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Atrapado en la mentira ¡Ros Craig deseó no haberse dejado convencer para aceptar una cita a ciegas! Conocer a Sam Hunter podía haber sido una pareja perfecta, si ella no estuviera haciéndose pasar por otra. ¿Cómo iba a poder contarle a ese atractivo desconocido que le había mentido? Sam Hunter era un periodista de investigación. Organizar una cita a ciegas era solamente un trabajo y, cuando terminara la velada, no volvería a ver en la vida a esa mujer misteriosa. Pero él quería hacerlo, aunque, ¿cómo iba a poder decirle a esa hermosa mujer que le había mentido? A las órdenes de su esposo Harriet Flint tenía que cumplir los deseos de su abuelo si quería ser la propietaria de la casa familiar… así que acudió al sexy Roan Zandros y le propuso un matrimonio de conveniencia. Después de decir los votos, Harriet descubrió que su flamante esposo era el heredero del imperio hotelero de los Zandros, un hombre poderoso acostumbrado a que todo el mundo cumpliera sus exigencias… Y ahora deseaba vivir una verdadera noche de bodas con su inexperta esposa.
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Seitenzahl: 332
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
N.º 206 - julio 2019
© 2000 Sara Craven
Atrapado en la mentira
Título original: Marriage by Deception
© 2007 Sara Craven
A las órdenes de su esposo
Título original: The Virgin’s Wedding Night
Publicadas originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2000 y 2008
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.
I.S.B.N.: 978-84-1307-996-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Atrapado en la mentira
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
A las órdenes de su esposo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Si te ha gustado este libro…
LLEGABA tarde. Diez minutos tarde.
Sam miró su reloj, frunció el ceño y se sirvió un poco más de agua mineral en el vaso.
Tal vez además se estuviera acobardando. Bueno, pensó, de eso no podía culparla a ella totalmente. Había un montón de sitios en donde él también preferiría estar esa noche.
Le había dado hasta las ocho y media, decidió. Si para entonces ella no había aparecido, se iría a su casa. Después de todo, había muchas más en su lista, y ella no había sido una de las elegidas por él.
El anuncio de la página de anuncios personales del periódico decía que se sentía solo en Londres y que si había por ahí una chica que estuviera seriamente interesada en el amor y el matrimonio escribiera a un apartado de correos que daba.
Había tenido muchas respuestas.
No tenía un nombre para la chica de esa noche. Su carta la había firmado solo como, Buscando Amor.
Había sido elegida porque se había descrito a sí misma como una ejecutiva hermosa y había parecido más joven que las demás. Y, pensaba él, porque el sobre llevaba el matasellos de Chelsea.
Y era por eso por lo que él estaba esperando en ese lujoso restaurante italiano en vez de hacerlo en una trattoría más normal o en un simple bar.
Miró impaciente a la puerta y parpadeó cuando se vio a sí mismo reflejado en el cristal de la puerta. El traje barato que llevaba brillaba con la luz, le habían cortado mucho el cabello rizado y oscuro y le habían puesto gomina además. Encima llevaba unas gafas de montura dorada.
Estaba espantoso, pensó.
Por un momento, el camarero jefe había dudado en dejarlo entrar. Lo había visto en los ojos del tipo. Eso era algo que nunca antes le había sucedido y que se aseguraría mucho de que nunca le volviera a suceder cuando su vida volviera a la normalidad.
Si es que volvía alguna vez, pensó. Si es que alguna vez podía escapar de ese lío que había montado él mismo.
Y, en lo que se refería a su compañera de esa velada, seguramente saldría corriendo dando voces en cuanto lo viera.
Dio un trago de su agua mineral e hizo una mueca. Lo que realmente necesitaba era un buen whisky para que le diera valor. Pero las reglas del compromiso para esa noche eran estrictas. Y él necesitaba estar todo lo lúcido que pudiera.
Miró de nuevo su reloj. Un cuarto de hora más, pensó. Quince minutos y se marcharía de allí. Y se le iban a hacer muy largos.
Rosamund Craigh estaba sentada muy tensa en el taxi. Parecía que se habían movido solo quince metros en los últimos quince minutos y ahora el tráfico parecía igual de denso.
Pensó que debería haber salido antes. Pero entonces no había tenido la menor intención de ir. Aquello no era necesario. Lo único que habría tenido que hacer era llamar por teléfono y se acabó.
Ahora allí estaba ella, en un taxi con el taxímetro corriendo a toda velocidad para ir a conocer a un completo desconocido. Todo aquello era una locura. Estaba loca.
Y el vestido que llevaba era parte de esa locura, pensó mientras se colocaba bien la falda de lycra. Normalmente evitaba vestirse de negro, prefería la elegancia discreta, no esa clase de minivestido ajustado y la chaqueta escarlata que llevaba.
Y esos tacones… Probablemente terminaría la velada con un tobillo roto.
Aunque ese podría ser el menor de sus problemas, se recordó a sí misma. Lo más inteligente que podía hacer era decirle al taxista que diera la vuelta y que la llevara de vuelta a su casa.
