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Declan Malone estaba desesperado por salvar el matrimonio de su primo. Si conseguía deshacerse de la última conquista de Jeremy, quizá lo consiguiera. Pero Olivia Butler era más una ingenua romántica que una amante fría y calculadora. No se la podía amenazar. No se la podía comprar… ¡pero quizá se la pudiera seducir! Declan decidió emplear su legendario encanto para apartar a Olivia de Jeremy. Pocas mujeres habían sido capaces de resistirse a Declan Malone: era atractivo, tenía dinero, fama y una fabulosa casa en Notting Hill. Era sólo cuestión de tiempo que Olivia sucumbiera…
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Seitenzahl: 225
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 1999 Sara Craven
© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Trampa para seducir, n.º 1087 - junio 2020
Título original: Irresistible Temptation
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1348-769-4
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Si te ha gustado este libro…
EL TREN está a punto de entrar en Paddington. Que los pasajeros se aseguren de bajar sus maletas y objetos personales.
Olivia tragó saliva al oír el anuncio por el sistema de megafonía y cerró los dedos en torno a la correa de su bolso. Se levantó, avanzó por el pasillo oscilante del vagón hasta los anaqueles para el equipaje en el extremo más apartado y recogió su maleta. Había estado nerviosa todo el viaje, y cuando quedaba poco para llegar a la estación tenía un nudo en el estómago.
«Está bien», se dijo. «Muy pronto me encontraré con Jeremy y todo irá bien. Es lo que quiero, lo que he soñado. Lo único que tengo que hacer… es ir tras ello».
Sacó el trozo de papel del bolsillo y lo miró de nuevo. 16 Lancey Gardens, W11, leyó por enésima vez.
–Es la zona de Ladbroke Grove en Notting Hill –le había dicho Beth, su compañera de piso, con las cejas enarcadas–. Muy elegante.
–Tiene un trabajo maravilloso –indicó Olivia con orgullo–. Puede permitírselo.
–No hay nada de malo con el tuyo –Beth la estudió–. Entonces, ¿por qué dejarlo todo para ir en busca del arco iris?
–Ya sabes por qué –Olivia comenzó a trasladar montones prolijos de ropa interior del cajón de la cómoda a la maleta abierta.
–Livvy… es un hombre casado, por el amor del cielo.
–Vaya matrimonio… ella en Bristol y él en Londres –repuso Olivia–. Beth, se ha terminado, créeme. Lleva muerto más de un año. Quieren cosas diferentes. Ella está totalmente entregada a su carrera. ¿No te mostré aquella reseña del periódico en la que se anunciaba que la habían hecho socia de su bufete?
–Lo cual sólo demuestra que le va bien. Ya no es una prerrogativa de los hombres –el tono de Beth fue seco–. Además, eso no te da carta blanca para perseguir a su marido hasta Londres.
–Jeremy y yo queremos estar juntos –insistió Olivia–. Y era hora de que diéramos pasos positivos para lograrlo.
–¿Es así como lo ve Jeremy? –la curiosidad de Beth se transformó en un gesto con el ceño fruncido–. Dios mío, Livvy. Le has dicho que te reunirías con él, ¿verdad?
–No exactamente –contestó ella a la defensiva–. Pero siempre se dio por entendido que estaríamos juntos en Londres. Sólo era una cuestión de sincronización. Es evidente que ahora que María es socia del bufete, ha llegado el momento.
–Lleva tres meses en Londres. ¿No tendríais que haberos visto para hablar de las cosas?
–Ha estado ocupado… –se encogió de hombros–. Asentarse en el trabajo nuevo, el nuevo piso. Nos hablamos por teléfono… y nos escribimos.
–Tú escribes –corrigió Beth–. Él llama… a veces.
–No te gusta Jeremy, ¿cierto? –apretó los labios.
–No me provoca ninguna reacción. Pero no me gusta lo que te hace. Los juegos a los que se dedica.
–No sé a qué te refieres –guardó una falda negra.
–Sí lo sabes, pero es obvio que no quieres hablar de ello. Así que te diré esto… si yo saliera con un chico, me gustaría algo más de una relación que promesas vagas de eterna felicidad… en algún futuro.
