Tascá Skromeda - Marina Closs - E-Book

Tascá Skromeda E-Book

Marina Closs

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Beschreibung

Creadora de atmósferas y de lenguas, los monólogos alucinados de Marina Closs se construyen a partir de una mirada y un tono de los que no se puede dudar un instante. Son voces que sedimentan las bases de un mundo cerrado, donde si algo no sobra es el oxígeno. En Tascá Skromeda, su nueva novela, Closs construye un pueblo atravesado por el desencanto y la angustia, en el que sus habitantes enriedan anécdotas simples, luminosas, violentas. Olga, una puta experimentada narra su vida junto a Sultana, la madama, y la Boba, en el prostíbulo del pueblo. Un día una niña que viene de otro tiempo golpea la puerta, es una renacida que aparece empujada por su memoria y busca respuestas. Ezequiel, un niño que anhela alejarse del pueblo robando cigarrillos y aprendiendo a tocar el acordeón. Pero la fuerza gravitatoria del pueblo es la devastación y más allá de sus límites empieza el reino del bandido Joao Bicudo. Tascá cierra la trilogía enlazando con su presencia los distintos paisajes que atraviesa la novela. Un abusador atormentado por un secreto que solo se acerca a las lágrimas al fantasear con las atrocidades que no llegó a cometer. Closs refuerza un nuevo paradigma para la desolación en la narrativa argentina, con una voz potentísima y de una intensidad sobrenatural. Las voces de sus personajes son presencias fantasmáticas que nos susurran al oído.

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TASCÁ SKROMEDA

Marina Closs

Cross, Marina

Tascá Skromeda. El peor, más pobre/ Marina Cross. - 1a ed .

Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Neural, 2019.

Libro digital, EPUB - (Narrativa)

Archivo Digital: descarga

ISBN 978-987-86-2209-5

1. Realismo. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863

Neural

Editores: Martín Jali, Matías Buonfrate

Diseño de portada: Sergio Calvo

1a edición en Argentina: octubre de 2019

www.literaturaneural.com

Creadora de atmósferas y de lenguas, los monólogos alucinados de Marina Closs se construyen a partir de una mirada y un tono de los que no se puede dudar un instante. Son voces que sedimentan las bases de un mundo cerrado, donde si algo no sobra es el oxígeno. En Tascá Skromeda, su nueva novela, Closs construye un pueblo atravesado por el desencanto y la angustia, en el que sus habitantes enriedan anécdotas simples, luminosas, violentas.

Olga, una puta experimentada narra su vida junto a Sultana, la madama, y la Boba, en el prostíbulo del pueblo. Un día una niña que viene de otro tiempo golpea la puerta, es una renacida que aparece empujada por su memoria y busca respuestas. Ezequiel, un niño que anhela alejarse del pueblo robando cigarrillos y aprendiendo a tocar el acordeón. Pero la fuerza gravitatoria del pueblo es la devastación y más allá de sus límites empieza el reino del bandido Joao Bicudo. Tascá cierra la trilogía enlazando con su presencia los distintos paisajes que atraviesa la novela. Un abusador atormentado por un secreto que solo se acerca a las lágrimas al fantasear con las atrocidades que no llegó a cometer.

Closs refuerza un nuevo paradigma para la desolación en la narrativa argentina, con una voz potentísima y de una intensidad sobrenatural. Las voces de sus personajes son presencias fantasmáticas que nos susurran al oído.

►◄

Marina Cross nació en Misiones en 1990. Es Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Publicó los libros La doncella aguja (2013), El pequeño sudario (2014) y El violín a vapor (2016). En 2018 ganó el primer premio Fondo Nacional de las Artes en género cuento con Tres truenos (Bajo la luna, 2019). En 2019 ganó el premio Premio “Angélica Gorodischer" de Novela de Autora con Álvar Núñez, próxima a editarse.

Olga

►◄
Se levanta el sol. Se percibe el sol entre las tablas. Se despierta el hambre. La voz en la garganta gruñe. Se levanta el sol. Parece un borracho tiritando, entre las nubes. Un borracho sin querer, de los que tienen vergüenza de volver a su casa.

