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«Por favor, deje su mensaje después de la señal…». Tatiana, son ya las cuatro de la madrugada y no puedo dormir porque estoy borracho y en vela, pensando en ti… En que casi fui tuyo, y tú casi fuiste mía. Mi vida es un desastre, y toda mi carrera como luchador en la MMA pende de un hilo. Soy muy consciente de que tengo que cambiar muchas cosas. Necesito que me devuelvas el favor que me prometiste, ese que aún tenemos pendiente desde hace años. Necesito que finjas ser mi prometida durante noventa días. Solo noventa días. No tenemos por qué hablar a escondidas ni tampoco ser amigos de nuevo. Ni siquiera tenemos que besarnos, aunque te aseguro que ningún otro hombre te habrá besado mejor que yo… Te prometo que no nos tocaremos, a pesar de que la última vez que nos vimos parecía que era eso precisamente lo que deseabas (no intentes negarlo). En resumidas cuentas: quiero cobrarme ese antiguo favor que juraste que me deberías «siempre». No te estoy pidiendo demasiado. Solo necesito que finjas por mí que es real…
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Seitenzahl: 414
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Título original: Pretend It's Real, For Me
Primera edición: enero de 2024
Copyright © 2023 by Whitney G.Published by arrangement with Brower Literary & Management
© de la traducción: Lorena Escudero Ruiz, 2021
© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]
ISBN: 978-84-10070-03-5
BIC: FRD
Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®
Fotografías de cubierta: zlodeikafei/loucaski/f11photo/freepik
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Índice
Nota de la autora (I)
Prólogo
Varias semanas atrás
Varios años atrás
Acto primero
Acto segundo
Acto segundo y medio
Acto tercero
Años después
De vuelta al presente
El Diario Mordaz (I)
El Diario Mordaz (II)
1
1 (B)
2
3
Acto cuarto
Acto cuarto y medio
4
5
5 (B)
El Diario Mordaz (III)
6
6 (B)
7
8
Acto sexto
9
9 (B)
El Diario Mordaz (IV)
10
11
12
13
14
15
15 (B)
16
17
17 (B)
Acto séptimo
Acto séptimo y medio
El Diario Mordaz (V)
18
19
20
21
22
23
24
25
26
26 (B)
27
28
29
30
31
Acto octavo
32
El Diario Mordaz (VI)
33
34
Acto noveno
Acto noveno y medio
35
35 (B)
36
37
El Diario Mordaz (VII)
Acto décimo
Acto décimo y medio
38
Acto decimosegundo
39
Acto decimotercero
40
41
Acto decimotercero y medio
Acto decimocuarto
Acto decimocuarto y medio
42
Acto decimoquinto
Acto decimoquinto y medio
Acto decimosexto
Acto decimosexto y medio
43
44
El Diario Mordaz (VIII)
45
46
47
Unos meses más tarde
Epílogo I
Epílogo II
Nota de la autora (II)
Contenido especial
Para los lectores a los que les encantó Te esperaré todas las noches.
Teníais razón. Travis y Tatiana se merecían su propia historia. ❤️
Queridísimo lector:
¡Muchas gracias por escoger Te esperaré siempre! ¡Espero que disfrutéis del excitante y ardiente romance entre Travis y Tatiana tanto como lo hice yo al escribirlo!
Si queréis ser los primeros en enteraros de las próximas novedades, apuntaos a mi lista exclusiva F. L. Y. (del inglés «“Effin” Love You», o, lo que es lo mismo, que os requeteadoro. Porque tanto si amáis como si odiáis esta historia, ¡os sigo queriendo por darle una oportunidad!).
Con cariño
Whitney G.
Cuarenta días después de dar el «sí, quiero»
Tatiana
¿La frase «Hasta que la muerte nos separe» quiere decir que puedo asesinar a mi marido?
He hecho esta pregunta en Google un montón de veces desde que «me casé» con ese cabrón sexy que acapara casi todas las vallas publicitarias de Las Vegas, y la respuesta siempre es la misma: «No, no significa eso», y «Prepárate para pasarte el resto de la vida en la cárcel».
Hasta he intentado continuar el hilo: «¿Y si estoy casada con Travis Dante Carter?». Sin embargo, los resultados son incluso peores.
Los únicos enlaces que aparecen pertenecen a páginas de clubs de fans —y estas están llenas de historias de mujeres que han intentado hacerle llegar sus bragas por correo— o de foros en donde desean que alguien me asesine a mí, para así poder quedarse con mi puesto.
En serio, ya no puedo aguantar más esta farsa, y llevo semanas planeando mi gran fuga.
Es ahora o nunca.
—Mademoiselle! Mademoiselle! —me grita una mujer—. ¡Vuelva aquí ahora mismo!
Cojo el asa de mi maleta y corro por el pasillo lo más rápido que puedo.
—¡Señorita, por favor! —vuelve a llamarme—. ¡A su marido no le va a parecer divertido!
Ah, claro que no.
—Venga, venga, venga… —Aporreo el botón de llamada del ascensor—. Deprisa.
Los números que hay encima del marco brillan conforme el ascensor va subiendo, y yo contengo el aliento al ver que se acerca. Cuando al fin se abren las puertas, meto la maleta y suelto un suspiro.
Paso mi tarjeta de seguridad por encima del teclado, y ya casi puedo disfrutar del sutil sabor de la libertad. Es muy dulce, sin rastro de la amargura que nunca más tendré que degustar.
No habrá más sesiones de fotos con los labios de mi falso marido sobre los míos. Ni más tensión agobiante que llene la habitación que tengamos que compartir. Ni más noches eternas e insoportables de negativas. (Las negativas son por su parte, por cierto, que no por la mía).
—Ha llegado al aparcamiento privado —anuncia el altavoz—. Por favor, tenga cuidado con el tráfico.
Las puertas del ascensor se abren y aparece mi marido ante mí, interrumpiendo al instante el hilo de mis pensamientos.
Está más sexy que nunca, con una camisa negra desabotonada para mostrar su perfecta tableta de chocolate, que sigue un rastro duro como la piedra hasta llegar a una V esculpida de manera impecable.
Sus ojos verde esmeralda se cruzan con los míos, y sus labios se curvan en esa sonrisa rompebragas a la que nunca he sido capaz de resistirme.
Di «Adiós, Travis Carter».
Di «Vete al cuerno, adiós…».
—¿Va a alguna parte, señora Carter? —pregunta, mirando mi maleta.
—«Señorita Brave», por favor. —Me saco el anillo del dedo y se lo tiendo.
