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El dolor crónico es una epidemia. Millones de personas luchan contra los males de espalda, los dolores de cabeza o algún otro dolor que se resiste a cualquier tipo de tratamiento, y a la mayoría se les repite que no existe cura para sus dolencias. El psicoterapeuta Alan Gordon padecía uno de esos dolores crónicos. Acudió a numerosos médicos y recibió diferentes diagnósticos, pero ninguno de los tratamientos le ayudó. Frustrado por los abordajes convencionales, desarrolló la terapia de reprocesamiento del dolor (TRD), un protocolo mente-cuerpo que no solo le permitió eliminar su propio dolor crónico, sino que ha transformado la vida de miles de sus pacientes. El abordaje neurocientífico de la TRD muestra que, en la mayoría de los casos, el dolor crónico se genera debido al mal funcionamiento de los circuitos cerebrales relacionados con el dolor. La TRD logra reconfigurar el cerebro para romper el ciclo del dolor crónico.
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Alan Gordon y Alon Zin
Terapia para el dolor crónico
Un enfoque revolucionario para su curación
Prólogo de Tor Wager
Traducción del inglés de Fernando Mora
Título original:
THE WAY OUT
A revolutionary, scientifically proven approach to healing chronic pain
© 2021 by Alon Ziv and Alan Gordon
© 1977 Sony/ATV Music Publishing LLC
© de la edición en castellano:
2022 Editorial Kairós, S.A.
www.editorialkairos.com
Edición publicada por acuerdo con Avery, una editorial del Grupo Editorial Penguin, un sello de Penguin Random House LLC.
© de la traducción del inglés al castellano: Fernando Mora
Revisión: Alicia Conde
Primera edición en papel: Septiembre 2022
Primera edición en digital: Septiembre 2022
ISBN papel: 978-84-1121-052-2
ISBN epub: 978-84-1121-092-8
ISBN kindle: 978-84-1121-093-5
Composición: Pablo Barrio
Diseño cubierta: Editorial Kairós
Imagen cubierta: Windwheel
Escáner con permiso de Casey Cromie
Foto de los Lakers © Andrew D. Bernstein/Getty Images
Foto de la ardilla © Julian Rad
Foto de Stan Gordon © Stan Gordon
Foto del perrito © Kristyn Harder
Todos los derechos reservados. No está permitida la reproducción total ni parcial de este libro, ni la recopilación en un sistema informático, ni la transmisión por medios electrónicos, mecánicos, por fotocopias, por registro o por otros métodos, salvo de breves extractos a efectos de reseña, sin la autorización previa y por escrito del editor o el propietario del copyright.
Para Christie,
por tu amistad, colaboración y las innumerables fotos de tu perro durmiendo en un zapato.
A.G.
Para Krystal,
mientras estemos juntos, la vida siempre será buena.
A.Z
AL PRINCIPIO, NO LO CREÍA. Al igual que le ocurre a mucha gente, no estaba seguro de hasta qué punto las intervenciones mente-cuerpo afectan al curso del dolor crónico, y el tipo de pacientes para las que están indicadas. Soy básicamente escéptico. Sin embargo, también anhelo conocer las respuestas, de manera que mi instinto me lleva a recopilar pruebas científicas. He pasado buena parte de mi carrera estudiando si el hecho de modificar la mente es capaz de afectar al cerebro y al cuerpo. Y, en caso afirmativo, ¿qué tipo de cambios son posibles y cuáles no? ¿Cuáles son las condiciones adecuadas para que tengan lugar dichos cambios? Si los pensamientos afectan a nuestro cuerpo, ¿son lo suficientemente poderosos como para tener un impacto significativo y son lo bastante profundos como para que estos cambios perduren?
Cuando conocí a Alan Gordon, mi experiencia abrumadora con él fue que es un creyente. Como antiguo enfermo de dolor crónico –ahora recuperado–, cree que es posible, sin necesidad de medicamentos ni de cirugía alguna, pasar de sufrir un dolor agotador a no padecer dolor alguno. Y pone de manifiesto esa creencia en acción con un entusiasmo contagioso, así como con el compromiso de ayudar a las personas con las que trabaja. En los últimos dos años, mis creencias también han experimentado una transformación. He llegado a creer que las ideas correctas acerca del dolor crónico, puestas en práctica a través del tratamiento mente-cuerpo, tienen beneficios espectaculares para muchas o incluso la mayoría de las personas, aun en el tratamiento de lesiones reales que producen un dolor real.
Conocí a Alan por casualidad. Había coincidido varias veces con el doctor Howard Schubiner, colega de Alan, en reuniones científicas. Mi trabajo como neurocientífico me lleva a estudiar los circuitos del dolor con imágenes de resonancia magnética funcional (fMRI). Recuerdo que Howard me dijo: «Tienen un tratamiento que de verdad funciona. Llevan años ayudando a la gente a recuperarse del dolor crónico; deberías estudiarlo».