Pero tampoco sería para tanto, pensó mientras se apartaba un mechón de cabello castaño de la cara. Cenaría en un buen restaurante y luego pondría alguna excusa y se marcharía después de dejar claro que aquello no se iba a repetir.
Así el honor de las dos partes estaría a salvo, decidió cuando llegó por fin al restaurante.
Un camarero salió a recibirla.
–¿La signora tiene reserva?
–Tengo una cita aquí –le dijo ella–. Con el señor Alexander.
Le pareció como si el camarero se quedara boquiabierto, pero el hombre se recuperó rápidamente, tomó su chaqueta y la condujo al interior.
El restaurante estaba bastante lleno y, por un momento, Ros dudó cuando muchas cabezas se volvieron para admirarla. Se preguntó cuál de ellas sería su cita.
–La mesa está en la esquina, signora –le dijo el camarero.
Ros se adelantó y se dio cuenta de que le apartaban una silla y de que una figura masculina se levantaba.
Vio inmediatamente que era alto y moreno. Pero, Oh Cielos, lejos de ser atractivo. El corte de pelo, pensó. Eso por no mencionar el horrible traje. Y esas gafas… Demonios, ¿en qué se había metido?
Se sintió muy tentada de darse la vuelta y salir corriendo. Pero había algo en la actitud del hombre, algo como defensivo, como si estuviera preparado para esa reacción de ella, algo que le produjo un destello de compasión en su interior y evitó que huyera, así que cuadró los hombros y sonrió.
–Buenas noches –dijo–. Usted debe ser Sam Alexander, «Solo en Londres».
–Y usted es «Buscando Amor», ¿no? –dijo él sonriendo a su vez–. Me sorprende.
Lentamente él levantó la rosa solitaria que había sobre la mesa y se la ofreció.
Cuando ella la tomó, sus dedos se rozaron y ella sintió algo extraño, como electricidad estática. Para su extrañeza, se percató de que se había ruborizado.
Él le indicó la silla opuesta de la mesa.
–¿Quiere sentarse, señorita…?
–Craigh –dijo ella–. Janie Craigh.
–Janie –repitió él sonriendo más ampliamente–. Es un verdadero placer.
Él podía tener un aspecto espantoso, pero su voz no tenía nada de malo, pensó ella sorprendida. Era fuerte y resonante, con un leve acento. Y también tenía una sonrisa sorprendentemente atractiva, encantadora… y unos bonitos dientes.
Pero sus ojos, aún disimulados por esas gafas, era lo más sorprendente que tenía. Eran de un color verde azulado muy vivo, casi turquesa.
Se dijo a sí misma que iba a tener que revisar su opinión de él. Con lentillas, un buen corte de pelo y ropa adecuada, él podía ser mucho más que presentable.
–¿Quiere beber algo? –dijo él–. Por el momento yo estoy tomando agua mineral, pero eso puede cambiar.
Ella dudó. Tenía que mantener clara la cabeza, pero algo de beber no le haría mucho daño.
–Un vino blanco con soda, por favor.
Cuando llegó el vino, él dijo:
–Un brindis. Por que nos conozcamos mejor.
Levantaron las copas y las chocaron. Ella murmuró algo en respuesta. Sam Alexander no era lo que se había esperado y eso la afectaba extrañamente.
–No es usted como me la había imaginado –dijo él.
Ella dio un respingo. ¿Podría leerle la mente ese hombre?
–¿De verdad? ¿Y eso es bueno o malo?
–Bueno. Pero la verdad es que no tenía muchas cosas en las que apoyar mis conjeturas. En nuestra breve correspondencia fue usted muy discreta sobre sí misma.
Ella empezó a jugar nerviosamente con su copa.
–La verdad es que responder a un anuncio personal es una novedad para mí.
–¿Y qué la atrajo del mío?
Aquello no era justo, pensó Ros.
–No es fácil de decir.
–Inténtelo.
Ella se mordió el labio.
–Usted… parecía como si deseara una relación genuina, algo duradero y con emociones reales. No solo…
–No solo un ligue de una noche –terminó él la frase–. Y se dio cuenta de que usted quería lo mismo, ¿un compromiso?
–Sí. Eso supongo. Aunque no estoy segura de haberlo analizado así. Fue más un impulso.
–Los impulsos pueden ser peligrosos. Voy a tener que asegurarme de que no se arrepienta del suyo.
Dejó que esas palabras flotaran entre ellos por un momento y luego le pasó un menú.
–Y la siguiente decisión es: ¿Qué cenamos?
Ella se sintió como si se hubiera soltado de alguna especie de anzuelo. Tomó el menú y lo puso delante como si se tratara de una especie de escudo personal.
–Estaba muy claro que en ese hombre había mucho más de lo que se veía.
Nada más sentarse había visto algunas anomalías en él. Bajo ese traje barato llevaba una camisa evidentemente hecha a medida y una corbata de seda. Y también estaba el muy caro reloj que llevaba en la muñeca.
De hecho, el instinto le decía que había muchas cosas en él que no encajaban.
Tal vez fuera un millonario excéntrico que buscara una Cenicienta, o tal vez estaba dejando que su imaginación la hiciera ver lo que no había.
–Aquí dan un buen marisco –le dijo él–. ¿Le gusta la langosta?