—¿Quieres que te lo vuelva a ajustar o algo?
—La verdad es que quiero que te lo quedes —respondo—. Ya no lo necesito.
Suelta una carcajada grave y se mete en el ascensor para bloquearme el paso.
—Juraría que teníamos un trato durante noventa días —dice—. ¿Me equivoco?
—Te equivocas con un montón de cosas. —Me encojo de hombros—. Eres libre de demandarme por incumplimiento de contrato, pero ya no pienso seguir siendo tu mujer.
Él sonríe, pero deja de hacerlo de inmediato.
—¿Adónde vas?
—A cualquier sitio donde esté sola.
—Bueno, me gustaría acompañarte para que podamos hablar sobre lo que crees que vas a hacer.
—Me voy a divorciar de ti. —Le meto el anillo en el bolsillo—. De manera no extraoficial.
—¿Por qué?
—Porque eres un cabrón arrogante y engreído que cree que el sol sale y se pone sobre esta ciudad cuando a ti te da la gana.
—Y es verdad, así que necesito que me des una razón mejor que esa.
—Vale. Ya no quiero estar contigo.
—Una razón creíble.
—¿Qué tal «Te odio»?
—No es verdad. —Suelta una sonrisita de suficiencia—. Prueba otra vez.
—Nunca se te ha dado bien el rechazo… —Tomo aire con fuerza al verlo acercarse a mí—. Sinceramente, preferiría no seguir casada con Travis «el Castigador» Carter. Es demasiado difícil de tratar.
—Y por eso solo estás fingiendo que estás con él… —Acorta la distancia entre nosotros y clava sus ojos en los míos, dejándome sin habla—. Estamos a mitad del contrato, Tatiana. Dime la verdad.
—Acabo de decírtela. Se me está haciendo demasiado difícil representar este papel.
—Entonces permíteme que te haga un casting para otro más fácil. —Sus labios rozan los míos, y el corazón me revolotea en el pecho—. Finge que soy el tipo por el que gimes al tocarte en la bañera todas las noches. Ese no soy yo, ¿verdad?
—Verdad. —No aparto la mirada de la suya, con la esperanza de que no adivine que estoy mintiendo—. No eres tú.
—Bien, vale. —Me aparta un rizo de la frente y me lo coloca detrás de la oreja—. Tú solo finge que soy ese tipo hasta que todo esto haya acabado, y después podremos volver a actuar como si no nos conociéramos. Otra vez.
Se hace un silencio.
Se alarga durante varios segundos, y provoca una oleada de dolor y tristeza. Las palabras que no hemos pronunciado siguen selladas tras nuestros labios, atrapadas en una trágica red de secretos que ambos hemos intentado ignorar.
Parece estar a punto de abrazarme y besarme hasta dejarme sin aliento, pero, de repente, una pareja joven se monta en el ascensor con nosotros. Van vestidos con uniforme de entrenamiento de combate, y se les ponen los ojos como platos al ver a Travis.
—¡Ay, madre mía! —chilla la chica—. ¡Eres Travis Carter!
—El Castigador. —El chico sonríe—. ¿Podemos hacernos unas fotos contigo, por favor? O sea, si no le importa a tu mujer.
—¿Le parece bien, señora Carter? —pregunta Travis.
—Claro… —Casi no puedo escuchar mi propia voz cuando, de improviso, el chaval me lanza el teléfono.
Echo unas cuantas fotos, y después acribillan a Travis a preguntas durante todo el trayecto en el ascensor.
Mientras él pone en práctica su mejor función, las palabras que me acaba de decir hace unos momentos siguen repitiéndose en mi mente.
«Podremos volver a actuar como si no nos conociéramos. Otra vez».
Por mucho que haya intentado convencerme a mí misma de que este hombre no me ha dejado una huella imborrable en el corazón, la verdad es innegable.
Hubo un tiempo en que fuimos amigos, después amantes, después extraños y después… lo que sea que somos ahora.
—¡Ding!
El ascensor se detiene en la planta quince, y la pareja le dedica una última sonrisa y un «Gracias» a Travis antes de bajarse.
No aparto la mirada de las puertas al cerrarse, y veo que Travis me está observando a través de la superficie reflectante.
—¿Vamos a subir a mi casa o volvemos al aparcamiento? —pregunta.
Yo no respondo.
—Tatiana —repite, en voz baja—, ¿adónde vamos?
—Voy a dejarte.
—Durante los cincuenta próximos días no. —Me mira con los ojos entrecerrados—. Hasta entonces… ¿arriba o abajo?
—Ya me he llevado todas mis cosas de tu apartamento.
—Mis empleados estarán encantados de ayudarte a llevarlas de nuevo.
—Vale, mira… —intento mantener firme mi tono de voz—, te lo voy a decir de la manera más educada posible: ya no me atraes en lo más mínimo, y me molesta estar a tu lado.
—Entonces, ¿si te metiera la mano por debajo del vestido ahora mismo, no tendrías el coño mojado por mí?
Se me desencaja la mandíbula y aparto la mirada de inmediato.
—Vamos a subir…
—Eso me parecía. —Introduce el código del ático, y hacemos el resto del camino sin mediar palabra. Sin mantener la conversación que deberíamos haber mantenido el primer día en que hicimos este trato.
A lo mejor, si hubiéramos sido sinceros, yo no estaría aquí, y nuestra historia secreta sería ahora tan solo un recuerdo amargo. No habríamos tenido que mentirles a todos nuestros conocidos y contarles que no nos conocíamos hasta hacía poco.
Pero, claro, incluso aunque no estuviéramos atrapados en este retorcido juego, hay dos hechos que hacen que nuestro matrimonio me sea diez veces más difícil a mí que a él.
Veréis: Travis Carter no es solo mi marido falso, no es un lío del pasado que he tratado de olvidar.
Él fue mi primer todo.
Y también es el hermano mayor de mi mejor amiga…
No, espera.
No me obligues a ir ahí ahora mismo.
No estoy preparada para enfrentarme a esta parte de la historia todavía.
Sí, mucho mejor.
Permíteme describir todas las terribles decisiones que tomé sobre este hombre a partir de aquí…
Chico conoce a chica
Por aquel entonces
Reno, Nevada
Travis
—¡Uf! Odio a Tatiana Brave —se queja mi hermana menor, Penelope, en un mensaje de voz incoherente—. No entiendo por qué tiene que cambiar de parejas a solos, ni por qué la ha tomado conmigo. Llámame cuando escuches esto. ¡De inmediato!
—¡Bip!