No me convenció. Me fascinan las intervenciones mente-cuerpo, pero estábamos estudiando redes cerebrales básicas, sin financiación ni infraestructura para estudiar a los pacientes.
Por otra parte, mi estudiante de posgrado, Yoni Ashar, y yo estábamos barajando varios temas para su tesis doctoral. Yoni había padecido dolor crónico de espalda durante años, lo que hacía que el dolor fuese un tema de estudio personalmente relevante. Y aquí es donde tuvo lugar la serendipia. Howard se puso de nuevo en contacto conmigo con los resultados de las imágenes de resonancia magnética de un paciente que mostraba una mejoría espectacular tras el tratamiento de Alan. Los resultados, muy prometedores, mostraban cambios en el córtex prefrontal medial y en la ínsula anterior, áreas del cerebro –las más identificadas en los estudios sobre el dolor crónico– conectadas entre sí y que forman parte de una red que asigna un significado personal a la información procedente del cuerpo. Parece que parte del problema de muchas personas aquejadas de este tipo de dolor es el significado que el cerebro atribuye al dolor y a los agentes que lo causan. Por ese motivo, decidimos acometer un estudio sobre el tratamiento de Alan en personas que padecían dolor crónico de espalda.
Empezamos trazándonos objetivos modestos. Al principio, pensábamos escanear solo a las personas que se sometieran a ese tratamiento. Luego Yoni asistió al curso de formación de fin de semana de Alan y Howard y fue testigo del poder del tratamiento en acción. Mientras tanto, Alan puso en marcha una campaña de crowdfunding que atrajo fondos para el estudio y, lo que es más importante, el entusiasmo de personas que realmente querían que esto llegase a buen puerto. Conseguí una subvención adicional y ampliamos el estudio aún más, lo que nos llevó a realizar uno de los mayores estudios de resonancia magnética (fMRI) sobre el dolor de espalda realizados hasta la fecha. Lo hicimos con una cuarta parte de la financiación que normalmente se necesitaría, porque todos –Yoni, Alan, Howard y nuestros magníficos ayudantes de investigación Laurie Polisky, Zach Anderson y otros– creían en la importancia de este proyecto y pusieron todo su empeño en llevarlo a cabo.
Y fueron los resultados de ese estudio los que hicieron de mí un creyente. Tras haber padecido dolor crónico una media de once años, y después de tan solo un mes de tratamiento, la mayoría de los pacientes ya no padecían dolor o casi lo habían superado. Y hasta la fecha, creo que siguen sin padecerlo. Quiero dejar claro que aún quedan muchas preguntas por responder: ¿para qué tipos de dolor, y a qué personas, son aplicables estos resultados? ¿Cuáles son los «ingredientes activos» y en qué medida la recuperación depende de quién administra el tratamiento? ¿Hasta qué punto la recuperación depende de la disposición del paciente a ser «curado»? El dolor crónico posee múltiples causas corporales y cerebrales que aún no entendemos, razón por la cual no podemos medir la patología lo suficientemente bien en los seres humanos con el fin de determinar el tratamiento óptimo para cada individuo. En cualquier caso, hicimos todo lo que estuvo en nuestra mano para conseguir que ese estudio fuese una prueba rigurosa, objetiva e imparcial de la eficacia del tratamiento de Alan, y demostramos con datos que la gente mejoraba.
Más interesante aún es lo que este estudio y otros nos dicen acerca del dolor crónico. Vivimos un momento espectacular para la neurociencia del dolor, con estudios que demuestran de manera inequívoca que las lesiones producen cambios, en el sistema nervioso, en múltiples niveles: cuerpo, médula espinal y cerebro. Los centros superiores del cerebro, asociados al estado de ánimo, la memoria y la planificación a largo plazo, pueden bloquear el dolor o potenciarlo, impulsar la recuperación o convertirlo en crónico. En los seres humanos, esos centros superiores contribuyen a crear la personalidad, las emociones, el sentido de quiénes somos y el lugar al que pertenecemos en el mundo. Así pues, de una manera muy real, el dolor crónico está ligado a nuestra comprensión de lo que el dolor significa para nosotros y para nuestra perspectiva del futuro. Esto no quiere decir que el dolor no sea «real», puesto que puede tener causas reales en el cuerpo, la médula espinal y el cerebro. Pero, aun así, es posible abordarlo con el enfoque mente-cuerpo, puesto que todos estos niveles están conectados.
La neurociencia del dolor evidencia que las causas del dolor crónico son diferentes de las causas del dolor agudo que aparece tras una lesión, y que en muchos casos dichas causas residen en el cerebro. El tratamiento mente-cuerpo nos ayuda a comprender qué tipo de movimientos y actividades son las más adecuadas, incluso en presencia de dolor, lo que a su vez contribuye a que nuestro cerebro «desaprenda» el dolor crónico.
