Más allá del olvido - Sara Craven - E-Book

Más allá del olvido E-Book

Sara Craven

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Beschreibung

Janna Prentiss se quedó helada cuando vio que Rian Tempest había regresado. Años atrás, cuando ella aún era una adolescente, se había sentido irremediablemente atraída por él y había intentado seducirlo por todos los medios. Sin embargo, la situación se le había ido de las manos y sus mentiras habían obligado a Rian a marcharse del pueblo. Ahora Janna estaba prometida con otro hombre y vivía una vida tranquila, escondida tras el escudo de protección y frialdad que se había ido forjando a lo largo de los años, tras la marcha de Rian. Ver a su antiguo amor provocó en ella una oleada de recuerdos, de sentimientos y de temor, ya que Rian parecía haber vuelto para vengarse de ella...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1977 Sara Craven

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Mas alla del olvido, n.º 2196 - enero 2019

Título original: Past all Forgetting

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-446-7

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Carta de los editores

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

 

 

Queridas lectoras,

 

Hace ya algo más de veinticinco años Harlequin comenzó la aventura de publicar novela romántica en español. Desde entonces hemos puesto todo nuestro esfuerzo e ilusión en ofrecerles historias de amor emocionantes, amenas y que nos toquen en lo más profundo de nuestros corazones. Pero al cumplir nuestras bodas de plata con las lectoras, y animados por sus comentarios y peticiones, nos hicimos las siguientes preguntas: ¿cómo sería volver a leer las primeras novelas que publicamos? ¿Tendríamos el valor de ceder a la nostalgia y volver a editar aquellas historias? Pues lo cierto es que lo hemos tenido, y durante este año vamos a publicar cada mes en Jazmín, nuestra serie más veterana, una de aquellas historias que la hicieron tan popular. Estamos seguros de que disfrutarán con estas novelas y que se emocionarán con su lectura.

 

Los editores

Capítulo 1

 

 

 

 

 

 

JANNA Prentiss miró discretamente su reloj y se dio cuenta de que todos en la clase hacían lo mismo. El semestre de otoño era el más largo y las vacaciones que les daban eran muy bien recibidas. Al regreso todo el entusiasmo giraba alrededor de las próximas fiestas de Navidad: conciertos de villancicos y las compras frenéticas de regalos.

Muchos de sus colegas tenían quejas ante el proyecto, pero Janna siempre esperaba con alegría la Navidad, a pesar de todo el trabajo adicional. Ella disfrutaba haciendo las largas cadenas de papel para decorar las fiestas, y ayudando a cortar los muérdagos de papel que se hacían para los calendarios y tarjetas.

Era la presente época del año la que le parecía inquietante. El verano había sido largo y tardío, pero ahora, a fines de octubre, el viento que soplaba llevaba el frío del invierno en su aliento y sacudía las últimas hojas que quedaban en los árboles.

La campana que anunciaba la hora de comer estaba a punto de sonar. Pidió entonces a cada niño que encabezaba una fila que recogiera todos los libros y se los entregara. No habría ningún trabajo aquella tarde. La señora Parsons, la directora, había alquilado algunas películas y los niños estaban discutiendo emocionados sobre los méritos de Tom y Jerry, y los del Conejo de la Suerte. Ella hizo que caminaran en orden a lo largo del pasillo de la escuela para ir a comer. El menú no fue de su agrado y regresó a la sala de profesores. No tenía hambre. Con la manzana que llevaba en su portafolios tendría suficiente.

Al pasar frente a la oficina de la escuela, Vivien Lennard, la secretaria, se asomó a la puerta.

–¡Ah! ¿Estás ahí, Janna? Colin llamó por teléfono para decir que pasaría a recogerte dentro de cinco minutos.

–¡Oh! –Janna hizo una pequeña pausa un poco sorprendida.

Comía ocasionalmente con Colin, pero si hubiera podido hablar con él, le habría dado una excusa. No tenía ganas de ir al White Hart, que era el único restaurante de Carrisford.

