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El destino de la consultora Caroline Taylor quedó sellado tras una noche de pasión desenfrenada, porque descubrió que su amante era el director de marketing de Chocolate Caroselli… y su trabajo era supervisar ese departamento. ¿Y si además se había quedado embarazada de Robert Caroselli?
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Seitenzahl: 172
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2013 Michelle Celmer
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Todo comenzó con un beso, nº. 1984-B - junio 2014
Título original: Caroselli’s Baby Chase
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4293-9
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
Una vez al año desde su muerte, en el día de su cumpleaños, el treinta de diciembre, Giuseppe Caroselli honraba a Angelica –su mujer durante sesenta y ocho años y madre de sus tres hijos– preparando su tarta favorita (frambuesas y almendras con cobertura de chocolate negro).
Chocolate Caroselli, por supuesto.
En menos de una hora su familia estaría allí para celebrarlo con él. Para ver fotos y compartir recuerdos. A petición suya, sus nietos Rob y Tony habían llegado temprano. Ambos estaban sentados en los taburetes de la isla de la cocina, observándole medir cuidadosamente los ingredientes, como hacían cuando eran pequeños.
Desde que eran niños, sus tres nietos: Robert, Antonio y Nicholas habían sido educados para hacerse cargo algún día de Chocolate Caroselli, el negocio que Giuseppe había levantado de la nada tras emigrar de Italia.
Con lo que no había contado era con su reticencia a continuar con el apellido Caroselli; si no sentaban la cabeza y tenían hijos, los Caroselli dejarían de existir. Al menos Nick ya se había casado.
–Como seguramente ya sepáis, Nicholas ha renunciado a su parte de los treinta millones de dólares.
–Ya nos lo dijo –respondió Tony con su ceño perpetuamente fruncido. Tenía que aprender a divertirse.
–Eso significa que tenéis quince millones para cada uno si os casáis y me dais un heredero varón –les dijo Giuseppe.
–Eso es mucho dinero –contestó Rob. Era el más ambicioso de los tres, el que sin duda ocuparía el lugar de Demitrio, su padre, como presidente ejecutivo de la empresa. Si Demitrio dejaba a un lado sus dudas y confiaba en su hijo.
–Sí que es mucho dinero –convino Giuseppe. Dinero que no tenía intención de darles. ¿Qué clase de hombre sería si escogía solo a dos de sus siete nietos? Y, como había sospechado, Nick estaba tan feliz de estar casado, tan contento con su vida, que había renunciado a su parte.
Quedaban dos.
Y a Giuseppe no le cabía duda de que, al igual que su primo, Tony y Rob tomarían la decisión adecuada y le harían sentir orgulloso.
De hecho, contaba con ello.
Al ver a su cita abandonar el bar del hotel del brazo de otro hombre, Robert Caroselli quiso sentirse furioso o indignado, o incluso ligeramente molesto, pero no tenía ganas. No había querido ir a aquella fiesta, pero había permitido que Olivia, la mujer con la que salía de vez en cuando, le convenciera en el último momento.
–No me apetece celebrar nada –le había dicho cuando Olivia le había llamado alrededor de las nueve. Ya había apagado la televisión y pensaba meterse en la cama y, con suerte, dormir durante los próximos tres meses. Era eso o enfrentarse diariamente al hecho de que su familia, dueña de Chocolate Caroselli, había perdido la fe en él como director de marketing.
Sí, las ventas del último trimestre habían bajado, pero estaban en recesión, por el amor de Dios. Contratar a Caroline Taylor, una supuesta diosa del marketing de Los Ángeles, no solo era un insulto, sino también una completa exageración en lo que a él respectaba. Pero, frente al resto de la familia, sus objeciones tenían poco peso.
Y, por si eso fuera poco, tenía la presión añadida de buscar esposa. Una mujer que le diera un heredero varón. A los treinta y un años, casi todos sus primos, y la mayoría de sus compañeros de universidad, estaban ya casados. Tampoco era que hubiese decidido conscientemente quedarse soltero. Su dedicación al negocio familiar le había mantenido demasiado ocupado como para sentar la cabeza. No podía negar que diez millones de dólares hubieran sido un incentivo tentador, pero ¿quince millones? Era difícil ignorar eso. Sobre todo porque significaba que, si él no conseguía su parte, su primo Tony se quedaría con los treinta millones.