Lo más destacable del tratamiento de Alan es que la información forma una parte importante de la curación. La nueva información cambia nuestras creencias acerca de las causas del dolor y el relato que nos contamos al respecto. Aunque este cambio suele requerir trabajo y práctica, también ocurre de repente, en un destello de comprensión. He sido testigo de ello personalmente. Un miembro de mi laboratorio que padeció dolor en el hombro durante varios años se curó tras aplicar estas técnicas. Otra amiga y colega, al hablar con Yoni sobre nuestra investigación, también llegó a una nueva comprensión acerca de su dolor crónico. Experimentó una curación espectacular y me confesó que esa transformación le había salvado la vida.
En el libro Cómo conocer a Dios, Swami Prabhavananda y Christopher Isherwood distinguen entre diferentes tipos de creencia. Una de ellos es la fe. Con la fe, debemos creer en ausencia de, o a pesar de, la evidencia proporcionada por nuestros sentidos. El segundo tipo es la creencia provisional. Para aprender a meditar –señalan–, hay que creer en los beneficios de la meditación solo lo suficiente como para intentarlo. Es este segundo tipo de creencia el que insto al lector a adoptar. No tenemos que tener fe en que el dolor crónico se cura; solo tenemos que creer lo suficiente como para empezar a trabajar, con apertura mental, en las ideas contenidas en este libro. Solo hay que intentarlo y ver lo que sucede.
TOR WAGER,
Profesor de neurociencia, Dartmouth College
–TIENE UN DOLOR ENORME. Sus padres están desesperados. ¿Cree que puede ayudarle?
Era diciembre de 2016 y acababa de recibir una llamada de The Doctors, un programa de entrevistas médicas de la CBS, emitido desde hace tiempo y producido por el doctor Phil.1 En este episodio en particular,2 trataban de ayudar a Casey, un joven de dieciséis años que padecía un dolor abdominal crónico tan severo que le hacía perder regularmente el conocimiento. Los médicos de Casey estaban desconcertados.
Como director del Centro de Psicología del Dolor de Los Ángeles, estoy especializado en el tratamiento del dolor crónico y otros síntomas físicos. La productora, que estaba al otro lado de la línea telefónica, quería saber si mi equipo y yo podríamos ayudar a mitigar el dolor del pobre Casey.
Dos años antes, Casey era un alumno normal en el Instituto John Burroughs de Burbank, California. Le encantaban el béisbol y La guerra de las Galaxias; odiaba el álgebra y la química. Parecía encarrilado en el rumbo habitual de la educación secundaria, hasta que a los tres meses de haber iniciado el curso se vio asaltado por un dolor punzante en el estómago.
Creyendo que podía tratarse de apendicitis, sus padres lo llevaron al hospital. Pero los médicos no encontraron ningún trastorno. Pasaron varios meses y el dolor persistía. Le practicaron todas las pruebas imaginables: resonancias magnéticas, tomografías computarizadas, cirugías exploratorias, pero todas ellas arrojaron idénticos resultados negativos.
Mientras tanto, a Casey le resultaba cada vez más difícil llevar una vida normal. Abandonó el equipo de béisbol y, a la postre, también tuvo que dejar el instituto. Su largo y doloroso viaje terminó llevándole al programa The Doctors. Y fue en ese momento cuando me llamaron.
–Habrá que revisar su historial médico –señalé–, pero creo que hay muchas posibilidades de que podamos ayudarle.
–Genial –respondió la productora–. Tan solo una cosa más –añadió–, ¿hay algo que podamos hacer para que este episodio muestre el efecto que tiene superar el dolor?
Era una buena observación. Esto iba a suceder en la televisión. Necesitaban algo que los espectadores vieran en casa. ¿Cómo mostrarles el dolor que Casey experimentaba en su interior?
–¿Tal vez podamos llevar a cabo una resonancia magnética de su cerebro antes y después del tratamiento? –respondí tras meditarlo unos instantes.
La resonancia magnética funcional, o fMRI, es un escáner que muestra la actividad cerebral.3 Pensé que sería interesante ver cómo cambiaría el cerebro de Casey una vez que dejara de experimentar dolor. En aquel momento no lo sabía, pero esa sugerencia fortuita daría lugar a uno de los estudios más innovadores en la historia del dolor.
Pero, para contar la historia del dolor de Casey, primero debo narrar la mía.
A mediados de mi veintena, la vida era buena. Me encontraba en la escuela de posgrado de psicoterapia en la USC (Universidad del Sur de California). Era un tipo extrovertido y activo que salía con mis amigos, acudía a ver los partidos de los Dodgers y jugaba en una liga de kickball (¡mi equipo incluso llegó a competir en la liga nacional!). Pero durante mi segundo año de carrera todo cambió. Desarrollé un fuerte dolor de espalda que trastocó mi vida por completo.