–Si hablas de sexo… –Olivia se acaloró.
–Así es.
–Entonces nosotros también lo deseamos, desde luego, pero no parecía lo correcto. No mientras aún vivía en Bristol con María. Ahora que la separación es oficial, podemos… establecer nuestro propio compromiso con el otro.
–Qué pasión –ironizó Beth.
–No se trata de una simple aventura –recalcó Olivia–. Queremos cimentar una vida juntos, un hogar, en última instancia una familia. El que me reúna con él en Londres es el primer paso en ese camino.
–Pues espero que te salga bien, de verdad –Beth le dio un rápido abrazo–. Pero no pondré a alquilar tu cuarto de inmediato, por si acaso…
Al recordar, Olivia frunció el ceño mientras tiraba de la maleta por la plataforma y salía al vestíbulo principal. Tuvo que abrirse paso entre la multitud hasta llegar a la cola de los taxis.
Las intenciones de Beth eran buenas, pero no conocía a Jeremy. No como ella.
No parecía que hubiera habido un momento en que él no formara parte de su vida. Habían crecido en el mismo pueblo de Somerset, y a ella siempre le había impactado su rubio atractivo y la seguridad que le brindaban los seis años que le sacaba. Se había sentido tímidamente feliz cada vez que volvía de la escuela por las vacaciones, aunque le prestara poca atención, y había sufrido en silencio cuando se marchó a la universidad.
Durante su segundo año de ausencia, los padres de ella habían vendido su casa para trasladarse a una propiedad más pequeña en la costa, y con tristeza había llegado a la conclusión de que no lo vería nunca más.
Su encuentro del año anterior en un pub de Bristol había sido pura coincidencia. Se hallaba allí con un compañero de trabajo, relajándose tras un largo y duro día de enseñanza de sistemas ofimáticos a un grupo poco receptivo de secretarias.
Jeremy se encontraba con una gente que celebraba una despedida de soltero en el otro lado de la estancia. El pub estaba lleno y no muy bien iluminado, pero lo había reconocido en el acto. Lo oyó reír. Lo había visto sonreír. Cuando se dirigió a la barra lo siguió. Tocó su manga…
–Hola, Jeremy. No espero que me recuerdes…
Se volvió con el ceño fruncido, que despejó al reconocer su presencia.
–Livvy Butler… qué sorpresa. No me lo creo. ¿Cuánto tiempo ha pasado?
«Demasiado», pensó ella, envuelta en la calidez de aquella sonrisa; disfrutando, por una vez, de su total atención.
–Se te ve estupenda –los ojos azules de él abarcaron todo, desde el pelo castaño con mechas hasta el esmalte rosa de las uñas de los pies enfundados en unas sandalias elegantes de tacón alto. Miró en derredor–. ¿Estás con alguien o podemos hablar?
–Me marchaba…
–No, no lo hagas. Mira, esas personas del rincón se van. Ocupa su mesa mientras pido unas copas de vino. ¿Te gusta el Chardonnay?
Habría bebido cualquier cosa que le hubiera ofrecido.
–¿Estás seguro de que a tus amigos no les importará? –preguntó ella momentos después sentados a la mesa.
–Ya he cumplido –se encogió de hombros–. Tal como van las cosas, ni notarán mi ausencia –le pasó la copa y alzó la suya para un brindis–. Por un reencuentro feliz, Livvy. Dime, ¿qué haces en Bristol?
«Esperarte», pensó mientras levantaba su copa. «Pero nunca lo supe hasta ahora…»
La cola del taxi avanzó, con una Olivia impaciente. Al haber llegado a Londres sólo deseaba ver a Jeremy. Necesitaba observar cómo su cara se iluminaba con incredulidad y alegría y que sus brazos se abrieran para envolverla.
Al empezar había sido algo puramente platónico. Dos viejos amigos que se veían para tomar una copa, compartir un almuerzo. Jeremy no había escondido que estaba casado, y por eso lo respetó.