Pero, si quería encontrar a una mujer que fuera su esposa y la madre de sus hijos, no sería en un bar. Y desde luego no sería Olivia. Razón por la cual había planeado quedarse en casa.
–¡No puedes quedarte solo en casa en Nochevieja! –le había dicho Olivia–. ¿Quién te besará a medianoche? No puedes empezar el año nuevo sin un beso a las doce. ¡Es antiamericano!
Sin embargo a Olivia no le había preocupado mucho a quién podría besar cuando había salido por la puerta con otro hombre. Aunque tampoco la culpaba por dejarle tirado. No había sido precisamente la alegría de la fiesta. Nada más llegar, sobre las diez, había encontrado una mesa alta con dos taburetes en un rincón y no se había movido de ahí desde entonces. Ahora iba por su tercer whisky y se sentía mucho más relajado que al llegar.
El alcohol corría alegremente en las reuniones de la familia Caroselli, pero él rara vez bebía. No disfrutaba con aquella sensación de pérdida de control provocada por la embriaguez. Aquella noche era una excepción.
–¡Disculpa!
Al oír aquel grito, Rob levantó la cabeza. Parpadeó varias veces, convencido de que debía de estar imaginándose al ángel que estaba de pie junto a su mesa. Un halo de rizos rubios le caía por la espalda hasta casi rozarle la cintura, y enmarcaba un rostro joven y saludable. Miró hacia abajo y comprobó que aquel ángel en particular tenía un cuerpo para el pecado. No debía de medir más de metro sesenta, pero tenía una bonita figura envuelta en unos vaqueros de pitillo y un jersey ajustado de color azul.
–¿El asiento está ocupado? –preguntó ella por encima de la música–. Y, que quede claro, no estoy ligando contigo. Llevo todo el día de pie y no queda un asiento libre en toda la sala.
Rob señaló el taburete situado frente a él.
–Puedes sentarte.
–Gracias –la chica se sentó en el taburete y suspiró con placer al levantar los pies del suelo–. Me has salvado la vida.
–No hay de qué.
–Carrie… –su apellido se perdió bajo los gritos de un grupo de personas.
–Hola, Carrie. Yo soy Rob –dijo él estrechándole la mano.
–Un placer conocerte, Ron –respondió ella.
Rob abrió la boca para corregirla, pero ella le dirigió una sonrisa tan dulce que podría haberle llamado como quisiera y le habría dado igual.
–¿Puedo invitarte a una copa?
Ella ladeó la cabeza y sonrió de nuevo.
–¿Estás ligando conmigo?
Rob nunca había sido de los que flirteaban, pero dijo:
–¿Habría algún problema si fuera así?
–Depende.
–¿De qué?
–De por qué un hombre como tú está aquí solo a las once y cuarto en Nochevieja.
–¿Un hombre como yo?
–No intentes fingir que no sabes lo bueno que estás. Las mujeres deberían estar tirándose a tus pies.
–Estoy solo porque mi cita se ha ido con otro.
–¿Estaba ciega o era estúpida?
Él se rio.
–Se aburría, creo. No estoy de humor para celebraciones.
Aunque parecía que la noche mejoraba.
–Debes de tener novia –dijo ella.
Él negó con la cabeza.
–¿Esposa?
Rob levantó su mano izquierda para demostrarle que no llevaba anillo.
–¿Eres homosexual?
–Soy hetero –contestó él con una carcajada.
–Vaya… –murmuró ella. Parecía confusa–. ¿Eres imbécil?
–Me gustaría pensar que no lo soy, pero supongo que todo el mundo tiene sus momentos.
–Sinceramente, me gusta. Mi respuesta es sí; puedes invitarme a una copa.
–¿Qué te apetece?
–Lo que estés tomando tú.
Rob miró a su alrededor, pero las camareras más cercanas estaban saturadas de clientes, así que pensó que sería más rápido ir directo a la fuente.
–Enseguida vuelvo –le dijo antes de dirigirse hacia la barra.
Le llevó unos minutos atravesar la multitud, y otros cinco o diez hasta que el camarero le sirvió. Mientras regresaba a la mesa, imaginaba que Carrie se habría marchado, y le sorprendió ver que seguía allí sentada, esperándolo.