–Me encanta.
Ros levantó las cejas levemente cuando vio el precio de la misma.
–Entonces la pediremos. Con una ensalada mixta y una botella de Montrachet. ¿Y qué tal salmón ahumado con pasta para empezar?
Definitivamente, ese tipo era millonario, pensó Ros y asintió disimulando la gracia que le hacía. Bueno, ella estaba dispuesta a hacer de Cenicienta, aunque pensaba marcharse mucho antes de medianoche.
Ros miró entonces mejor a su acompañante. Tenía los hombros anchos, cintura estrecha y piernas largas. Algo que el desastre de traje que llevaba no lograba disimular. También se movía como un hombre acostumbrado a esos lugares. La especie de timidez anterior parecía haberse disipado.
Ella había ido allí con la intención de rechazarlo de buenas maneras y ahora parecía ser ella la que estuviera a la defensiva y no entendía por qué.
–Este sitio es encantador –dijo–. ¿Viene aquí a menudo?
Entonces se interrumpió y arrugó la nariz antes de continuar.
–Cielos, no me puedo creer que haya dicho eso.
–Es una buena pregunta. Y la respuesta es que solo vengo en ocasiones especiales.
–Supongo que habrá habido muchas últimamente.
Él pareció extrañado.
–¿De qué manera?
–Respuestas a su anuncio, por supuesto. Me han dicho que ha recibido sacos de cartas.
–He recibido muchas respuestas, pero no muchas con las condiciones que estoy buscando.
–¿Y por qué he pasado yo la selección?
–Su carta me intrigó. Nunca antes había conocido a una ejecutiva de belleza. ¿A qué se refiere eso?
–Hago demostraciones de los últimos productos de belleza –dijo ella. Y trabajo en las casetas de las firmas de productos de belleza en los salones especializados. Esa clase de cosas.
–Parece fascinante –dijo él y olió su perfume–. ¿Es ese el último perfume?
–No, ya lleva un tiempo en el mercado.
–Es encantador. Y le va bien a usted. Veo que no lleva mucho maquillaje. Me esperaba el cabello púrpura y pestañas postizas.
–Tengo un aspecto muy diferente cuando estoy trabajando. Espero no haberlo decepcionado.
–No. Todo lo contrario.
Se produjo entonces el silencio entre ellos hasta que ella dijo demasiado animadamente:
–Ahora es su turno. ¿Qué hace para ganarse la vida?
Él se agitó incómodo.
–Nada tan exótico como usted. Trabajo con cuentas. Para una organización multinacional.
–Oh.
–Parece sorprendida.
–Y lo estoy.
Y también curiosamente decepcionada, pensó ella.
–¿Por qué?
–Porque no es usted como mi… Como los otros contables que conozco.
–Tal vez debiera tomarme eso como un cumplido. ¿Conoce a muchos contables?
Al tipo tan serio de la empresa de inversiones en la que tenía sus beneficios anuales y, por supuesto, a Colin, con el que había estado saliendo un par de años y sobre el que no quería pensar en ese momento.
–Un par –dijo encogiéndose de hombros–. En mi trabajo se conoce a mucha gente.
–Seguro que sí. Pero usted me ha dado una nueva visión de la contabilidad y sus necesidades. Tal vez debiera ir a verla a una de esas demostraciones.
–Tal vez debiera –dijo ella mirando involuntariamente al catastrófico corte de pelo de él y el hombre se dio cuenta.
Se llevó una mano a la cabeza y dijo:
–Lo hice por una apuesta.
–Lo siento, no he querido ser maleducada. Realmente no es cosa mía.
–Si eso fuera cierto, usted estaría ahora en su casa calentándose la cena en vez de estar saboreando este maravilloso linguine –dijo él cuando llegó el salmón con la pasta.
Ella pensó entonces que seguramente esa habría sido la opción más segura.
–Lo que he de preguntarme es, ¿por qué está usted aquí, Janie? ¿Cuál es el plan?
Ella casi se atragantó.
–No sé lo que quiere decir. Como las demás, he contestado a su anuncio…
–Eso es precisamente lo que no entiendo. ¿Por qué alguien como usted, alguien atractiva e inteligente, ha de recurrir a los anuncios personales? No tiene sentido.
–Lo tiene si se pasa una mucho tiempo aislada.
–Pero si se pasa su jornada de trabajo delante del público y los hombres van mucho a los grandes almacenes.
Ros pensó que ese había sido un desliz estúpido. Iba a tener que andarse con más cuidado.
Se encogió de hombros.
–Sí, pero generalmente van a las secciones de belleza para comprarles regalos a las mujeres que ya conocen. Y cuando cierran los almacenes, como ellos, yo me voy a mi casa.
–¿Vive sola?
–No, con mi hermana, que tiene su propia vida. ¿Le puedo preguntar yo a usted lo mismo? Está trabajando para una gran empresa y mucha gente conoce a sus futuras parejas en el trabajo, así que, ¿a qué viene eso de Solitario en Londres? Sobre todo cuando parece esperar tan pocos resultados.
–Lo siento si le he dado esa impresión –dijo él frunciendo el ceño–. La verdad es que no sé qué esperarme. Lo cierto era que su carta se daba a equívocos.