El cielo es una casa de prostitución. El sol es un borracho. Las nubes son las chicas, hinchadas, algunas gordas. El lucero es la única linda entre todas. Las estrellas son la policía. La luna es la señora de la sociedad antialcohólica. La noche es la gran casa clausurada.

La luz era el alcohol, ya no existe. El sol era el borracho.

Esto pienso y me voy asomando al corredor. Miro desde allá, desde el fondo de la gran casa. Alguien ya estuvo abriendo las puertas. Está fumando en la mañana. Se ve que entra por la puerta el humo. No veo, por Dios. La neblina… ¿qué es? Me digo: la luz de la sirena de la policía. Que invade, que parece metida en los cuartos. En la luz de la sirena de la policía, salió nuestra Sultana:

—¡No van a poder entrar! ¡No van a poder!

Las que estábamos vestidas, la ayudamos a dar golpes. Las que estaban desnudándose, sacaron por la puerta de atrás a los clientes. La luz de la sirena de la policía nos entró hasta el fondo del salón. Sultana hablaba escupiendo alrededor:

—¡Ya pagamos la cuota de la sociedad antialcohólica! Van a usar nuestro dinero para curar. No van a tener a quién, si acá no tienen para tomar un poco…

Sultana empujaba a la policía, como si ellos no fuesen muchos y ella no estuviese sola.

Nos cerraron el negocio. Eran no más que las tres de la mañana. Ser una de las que estaban vestidas me hirió. No pude trabajar. Apenas vino uno, en toda la noche, a sacarme un zapato. Después se retiró, como si no le interesase nada más. Me cuidé que no llevase mi zapato. Estaba viejo, pero, ese día, limpio. Yo sabía la historia de una a la que acostaron para robarle un par de sandalias.
Me acerqué a sufrir con Sultana, que no había trabajado tampoco.

—¡Gerentes de la mierda! —gritaba ella, sentada— ¿Qué se vienen a meter?

—¡Ay! —lloró una voz chillona. Una voz entre las que se estaban vistiendo. Toda carne joven, rico aliento, perfume. Toda ropa rara, apretada hasta dar arcadas— ¡Ay! ¡Vanina me robó la media!

—¿Qué media? ¡Vanina de la mierda! —gritó Sultana.

Las dos venían discutiendo, la policía ponía una cinta, para que no nos llegasen más clientes.

—Vanina me sacó mi media color carne…

—No es la tuya. Es la mía.

—¡Mi media!

Sultana se paró y no esperó a que se fuera la policía para empezar a darles golpes. De envidia pura. Les pegaba a las dos para que se quedaran viejas y para que se volviesen feas en menos tiempo.

—¡Ay, ah! ¡Ay!

—¡Basta! —fui yo a separarles.

Puse fin al dolor de las jóvenes, bajándome del zapato y dándoles mis propias medias. Me las saqué también, de rabia de no haber podido trabajar esa noche.

—Tomen. Esta es color carne.

—Pero ¡Olga! —me dijeron—. ¿Qué vas a hacer vos sin tus medias?

Sin medias, mis piernas eran como el cuero desplumado de un pollo.

—No se hagan problema. Ya voy a poder robarle a otra.

Me agradecieron. Hicieron como que no me miraban las piernas. Sultana miró, enverdecida, hacia mí. Pero yo era una mujer mayor. No se animaba a darme golpes.
Así, sin medias, con la casa clausurada y Sultana mordiéndose el labio y maldiciendo, yo me fui a dormir. Dejé que entrara el frío por una ventana. Me gustaba el frío fuerte, para dormir. La cama con olor a hombre.

Vi que andaba dando vueltas por el pasillo la Boba. Ella sí había trabajado. Pero no estaba feliz. No podía concentrarse, me miraba desde la puerta y no podía hablar de nada.

—¡Olga! —parecía un ahogo. Mi nombre parecía un cerramiento en su garganta.

—Vení, si querés.

La Boba temblaba. Todavía no podía tranquilizarse. Traté de abrazarla, pero se apartó.

—Dormí vos sola, entonces.

Ella se quedó dura. Exagerada, como era. Parecía embalsamada. La luz de luna la alumbraba, sobre la colcha.

—El frío te va a enfermar -le dije— Vas a toser. Dormite.

No me contestaba. Se volvía escarchada, pinchada de luz de la luna.

De pronto me dijo:

—No puedo dormirme, Olga.