No recordaba el momento en que registró por primera vez que quizá no todo le fuera bien en el matrimonio. Él siempre hablaba con orgullo de los logros profesionales de su mujer, pero se mostraba reticente sobre su relación personal, y poco a poco ella empezó a cuestionarse si ésta sería buena.
Y un día la llamó al trabajo y le preguntó casi con brusquedad si cenaba con él esa noche. Al llegar al restaurante, Olivia encontró una mesa iluminada por una vela y champán frío.
–Es mi cumpleaños –explicó con suavidad–. Por desgracia, mi esposa se encuentra demasiado ocupada preparando un caso para el tribunal y no pudo festejarlo conmigo. Gracias por regalarme tu tiempo, Livvy –durante la velada, Jeremy había hablado abiertamente por primera vez de su matrimonio–. Para María el trabajo es lo primero, segundo y tercero –dijo con amargura–. Ni siquiera estoy seguro de si yo voy en cuarto lugar.
–No puede ser verdad –había apoyado la mano en la suya–. Llevas casado tan poco tiempo. Debéis hablarlo… alcanzar algún tipo de compromiso…
–¿Cómo puedes hablar con alguien que ni siquiera reconoce la existencia de un problema? –había meneado la cabeza–. No estoy seguro de que tengamos un matrimonio –le rodeó los dedos con los suyos–. Tendría que haberte esperado a ti, Livvy. Lo sé ahora. Dime que no es demasiado tarde.
–Despierte, encanto –la voz estridente del taxista interrumpió con impaciencia su meditación–. ¿Quiere un taxi o no?
–Sí –colorada, le dio la dirección y subió la maleta al vehículo.
Apenas conocía Londres. Sus únicas visitas previas habían sido breves paseos turísticos siendo mucho más joven. Vivir allí sería muy distinto.
Estaba acostumbrada al tráfico pesado de Bristol, pero en nada se comparaba con el volumen de coches que veía. El taxi apenas avanzaba. Vender su coche había sido la decisión apropiada. No era capaz de imaginar el momento en que se atreviera a conducir por ese caos.
El ruido resultaba ensordecedor. Con decisión se dedicó a observar las tiendas a ambos lados de la calle. Supuso que llegaría el día en que las conocería como las de su propio pueblo, aunque en ese instante no le pareció factible.
Quiso preguntarle al taxista dónde estaban, pero el único comentario que hizo sobre el tiempo había sido recibido con un monosílabo, así que guardó silencio.
Las tiendas dieron sitio a casas, grandes y sólidas, con entradas impresionantes y un inconfundible aire de riqueza.
Olivia sintió un nudo en la garganta. No podía faltar mucho. Al rato el taxi entró en una calle de altas casas blancas con unos escalones de piedra y barandillas en la parte frontal.
–¿Dijo el dieciséis? –inquirió el taxista.
–Sí –sintió la boca seca cuando se detuvieron.
Se plantó en la acera y observó el taxi que se alejaba como si fuera su último vínculo con la realidad. Luego se volvió y contempló la casa. Las cortinas estaban a medio cerrar, pero una ventana a nivel del suelo se veía abierta en la parte superior, y le llegó un leve sonido de música.
«Al menos Jeremy está en casa», pensó aliviada. Lentamente llevó la maleta escalones arriba. Había dos timbres de latón en la puerta principal, uno marcado «B». Apretó el otro y esperó.
Durante una eternidad no sucedió nada; estaba a punto de volver a llamar cuando oyó el ruido de cerrojos en el interior. Respiró hondo y esbozó el rictus nervioso de una sonrisa.
La puerta se abrió y Olivia se encontró ante un absoluto desconocido. Aunque no estuvo segura. A pesar de que sabía que jamás se habían conocido, la cara le resultaba extrañamente familiar.
Era alto, con el pelo oscuro revuelto que le caía sobre la frente, nariz aguileña y una sombra de barba de unos días en un mentón decidido. Los ojos exhibían una extraña tonalidad entre el azul y el gris, con pestañas largas. Las líneas profundas a los lados de una boca firme sin duda habían aparecido allí debido a un humor cínico.
Pero en ese momento no hacía gala de ese humor. Todo lo contrario, parecía profunda y cansadamente irritado.