–¿Porque no tengo el pelo púrpura?
–En parte. En la carta parecía una mujer con mucha confianza en ti misma, incluso un poco demasiado. Pero en la realidad yo diría que es muy tímida. ¿Cómo encaja eso con una buena vendedora?
–Esa es una persona a la que dejo atrás cuando me desmaquillo. De todas formas, vender un producto es muy distinto a venderse a ti misma.
–¿Y no creyó que eso fuera a ser necesario esta noche? –dijo Sam–. Después de todo, en su carta decía que estaba buscando amor y a mí no me da esa impresión en absoluto. Parece muy auto contenida en ese aspecto.
Ros mantuvo la mirada fija en su plato y se preguntó cómo se le habría ocurrido meterse en eso.
–Tal vez piense que sea un poco pronto para tirar por la borda la cautela.
–Entonces, en primer lugar, ¿por qué aceptar el riesgo?
–Tal vez debiera preguntarle yo a usted lo mismo. Fue usted el que puso el anuncio.
–He estado trabajando fuera un tiempo –dijo él–. Y cuando uno vuelve a casa se encuentra conque la gente ya ha organizado sus propias vidas y las chicas que se conocían ya tienen otras relaciones. De hecho, todo ha cambiado.
Ros sintió un poco de compasión por él. Ya lo entendía. Él se sentía desplazado. Así que ella había hecho lo correcto yendo allí esa noche.
–Entiendo –dijo–. ¿Pero sigue pensando que un anuncio es el mejor camino?
–Todavía no puedo responder a eso –afirmó él sonriendo–. Digamos que los resultados han sido hasta ahora muy mezclados.
–Lo siento.
–No lo sienta –dijo él recorriéndola con la mirada–. Porque el de esta noche ha valido la pena.
Ella se ruborizó de nuevo y decidió cambiar de opinión.
–Tenía razón con el linguine. Es magnífico.
De hecho, toda la cena fue memorable y Ros se alegró de poder abandonarse al placer de la comida mientras la conversación transcurría luego por cauces menos peligrosos.
Había pensado que la situación sería relativamente fácil de solucionar. Había planeado ser otra persona durante algunas horas. Pero no se había esforzado demasiado en aprenderse su parte, dado que Sam Alexander no parecía muy convencido por su actuación. Además, él era demasiado perspicaz para su bien.
Estaba ansiosa por despedirse amablemente, sabiendo que no lo iba a volver en la vida.
Eso no tenía nada que ver con su cabello, las gafas o su gusto contradictorio con la ropa. De hecho, era extraño lo poco que le importaban ahora esas cosas que tan inaceptables le habían parecido al principio.
Y, a pesar de todas ella, él no le parecía un hombre que tuviera dificultades para encontrar una mujer. No con esa voz, ese aspecto físico y esos ojos azul verdosos que la hacían estremecerse.
–¿Quiere un brandy con el café? ¿o tal vez un licor?
–Nada, gracias –dijo ella mirando su reloj–. Debería marcharme ya.
–¿Ya? ¿Es que tiene miedo de que se vaya a convertir en una calabaza?
–No. Pero se está haciendo tarde y los dos tenemos que trabajar mañana.
Y, más importante, algo le estaba advirtiendo que era mejor que se marchara de allí mientras pudiera hacerlo.
–Tiene mucha razón, por supuesto –dijo él lentamente–. Pero aún tenemos mucho que aprender el uno del otro. Usted no conoce mi color favorito y yo no sé cuál es su película preferida. Toda esa clase de cosas.
–Sí –dijo ella–. Parece que nos hemos saltado esa parte.
–Siempre podemos pedir más café para rellenar algunas lagunas.
Ella forzó una sonrisa.
–No creo. La verdad es que tengo que marcharme.
–Siento que piense así. ¿Dónde está trabajando en este momento, Janie? ¿En qué almacén?
Ella tragó saliva. Ya aparecía otra brecha en su cobertura.
–En ninguno en particular –dijo por fin–. Estoy viajando bastante. La variedad es la sal de la vida.
–Eso es lo que se dice, pero no estoy seguro de estar de acuerdo. Me gustaría pensar que yo pudiera parar de correr. De buscar. De que una sola persona, siempre que demostrara ser la adecuada, le diera a mi vida todo el sabor que necesita.
Luego se produjo un silencio espeso. Ella sintió como si se le cerrara la garganta y todo su cuerpo se vio invadido por una extraña debilidad. No estaba acostumbrada a semejante reacción física y no le gustaba. No la necesitaba para nada.
Se dijo a sí misma que tenía que tomarse eso como una lección para no meterse en los problemas de los demás. Y ahora tenía que salir de esa situación como pudiera.
Rio levemente.
–Bueno, espero que la encuentre pronto –dijo al tiempo que se levantaba y tomaba su bolso–. Y gracias por una velada muy agradable.
–Yo soy el agradecido. Me ha dado mucho que pensar –dijo él levantándose también–. Ha sido muy intrigante. Buenas noches, Janie.
–Adiós –respondió ella sonriendo y esperando que él se diera cuenta de la indirecta.