Incluso algo tan sencillo como ver una película se convirtió en una pesadilla de dos horas de duración. Asistir a los partidos de los Dodgers estaba completamente descartado. No podía ver los deportes, y mucho menos jugarlos. Los asientos rígidos de las aulas de la USC me causaban tanto dolor que tuve que comprar una silla blanda con respaldo en Office Depot y llevarla rodando de una clase a otra. Y, por si acaso el lector se lo pregunta, le diré que arrastrar una silla gigante a todas partes no es demasiado positivo para la vida social.
Visité a tres de los principales especialistas en espalda de Los Ángeles. Uno de ellos me señaló que mi dolor estaba causado por una hernia discal. Otro me aseguró que mis síntomas se debían a una degeneración discal. Por último, el tercero me explicó que me dolía la espalda debido a mi gran estatura.
No podía menguar mi tamaño, pero probé todos los tratamientos imaginables: fisioterapia, biofeedback, acupuntura, acupresión. Sin embargo, nada me ayudó. Me hicieron tantas resonancias magnéticas de la espalda que mis amigos bromeaban diciendo que mi columna vertebral se estaba convirtiendo en un imán.
Transcurridos unos seis meses, me administraron una inyección epidural. Y, aunque no me curó, redujo el dolor a la mitad. La vida volvía a ser soportable… durante ocho días más o menos. Hasta que una mañana, como surgida de la nada, sentí que una granada estallaba en mi cabeza. Era el dolor de cabeza más espantoso que nunca había padecido.
Y vino para quedarse.
El dolor de cabeza crónico diario –según me dijo internet– no tiene causa ni cura conocidas. Horrible.
Después de visitar a más médicos, encontré a un especialista en cefaleas que me diagnosticó hipertensión intracraneal idiopática (HTIC) y me recetó una medicación que no me procuró ningún alivio.
Lo que ocurre con los dolores de cabeza originados en la hipertensión intracraneal es que el dolor empeora si nos acostamos. Así pues, no podía sentarme porque me dolía la espalda, y tampoco tumbarme porque me dolía la cabeza. Mi padre, un hombre muy práctico, me sugirió que intentara encontrar la manera de vivir en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Gracias, papá.
Durante los años siguientes, desarrollé los siguientes síntomas adicionales:
Dolor en la parte alta de la espalda.Dolor de cuello.Dolor de hombros.Dolor de rodillas.Dolor de talones.Dolor de lengua (¿a quién le duele la lengua?).Dolor de ojos.Dolor de encías.Dolor en los dedos del pie (¡en tres dedos distintos!).Dolor de cadera.Dolor de estómago.Dolor de muñeca.Dolor de pies.Dolor de piernas.Disfunción de la articulación temporomaxilar.Acidez.Vértigo.Acúfenos.Prurito.Fatiga.En resumen, era un desastre. Los médicos me tenían miedo. Había recibido un montón de diagnósticos que acompañaban a estos síntomas: protrusión discal, rotura parcial del manguito rotador, lesión por esfuerzo repetitivo, etcétera. Pero ninguno de los tratamientos médicos me aliviaba.
El dolor se adueñó de mi vida. Era demasiado difícil ponerles una cara feliz a mis amigos, de manera que me retiré socialmente. También era incapaz de trabajar. Puse mi vida en pausa para tratar de lidiar con el dolor. Incluso me mudé a casa de mis padres.
Un día mi madre me dio un libro sobre un enfoque mente-cuerpo para tratar el dolor. Me dijo que el hijo de una amiga suya lo había leído y que le había ayudado a aliviar su dolor de espalda. Era una madre cariñosa y trataba de ayudarme. Así pues, hice lo que haría cualquier persona racional que padece dolor crónico. Tiré el libro al otro extremo de la habitación.
–Un libro no va a ayudarme, mamá. El dolor no está en mi cabeza. Tengo un montón de diagnósticos médicos.
Se encogió de hombros y salió de la habitación. No se discute con alguien atenazado por el dolor crónico.
Un año después, por fin leí el libro y hablé con el hijo de la amiga de mi madre. El libro no me libró del dolor, pero me abrió la mente a la posibilidad de que pudiese conseguirlo. Fue un primer paso importante. Decidí estudiar todo lo que hay que saber acerca del dolor.
Estudié la neurociencia del dolor, aprendiendo que el dolor involucra tanto al cuerpo como al cerebro. Normalmente, el cerebro recibe y procesa las señales procedentes de todo el cuerpo. Si el cuerpo sufre una lesión, el cerebro genera la sensación de dolor.
Sin embargo, en ocasiones, el sistema se descontrola y el «interruptor del dolor» de nuestro cerebro permanece bloqueado en la posición de encendido, provocando dolor crónico.