Lucía una bata de seda azul marino, que colgaba abierta hasta la cintura, revelando un pecho fuerte y sombreado por el vello. Con súbita incomodidad ella se dio cuenta de que esa osamenta, que sólo llegaba hasta la mitad de sus piernas esbeltas y musculosas, sin duda era lo único que llevaba, asegurada al azar por un cinturón.
La mirada aburrida la evaluó con displicencia, registrando la corta falda vaquera, la camisa blanca y la chaqueta negra. Olivia le devolvió la mirada con energía e interés, y vio que él apretaba los labios.
–¿Sí?
¿Es que todos los londinenses se expresaban en desalentadores monosílabos? Alzó la barbilla.
–Me gustaría ver a Jeremy Attwood, por favor. Él… él me espera –añadió en el silencio reinante.
El hombre se apoyó en el marco de la puerta y la estudió más detenidamente, y en esa ocasión observó la maleta a sus pies. Las cejas oscuras se fruncieron.
–No lo creo –repuso, y fue a cerrar la puerta.
–Oh, espera –consternada, avanzó y agarró el canto de la puerta–. Si le informas a Jeremy de que estoy aquí…
–No puede ser –meneó la cabeza–. Y, por favor, suelta mi puerta –indicó con frialdad–. Puedes perder un par de dedos con un acto semejante.
–Pero, ¿vive aquí? –ignoró su comentario. Al recibir una afirmación silenciosa, continuó–: Entonces, ¿por qué no vas a buscarlo?
–Porque en este momento no se encuentra aquí. Se ha marchado fuera el fin de semana, así que es improbable que espere visita, y menos de ti. Ahora quita la mano de la puerta y márchate con calma, como una buena chica.
–¿No está? –repitió Olivia, asombrada–. No lo creo.
Los ojos plateados se convirtieron en fragmentos de hielo.
–Bueno, no pretendo permitirte que inspecciones la casa, ¿señorita…?
–Me llamo Olivia Butler. ¿Jeremy no me ha mencionado? –con lentitud él meneó la cabeza. Era un revés, pero no irreparable. Volvió a respirar hondo y se obligó a sonreír–. Bueno, en realidad no importa. La… lamento haber llegado en un mal momento, y es evidente que tendría que haber hablado primero con Jeremy, pero no ha pasado nada.
–Creo que eso debo juzgarlo yo –musitó él–. ¿Qué es exactamente lo que quieres, Olivia Butler?
–Primero, me gustaría pasar. Acabo de bajar de un tren caluroso y atestado, y querría refrescarme.
–Es natural. Pero, ¿qué te hace pensar que éste es un lugar idóneo para ello? ¿No había aseos en la estación de Euston… Waterloo… o la que fuere?
–Paddington. Claro que los había. Pero esa no es la cuestión.
–¿Y cuál es? –seguía bloqueando la puerta–. De verdad que me gustaría saberlo.
Olivia decidió que el mejor enfoque era la claridad.
–He venido aquí a vivir… a estar con Jeremy.
Él no dio la impresión de moverse, y no percibió ningún cambio visible en su expresión, pero Olivia captó una tensión nueva y peligrosa en la atmósfera. Sintió como si hubiera dado un paso amenazador hacia ella, y tuvo que contener el impulso de retroceder.
–Es muy emprendedor de tu parte –comentó tras una larga pausa–. ¿Sabías que Jeremy está casado?
–Sí sé que está separado –corrigió con frialdad–. Además, creo que eso es asunto nuestro, no tuyo.
–Todo lo contrario, me ocupo de muchas cosas –hizo otra pausa–. Te sugiero que me des la dirección donde vas a permanecer, y yo se la pasaré a Jeremy cuando regrese. Entonces, si desea establecer contacto contigo, podrá hacerlo.
–¿Dirección? –repitió desconcertada–. Pero voy a quedarme aquí… para esperarlo.
–No –afirmó–. No te quedarás.
–No entiendo…
–Es muy sencillo. Tú quieres instalarte aquí. Y yo te digo que eso no sucederá.
–¿Quieres decir que me echas? –separó los labios desvalida.