Compruebo la hora y sopeso mis opciones. Ha dejado otros diecisiete mensajes, todos ellos en la última hora, y no creo que ninguno sea en realidad una emergencia.
Juraría que acabamos de hablar de lo mismo…
Contra toda sensatez, reproduzco el siguiente.
—Tuve que verla ganar la semana pasada y escuchar a todos hablar de lo «increíblemente guapa» que es cuando es de lo más normal. Y su manera de patinar es mediocre, como mucho. Como mucho.
—¡Bip!
—Antes de que digas que estoy exagerando o que estoy mal anímicamente porque me abandonaste aquí en Seattle con tu horrible amigo friki, te diré que me llamó «zorra sobrevalorada» cuando estábamos haciendo cola en…
Corto el mensaje, porque no soporto escuchar más. Después borro los siguientes. No me hace falta escucharlos para saber de qué van.
A pesar de haber sido calificada como la mejor patinadora artística del mundo, Penelope siempre se obsesiona con su mayor oponente —sea quien sea— durante varias semanas. Sin embargo, por algún motivo, la tal Tatiana Brave es una historia distinta. Ha estado viviendo dentro de la cabeza de Penelope, sin pagar alquiler, durante casi un año, y yo ya he renunciado a enviar una orden de desalojo.
Por muy irritantes que sean sus mensajes, en parte estoy agradecido de que ya no sostengamos el móvil en silencio, de que ninguno de los dos se esfuerce por encontrar las palabras adecuadas para llenar el enorme agujero que ha dejado la muerte de nuestros padres.
Los recuerdos de su terrible accidente de coche siguen causándome pesadillas cada vez que cierro los ojos, y soy incapaz de perdonar al adolescente borracho que destrozó nuestras vidas en tan solo un segundo.
Ha habido muchas ocasiones en que he querido decirle a Penelope el motivo exacto por el que tuve que dejarla en Seattle para poder venir aquí e intentar hacer carrera en la lucha, pero soy incapaz de hacerlo.
Si supiera las deudas que dejaron nuestros padres, o lo cerca que estuvo el banco de hipotecar su —ahora nuestra— casa, seguramente colgaría los patines e intentaría ayudarme a pagarlo todo.
Y entonces estaríamos obligados a tener una vida de mierda los dos…
—¡Toc! ¡Toc! ¡Toc!
—¡Abra la puerta, señor Carter! —grita el gerente del motel de repente, al otro lado de la puerta—. ¡Sé que está ahí!
Guardo silencio.
—¡Abra ya, o se va a enterar! —Vuelve a llamar a la puerta, pero sigo callado—. ¡Volveré el domingo para cobrar el alquiler de esta semana! —grita—. ¡Si no lo tiene entonces, más le vale sacar el culo de este sitio! —Sus pesados pasos resuenan en el asfalto, y yo suelto un suspiro.
Saco mi cartera y cuento el dinero que tengo: ciento ochenta dólares con cincuenta y ocho centavos.
No me llega para pagar esta habitación de mierda, y mucho menos la gasolina y la comida. Y por si fuera poco, le prometí a Penelope que le compraría un traje nuevo de mil dólares el mes que viene.
Joder…
Necesito aire fresco con desesperación, así que cojo mi mochila y salgo a la calle. En la distancia, hay una valla publicitaria que reza: «Multi-SportsPlex. Abierto veinticuatro horas».
Camino por la calle, saco mi móvil y llamo al mismo número que marco una vez a la semana, como un reloj. Es una llamada secreta que me hace sentir que hago algo más por Penelope, aparte de enviarle dinero y hacer de tutor desde lejos.
Suena una vez.
Suena dos.
—Has llamado a Tatiana Brave —contesta una voz suave—. En estos momentos no puedo contestar, así que, por favor, deja tu mensaje después de la señal.
—¡Bip!
—Soy Travis Carter, el hermano de Penelope, otra vez —anuncio—. Deja de llamar «zorra» a mi hermanita, y acostúmbrate a quedar la segunda durante el resto de tu carrera. —Hago una pausa antes de continuar—. Ah, y tu manera de patinar es mediocre, como mucho. Como mucho.
Después de colgar, subo a toda prisa los escalones que llevan a SportsPlex.
Paso por encima del teclado una tarjeta de socio robada y empujo la puerta, pero no se abre. Pruebo con otra puerta, luego con otra, aunque el resultado sigue siendo el mismo.
Tiene que ser un error.
Reacio a rendirme, camino hasta el otro lado del edificio y me detengo en seco cuando veo a una mujer de pelo rizado colgada de la valla de seguridad.
¿Qué coño…?
—¡Ah! —Se baja de un salto, y vuelve a lanzarse contra la valla otra vez—. ¡Venga ya!
La observo mientras repite ese mismo movimiento fallido cinco veces más antes de aclararme la garganta.
—Supongo que estás teniendo problemas para entrar esta noche.
Ella suelta un gemido y se queda quieta de repente.
—No, estoy… estoy… —tartamudea, sin mirarme a la cara—. Solo estoy intentando recuperar mis cosas. Las dejé ahí sin querer, ¿lo ves?
Señala una mochila gris que hay al otro lado de la puerta, y es evidente que no ha llegado ahí sin querer.
—Si no fuera más listo —digo—, pensaría que estás intentando colarte.
—Bueno, supongamos que no eres más listo, para que puedas marcharte y meterte en tus asuntos.
—Entonces imagino que tendré que delatarte. —Me acerco más, para intentar verle la cara—. Es delito venir aquí si no pagas.
—¿En serio? —Se da la vuelta para mirarme, y se me olvida qué coño quería decir.
Me obligo a parpadear varias veces para asegurarme de que no es un puñetero sueño.
Podría quedarme años mirándote…
Totalmente alucinado, observo sus ojos de color avellana y sus labios rosados y abultados. Las mallas de entrenamiento de color beis que lleva puestas hacen juego con ese suave tono canela de su piel, y acentúan sus curvas. Aunque me está fulminando con la mirada, es la mujer más sexy que he visto en mi vida.
Ni siquiera se me ocurre nadie que se acerque a ser la segunda.
Ni la tercera…
—Yo no me he metido contigo —dice, mostrando una hilera de dientes blancos perfectos—. A juzgar por esa camiseta sin mangas que llevas, no parece que seas ni guarda de seguridad del gimnasio ni policía, así que, por favor, ve a meterte con otra persona.
Yo sigo mirándola, y me doy cuenta de que tiene un lunar sobre el labio superior y hoyuelos en las mejillas.