Y me pidió que contara para ella.

Uno, dos, tres, cuatro. En el diecisiete, la Boba estaba durmiendo. Acerqué mi mano y la puse sobre el rostro de su cuerpo embalsamado.

Parece algo inhóspito lo que piensa. Parece que en el sueño está parada en medio de un lugar inhóspito. Empecé a dormirme mientras la miraba. Ya mientras me dormía, sentí un poco de hambre.

Me levanté. Sol borracho. La voz gruñe. El cielo es una casa de prostitutas. La Boba duerme como bajo una máscara. Boca arriba. Con los brazos y las piernas equidistantes. Geométricamente alejados.

Camino por la casa y veo el humo de un cigarro. La mañana hace fresca toda la madera de la casa. La niebla llega a entrarse hasta el interior. Me asomo a la puerta y saco la cinta clausuradora. Respiro muy fuerte, como si quisiera agarrar el aire con mis fauces.

—A la mañana, hay más nubes que personas -le digo a Sultana, que está fumando afuera, sentada entre unas macetas.

El helecho le cuelga como un velo de novia sobre la cara. Me dice:

—Ahora que todas están durmiendo, aprovechá para robar la media que te va a hacer falta.

Debajo del helecho, Sultana tenía arcadas y escupía en la galería sus harapos de saliva negra.

Escuché una tos, metida adentro de la casa.

—¡La Boba! —ya me angustié.

—Eso porque dormís con la ventana abierta.

—Yo intenté meterla debajo de la colcha… ¡ella no quiso!

En verdad, yo tampoco había querido. Me gustaba ver a la Boba así, dormida, azul, vestida, embalsamada sobre la colcha. Carne de luz de la luna.

Me metí en la casa, para ver si la tos venía de donde yo pensaba. Ahí estaba, retorciéndose en la cama, tosiendo y vaciándose, la Boba.

—Olga -me dijo, con tos. Con transpiración.

—¿Qué? —me senté a ayudarla a ponerse debajo de la colcha.

—Traé un vaso con agua.

Me fui a buscar. Me senté a un costado y le dí el agua en la boca, como si fuera una beba.

—¡Boba!

Se calmó. La tos la ponía nerviosa y ella se rascaba desde afuera el cuello.

—Otra vez te pasa lo mismo —le dije— Otra vez vamos a tener una epidemia. Vamos a tener que parar de trabajar para toser toda la noche. Nadie se enoja por un estornudo, pero el catarro es asqueroso. Seguro que te enfermaste otra vez de lo mismo. Seguro que tenés tos convulsa.

Nosotras ya pensábamos que la tos convulsa era, de por sí, una enfermedad contagiosa que entraba al mundo por medio de la Boba.

—Se enferma una y se enferman todas. Habría que pensar si nos conviene que ella esté —Sultana hablaba desde la galería, con la voz filosa.

Era mentira que hubiera que pensar. Era impensable sacar del prostíbulo a la Boba. Trabajaba bien. Tenía y traía a la casa, para las otras, sus propios clientes.

No es que fuera la más linda de todas, el lucero entre las nubes, bajo la luz de alcohol. Es que era blanca, casi rubia. Y eso traía a la casa un cierto prestigio.

—Antes que pensar en echarla, —le dije a Sultana— tendríamos que llevarla a que le hagan un tratamiento. Vamos a quedarnos sin nada, si justo ella se nos muere.

Esa misma mañana, fui designada por Sultana y por las otras para llevar a la Boba a hacerse sus curaciones.

—¿Vos no tenés clientes, no?

—No tengo nada fijo hasta mañana.

—Bueno, yo no puedo ir porque vienen a buscarme.

—Bueno, sí, voy yo.

La Boba estaba en su topsito de trabajo, linda pero pálida. Le pinté los labios con el tono que me pintaba yo, para darle algún color a la cara. Enseguida, brillaba.

—¿Estás bien?

Se tapaba la boca y tragaba su catarro.

Me decía una y otra vez:

—Olga. Olga.

—Bueno —la ayudé a pararse— No tragues el catarro. Siempre tratá de escupirlo. De otra manera, va a llenarte por dentro.