–Ya empiezas a entender la situación –aprobó él con sarcasmo–. Puede parecer una tontería, pero no brindo alojamiento a las chicas indigentes que aparecen de la nada afirmando conocer a un miembro de la casa.
–Disto mucho de ser indigente, y es algo más que un simple conocimiento el que tenemos –soltó acalorada.
–Eso dices tú –se encogió de hombros, y la bata se separó un poco–. Lo siento, cariño. mejor suerte en otra parte.
–Pero no tengo otra parte a donde ir –Olivia percibió y despreció el leve tono de pánico en su voz–. No… no conozco a nadie en Londres.
–Entonces te brindaré un excelente consejo –de pronto habló con dureza–. Regresa al sitio de donde hayas venido, y fingiremos que esto nunca tuvo lugar.
–No necesito tu consejo –el miedo momentáneo se transformó en ira–. Tampoco me marcharé. Y cuando vea a Jeremy, le contaré el tipo de bienvenida que recibí en su casa. Puedes contar con ello.
–Mientras que tú, cariño, no puedes contar con nada. Es una pena que no comprobaras que estuviera cuando te marchaste. Aunque de poco habría importado –añadió con otro peligroso encogimiento de hombros–. Seguiría sin dejarte estar aquí. Y ahora vete.
–Maldito seas –exclamó furiosa–. ¿Quién demonios crees que eres? ¿Y qué derecho tienes a decirme lo que debo hacer?
–Da la casualidad de que soy el propietario de esta casa –su voz sonó gélida–. Lo cual me da los derechos que desee asumir, encanto.
–Pero Jeremy…
–Es mi invitado… mi huésped temporal, nada más. Sin importar lo que él pueda haberte dicho, o tú eligieras creer –terminó con énfasis aplastante.
Quiso gritarle, llamarlo mentiroso. Pero algo en sus palabras exhibía un deje de verdad.
También quiso morirse. Pero decidió que no lo haría antes de haber matado a ese arrogante, hasta que lo hubiera herido y humillado y convertido en polvo para bailar sobre su tumba sin marcar.
Aunque por desgracia eso sería a largo plazo. En ese mismo instante necesitaba algún lugar accesible donde quedarse.
Bajo ningún concepto era pobre. Tenía un balance respetable en su cuenta bancaria, y una tarjeta de crédito. Podría arreglárselas hasta hallar un trabajo.
Pero su intención había sido compartir los gastos con Jeremy. Aunque ni hacía falta decirlo. Iba a ser una sociedad, no caridad.
Pero el sentido común le indicaba que sus recursos no tardarían en menguar si debía pagar un hotel en Londres, incluso por un par de noches. Ni siquiera tenía la más mínima idea de por dónde empezar a buscar uno, y cualquier cosa en esa zona quedaría fuera de su alcance.
Contempló la maleta y gimió interiormente. ¿Cuánto podría cargarla antes de que se le desprendiera el brazo? Tragó saliva y pensó que en su pueblo no tratarían así ni a un perro perdido.
–¿Supongo que no me permitirías dejar aquí la maleta mientras voy a buscar una habitación?
–Has acertado. Y tengo ganas de dejar que recorras las calles para enseñarte una lección. Pero no puedo hacerlo, porque Londres no es una ciudad para la improvisación. Podrías terminar metida en todo tipo de problemas… cosas que jamás has imaginado ni en tus peores pesadillas. No deseo eso en mi conciencia.
–Gracias por tu actitud piadosa. ¿Qué tienes en mente? ¿El cobertizo donde guardas el carbón?
–Ay, no –se inclinó y levantó la maleta, manejándola con facilidad–. Será mejor que entres mientras hablo con alguien.
–¿Quieres decir que se me permite contaminar tus sagrados portales? –lo siguió a un amplio vestíbulo.
A la izquierda, una escalera alfombrada de verde claro conducía a las plantas superiores. A la derecha, una puerta abierta mostraba una habitación equipada como un despacho, con fax, fotocopiadora y un ordenador. De ahí salía la música.
–No por mucho rato –repuso por encima del hombro, conduciéndola hacia la parte de atrás de la casa–. Y que no se te ocurra solicitar el derecho de los okupas.