–Aquí tienes –le dijo mientras dejaba la copa frente a ella.
–Has tardado mucho. Empezaba a pensar que te habías ido –respondió ella.
–Y yo no estaba seguro de si seguirías aquí cuando regresara.
–No soy ciega ni estúpida –dijo ella con una sonrisa–. ¿Vives cerca?
–En Lincoln Park.
–¿Está lejos de aquí?
–No mucho. Deduzco que no eres de Chicago.
–Nací y me crie en la Costa Oeste. Estoy aquí por trabajo. Me hospedo en el hotel. Por eso he acabado en esta fiesta.
–Debes de tener a alguien en casa.
–No desde hace un tiempo.
–¿Los hombres allí son ciegos o estúpidos?
–Muchos hombres se sienten amenazados por una mujer fuerte de éxito.
Rob tenía a varias mujeres fuertes y de éxito en su familia y, comparada con ellas, Carrie no le parecía amenazadora. Su primer impulso cuando se había acercado a su silla había sido abrazarla.
–Además tengo tendencia a acercarme a hombres que son malos para mí.
–¿Malos en qué sentido?
–Me gustan los imbéciles. Es mi manera de sabotear la relación antes de que empiece –contestó Carrie antes de dar un sorbo a su copa–. Tengo problemas de intimidad.
–Si lo sabes, ¿por qué no sales con alguien diferente?
–Saber cuál es el problema no hace que sea más fácil de resolver.
–¿Cuándo tuviste tu última relación seria? –le preguntó Rob.
–En realidad, nunca he tenido una.
–¿De verdad? ¿Qué tienes? ¿Veinticuatro años? ¿Veinticinco?
Carrie se carcajeó.
–Qué bien me vienes para el ego. Tengo veintiocho años.
–Nunca había conocido a una mujer de más de dieciocho años que no hubiera tenido al menos una relación seria.
–Cosa que obviamente te resulta fascinante –contestó ella.
–Así es –en muchos sentidos. Era como la mujer perfecta: sexy, deseable, con sentido del humor y poco interesada en las relaciones.
–¿Y tú? –preguntó ella–. ¿Alguna vez has tenido una relación seria?
–He estado prometido, pero fue hace mucho tiempo. En la universidad.
–¿Qué ocurrió?
–Podría decirse que deseábamos cosas diferentes.
–¿Qué deseabas tú?
–Casarme, tener hijos… lo normal.
–Y ella, ¿qué deseaba?
–A mi compañero de piso, Evan.
–Vaya.
–Menos mal que descubrí cómo era antes de casarnos. Desde ese momento decidí centrarme en el trabajo.
–Entonces, ¿estás casado con tu trabajo?
–Más o menos.
–Yo a veces trabajo catorce horas seguidas, así que lo entiendo perfectamente.
Sería la primera mujer que lo entendía. Y de pronto Rob deseó que pudiera quedarse en Chicago más de unos pocos días. Era alguien a quien no le importaría conocer mejor.
Tras hablar durante unos minutos más, ambos habían apurado sus copas, así que llamó a una camarera para que les pusiera otras dos. Siguieron hablando y flirteando, sobre todo flirteando, y Carrie pidió una tercera copa. Para entonces era casi medianoche. Cuando faltaba un minuto, la música se detuvo y todos miraron hacia la enorme pantalla de televisión situada sobre la barra para ver las campanadas.
–Bueno –dijo Carrie–, ya que ninguno de los dos tiene a nadie a quien besar…
–A mí me han dicho que es antiamericano empezar el año sin un beso –contestó él.
–Supongo que eso no nos deja otra opción.
Con una sonrisa, Rob le ofreció la mano y ella la aceptó. Se bajó del taburete y no se resistió cuando la acercó a su cuerpo. Rob debería haber estado mirando el reloj, pero no podía apartar la mirada de su cara: su piel era perfecta y sus ojos de un gris tan claro que parecían no tener fondo. Se fijó entonces en su boca, sus labios parecían carnosos, suaves y deseables.