Pero cometió el error de ofrecerle la mano también.
La de él era firme y cálida. Demasiado firme, pensó cuando trató de soltarse. En vez de eso, se vio atraída hacia él. Y, cuando se inclinó, su intención se hizo evidente.
Tragó saliva y se tensó inmediatamente. Entonces la boca de él le rozó los labios entreabiertos, muy lenta y cariñosamente. Nada amenazadoramente. Ni siquiera excesivamente exigente. Pero logró igualmente que las entrañas se le derritieran y la recorriera una inesperada oleada de deseo. Era como si no la hubieran besado nunca antes.
Cuando levantó la cabeza, él estaba sonriendo levemente y dijo como para sí mismo.
–No. No ha sido como me esperaba en absoluto.
Ella respondió entre dientes:
–Bueno, no me gusta nada ser tan predecible. Ahora, ¿quiere soltarme, por favor?
–De mala gana –dijo él sonriendo más ampliamente–. Y ciertamente, no sin algo que recordar.
Tomó entonces la rosa de encima de la mesa y se la metió por el escote del vestido, entre los senos.
Luego retrocedió y vio como le quedaba.
Entonces un músculo se movió en su mandíbula.
Ella sintió como se le endurecían los pezones y tuvo que morderse fuertemente el labio inferior para acallar el sonido que casi se le escapó.
Entonces él le dijo suavemente:
–Janie, por favor, quédate. No tienes que irte.
La boca le supo a sangre a ella y dijo:
–Sí… sí. Tengo que irme.
Apenas reconoció su propia voz, se volvió y empezó a caminar rápidamente hacia la puerta, sabiendo que él la observaba, y rogando para que no la siguiera.
ROS entró en su casa. Moviéndose como una sonámbula, se dirigió al salón y se dejó caer en el sofá como si sus piernas ya no la sostuvieran.
–Cielos –dijo–. ¿Qué creía que estaba haciendo?
Por suerte había tomado un taxi nada más salir del restaurante, así que se había podido marchar enseguida.
No era que Sam Alexander estuviera a la vista, pero lo cierto era que no se había sentido segura hasta llegar a su casa.
Y tal vez, ni siquiera entonces. Ni siquiera en ese momento.
Porque los hombres como ese pueden ser dañinos para la salud si se les permite.
Y era inútil decir que no se había sentido tentada de hacerlo. Tal vez por una fracción de segundo, pero se había sentido fuertemente tentada. Lo que nunca había sido parte de su plan.
Oh, Cielos, el plan.
Sin querer, su mente retrocedió diez días, recordando cómo había empezado todo.
–Ros, escucha esto –dijo su hermanastra cuando entró en su habitación agitando un periódico en la mano.
–Janie, estoy trabajando. ¿No puede esperar?
–Seguro que me puedes dedicar cinco minutos –dijo Janie–. Después de todo, mi futura felicidad depende de esto.
–Yo creía que tu felicidad, pasada, presente y futura, estaba ligada a Martin.
–¿Cómo puedo tener una relación con alguien que no se quiere comprometer? –preguntó Janie dramáticamente al tiempo que se dejaba caer sobre un sillón cerca de la ventana.
–Llevas saliendo con él un mes. ¿No es eso un poco pronto para una proposición de matrimonio?
–No cuando es lo adecuado. Pero él teme involucrarse. Así que he decidido dejar de seguir guiándome por mi corazón. Es demasiado arriesgado. Me voy a aproximar científicamente a mi próxima relación –dijo agitando el periódico–. Con esto.
Ros frunció el ceño.
–¿Con el Clarion? No te sigo…
–Es su columna de anuncios personales. Toda una página de gente buscando amor, como yo.
–Y un montón de gente triste a la caza de cosas distintas. Janie, no lo puedes decir en serio.
–¿Por qué no? Ros, yo no puedo esperar para siempre. Ni quiero seguir viviendo tampoco con nuestros padres. Quiero mi propia casa, como tú. ¿Sabes la suerte que tuviste al heredar esta casa de la abuela Blake?
–Sí. Pero si pudiera elegir, preferiría que ella siguiera viva. ¿No estarás pensando en casarte solo para tener un techo sobre la cabeza?
–No, por supuesto que no. Pero de verdad que necesito casarme, Ros. Es el momento crucial para mí. A veces me despierto por las noches y oigo mi reloj biológico sonando.
Ros no tuvo más remedio que sonreír al ver a su hermanastra, de veintidós años. Tenía el cabello rubio, unos enormes ojos azules y una figura muy esbelta, bien mostrada por la muy corta falda y el jersey de dos tallas menos.
A veces ella se sentía treinta años mayor que Janie, en vez de solo tres.
–Es mejor tu reloj biológico que una bomba de tiempo –dijo.
–Bueno, escucha esto –dijo Janie leyendo el periódico–. Ejecutivo de altos vuelos, amante de la diversión BSDH, busca alma gemela. Esto no parece una bomba. ¿Qué es un BSDH?
–Un Buen Sentido Del Humor –dijo Ros–. Y, normalmente eso significa que no tienen de eso. Y lo de amante de la diversión parece como si le gustaran las peleas de cojines.