Eso es lo que recibe el nombre de dolor neuroplástico. El dolor normal está causado por un daño físico. Pero el dolor que persiste después de que la lesión se haya curado, o careciendo de causa física evidente, suele ser dolor neuroplástico. En el capítulo 2, explicaré por qué se desarrolla este tipo de dolor y cómo determinar si lo padecemos.
Así pues, me di cuenta de que padecía dolor neuroplástico. Aunque, para superar mi dolor, me había centrado en reparar mi cuerpo, debía centrarme más bien en mi cerebro. El enfoque mente-cuerpo del dolor crónico era relativamente novedoso y los tratamientos estaban poco desarrollados. Por ello creé nuevas técnicas para reconfigurar mi cerebro y restaurar el orden natural.
Todavía tengo protuberancias discales. Aún tengo elevada la presión del líquido cefalorraquídeo. Es probable que padezca un desgarro parcial del manguito rotador. Sin embargo, no sufro dolor alguno y he superado mis veintidós síntomas.
Entretanto, me percaté de que no estaba solo. De hecho, nos hallamos inmersos en una epidemia de dolor crónico. Solo en los Estados Unidos lo padecen más de 50 millones de adultos.4 A escala mundial, la cifra se estima en 1.200 millones de personas.5
Tratar el dolor crónico se convirtió, a partir de entonces, en el trabajo de mi vida. Fundé el Centro de Psicología del Dolor y comencé a ayudar a otros enfermos. De acuerdo a mi experiencia, la mayoría de los dolores crónicos son de carácter neuroplástico. A lo largo de los años, hemos perfeccionado nuestras técnicas hasta convertirlas en un sistema eficaz –la terapia de reprocesamiento del dolor– y hemos ayudado a la gente a superar cualquier forma de dolor imaginable.
Y todos los pacientes que mi equipo y yo tratamos, con independencia de dónde se localice su dolor o de cuánto tiempo lo hayan padecido, formulan la misma pregunta:
Paciente: ¿Está diciendo que mi dolor no es real?
Yo: Bueno, ¿lo siente?
Paciente: Sí.
Yo: ¿Le duele?
Paciente: Sí.
Yo: Entonces es real.
Siempre me ha parecido extraño que algunos dolores se consideren reales y otros no.
Cuando estudiaba en UCLA, la fraternidad de la que formaba parte hizo venir a un hipnotizador a un evento de la semana de iniciación en las fraternidades. Mi amigo Jamie se ofreció para ser hipnotizado. Este hipnotizador, obviamente poco ético, sumió en trance a Jamie y le dijo que su brazo estaba ardiendo. Jamie corrió frenéticamente a sumergir el brazo en agua helada. Fue divertidísimo.
Después le pregunté a Jamie si le había dolido. «Es el peor dolor que haya sentido nunca», me respondió (añadiendo algunas palabrotas).
¿Cómo era posible?
Un estudio de la Universidad de Pittsburgh analizó la hipnosis y el dolor.6 Los investigadores colocaron a los sujetos en una máquina de fMRI y les produjeron dolor con una sonda caliente. Las regiones encargadas del dolor en el cerebro de los participantes se iluminaron claramente. A continuación, los científicos tomaron a los mismos sujetos, los hipnotizaron y les indujeron dolor mediante sugestión. Las mismas zonas de sus cerebros se iluminaron en las fMRI. Tanto si el dolor era inducido físicamente como mediante la hipnosis, la sensación era la misma en lo que respecta al cerebro.
El dolor es dolor, y siempre es real. Y, como cualquier tipo de dolor se procesa en el cerebro, este tiene un poder extraordinario para influir dónde, cuándo y cuánto dolor experimentamos.
El dolor de espalda es la forma más común de dolor crónico7 y la principal causa de discapacidad en todo el mundo. Si padecemos dolor crónico de espalda, es posible que hayamos tenido alguna versión de esta misma conversación:
Paciente: Hace tres meses que tengo dolor de espalda. Me duele cuando me siento, me duele cuando estoy de pie y me duele cuando camino.
Médico ortopédico: Mmm, la resonancia magnética de su columna vertebral muestra que tiene una hernia discal de cuatro milímetros en L2-L3 con compresión parcial de la raíz nerviosa.
Paciente:
Este diagnóstico nos induce a pensar que un enorme disco protuberante de nuestra pobre y defectuosa columna vertebral aplasta uno de los nervios. La imagen es aterradora, pero también interesante: nos duele la espalda y el médico ha detectado un problema en dicha zona. Lo único que tenemos que hacer es solucionar el problema en nuestra espalda y el dolor desaparecerá, ¿no es así?
