interceda ante mi hermano en su defensa.
–¿Solo en defensa de su madre?
–En efecto. Indirectamente, me ha confesado que ella es culpable y que está dispuesta a asumir la responsabilidad de sus actos.
Adam arqueó una ceja.
–Qué… sorprendente.