—Espera… ¿Eres guarda de seguridad? —Baja la guardia—. Soy socia de aquí, y se supone que debe estar abierto las veinticuatro horas, así que algún empleado debe de haber cometido un error y bloqueado…
—Si te ayudo a saltar la puerta —la interrumpo—, ¿me abrirás otra a mí por el lado oeste?
—Bueno, yo… —duda un momento—. Tendré que pensármelo.
—¿Perdona?
—Lo he dicho muy claro. —Parece ir muy en serio—. No te conozco, y no puedo permitirme convertirme en la inspiración para un episodio de Ley y orden a estas alturas de mi carrera.
—He venido a usar la sala de pesas. —Levanto mi tarjeta de socio robada—. Yo tampoco puedo permitirme salir en Ley y orden.
Ella se me queda mirando mientras considera mi oferta, y a cada segundo que pasa me parece más sexy.
—Puedo saltar la puerta con toda facilidad —afirmo—. Si no escucho un «sí» en el próximo minuto, lo haré y te dejaré aquí.
—Ay, vale. —Engancha los dedos en la valla de alambre y me mira por encima del hombro—. ¿Me vas a ayudar o no?
—Primero estoy admirando las vistas.
Se suelta con un gesto de exasperación, y yo le agarro de las muñecas con suavidad.
—Es broma —admito—. Agárrate otra vez, y te levantaré a la de tres.
Ella obedece, y yo la agarro de la cintura de inmediato.
—Uno, dos… —hago una pausa— y tres.
La levanto, y ella se agarra al último barrote y salta por encima como una gimnasta antes de bajar al otro lado.
Coge su mochila y me mira.
—Muchas gracias. Te veré donde hemos acordado.
—Hecho.
Decidido a conseguir su número de teléfono, me dirijo hacia allí mientras me pregunto cómo es que no la he visto antes por aquí.
Debe de ser la primera vez que viene.
Cuando llego al lado oeste, me está sujetando la puerta abierta. De alguna manera, se las ha arreglado para estar todavía más atractiva debajo de las brillantes luces blancas.
—Bueno, eeeh… —Se sonroja—. Gracias de nuevo por tu ayuda.
—Encantado. ¿Cómo te llamas?
—Tatiana —contesta—. Tatiana Brave.
—¿Qué?
—Bueno, Tati solo para mi familia y las personas que me conocen. Tatiana Brave para cosas formales y los extraños, sin ánimo de ofender. ¿Y tú eres…?
No me lo puedo creer.
—Travis Carter.
—Encantada de conocerte, Trav… —Entrecierra los ojos y da un paso atrás—. ¿El gilipollas del hermano de Penelope Carter, que me deja mensajes ruines en el móvil algunos fines de semana?
—Te los dejo todos los fines de semana. Creo en la perseverancia.
Ella resopla.
—¿Has venido a hacerme un Tonya Harding?
—¿Un qué?
—Primero me dejas mensajes de voz y ahora vienes a la ciudad donde nací para tratar de romperme las rótulas antes de que me enfrente a tu hermana otra vez, ¿verdad? —Habla consigo misma, no conmigo—. ¿Cómo puede caer tan bajo? ¿Es que no le basta con ser la número uno del mundo?
—Tatiana…
—Sé que es unos años más joven que yo, algo de lo que a ella le encanta presumir, pero nunca pensé que sería tan inmadura como para idear un plan así. Deberías avergonzarte de ti mismo por haber accedido, y pienso llamar a la policía sin falta.
—En primer lugar, nunca le pondría una mano encima a una mujer. —Vuelvo a mirarla de arriba abajo—. No de la manera que piensas, al menos. Y en segundo, vivo en esta ciudad, y no he venido a sabotearte. En contra de lo que puedas pensar, ni siquiera sabía cómo eras antes de conocerte. Hace mucho que no voy a las competiciones de patinaje.
—Ya, y yo voy y me lo creo. —Pone los ojos en blanco—. ¿Pero sí que has podido conseguir mi número de teléfono para acosarme?
—Penelope no tiene ni idea de que tengo tu número —admito—. Le pedí a mi mejor amigo que buscara por internet y me lo consiguiera.
—Bueno, ese argumento suena mucho mejor. —Da otro paso atrás—. O no. Bueno, ¿algo más que quieras confesar esta noche?
—Eres la mujer más sexy que he visto en mi vida.
—Vale. Adiós. —Corre escaleras abajo en dirección a la pista de hielo.
La observo, sonriente, hasta que desaparece.
Voy a la sala de pesas, saco el móvil y tecleo «Tatiana Brave» en la barra de búsqueda. Nunca he buscado a las competidoras de Penelope, pero es que ella ya me cuenta más cosas de las que necesito saber. Además, no quiero ser un hipócrita, dado que siempre le suelto sermones para que se centre en sí misma y en nadie más.
Tampoco quiero arriesgarme a encontrarme artículos negativos que me den ganas de ir a saludar a algún reportero con los puños.
Mientras me siento en un banco, en mi pantalla aparecen imágenes de Tatiana.
Es preciosa desde todos los ángulos. Está subida a varios podios, en el puesto número uno en algunos, en el dos en otros. Aparece girando en una pista, levantando un ramo de rosas rojas con las manos, o completando giros y saltos, con titulares tales como «Absolutamente impresionante: Brave es una maravilla que se ha forjado un lugar en la historia del patinaje artístico» o «Brave le arrebata el primer lugar a Penelope Carter en Utah: ¿será la próxima número uno?».
Cuando voy por la quinta página de resultados, estoy totalmente convencido de que nunca se ha hecho una foto donde salga mal en la vida. Y a pesar de lo que dice mi hermana, es increíblemente guapa.
Y mucho más que eso.
Me pongo la lista de reproducción para entrenar y me propongo investigarla todavía más cuando acabe.
Doscientas repeticiones después, coloco las mancuernas de nuevo en su estante y cojo el ascensor para bajar a la pista de hielo.
A través de los altavoces suena música clásica, y el sonido característico de las cuchillas al raspar el hielo me atrae todavía más.
Sorteo los asientos vacíos de las gradas y observo a Tatiana patinar sola con los ojos cerrados.
Va vestida con un traje rojo brillante, y se mueve como si la vida le fuera en ello. Y además, pese a los cometarios de mi hermana, su manera de patinar no es para nada mediocre.
Nunca me he quedado prendado de una coreografía que no perteneciera a Penelope, pero me es imposible apartar la mirada de esta mujer.
Con cada salto y cada aterrizaje, parece adueñarse de cada milímetro de la pista. Es como si hubiese estado patinando desde el día en que nació.