Por desgracia, no es esto lo que sucede. Los estudios demuestran lisa y llanamente que la mayor parte de las cirugías de espalda más comunes no son eficaces.8 De hecho, el dolor de espalda persistente después de la cirugía es tan común que incluso hay un nombre para ello: síndrome de cirugía de espalda fallida.9
La realidad es que la mayoría de las personas tenemos protuberancias o hernias discales. La mayoría tenemos degeneración discal y artritis. ¿Sabe el lector quiénes tienen espinas dorsales perfectas e inmaculadas? La respuesta es los bebés. Sus vertebras están maravillosamente alineadas, y sus adorables articulaciones se hallan por completo libres de inflamación. Sin embargo, a medida que avanzamos en la vida, desarrollamos desgaste, un deterioro corporal que es natural e inevitable. Un estudio publicado en el New England Journal of Medicine pone de manifiesto que el 64 % de las personas que no padecen dolores de espalda presentan abultamientos, protuberancias, hernias o degeneración discal.10 Estos cambios estructurales son, de hecho, bastante habituales y no suelen estar relacionados con el dolor.
Incluso cuando la resonancia magnética encuentra algo, no suele coincidir con los síntomas físicos. Cierto estudio suizo reclutó a personas con dolor de espalda crónico y buscó factores como la degeneración y las protuberancias discales. Los científicos descubrieron que no había relación entre ninguno de esos problemas estructurales y los síntomas manifestados por los sujetos.11
Entonces, si el daño estructural no es el responsable de la mayoría de los casos de dolor crónico de espalda, ¿cuál es la causa?
Combinando la neurociencia más avanzada con un poco de Nostradamus, un grupo de científicos de la Universidad de Northwestern se embarcó en la búsqueda de una nueva frontera: predecir el dolor.12 Estos investigadores realizaron un seguimiento de los pacientes tras un episodio inicial de dolor de espalda, intentando predecir quiénes desarrollarían dolor crónico. Lo más sorprendente es que sus predicciones acertaron en el 85 % de las ocasiones.
Los científicos no llevaron a cabo ningún examen de espalda. No observaron las radiografías ni las resonancias magnéticas de las columnas vertebrales. De hecho, no miraron la espalda de los pacientes en absoluto, sino que solo examinaron su cerebro. Realizando escáneres cerebrales y observando el grado de conectividad entre dos áreas clave, fueron capaces de determinar con un alto nivel de precisión qué dolor persistiría y cuál se resolvería.
La mayoría de los casos de dolor de espalda crónico no están causados por daños estructurales en la columna vertebral. Aunque el dolor es 100 % real, se trata de dolor neuroplástico. Y, para tratarlo, no hay que enfocarse en el cuerpo, sino en el cerebro.
Imaginemos que estamos conduciendo. Nos acercamos a un semáforo en rojo y, al detenernos, escuchamos el chirrido de unos frenos. Miramos por el espejo retrovisor justo a tiempo para ver al conductor que viene detrás, con el móvil en la mano y una mirada de horror en los ojos. Nos preparamos. En el momento del impacto, la cabeza se desplaza hacia atrás y luego hacia delante. ¡Huy! Esto es lo que se llama latigazo cervical, y suele provocar dolor de cabeza o de cuello. El latigazo cervical es un tipo de esguince de cuello y, como ocurre con otros esguinces, con un poco de reposo debería curarse por completo en unos días.
Pero, en ocasiones, el dolor del latigazo cervical no se cura. Cuando una lesión de este tipo persiste, se denomina síndrome de hiperextensión cervical crónica. En muchos países, este síndrome se ha convertido en una epidemia, y hasta el 10 % de las víctimas de accidentes quedan discapacitadas de forma permanente.
Lo extraño es que los estudios demuestran que no hay base estructural para el síndrome de hiperextensión cervical crónica.13 En otras palabras, el cuerpo se cura, pero por alguna razón, el dolor persiste.
Un grupo de investigadores pensó que la respuesta a este misterio médico podría encontrarse en los confines del norte de Europa. Lituania es un pequeño país, bañado por el mar Báltico, conocido por sus bellos paisajes y sus fabulosos equipos de baloncesto (el deporte nacional). Sin embargo, algo que no encontraremos en Lituania es hiperextensión cervical crónica. Tienen coches, tienen carreteras y tienen colisiones traseras, pero no hay dolores de cuello persistentes.
Los científicos evaluaron a cientos de víctimas de colisiones traseras y llevaron a cabo un seguimiento de su proceso de recuperación. Muchas de las víctimas tenían dolor de cuello inmediatamente después del accidente. Pero un año después sus síntomas no diferían de los de la población general. La hiperextensión cervical crónica simplemente no existe en Lituania.14
Pero si los accidentes de coche no causan este tipo de lesión, ¿qué lo hace? Varios investigadores alemanes llevaron a cabo un experimento brillante y un tanto disparatado para averiguarlo.15 Reclutaron a voluntarios para un estudio sobre accidentes de tráfico, situando a los participantes en el asiento del conductor de un coche que era golpeado por detrás por otro coche, excepto que, en realidad, no eran golpeados. Todo era falso, o, como lo denominan los científicos, se trataba de una «colisión placebo».