–Uh. ¿Y este? Solitario en Londres. ¿Hay por ahí una chica que esté seriamente interesada en el amor y el matrimonio? ¿Podrías ser tú?
De repente puso cara soñadora y añadió:
–Parece dulce, ¿no te parece?
–No vas a querer saber lo que creo. ¿Solitario en Londres? A mí me parece que ha estado viendo demasiadas películas viejas. Janie, llama a Martin y dile que no te quieres casar esta misma semana, este mes o, incluso este años. Pero déjale claro lo que sientes y a ver si maduráis lo que sentís el uno por el otro. Estoy segura de que las cosas os irán bien.
–Antes me moriría. Me niego a ser humillada.
–No, lo que harías sería engrosar las listas de los desesperados. Te puedes meter en un buen lío.
–No te pongas así. Yo sé que el sistema funciona –dijo Janie impacientemente–. No hay que dar el teléfono ni la dirección en el primer contacto, y se queda en un lugar público, lleno de gente. Pero puede que tengas razón con el ejecutivo, así que voy a ir a por Solitario en Londres.
–Janie, eso es una mala idea.
–Pero mucha gente se conoce con los anuncios personales. Para eso están. Y yo creo que es una idea excitante. Dos completos desconocidos embarcados en un viaje de conocimiento mutuo. Tú escribes novelas románticas, ¿no te motiva eso?
–No particularmente –dijo Ros–. En los antiguos mapas se solía escribir que allí había dragones en las zonas desconocidas.
–Bueno, no me estás desanimando –dijo Janie poniéndose en pie–. Voy a contestar ahora mismo a ese anuncio. Y me apuesto lo que quieras que no voy a ser la única. Todas las solteras de Londres le escribirán.
Cuando llegó a la puerta, se detuvo.
–¿Sabes cuál es el problema contigo, Ros? Es que llevas saliendo tanto tiempo con ese aburrido de Colin que te has vuelto de cemento, como él. Deberías dejar de escribir novelas rosas y salir a encontrar un romance por ahí. Consíguete una vida antes de que sea demasiado tarde.
Y se marchó dando un portazo.
Ros se quedó allí, boquiabierta.
Raramente decía la última palabra cuando discutía con Janie, pero eso había sido un golpe bajo.
Sabía, por supuesto, que Colin trataba a su hermanastra con una tolerancia obligada. Y también que a su hermana no le caía él nada bien. Pero hasta entonces no lo había atacado tan abiertamente.
Pero a Colin no le parecía bien que Janie se quedara con ella mientras su padre y Molly estaban de viaje.
Él le había dejado muy claro que su vida personal debía ser dejada a un lado mientras su hermanastra siguiera allí.
–No me sentiría cómodo sabiendo que ella está durmiendo en la habitación de al lado –le había dicho.
–¿Es que hacemos tanto ruido?
Colin se había ruborizado.
–No es eso. Ella es joven y demasiado impresionable. Deberíamos darle buen ejemplo.
–Estoy segura de que conoce las cosas de la vida, Colin. Seguramente nos podría contar algunas cosas más, incluso.
–Tenemos tiempo de sobra para pensar en nosotros mismos –le había respondido él antes de despedirse dándole un beso en la frente.
Y así había quedado todo entre ellos.
Ros se levantó de donde estaba sentada y se acercó a la ventana.
Ese jardín le recordaba mucho a su madre, que había muerto cinco años antes de que su padre se casara de nuevo con Molly, viuda y madre de Janie y con quienes se llevaba realmente bien.
A veces incluso le parecía sentir aún la presencia de su madre, consolándola. Aunque no sabía muy bien para qué necesitaba consuelo.
Su madre siempre llevaba un jersey beige, falda del mismo color y el cabello castaño suelto.
Todo en ella era beige… Hasta su vida lo había sido.
Tal vez Janie tuviera razón.
Janie estaba con ella en casa porque sus padres estaban de viaje, celebrando la jubilación anticipada de su padre, David, dando la vuelta al mundo.
Ella tenía la vida perfectamente organizada y, desde que terminó la universidad, se las arreglaba bastante bien para ganársela escribiendo novelas rosas. Su vida era realmente perfecta, menos en el aspecto de tener familia propia. Pero, al contrario que Janie, ella no tenía ninguna prisa.
Ni Colin tampoco, al parecer, aunque hablaba mucho de que algún día…
Lo había conocido hacía un par de años, en una fiesta.
Era alto y rubio, con un rostro atractivo. Vivía en un apartamento en casa de sus padres en Fulham, y trabajaba para una gran empresa de contables en Londres. En los veranos jugaba al cricket y, en invierno al rugby. De vez en cuando, también jugaba al squash.
Ros pensaba que él tenía una vida muy ordenada y ella había entrado a formar parte de ese orden. Lo que le venía muy bien.
En cualquier caso, el amor era algo distinto para todo el mundo, y ella ciertamente no quería ser como Janie, ansiosa siempre. Ni tampoco quería emular a alguna de sus heroínas y verse arrastrada por la cabellera por algún macho feroz y atractivo, aunque en el fondo tuviera un corazón de oro y luego fuera todo blandito. La ficción era una cosa y la vida real otra muy distinta, y ella no tenía la menor intención de mezclarlas.