Las cuerdas del violín sueltan una abrupta nota final, y Tatiana levanta la cabeza.
Abre los ojos y saluda a un público invisible, hasta que su mirada me descubre.
Durante un momento, parece como si estuviera a punto de saludarme a mí también, pero entonces me saca el dedo corazón.
—¡Que te den, Travis Carter!
Le guiño un ojo y me río.
Después, vuelvo al motel.
La llamaré el fin de semana que viene.
Chica odia a chico
Por aquel entonces
(El fin de semana siguiente)
A cien millas de distancia de Reno
Tatiana
En un mundo justo y perfecto, no estaría sentada en esta pista hoy. Viviría en una realidad alternativa, mano a mano con mis personajes favoritos de la serie de animeSailor Moon.
Todos mis problemas formarían parte de un guion y se solucionarían siempre con final feliz, algo muy distinto al desastre total que es mi vida ahora mismo.
La única alegría que me he llevado en todo el año es ver al chico sexy de SportsPlex el fin de semana pasado. Bueno, hasta que me enteré de que es el hermano de la persona a la que más odio en este planeta: la chica arrogante que me llama «zorra sobrevalorada» cada vez que puede, y que se cree que es un regalo de los dioses en este deporte.
Su manera de patinar es tan mediocre…
Encontrarme cara a cara con su sexy hermano es una broma cruel del universo, y no quiero volver a repetirlo nunca más.
Pero, claro, no puedo dejar de pensar en sus ojos, su sonrisa, sus labios. En la manera en que reaccionó mi cuerpo cuando me agarró de la cintura por detrás y respiró contra mi…
—Eh… ¡Hola! —interrumpe mis pensamientos una voz chillona—. La Tierra llamando a la señorita Brave.
—Eeeh… ¿qué?
—Eso es. —Mi entrenadora, la señorita Price, chasquea los dedos—. Ahora toca sentarse, y tú estás ahí plantada con cara de empanada. Espabila.
Las luces de la pista empiezan a parpadear, señal de que la West Coast Expo está a punto de empezar.
Tomo asiento desesperada por deshacerme de los recuerdos de Travis, pero sus palabras se han adueñado de mi cerebro durante días.
«Eres la mujer más sexy que he visto en mi vida».
He recordado la forma en que me subió por aquella valla tantas veces que ni siquiera puedo llevar la cuenta, y he deseado que fuese otra persona, cualquiera, para contar con alguien con quien hablar fuera de la pista, aparte de mi entrenadora o mi horrible familia.
Supongo que no está predestinado que tenga amigos en esta vida…
—Antes de empezar, deja que te diga una cosa. —La señorita Price me coloca las manos sobre los hombros—. Sé que este evento es el que más odias, pero los días malos han quedado en el pasado y tu futuro es más prometedor que nunca. Estás hecha para ser una patinadora individual, y eres la mejor del mundo.
—Gracias, señorita Price. —Me obligo a sonreír, aunque no estoy de acuerdo con lo que dice en absoluto.
La West Coast Expo no es solo el evento que más odio: es una herida abierta que todavía tiene que sanar.
Siempre que cruzo estas puertas, me veo obligada a enfrentarme a lo que podría haber sido, a lo que debería haber sido.
Mi experiencia se centra en el patinaje en pareja, y el destino me entregó una vez a un compañero perfecto, Tristan Chamberlain. Con él a mi lado, ganamos todas las competiciones en las que participamos, y cautivamos a los jueces con el nivel de perfección que conseguíamos.
Nunca nos caímos, nunca tropezamos.
Pero cuando cumplí diecisiete años, me dio un ultimátum muy cruel y retorcido: o me convertía en su compañera entre las sábanas también o me daba puerta.
No me gustaba lo suficiente como para dejarle ser el primero, así que se fue a bailar con otra persona, y yo me quedé a remontar a solas.
Mi cambio a individual ha sido una pesadilla, y aunque los periodistas me llaman «una fuerza absoluta», no soy «un fenómeno», como lo era cuando patinaba en pareja.
Ni «hechizadora», como Penelope Carter…
—Damas y caballeros… —anuncia una voz por megafonía, interrumpiendo mis pensamientos—. Démosles la bienvenida a Tristan Chamberlain y Monica Taylor, que patinarán My Sweet and Tender Beast para su programa breve.
No tengo ganas de ver ni un solo segundo de su número, así que saco mi móvil y abro los mensajes. Por desgracia, el destino no me ha enviado una oferta para una vida mejor.
Solo tengo mensajes de mi hermanastra, Harlow.
Bruja malvada: Hola. ¿Es que no puedo recogerte cuando se acabe la competición? Porque, bueno, a tu edad, ¿de verdad necesitas que alguien te anime?
Bruja malvada: Vale, espera… Sé que estas cosas significan mucho para ti, así que, si voy, ¿podemos irnos pronto?
Me estoy planteando dejarla en silencio durante el resto del día cuando me llama un número desconocido.
—¿Diga? —respondo.
—¿Así que has bloqueado mi otro número? —La voz grave de Travis suena desde el otro lado de la línea.
—¿Te refieres a los otros veinte números con los que has probado esta semana?
—Veintiséis, pero no hace falta llevar la cuenta.
—Sí, te he bloqueado —contesto—. Creo que es bastante obvio.
—Eso hiere mis sentimientos, Tati. —Se nota que sonríe—. He sufrido mucho a causa de ello.
—No me llames así nunca más —gruño—. No somos amigos, y si de verdad estuvieras dolido, es lo que te mereces.
—¿Por qué no te he visto en SportsPlex esta semana?
—Por favor, cuelga para que pueda añadir este número a la lista de bloqueados.
—Esperaba que al fin me dejaras disculparme.
—¿Por qué?
—Por lo que creas que he hecho que te haya cabreado el fin de semana pasado. Lo siento mucho.
—Disculpa no aceptada.
—Me parece justo. —Sigue sonriendo. Puedo adivinarlo—. Entonces empecemos de nuevo y finjamos que mi hermana y tú no sois enemigas.
—¿Qué? Nunca.
—Vale, vale. —Suelta una carcajada—. Entonces finjamos que me conoces sin tener ninguna relación con ella.
—¿Y entonces solo serás el gilipollas que me dejaba mensajes sobre que nunca venceré a mi principal competidora?
—Deberías considerarlos mantras motivadores, o incluso regalos. —Se detiene un momento—. Puedes volver a escucharlos en tus noches más solitarias, si quieres. He oído que mi voz suele gustar bastante.