Olivia había estado a punto de preguntarle qué sistema informático empleaba, para así intentar establecer que tenía una vida y una carrera y que no era una indigente perdida. En ese momento deseó que en un instante crucial se le bloqueara por completo.
Él se hizo a un lado y permitió que lo precediera.
–Puedes esperar aquí. Por favor, no te pongas demasiado cómoda. Sólo voy a realizar una llamada telefónica.
–¿Y también te vas a poner algo de ropa? –miró con desagrado la bata.
–Esta es mi mañana del sábado –indicó con suavidad–. Me visto y me comporto como quiero –ajustó el cinturón de la bata con ostentoso cuidado–. Recuerda, encanto, que fuiste tú quien llamó a mi puerta, no al revés.
Olivia se mordió el labio y pasó ante él. Se encontró en una larga estancia rectangular con una pared que parecía toda de cristal. El mueble principal era una larga mesa de refectorio con unas sillas de roble de respaldo alto. Junto a un periódico doblado, había un plato y un cuchillo, una taza vacía y una fuente con jamón. De la cocina adyacente llegaba el aroma a café.
A pesar de todos sus esfuerzos, añoró una taza. Pero algo le advirtió de que pasaría aún más tiempo antes de que el propietario de la casa le ofreciera una.
«Cerdo», pensó. «Codicioso y egoísta cerdo».
Para distraer la mente de su estómago vacío, se acercó a los ventanales franceses. Más allá vio un amplio verdor. Desconcertada notó que no había ni paredes ni vallas. Sólo un caos de matorrales y árboles enormes, mostrando ya los primeros signos del otoño. Más allá de la barrera de hojas captó el tono más estridente de un jardín, y una extensión resplandeciente de agua.
Respiró hondo. Ese jardín parecía extenderse interminablemente, y su único límite era el sendero de grava que lo circundaba. Ese toque agreste secreto era lo último que había esperado hallar en la ciudad. Pensó que se parecía al jardín trasero de la casa de sus padres, aunque a una escala mucho más grande, y durante un momento la invadió una añoranza tan poderosa que podría haberse puesto a llorar.
–¿Va algo mal? –había regresado con un teléfono inalámbrico.
–Mi… miraba el jardín –se mordió el labio–. Es hermoso. ¿A… a quién pertenece?
–A todo el mundo cuya casa dé a él –repuso de forma lacónica–. Es de la comunidad –luego se dirigió al teléfono–. Sasha… lamento molestarte el fin de semana, pero, ¿tienes algún lugar disponible en ese burdel tuyo? –las líneas alrededor de su boca se acentuaron con diversión al observar la rigidez de Olivia–. Sí, sólo una niña perdida que acaba de llegar de la calle –rió–. No, no es felina, aunque diría que tiene garras –escuchó un momento, sonriendo–. Imposible, cariño. En absoluto es mi tipo; además, afirma que ya está apalabrada. ¿Puedes? Eres una santa. Te la enviaré –cortó la comunicación–. Bueno, ya estás instalada.
–Supongo que nunca se te ocurrió que me habría gustado buscarme mi alojamiento, ¿no? –lo miró furiosa.
–Con franqueza, no –sonrió aún más–. Bueno, ¿cuál es tu plan? ¿Acampar ante mi puerta y parecer cada vez más desvalida hasta que aparezca Jeremy? –meneó la cabeza–. Harías que descendiera el nivel del vecindario. No, te irá bien con Sasha –continuó, haciendo caso omiso de su expresión boquiabierta–. Sus huéspedes parecen ser una población transitoria, así que por lo general dispone de una habitación libre.
–Sasha. ¿Es rusa?
–No –el rostro de él se suavizó momentáneamente, y casi pareció humano. Incluso atractivo. Y con ello aumentó la vaga sensación de familiaridad–. Sólo excéntrica –la miró sin ningún rastro de diversión en sus facciones–. Y tiene un corazón amable, de modo que lo consideraré como algo personal si te aprovechas de ella en cualquier sentido. Un ejemplo es que te largues sin pagarle la renta.