Una hora antes había estado temiendo la llegada del año nuevo, pero ahora estaba deseando que pasaran los treinta segundos. Después fueron veinte y, cuando llegaron a diez, todos empezaron la cuenta atrás. Todos salvo Carrie y él. Ellos se miraban, y estaban tan cerca que Rob sentía su aliento en los labios. Esperaban ansiosos. Cinco… cuatro… tres… dos…
Incapaz de esperar un segundo más, la besó en la boca y todos a su alrededor empezaron a gritar, a aplaudir y a cantar. Ella abrió los labios. Él la oyó suspirar, hundió los dedos en su pelo y sintió que se derretía contra su cuerpo cuando la acercó. La suavidad y la dulzura de sus labios eran más embriagadoras que cualquier bebida. Y la deseaba, sabía que tenía que poseerla, aunque solo fuera por una noche.
No supo cuánto tiempo estuvieron besándose, abrazados pero, cuando al fin se apartó, estaban los dos sin aliento y Carrie tenía las mejillas sonrojadas.
–Aun a riesgo de sonar demasiado atrevida –le dijo ella–, ¿te apetecería subir a mi habitación?
Claro que le apetecía.
–¿Estás segura de que eso es lo que deseas?
–Ahora sí lo estoy –contestó ella con una sonrisa mientras le daba la mano–. ¿Por qué no empezar el año con un polvo?
Él sonrió también y le apretó la mano con fuerza.
–Allá vamos.
«Empezar el año con un polvo, desde luego», pensaba Carrie mientras el taxi avanzaba entre el tráfico por las calles nevadas de Chicago. Dos días después el cuello aún le dolía, tenía un moretón en la espinilla tras habérsela golpeado con el cabecero de la cama y quemaduras en las rodillas, pero había merecido la pena. Hacía años que no tenía tan buen sexo, y tantas veces seguidas. Aquel hombre era insaciable y daba igual que recibía. Y, como ella había imaginado, era tan imponente desnudo como vestido. Se atrevería incluso a decir que había sido la experiencia sexual más satisfactoria y divertida de su vida. Pero después él lo había echado todo a perder al escabullirse en mitad de la noche sin ni siquiera despedirse.
No le había dejado su número de teléfono, el cual ella podría haber buscado si hubiera sabido su apellido. Pero todo apuntaba a que no quería ser encontrado. Ron podría no ser su verdadero nombre, y había estado allí sentado buscando a alguien como ella, alguien con quien acostarse en Nochevieja. Tal vez lo único que quisiera fuera sexo rápido.
Bueno. Al menos había sido un sexo rápido y bueno. Y en su defensa diría que ya había asaltado el minibar de la habitación antes de bajar a la fiesta, así que ya iba un poco borracha. Era posible que Ron ni siquiera fuera tan guapo como pensaba. O tan buen amante.
No sabía si eso debía hacerle sentir mejor o peor.
Llevaba en Chicago apenas cuarenta y ocho horas y ya había invitado a un desconocido a subir a su habitación, se había acostado con él y este la había dejado tirada después. Debía de ser un récord mundial.
Pero la culpa no era solo de Ron. Ella tenía tendencia a ser muy directa y, a veces, los hombres lo interpretaban mal. En circunstancias normales, era deslenguada. Si bebía un poco, solía decir cosas que no debía. Según su padrastro, su bocaza siempre había sido su mayor problema. Y su cura para eso siempre había sido un manotazo en dicha boca con el reverso de la mano.
No recordaba todo lo que Ron y ella habían hablado esa noche, pero sí recordaba que algunas cosas habían sido muy personales.
–Ya estamos –anunció el taxista tras detener el vehículo frente a la sede de Chocolate Caroselli. En cuanto firmara el contrato y fijara los plazos, buscaría un apartamento que pudiera alquilar. No soportaba vivir en hoteles largos periodos de tiempo.
Le pagó, agarró su maletín, salió del taxi y caminó hacia la puerta giratoria. Al entrar en el vestíbulo y dirigirse a la garita del vigilante, el olor a chocolate desvió su atención hacia la tienda de regalos situada al otro extremo de la estancia.
–Caroline Taylor. Tengo una reunión –le dijo al vigilante.
–Buenos días, señorita Taylor. Están esperándola –el vigilante le entregó una chapa en la que ponía «visitante», que ella se colocó en la solapa de la chaqueta–. Tome el ascensor que está detrás de mí hasta el tercer piso y hable con la recepcionista.
–Gracias –Carrie caminó hacia el ascensor con la espalda recta y la cabeza levantada. Había cámaras de seguridad por todas partes y era vital causar buena impresión desde el principio.