Cuelgo y vuelvo a bloquearlo.
Una hora después
Estoy girando en el centro de la pista mientras suenan las notas de Tchaikovsky a mi alrededor.
Mi vestido color rojo carmín flota en el aire, y sé, sin lugar a dudas, que no he cometido ni un solo error en los dos últimos minutos.
Cuando levanto los brazos por encima de la cabeza para completar el penúltimo giro de ángel, abro los ojos y me doy cuenta de que todo el público se ha puesto en pie.
La última nota suena en el aire, y mi cuerpo se detiene por completo.
Todo el estadio estalla en aplausos.
—¡Tatiana! ¡Tatiana! —gritan, mientras tiran rosas y ositos de peluche a la pista.
Sonriendo, me giro hacia donde deberían estar mi hermanastra y mi padre —donde se solía sentar mi madre cuando estaba viva—, pero sus sillas están vacías.
Sorpresa, sorpresa.
Me trago el nudo que se me ha formado en la garganta y saludo a todos los demás, a quienes en realidad no les importo un pito.
Después de recoger todos los ramos de rosas que puedo, patino hasta el borde de la pista y me coloco las fundas de las cuchillas. Después me voy a la zona de espera.
—¡Has estado perfecta, Tati! —La señorita Price me abraza tan fuerte que se me caen unas cuantas flores—. Puñeteramente perfecta. No he podido encontrar ni un solo defecto en tu actuación.
—Estoy segura de que los jueces encontrarán algo. —Miro la pantalla—. Apuesto a que todos están esperando a que actúe tú ya sabes quién.
—Ella ya no está en el programa. —Me agarra del brazo—. He oído que no pudo pagar la cuota de inscripción a tiempo, y no la he visto aquí hoy.
¿Qué?
Antes de poder preguntarle dónde ha escuchado ese rumor, mi puntuación empieza a aparecer en la pantalla.
«10.0 10.0 10.0 10.0 10.0».
¿Una nota perfecta?
Me quedo mirando los números, totalmente incrédula.
La señorita Price chilla de alegría, y yo me meto una mano debajo de la manga para pellizcarme y así comprobar que todo esto no es un sueño.
Las lágrimas me resbalan por las mejillas, y mi cara aparece en la pantalla gigante.
Y en ese justo momento, el público me regala una segunda ovación en pie, esta vez más fuerte que la primera.
Un cámara y un reportero aparecen delante de mí, preparados para la entrevista del final de la actuación.
Sin embargo, a mí no me salen las palabras.
Por mucho que me esfuerce, soy incapaz de hablar.
Probablemente, lo mejor es que la gente crea que estoy llorando por este primer logro, y no porque me parezca que no está completo.
Mi madre no está aquí para animarme, ni para decirme que está orgullosa de mí.
Mi archienemiga no está siendo testigo de cómo me acerco a destronarla del podio.
No tengo amigos con quien celebrar este momento cuando las luces se apaguen.
Mejor sería que estuviese soñando, después de todo…
Chico camela a chica
Por aquel entonces
(Más tarde, esa misma noche)
A cien millas de Reno
Tatiana
Estoy en el aparcamiento vacío del estadio, fantaseando con el día en que disponga de mi propio coche para no tener que esperar después de los eventos. Me meto la medalla de hoy debajo de la sudadera y juro que voy a esperar cinco minutos más antes de llamar a un Uber.
A tan solo unos segundos de mi límite, el Honda de Harlow acelera por la explanada y da un volantazo delante de mí.
—¡Date prisa, Tati! —Baja la ventanilla—. ¡Ya llegamos tarde!
—¿Tarde para qué, Harlow? —Me meto en el coche y me abrocho el cinturón.
—Te lo explicaré todo cuando lleguemos. He conseguido un conjunto de más por si no quieres estar fuera de lugar.
La miro, y me quedo observando el escote pronunciado de su vestido de fiesta color rosa brillante. Es uno de Chanel a medida que no le pertenece a ella.
—Ese es uno de los vestidos favoritos de pasarela de mi madre, Harlow.
—Lo sé. —Se encoge de hombros y se incorpora a la carretera—. He cogido uno de sus monos de Givenchy para ti.
—Al menos podrías haberme preguntado primero si podías hacerlo…
—No me daba tiempo —lloriquea—. He tenido un día de lo más estresante, y se me han ido las horas. En fin, he visto al tío más bueno del mundo durante mi cita para la manicura. Ni te imaginas lo que me ha dicho…
Aprieto los puños mientras ella sigue divagando, esperando a que me pregunte algo, cualquier cosa, sobre la exhibición de hoy, pero no lo hace.
Cuando vuelve a repetir «lo difícil» que le ha sido escoger entre la laca de uñas de color rosa chicle y el amapola coqueto, me doy cuenta de que ya no puedo soportar su conversación.
—¿Puedes dejarme en casa, por favor? —le pido.
—Madre mía, no —resopla—. Me pilla muy lejos.
—Sin ánimo de ofender, que es muy poco…
—Entonces digamos que es «con ánimo de ofender» —me interrumpe—. Estoy harta y cansada de que mi vida social gire en torno a tu carrera de chiste, que no hace nada más que llenar de medallas el armario en vez de llenar la cuenta bancaria. Siento que tu madre muriera, pero la vida sigue. No puedes patinar para siempre, y yo no puedo estar llevándote siempre tampoco. Así que esta noche vamos a hacer lo que yo quiera, y nos iremos a casa después. —Se salta un semáforo en ámbar—. Si quieres gastarte cientos de dólares en un Uber esta noche, allá tú, pero yo no me voy a perder esto por ti. ¿Vale?
Me siento sobre las manos para evitar abalanzarme sobre ella y ahogarla.
—Eso pensaba. —Enciende la radio, y yo miro por la ventana, calculando mentalmente mis posibilidades de supervivencia si salto del coche.
Tiene suerte de que las estadísticas no estén a mi favor.
Cuarenta minutos después aparcamos delante de una casa enorme con ventanas tintadas en negro. Hay un cartel rojo que sobresale del tejado y que se ha iluminado para esta noche.
«Infierno».
Hay una cola que dobla la esquina y que conduce hasta una puerta con un letrero que reza «Solo vips».
—¿Qué sitio es este? —pregunto.
—Yo no me preocuparía por eso si fuera tú. —Harlow baja la visera con espejo y le quita la tapa a un pintalabios—. Deberías preocuparte mucho más por quitarte esa sudadera ridícula.
—Estoy bien, gracias.