¿Cómo se finge un accidente automovilístico? Los investigadores rompían una botella para simular el sonido de la colisión y, mediante un complicado juego de poleas y una rampa, el coche de los sujetos de prueba se desplazaba ligeramente hacia delante. Aunque no había contacto real con el otro coche, los participantes creían que habían sido arrollados por detrás. Los astutos científicos incluso esparcían cristales rotos por el suelo para que pareciera que el coche había sido golpeado.
Tres días después de la falsa colisión, el 20 % de los participantes padecía dolor de cuello. Transcurridas cuatro semanas, el 10 % de ellos seguía experimentando síntomas. El dolor era real, pero no había daños estructurales en su cuerpo. No podía haberlos, porque el coche no había padecido un impacto real.
Así pues, el dolor no procedía del cuello de los participantes, sino de un elemento en su cerebro: la creencia. Creían haber sufrido una colisión, y también creían que el latigazo cervical crónico era un posible efecto secundario. Sin embargo, los lituanos no comparten esa creencia. Como el latigazo cervical crónico no es un fenómeno en su país, a las víctimas lituanas de accidente automovilístico ni siquiera se les ocurre que su dolor pueda persistir. Y no lo hace.
¿Por qué creer en que el latigazo cervical crónico conduce a una hiperextensión real? La respuesta a esa pregunta se encuentra en el capítulo 3, pero por ahora resulta patente que nuestro cerebro es lo suficientemente poderoso y complejo como para generar y alimentar el dolor, algo que va en contra de toda lógica porque el dolor parece proceder de nuestro cuerpo, si bien en realidad se trata de un dolor neuroplástico que se origina en nuestro cerebro. Sin embargo, es una buena noticia, porque si el cerebro es capaz de provocar dolor, también puede eliminarlo.
El dolor de espalda y el latigazo cervical son solo un par de afecciones crónicas causadas a menudo por el dolor neuroplástico. Tengo historias y estudios sobre muchas más afecciones, incluyendo dolores de cabeza, dolor de estómago, dolor pélvico, dolor en las articulaciones, dolor en los nervios, síndrome del intestino irritable y lesiones por esfuerzo repetitivo. No voy a entrar en detalles de cada una, pero mi equipo y yo hemos tratado con éxito todas ellas con la terapia de reprocesamiento del dolor.
Aunque, en todos los casos, los pacientes experimentan síntomas físicos, los tratamientos físicos no les ayudan. Pero, cuando se dirigen al cerebro en lugar de al cuerpo, los pacientes pueden por fin aliviar su dolor.
Lo que nos conduce de nuevo a Casey, mi paciente con dolor abdominal de The Doctors.
Casey y su familia estaban sentados en mi consultorio, tratando de ignorar a los dos camarógrafos situados a varios metros de distancia. La madre de Casey, luchando por no romper a llorar, me relató su historia.
–Lo hemos intentado todo –me dijo–, medicación, intervenciones, cirugías… Nada ha funcionado.
Le expliqué a Casey el fenómeno del dolor neuroplástico: el modo en que el cerebro es capaz de generar un dolor muy real incluso en ausencia de lesiones, y cómo este dolor es reversible. Casey se permitió entonces experimentar un atisbo de esperanza mientras las lágrimas resbalaban por sus mejillas.
–Lo van a arreglar, cariño –le señaló su madre, esforzándose por creer en sus propias palabras.
A partir de ese momento, Casey y yo nos reunimos con una frecuencia semanal. Hablábamos de cómo se había desarrollado su dolor y de la razón por la que persistía. Le enseñé los componentes de la terapia de reprocesamiento del dolor y los practicamos juntos. Al cabo de cuatro semanas, ya estaba blandiendo sin rastro de dolor alguno un bate de béisbol en mi consulta. Pasadas seis semanas, corría por los pasillos a toda velocidad (para sorpresa de mis compañeros de consulta). A los tres meses, ya no tenía dolor.
Poco después, estaba de vuelta en el instituto, que era donde debía estar. ¡Y volvió a jugar en el centro del campo en el equipo de béisbol!
A petición de The Doctors, llevamos a cabo una resonancia magnética del cerebro de Casey antes y después del tratamiento.16 Aunque la literatura médica estaba repleta de fMRI de personas que experimentan distintos grados de dolor, nadie hasta entonces había estudiado el aspecto del cerebro cuando se cura el dolor crónico. ¿El cerebro de Casey mostraría cambios visibles?
Unos días más tarde, recibí una llamada del radiólogo que realizó las resonancias magnéticas de Casey.
–Esto es increíble –comentó–. La diferencia entre las dos imágenes es asombrosa.