Sabía que la vida con Colin sería segura y tranquila. Él le proporcionaría pocas ansiedades, ya que carecía de la imaginación suficiente para meterse en líos.
De repente se dio cuenta de lo desleal que era ese pensamiento. Sin duda era efecto de lo que había dicho Janie.
Pero, pensara lo que pensase su hermanastra, ella estaba contenta. Y no solo eso, sino feliz. Mucho. Después de todo, tenía una casa perfecta, un jardín perfecto, y una relación establecida. ¿Qué más podía necesitar?
Mientras volvía a su mesa se preguntó por qué tenía que ponerse tan vehemente con todo eso. Normalmente le resultaba fácil perderse en su trabajo, pero en ese momento parecía fallarle la concentración, así que apagó el ordenador y bajó a la cocina a hacerse un café.
Cuando pasó por la habitación de Janie, su hermana no estaba, pero había muchas bolas de papel arrugadas por el suelo.
Ros recogió una y leyó:
Querido Solitario en Londres:
Yo también estoy sola y esperando a conocer a la persona adecuada para completar mi vida…
Allí se interrumpía, a Janie debía haberle fallado a la vez la inspiración y la paciencia.
Suspiró y siguió su camino. Solo podía esperar que Solitario en Londres se viera tan inundado de respuestas que la de Janie pasara desapercibida.
En la cocina se encontró una nota de Janie que decía que se iba a casa de Pam.
Pam era una antigua compañera de colegio de Janie e igual de volátil.
Bueno, pensó, ya le habían fastidiado todo el día de trabajo y esa tarde tampoco podría hacerlo, ya que había quedado para cenar con Colin. Eso era algo que debía ansiar así que, ¿por qué se sentía tan deprimida de repente?
–Querida, ¿te pasa algo? Apenas has comido nada.
Ros dejó a un lado el tenedor.
–Estoy bien, de verdad –dijo sonriendo–. Es solo que no tengo hambre.
–Bueno, sabía que no podía ser la comida –dijo Colin–. Este debe ser el único lugar en Londres en donde uno puede conseguir comer decentemente a buen precio.
Ros contuvo un suspiro. Solo por una vez estaría bien comer algo exótico y de un precio astronómico. Pero a Colin no le gustaba la cocina extranjera ni el marisco, al que era alérgico. Ni tampoco le gustaba el ajo. Sobre todo el ajo.
–Espero que no estés a dieta –continuó él–. Ya sabes que a mí me gustan las chicas con buen apetito.
Siempre que decía eso, Ros se imaginaba a sí misma como un saco de patatas.
–Colin –dijo de repente–. ¿Crees que soy aburrida?
–¿De qué me estás hablando? Yo no estaría aquí si pensara eso.
–Pero si me vieras en medio de una habitación llena de gente, ¿irías a por mí?
–Bueno, claro. Tú eres mi ángel. Eso ya lo sabes.
–Sí, claro. Lo siento. Es solo que tengo muchas cosas en la cabeza en estos momentos.
–No me lo digas. ¿Es que esa chica te está causando problemas de nuevo?
–No lo hace a propósito –la defendió Ros–. Solo está un poco afectada en este momento porque acaba de romper con Martin y…
–Bueno, esa ha sido una buena escapatoria para Martin. Y espero que una lección para Janie. Tal vez así no se precipite tanto en su nueva relación.
–Todo lo contrario. Se ha pasado toda la tarde escribiendo respuestas a un anuncio personal del Clarion. El tipo se llama a sí mismo Solitario en Londres.
–Está loca. Se le ha ido la cabeza. ¿Y se lo piensas permitir?
–Ya es mayor de edad –le recordó Ros–. ¿Cómo podría detenerla? Y no tiene por qué ser un desastre. Mucha gente puede encontrar la felicidad a través de esos anuncios, o no habría tantos de ellos.
–Cielo santo, Ros,tranquilízate. Esto no es uno de esos estúpidos libros tuyos.
Esas palabras produjeron un silencio helado y luego ella dijo lo más tranquilamente que pudo:
–Así que eso es lo que opinas de mi trabajo. Me lo había preguntado a menudo.
–Bueno, no son precisamente obras maestras, querida. Tú misma lo has dicho de vez en cuando.
–Sí. Pero eso no significa necesariamente que quiera oírselo decir a otros.
–Vamos, Ros. Se me ha escapado. No he querido decirlo en serio. Es que Janie me irrita tanto…
–Es curioso que a ella le pase lo mismo contigo –dijo ella mirándolo fijamente.
–¿Sí? No veo por qué…
–Bueno, no te preocupes por ello. De ahora en adelante no te contaré nada de lo que diga.
–Pero yo quiero que puedas confiar en mí. Estoy aquí para ti, Ros. Lo sabes. La semana que viene he de irme de viaje con los chicos de rugby, pero lo cancelaré si quieres. Si te puedo ayudar con Janie…
Ros sonrió involuntariamente.
–Te agradezco el sacrificio, pero no es necesario. Creo que vosotros dos estáis mejor separados. Y ese viaje te puede venir bien.