—Tú misma. —Se encoge de hombros y sale del coche—. No confío en ti lo suficiente como para dejarte sola en mi coche, así que o coges un Uber o entras.
—Entro… —Reprimo un gemido y la sigo hasta el principio de la cola.
El portero escanea el teléfono de Harlow antes de darnos unas pulseras de color negro y dorado. Tienen dos frases escritas:
«Bienvenidos a The Underground.
No se habla de esto nunca. Jamás».
Pongo los ojos en blanco y me planteo de nuevo pillar ese Uber.
—Por aquí, Tati. —Harlow me lleva hacia otra puerta.
La abre un guarda de seguridad, que nos introduce a un mundo lleno de rugidos y aplausos. Se trata de un estadio cerrado, con gradas de metal que rodean algo que todavía no puedo ver.
Harlow me aprieta la mano y me conduce a través de la multitud antes de detenerse ante una valla metálica enorme.
Dentro hay un hombre de pelo canoso que está fregando la sangre del suelo blanco mientras una rubia bastante perjudicada le atiende las heridas.
—Vale, en serio. —Meneo la cabeza—. ¿Dónde coño estamos, Harlow?
—Estamos en un club de lucha. —Sonríe, bobalicona—. Es el mejor lugar para conocer a tíos buenos y a todas las futuras estrellas de la mma.
—¿La mma?
—Artes marciales mixtas. —Me mira como si tuviera que saberlo—. Es una combinación de lucha libre con boxeo, karate, jiu-jitsu y, bueno, todo junto. Cualquier cosa vale.
—Eeeh… —Empiezo a toser cuando un tipo pasa junto a nosotras fumando marihuana—. ¿Es legal este sitio?
—Claro que no.
—¡Damas y caballeros! —Un hombre vestido todo de negro entra en la jaula con el micrófono en la mano—. ¡Prepárense para el primer espectáculo coestelar!
La gente grita más alto de lo que yo haya oído nunca en la pista de patinaje.
—¡Luchando en la esquina roja: Mad Max Jones!
Un tipo rubio y sexy con pantalones cortos de color gris corre de repente hacia la jaula. Se besa los puños vendados antes de saludar a los espectadores y entrar.
—Su verdadero nombre es Connor Masters —dice Harlow a mi lado—. Estuve a punto de tirármelo el verano pasado. Tuve que conformarme con hacerle una mamada.
No necesitaba saber eso.
—¡Luchando en la esquina azul…! Bueno, todavía se niega a buscar un nombre… ¡Pero como es de Seattle, lo hemos estado llamando «el Chico Humilde de la Ciudad Esmeralda»!
El nivel de decibelios sube tan alto que me duelen los oídos. Las gradas tiemblan cuando la gente empieza a dar saltos.
Como tengo muy pocas ganas de unirme a este culto, abro de inmediato la aplicación de Uber, pero me paro en seco al ver a Travis entrar en el cuadrilátero vestido con unos pantalones cortos rojos.
Trago saliva al comprobar que la luz inclemente del estadio acentúa cada milímetro de su esculpido cuerpo. Los abdominales le brillan, y él flexiona a propósito los músculos de la espalda.
Una serie de intrincados tatuajes negros le recorre los hombros y continúa por los brazos hasta dejar la marca de un emblema en su pecho izquierdo.
—¡Quiero que me folle! —grita Harlow.
—¡Yo también! —La chica que está delante de nosotras se da la vuelta y le choca los cinco a Harlow.
Travis se va a su esquina, y yo soy incapaz de despegar la mirada de él.
—Bueno, los dos conocéis ya las normas —dice el presentador—. Tres rondas de dos minutos, y todo vale a menos que haya un tko. El premio es de cinco mil limpios. Acercaos al árbitro y chocad los guantes si estáis de acuerdo.
Travis y el rubio lo obedecen, y eso hace que la multitud entre de nuevo en un arranque de lujuria. El presentador se marcha, y una campana suena con fuerza por encima de la jaula.
Sin pensárselo dos veces, Travis se acerca al rubio y le da un puñetazo en plena cara. Como si estuviera poseído, los ojos se le oscurecen, y lanza otros dos golpes contra la mejilla del rubio.
Su contrincante le devuelve el puñetazo, pero no lo alcanza.
Travis se aprovecha, levanta la pierna y le da una patada al otro en el lado izquierdo de la cabeza que lo tira al suelo.
Por algún extraño motivo, el árbitro no interviene.
Travis se inclina y ataca al chico con saña, dándole un golpe tras otro y extrayendo sangre y aplausos del público al mismo tiempo. Lanza otros cuatro puñetazos sangrientos más antes de que al fin el árbitro los separe.
Travis se pone de pie y levanta los puños al aire, y las gradas tiemblan todavía más.
Aturdida por lo que sea que acabo de presenciar, siento una repentina necesidad de refrescarme.
—¿Dónde está el baño, Harlow? —le pregunto.
—Ahora no es el momento de ir al baño —se queja—. No vamos a perder estos asientos cuando nos queda mucho más por ver de él.
—¿Va a volver a pelear?
—No, pero siempre elige a una chica que se lleva a casa al final. Tengo que ser yo. —Se baja el escote del vestido y enseña sus pechos de copa D.
Yo miro a mi alrededor y veo que otras chicas la imitan. Vuelven a pintarse los labios, se ponen de puntillas y se atusan el pelo.
Mis rizos revueltos y mi sudadera de «Sailor Moon Fan Forever» de color gris claro destacan más que nunca.
Travis sale de la jaula y estrecha las manos de sus adoradores de la primera fila. Las chicas aplastan las manos contra su pecho sudado cuando pasa junto a ellas.
—Ahora tiene mucho más sentido que lo haya visto en mi SportsPlex.
—¿Lo has visto antes? —Harlow está a punto de salivar—. ¿Me lo puedes presentar?
—Lo he visto una vez, Harlow. No sé nada de él, salvo su nombre.
Cuando Travis está estrechando otro par de manos, sus ojos se cruzan con los míos.
Mi estómago me traiciona con un ataque de mariposas frenéticas.
Los labios de Travis se curvan en una leve sonrisa, y le susurra algo a un hombre trajeado antes de acercarse a mí.
Yo intento permanecer indiferente mientras él esquiva a la gente y salta a las gradas, pero soy incapaz de hacerlo. Se planta ante mí y me saluda con voz grave.
—Hola, Tatiana Brave.
—Hola, Persona Con La Que No Tengo Ganas de Hablar Nunca Más En Mi Vida.