–¡Anímate! –Vivien sonreía divertida–. Cualquiera pensaría que acabas de recibir tu sentencia de muerte. Bueno, eso viene después, querida… en la boda. De momento sólo estás comprometida con el muchacho. ¿Por qué no divertirte?

Janna sonrió, sabiendo que Vivien estaba felizmente casada.

–Es que estoy agotada. Este semestre ha sido muy pesado y de mucho trabajo. Esta clase no ha sido tan fácil como otras que he tenido.

–No importa –Vivien le dio una palmada en el brazo–. Cuando Colin y tú os caséis todo este tiempo te parecerá una terrible pesadilla. Él quiere que dejes de trabajar de inmediato, ¿no es así?

–Sí –Janna asintió con algo de esfuerzo–. Eso quiere.

–No me digas que lo estás pensando.

Janna sonrió.

–¡Me parece tan extraño! No me puedo imaginar como una persona ociosa.

–¿Una persona ociosa… teniendo que administrar el hogar de Colin, sin mencionar el tener algún día una familia? ¡Estás bromeando!

–Supongo que suena un poco ridículo, pero cuando comencé, pensé que sería maestra durante muchos años.

La risa de Vivien era contagiosa. Recorrió con su mirada la figura de Janna: sus ojos verdes, su cuerpo delgado pero muy bien formado, los pequeños pies calzados con zapatos modernos de tacón alto. Janna era preciosa y nunca le habían faltado admiradores, mucho antes de la aparición de Colin Travers en su vida. Y, sin embargo, siempre la rodeaba un aire de frialdad; por eso, el esposo de Viven, un poco exagerado, la describía como un «témpano».

«Una cosa es cierta», pensaba Vivien. «Si algún día ella se entregara, el elegido sería muy afortunado por el resto de su vida».

Mientras tanto, Janna recogió su abrigo de gamuza del armario y se detuvo cerca de la entrada principal, esperando la llegada del automóvil de Colin.

Un grupo de niños mayores, que probablemente se dirigían a comer en el segundo turno del comedor, se le acercaron corriendo.

–Señorita… señorita, ¿ha visto ese coche?

Alison Wade, que había estado en su clase el año anterior, le tomó la mano.

–Venga a verlo, señorita. ¡Es… es fantástico!

Medio resignada acompañó a Alison y se quedó con la boca abierta. Ella sabía poco de coches, pero era evidente que aquél irradiaba lujo y distinción.

Los niños lo miraban detenidamente resistiendo la tentación de tocarlo.

Kevin Daniel le dio un ligero codazo.

–¡Eh, señorita! –le dijo asombrado–. Es como algo salido de una película de James Bond –y señalaba hacia las luces delanteras.

Se oyó un claxon fuerte e involuntariamente dio un salto atrás. Entonces vio el coche de Colin estacionado frente a las rejas de la escuela. Tardó bastante en alejar a los niños y lograr que volviesen al área de recreo y luego salió al encuentro de Colin, que la esperaba impaciente.

–No tenemos mucho tiempo –comentó. Inclinándose, rozó su mejilla con los labios.

Janna miró su reloj.

–Tenemos más de una hora. El servicio de el White Hart no es tan lento y…

–No vamos allí. Quiero enseñarte algo. Quizás podamos tomar algo y comer un sándwich en el Crown, después.

–¿El Crown? –Janna lo miró extrañada–. Pero eso está fuera del pueblo.

–Ya lo sé. Siéntate y prepárate para una sorpresa.

Janna accedió. Usualmente él era imperturbable, controlaba bien sus emociones. Ésa era una de las cualidades que ella admiraba en él, y uno de los aspectos de su carácter que explicaban su éxito en los negocios. Colin era el hombre fuerte de Ingeniería Travers.

Travers era la única compañía grande en los alrededores. Con su expansión se había creado un cambio en Carrisford, que ahora tenía una zona de desarrollo de casas a la salida de la ciudad, planes inmediatos para construir escuelas primarias y secundarias, pero en muchas cosas seguía siendo un pueblo pequeño y aburrido.

Janna y Colin se conocieron dos años antes, cuando él llegó a Carrisford a trabajar. Hasta ese momento, había sido sólo un nombre para la gente del pueblo, ya que había ido a la escuela y a la universidad tanto en el extranjero como en el noroeste de Inglaterra.