Mientras subía en el ascensor, se quitó el abrigo y se lo colgó del brazo. Cuando se abrieron las puertas, se encontró en otra zona de recepción. Una joven que, según anunciaba su placa, se llamaba Sheila Price, estaba sentada tras el escritorio. Junto a ella había un caballero atractivo vestido con un traje de diseño. Teniendo en cuenta su edad y la autoridad que transmitía, debía de ser uno de los tres hermanos Caroselli, hijos de Giuseppe, dueño de la empresa.
–Bienvenida, señorita Taylor –le dijo el hombre al verla–. Soy Demitrio Caroselli.
–Es un placer –dijo ella estrechándole la mano, un poco sorprendida de ver que el propio presidente ejecutivo se molestaba en recibirla.
–¿Me deja su abrigo? –preguntó Sheila.
–Sí, gracias –contestó ella antes de entregárselo.
–Los demás están esperándonos en la sala de reuniones –dijo Demitrio señalando hacia un pasillo rodeado de despachos–. Es por aquí. ¿Prefiere Caroline o señorita Taylor?
–Caroline o Carrie.
–Te agradecemos que hayas podido venir habiéndote avisado con tan poca antelación –le dijo Demitrio–. Y con las Navidades tan recientes.
–Estoy encantada de estar aquí –el trabajo que debía haber empezado aquella semana en Los Ángeles había sido cancelado porque la empresa había quebrado; de lo contrario, no habría estado disponible hasta mucho más tarde.
–¿Es la primera vez que vienes a Chicago?
–Sí. Por lo que he visto, es una ciudad preciosa. Aunque tardaré en acostumbrarme a la nieve –el pasillo estaba en silencio y casi todos los despachos a oscuras–. ¿Siempre está todo tan tranquilo?
–Técnicamente no terminamos las vacaciones de Navidad hasta el próximo lunes –respondió él–. Las Navidades son una época muy ajetreada para todos nosotros, así que les damos la primera semana libre.
Al llegar al final del pasillo abrió la puerta de la sala de reuniones y Carrie contuvo la respiración cuando entraron. Frente a la fila de ventanas que ocupaban todo un lateral de la habitación se encontraba una hermosa mujer que parecía sacada de una pasarela de moda. A un lado de la mesa de mármol se encontraban dos hombres de traje y, frente a ellos, otros dos hombres más jóvenes, e increíblemente sexys.
Dio por hecho que uno de ellos sería Robert Caroselli, el hombre cuyo departamento ella debía analizar. Dada su experiencia, eso no solía ir bien y normalmente generaba enfrentamientos. Sobre todo cuando la persona al cargo era un hombre.
–Caroline –dijo Demitrio–, estos son mis hermanos. Leo, nuestro director financiero, y Tony, nuestro director de operaciones.
Ambos se levantaron para estrecharle la mano.
–Es un placer conocerles, caballeros.
–Y esta es mi sobrina, Elana. Se encarga de la contabilidad.
Elana se acercó para estrecharle la mano con una sonrisa fría y sofisticada, pero con una mirada cálida y cercana. A Carrie le gustaba interpretar a la gente, y le daba la impresión de que Elana era una mujer muy inteligente, aunque a veces subestimada por culpa de su belleza.
–En este lado tenemos a mi sobrino, Nick –dijo Demitrio–. Él es el genio que hay detrás de nuestros nuevos proyectos.
Nick se puso en pie y le dio la mano. Era atractivo, y su sonrisa torcida indicaba que le gustaba flirtear, aunque la alianza de su mano izquierda señalaba que era inofensivo.
–Y por último, aunque no menos importante –anunció Demitrio–, este es Tony Junior, director de ventas y producción internacionales.
¿Y dónde estaba Robert?
Tony Junior era tan alto que, incluso con sus zapatos de tacón de seis centímetros, Carrie tuvo que echar el cuello hacia atrás para mirarle a los ojos. Su sonrisa distraída indicaba que tenía algo más en la cabeza aparte de los negocios.
–Por favor, siéntate –le dijo Demitrio señalando una silla vacía junto a Nick–. Estamos esperando a uno más. Entonces podremos empezar.
Apenas se había acomodado en su silla cuando oyó que la puerta se abría tras ella.