Yo amaba a la Boba. La amaba porque era la única de nosotras que no me daba lástima. En ella había algo superador. Algo arrebatado y tosco, que no se quejaba. Yo veía en ella un ejemplo y una fuerza. Un talento para seguir.

Pero sí me daba lástima cuando la veía nerviosa. Cuando venía la policía y ella empezaba a correr por la casa, escapándose del reflejo de la luz roja. El cliente que tenía con ella se quejaba y no pagaba. Sultana le gritaba que volviera a la cama, pero ella andaba como loca, estorbándose por entre la luz y la niebla. La misma Sultana, que a pesar de sus ironías, la respetaba, empezaba a tirarle cosas y a perseguirla.

—¡Ayudame, Olga!

La frenábamos entre las dos. La agarrábamos entre nosotras. Entonces, la Boba se caía al suelo, nos abrazaba y, por fin, se volvía débil.

Ayer, por suerte, ella había terminado su trabajo cuando la policía estaba llegando. Se vistió lo más rápido y dejó que otra se ocupara de sacar de la casa a su cliente. Ella empezó a respirar, hizo los ejercicios de cerrar los ojos. De taparse los ojos con la mano. Se quedó sentada en donde estaba, para no tener que caminar con los ojos tapados. Las chicas que peleaban por la media le pasaron por al lado, calladas, porque todo el mundo le tenía respeto y sabía que el ruido fuerte a la Boba le podía generar un ataque. Cuando ella abrió los ojos, ya se había ido la policía. Pero vino hasta mí y no podía expresarse. Yo vi que se había mordido mucho la lengua y que, adentro de la boca, la saliva se le había ensangrentado.
—Dame plata -le dije a Sultana—. Por si tengo que comprarle remedios.

—¿Qué tengo? Si anteayer se llevaron todo los de la sociedad antialcóholica. Y al final, nos clausuraron igual.

—Hablá con algún cliente fijo, que nos dé plata para que podamos curarla.

Sultana prometió que ella misma se encargaría. Me dio de su plata propia, la que tenía por su trabajo como empleada ocasional de limpieza.

Agarré a la Boba por el borde de la manga del saco y me la llevé como a una nena.

—¿Estás bien? —le preguntaba todo el tiempo.

Era casi lo único que en ese momento ella llegaba a contestarme. A veces podía conversar y reírse mucho, pero no cuando estaba asustada. Cuando estaba asustada, pensaba en la policía, y si no gritaba, se quedaba sentada, con los ojos cerrados y mordiéndose la lengua.

Cuando quería conversar, era siempre como un juego que uno tenía que sentarse a jugar con ella, con mucha paciencia.

En una conversación, la Boba me había dicho que quería comprar un zapato como el que yo llevaba.

—Tomá —le dije— ¡después le quito el suyo a otra!

Ella estaba feliz, se lo ponía y se lo sacaba como si le hiciese gracia. Se lo ponía y revoleaba para arriba el pie. El zapato salía volando y pegaba contra la pared. La Boba estallaba de risa.

Todas las veces que me hablaba, me decía por mi nombre: Olga. Tenía miedo de dos cosas, de la policía y de Tascá Skromeda. Pero Tascá ni siquiera la tenía vista. No la diferenciaba de las otras.
Yo amaba a la Boba como a una hermana. Tenía también una hermana. Pero no la veía hacía tiempo. De todas maneras, mi hermana era completamente otra cosa. Hacía tiempo que había entrado a la policía. Había estudiado muchos años, para llegar a ser una oficiala. Sabía hacer cuentas, escribir, leer… De chica, por sus buenas notas, había conseguido que una señora rica le diese plata. Ella siempre me decía que lo que le gustaba era tener, para ella sola, un arma. Para estar tranquila de que había conseguido tener un arma, hacía cualquier cosa. Estudiaba, hacía cuentas, perseguía a los ladrones.
La Boba iba, al lado mío, abrazada a la altura del codo, espantándose la luz del rostro como si se tratase de una gran mosca. Cuando tosía, yo le señalaba el suelo, para que no se intimidase y escupiera.

—¡Aj! —se quejaba ella.

—Es tos convulsa otra vez. Si no lo sacás afuera, el catarro se te va a quedar metido adentro.

En el hospital, esperamos las dos abrazadas a que nos llamasen.

—Me vas a contagiar a mí primera.