–Le pagaré –dejó de intentar recordar dónde lo había visto, y continuó con la sencilla tarea de despreciarlo–. Aunque no espero quedarme mucho allí.
–Claro que no. Estarás a la espera de que Jeremy te proporcione un nido de amor adecuado, sin duda. Y quizá lo haga. Pero no será bajo mi techo.
–¿Y qué demonios tiene que ver contigo?
–Como ya he mencionado, está casado –se encogió de hombros–. Quizá tengo más escrúpulos –como si esa fuera su cuña, se oyó la voz de una chica.
–Declan… Declan, cariño, ¿dónde estás?
Olivia, que desvió la vista hacia el vestíbulo, pudo ver unas piernas desnudas bajar por las escaleras. Hasta ese momento había pensado que nadie podría llevar menos ropa que su renuente anfitrión, pero se equivocaba.
La pelirroja que apareció en el umbral y se detuvo en postura seductora, utilizaba una toalla color melocotón como inadecuado pareo.
–Cariño –dijo con la boca fruncida–, desperté y no pude encontrarte. Fue horrible –observó a Olivia y la mirada se le endureció un poco–. No me había dado cuenta de que… tenías visita –emitió una risa algo metálica–. Si ésta es tu última, debes estar perdiendo el gusto.
Olivia se sonrojó ante esa muestra gratuita de rudeza, pero antes de que pudiera hablar Declan se adelantó.
–Te equivocas en todos los sentidos, Melinda, cariño. La señorita Butler es una conocida fugaz –le lanzó una mirada fría–. Y espero que en breve salga de mi vida para siempre. Vuelve a la cama, enseguida subo a verte.
–¿Es una promesa? –preguntó con voz ronca al tiempo que esbozaba una sonrisa radiante y con la punta de la lengua se acariciaba el labio inferior.
–No lo dudes –repuso en voz baja, íntima. De pronto la atmósfera en la cocina pareció viva, eléctrica.
Durante un aturdido instante, Olivia fue consciente de un leve cosquilleo por su espalda. El propietario de la casa podía ser despreciable, pero asimismo resultaba innegablemente sexy. De pronto se sintió desolada. Aunque no era de extrañar. Había llegado esperando un encuentro jubiloso con Jeremy, que conduciría a una consumación apasionada, y, a cambio, ahí estaba, una intrusa, obligada a desempeñar el papel de mirona en la vida amorosa de otra persona.
En la habitación reinó un raro silencio que se vio obligada a romper. Carraspeó.
–Imagino que no tienes ningún escrúpulo moral acerca de tu propia conducta.
–Correcto –sonrió con descaro–. Pero yo no estoy casado, y nunca lo he estado. Eso marca una diferencia –calló un instante–. Tampoco soy un rompehogares.
–Si me das la dirección de esa mujer, me marcharé –indicó con frialdad.
Él acercó un bloc de notas y escribió algo en una hoja.
–Está del otro lado del jardín. Podrás tomar un taxi al final de la calle si no eres capaz de andar con tu equipaje.
–Espero que no pienses que vaya a agradecértelo con efusividad –aceptó el papel, luego salió al vestíbulo y recogió la maleta.
–Hace tiempo que dejé de creer en milagros –quitó el cerrojo de la puerta y la abrió–. Adiós, señorita Butler.
–Oh, esa es una palabra demasiado final –expuso con falsa dulzura–. Prefiero un au revoir, ¿tú no?
–No en lo que a ti respecta. Le diré a Jeremy dónde puede encontrarte. He de añadir que en contra de mis deseos –concluyó con lobreguez.
La puerta se cerró y la dejó bajo un cielo soleado que de pronto había perdido su calor.
–Al demonio con él –musitó, y bajó la maleta por los escalones–. Jeremy regresará pronto… y entonces comenzará nuestra vida juntos –echó un último vistazo a la casa–. Y no hay nada que puedas hacer al respecto –añadió con tono desafiante, como si él estuviera escuchando.
Se alejó sin mirar atrás, pero, al mismo tiempo, se preguntó si estaría ante una de las ventanas, observándola partir. Pero, ¿qué podía importarle?