«A los dos», pensó ella entonces.
Él pareció aliviado y le pasó la carta de postres.
–¿Quieres la crema de caramelo de siempre?
–No. Esta noche voy a tomar el suflé Amaretto con crema.
Él se rio.
–¿Es que te vas a poner a vivir peligrosamente, querida?
–Sí –respondió ella lentamente–. Creo que lo haré. De ahora en adelante.
–Bueno, no cambies demasiado. Porque me gustas tal como eres.
–Qué raro. Porque me aburro a muerte yo misma. Esta noche tomaré un brandy con el café. Y Colin, pídelo doble.
Los días que siguieron fueron bastante pacíficos. Ros vio poco a Janie que, o bien estaba trabajando o en casa de Pam, así que no hablaron mucho más del anuncio, así que esperaba que se lo hubiera pensado mejor.
Colin se fue a su viaje con los compañeros de rugby, pero le prometió llamarla cada tarde.
Cuando supo que se marchaba, Janie le dijo a Ros:
–Buen viaje. Así que, mientras el gato esté fuera, ¿el ratón va a jugar?
–El ratón va a trabajar. Voy retrasada con este libro.
–¿Quieres decir que te vas a quedar encerrada en tu despacho todo el tiempo?
–Es mi trabajo, y me gusta. Pero voy a salir más tarde, para cortarme el cabello. Afróntalo, querida. Tú eres la amante de las fiestas y yo soy la influencia seria sobre ti.
–¿Quieres decir que si, de repente, saliera un genio de una botella y te ofreciera tres deseos, no habría nada en tu vida que quisieras cambiar? Eso es muy triste. Deberías aprovechar tus oportunidades, como hago yo.
–Respondiendo a esos anuncios personales, sin duda. ¿Has recibido ya respuesta?
–No. Pero la recibiré.
Luego miró su reloj y añadió:
–Vaya. He de estar en el West End dentro de media hora.
Y se marchó dejando atrás una vaharada de perfume caro.
Ros miró de nuevo la pantalla de su ordenador, pero se puso a pensar más en esos supuestos tres deseos en vez de en lo que estaba escribiendo.
Y lo que era más extraño, se preguntó si alguno de esos tres deseos tendría algo que ver con Colin.
Hacía un año, no habría tenido dudas. Y Colin sigue siendo un hombre práctico, de fiar y amable, todo lo que a ella le gustaba cuando se conocieron. Y también era atractivo, añadió un poco a la defensiva.
Él no había cambiado. Era ella la que lo había hecho. Le parecía como si no pudiera aprender nada más de él, como si ya no quedaran más sorpresas. Y ni siquiera sabía que quería verse sorprendida.
Le pasaba algo parecido con la casa. Hasta entonces se había sentido cómoda en ella, así que, ¿por qué de repente le parecía como si la tuviera demasiado vista?
¿Y por qué se sentía tan agradecida porque Colin estuviera tan lejos?
Se dijo a sí misma que tenía suerte de tener esa casa. Y a Colin. Él era un buen hombre, un hombre agradable. Y ella era una auténtica desagradecida.
Esa tarde, Janie entró en la cocina agitando triunfalmente una carta.
–¡Es de Solitario en Londres! –dijo excitadamente–. Quiere conocerme.
–No sabía que hubieras recibido correo hoy.
–La verdad es que usé la dirección de Pam. Para tapar mis huellas hasta que lo conozca bien. Buena idea, ¿eh?
–Maravillosa –respondió Ros irónicamente–. Y aquí tienes una incluso mejor: Tira esa carta directamente a la basura.
Jamie agitó la cabeza.
–Tonterías. Nos vamos a ver en Marcellino’s el jueves por la noche y él va a llevar una rosa roja para que sepa quien es. ¿No es adorable?
–Si te gusta un hombre que cree en los clichés… ¿Y qué pasa con Martin?
Janie se encogió de hombros.
–Me ha llamado al móvil un par de veces. Quiere que nos veamos.
–¿Y qué le has dicho tú?
–Que estoy organizándome la vida y que no quiero que me distraiga. Esta noche estaba fuera de los almacenes, pero lo despisté.
–Solo espero que sepas lo que estás haciendo.
–Lo sé exactamente. Ahora lo único que he de hacer es contestar y decirle que lo veré a las ocho. Y luego elegir lo que me pongo. He decidido seguir siendo Buscando Amor hasta que nos conozcamos.
Entonces se interrumpió y añadió:
–Hey. ¿Qué le has hecho a tu cabello?
–Ya te dije que me lo iba a cortar.
Y era cierto, pero cuando le habían preguntado si como siempre, ella había decidido que no, así que lo llevaba completamente diferente a lo habitual en ella, corto y a capas.
–Te sienta realmente bien –dijo Janie–. Todavía hay esperanzas para ti, Ros.
Luego subió a su habitación y Ros empezó a preparar la cena con el ceño fruncido.
Pensó que todo eso eran malas noticias, Janie podía estar usando un alias, pero la dirección de Pam era real y estaba en una zona bastante cara. Estaba segura de que ese tipo preferiría como blanco a alguien que viviera en una de las mejores zonas de Londres.