—Qué adorable. —Se ríe—. ¿Has decidido venir después de escuchar mi mensaje?
—¿Qué mensaje?
—El que te he dejado esta mañana —explica—. Tuve que llamarte desde una cabina de teléfono antigua, en una gasolinera, para poder contactar contigo, por cierto.
—No tenía ni idea de que me hubieras invitado a esto. —Me recuerdo que tengo que comprobar los mensajes después, y luego hago un gesto hacia Harlow—. Esta es mi hermanastra, Harlow. Que hayamos venido ha sido idea suya.
—Hola, Harlow. —Le sonríe, y juro que ella se derrite, pero no antes de aplastarle la mano contra el pecho.
Puaj. Contrólate.
—Creo que vas a ser toda una estrella del mundo de la mma algún día. —Harlow sonríe como una tonta—. Tus cinco últimas peleas han sido increíbles.
—Gracias por venir a verlas. —Se gira de nuevo hacia mí—. Me gusta tu sudadera. Pero creo que te faltan los otros personajes.
—¿Ves Sailor Moon?
—Lo haré si me invitas.
Pongo los ojos en blanco.
—Paso.
—Hay una fiesta privada después de la última pelea —dice, sin inmutarse siquiera—. Deberías venir a bailar sobre mí.
—¿Sobre ti?
—Conmigo. —Sonríe con suficiencia—. Es lo mismo.
—¿Es que se te ha olvidado que siempre os odiaré a ti y a tu hermana? O sea, ¿para siempre? —pregunto—. ¿Cuánto tiempo va a costarte asimilar ese hecho?
—Nunca se me ha dado bien aceptar el rechazo.
—¿Has dicho fiesta? —Los ojos de Harlow se le salen de las órbitas—. ¿Dónde es, y a qué hora empieza?
—Te pondré la dirección en el móvil —contesta él, quitándoselo de las manos.
Sin apartar su mirada de la mía, teclea un sitio al que no pienso ir, y después le devuelve el móvil a Harlow.
—Dile al tipo de la puerta que me llame, para que no tengáis que pagar la entrada —informa. Después baja la voz y se inclina hacia mí—. Puedo llevarte yo hasta allí, si quieres. No tienes más que decírmelo.
—¡Eh, Chico Humilde! —grita un tipo desde abajo, antes de que pueda responderle—. ¡Te necesitamos aquí! ¡Date prisa!
—Os veré en la fiesta —dice él, antes de mirarme de arriba abajo y desaparecer entre el gentío.
—Ay, Dios mío, ay, Dios mío, ¡ay, Dios mío! —Harlow me agarra las manos como si fuéramos las mejores amigas del mundo—. Tienes que contarme todo lo que sepas de él, para que pueda tirarle los trastos en la fiesta.
—Encantada —respondo—. Con una condición.
—Lo que sea.
—Tienes que dejarme en casa y llevarte a otra de tus amigas contigo.
—¡Ja! Tenía pensado hacerlo de todas formas.
Chico ofrece tregua
Por aquel entonces
(Dos de la madrugada)
Reno, Nevada
Travis
—Gracias por conseguir colarnos a mi amiga y a mí en la fiesta. —La hermanastra de Tatiana bate sus falsas pestañas con tanta vehemencia que empiezan a desencajársele—. ¿Te vas a quedar hasta que se acabe? —pregunta.
No si puedo evitarlo.
—Aún no estoy seguro —contesto—. ¿Está Tatiana de camino?
—No, a menos que tenga a un chófer personal en marcación rápida. —Menea la cabeza—. A ella no le gustan tanto las fiestas como anosotras. Seguramente estará en la cama leyendo una novela romántica o viendo dibujos animados.
—Interesante…
—¿Cuándo crees que podrás probar a entrar en la ufc? —Su amiga me acaricia el hombro—. ¿Podría ser dentro de unos meses? ¿De un año?
—Eso depende de la liga y del presidente. —Trato de forzar una sonrisa y seguirles el rollo todo cuanto pueda.
Después de llenarles las copas de nuevo, desaparezco entre la multitud y me escapo hacia el aparcamiento.
Me pongo al volante de mi coche y le envío un mensaje al gerente del motel.
Yo: Te acabo de enviar el dinero del alquiler de esta semana y de la pasada por correo electrónico.
Su respuesta me llega en unos segundos.
Dueño del tugurio: Supongo que no esperarás que te dé las gracias. Me lo has enviado tarde.
Pongo los ojos en blanco y me incorporo a la carretera. Cuando estoy a mitad de camino de casa, el nombre de Penelope aparece en mi pantalla.
—¿Sí, Corona? —respondo—. ¿Ocurre algo?
—Sí y no —contesta—. Creo que he hecho saltar los plomos otra vez. ¿Puedes enseñarme cómo arreglar el cuadro eléctrico?
—Claro. Coge una linterna y sal a la calle.
Espero a que llegue al lateral de la casa antes de empezar a darle instrucciones. Al acabar, me pide que la ayude a desatascar una tubería.
—¿Algo más? —pregunto.
—Tatiana Brave ha conseguido hoy una puntuación perfecta en la West Coast Expo —dice a toda prisa—. Una puntuación perfecta. ¿Tienes idea de lo que eso significa?
—Tengo la sensación de que me lo vas a contar tú.
—La gente está empezando a preguntarse cuándo, y no si ella será la próxima número uno.
—Penelope…
—Ni te atrevas a darme la charla hoy sobre centrarme solo en mí misma —me interrumpe—. Deja que me desahogue con esta tragedia, ¿vale?
—Vale.
—En primer lugar, no es tan guapa, y su manera de patinar es…
Le doy a silenciar y lanzo el teléfono al asiento del pasajero.
Como ya me imagino que va a decir lo mismo que ha dicho infinidad de veces, hago todo el camino hasta el motel antes de volver a cogerlo.
—No pude encontrar ni un solo fallo en su ejercicio. —Parece estar a punto de llorar, como si se tratara de una catástrofe—. Que mi inscripción no llegara a tiempo debe de haber sido un presagio. Espero que le hayas gritado al director del banco por haber jodido la transferencia.
No podía permitirme hacer la transferencia, ni pagar la cuota…
Siento una punzada de culpa en el pecho.
—¿Estás ahí, Travis? —pregunta—. ¿Travis?
—Sí, lo siento. Estoy aquí, Corona.
—Lo estaba empezando a dudar. —Se nota que sonríe—. En fin, puedes dejar de llamarme por ese apodo cuando te venga bien.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
—Porque me hace sentir que todavía tengo siete años.