Me envió los escáneres de inmediato.
Actividad cerebral de Casey antes del tratamiento (izquierda) y después del tratamiento (derecha)
Y, por capricho de un programa de entrevistas diurnas, nos encontramos con el primer caso de estudio con resonancia magnética funcional (fMRI) para eliminar el dolor crónico. Al percibir las diferencias radicales entre los escáneres anteriores y actuales de Casey, pensé: «El cerebro de este chico podría cambiar el mundo».
Los escáneres de Casey eran muy llamativos. Mostraban cambios en el córtex prefrontal medial, el núcleo accumbens y la ínsula anterior, áreas cerebrales que comparten dos características: sus nombres parecen hechizos de Harry Potter,17 y todas ellas intervienen en el procesamiento del dolor.18
Aunque los resultados de Casey eran bastante prometedores, solo era un caso de estudio. ¿Eran estos cambios fruto de la casualidad o la terapia de reprocesamiento del dolor había reconfigurado el cerebro de Casey? Lo único que sabía era que solo había una persona a la que podía recurrir: el mundialmente famoso neurocientífico Tor Wager. Durante la última década, se ha producido una revolución en nuestra comprensión del dolor, en cuya vanguardia se halla la figura de Tor Wager.
Durante largo tiempo, los científicos consideraron que el cerebro era una especie de caja negra. Conocían lo básico, es decir, que recibe señales del cuerpo, genera pensamientos y sentimientos y, en ocasiones, se congela cuando comemos helado demasiado rápido. Incluso teníamos una idea aproximada de las áreas del cerebro que desarrollaban determinadas funciones. Pero, sobre todo, sabíamos que era una masa gris rosada muy importante.
Sin embargo, la tecnología de la resonancia magnética funcional ha cambiado esta situación. Gracias a resonancias magnéticas como la de Casey, vemos con precisión cuáles son las zonas del cerebro que se activan dependiendo de las circunstancias. Por primera vez, tenemos una visión privilegiada de este complejo sistema, que nos ha proporcionado una comprensión totalmente nueva del dolor. A lo largo de la última década, se han realizado miles de estudios de resonancia magnética en torno a diferentes aspectos del dolor. Y, si bien todavía queda mucho por aprender, hemos efectuado dos grandes descubrimientos.
En primer lugar, se ha puesto de manifiesto que el dolor crónico es completamente diferente del dolor a corto plazo. Actúa de manera distinta, responde al tratamiento de forma diferente e incluso implica a distintas áreas cerebrales.19 Pero hablaremos de este particular en el capítulo 2.
En segundo lugar, el dolor es mucho más complejo de lo que suponíamos en un principio. No existe en el cerebro un único «centro del dolor»; los estudios con resonancia magnética constatan que hay múltiples áreas cerebrales asociadas al dolor. Y cuando digo «múltiples», quiero decir múltiples.
Lo anterior nos conduce de nuevo a Tor Wager, quien ha demostrado lo complicado que es el dolor. Sirviéndose de la inteligencia artificial para analizar miles de escáneres cerebrales, el doctor Wager ha descubierto un patrón único de actividad cerebral compartido por las personas que experimentan dolor.20 Esta «firma del dolor» implica a cuarenta y cuatro zonas distintas del cerebro. ¡Cuarenta y cuatro! La mitad de estas regiones cerebrales participan en el incremento del dolor, mientras que la otra mitad lo hace en su disminución.
Es evidente que el cerebro realiza un procesamiento muy complejo para generar dolor, y nadie lo entiende mejor que Tor Wager. De inmediato, le enviamos las resonancias magnéticas de Casey. Y su respuesta supuso para nosotros una gran oportunidad.
La suerte quiso que el doctor Wager estuviera a punto de emprender un nuevo estudio sobre el dolor de espalda crónico en el que, antes y después del tratamiento, todos los participantes se someterían a una resonancia magnética funcional de su cerebro.
El doctor Wager quedó impresionado con los resultados de Casey y se ofreció a añadir otro grupo a su estudio utilizando nuestro tratamiento. La buena noticia era que un estudio aleatorio y controlado con un neurocientífico de talla mundial podía dar a la terapia de reprocesamiento del dolor una buena dosis de credibilidad científica. La mala era que el laboratorio del doctor Wager estaba situado en la Universidad de Colorado, en Boulder, a miles de kilómetros de Los Ángeles.21
Pero no desaprovechamos la oportunidad.
El siguiente año de mi vida fue un torbellino de viajes. Ayudé a dirigir el estudio del dolor de espalda de Boulder mientras seguía tratando a mis pacientes en Los Ángeles y enseñando en la USC. Tomaba cuatro vuelos por semana, todas las semanas. En el proceso, acumulé suficientes kilómetros de pasajero frecuente como para llegar a mitad de camino de la luna.