Se conocieron en el club de criquet la tarde de un sábado cálido, cuando Janna ayudaba a servir té. El encuentro terminó con una invitación de él a cenar. Pasaron varias semanas antes de que Janna se diera cuenta de que la pretendía. Al principio estaba consternada, y aunque Colin sentía cierta atracción hacia ella, era precavido en la expresión de sus sentimientos. Quería estar seguro antes de comprometerse formalmente.

Desde hacía tres meses estaban comprometidos oficialmente, pero no habían acordado la fecha exacta para la boda. La pensaban realizar en la primavera siguiente. Janna no había descubierto en Colin ninguna intención de llevar sus relaciones a un nivel más íntimo, como era de suponer. Después de todo, él iba a ser su esposo. En realidad no había ninguna razón para prolongar aquella situación.

Apretó las manos sobre sus piernas hasta que el brillante solitario que llevaba en su mano izquierda le lastimó la piel. Muy dentro de su mente llevaba siempre un recuerdo, a pesar de lo enterrado que ella creía que estaba. Eso había terminado… desde hacía muchos años. De todas maneras, ella era casi una niña cuando sucedió. No podía continuar culpándose por aquello…

Janna se obligó a regresar al presente y se dio cuenta de repente de que el coche giraba a la izquierda en la última bifurcación y que ascendía rápidamente.

–El Crown está al otro lado –se volvió en su asiento, mirando hacia el pueblo gris, enclavado en el valle que habían dejado atrás.

–Lo sé. Pero es que tengo una sorpresa para ti, mi amor. Ten paciencia.

–De acuerdo –ella miraba hacia delante, dudosa–. Pero por aquí ya no hay nada. Sólo la casa Carrisbeck.

–En efecto. ¡Eres una chica inteligente!

Para su asombro, el coche comenzó a disminuir la velocidad, y Colin lo hizo girar a la izquierda.

–Pero no puedes entrar ahí –protestó ella–. Está… está vacía. Ha estado así durante muchos años.

–Lo sé –respondió Colin mientras conducía atravesando las rejas y subía por la gran curva de la entrada–. Es una tragedia, ¿no te parece?

La última vez que ella había pasado por allí, iba sentada en un coche mucho menos lujoso que el de Colin, nerviosa por la emoción de ir a una fiesta en la casa Carrisbeck y porque él estaría allí. Y porque esa noche… esa noche… iba a hacer que se fijara en ella.

Se estremeció repentinamente y cerró los ojos.

El coche se detuvo y cuando ella abrió los ojos se encontraban estacionados frente a la casa Carrisbeck. Estaba igual, con los tramos de escalera que conducían a la puerta principal. La única diferencia era que las dos grandes urnas de piedra que adornaban la escalera estaban vacías y olvidadas. La señora Tempest las tenía siempre llenas de flores, pensó ella. Ahora no había nada, y las ventanas sin cortinas parecían fijar su mirada hostilmente en ella, como si recordaran a aquella otra Janna Prentiss que aún no había cumplido sus diecisiete años.

–No podemos entrar –dijo con nerviosismo–, pertenece todavía al coronel Tempest…

Colin metió la mano en un bolsillo y sacó una serie de llaves atadas, con una etiqueta.

–Ya no, querida. El coronel Tempest murió la semana pasada y la casa está en venta. El padre de Barry Windrush está encargado de la venta y me dio la noticia –soltó una risa breve y excitada y atrajo hacia él a Janna–. ¿No comprendes, querida? Éste va a ser nuestro hogar.

–Pero… no puedes comprarla.

–¿Quién puede impedirlo? No seas tonta, amorcito. Hablé con papá y nos ha dado el visto bueno. Es más, está a favor de todo esto. Es perfecta… cerca de las obras y suficientemente grande para las reuniones sociales. Creo que la familia Tempest tenía un ama de llaves. Ella continúa supervisando el lugar, así que debe de estar en condiciones razonables. Y su esposo ha estado manteniendo el jardín en orden. Barry piensa que ellos estarán de acuerdo en continuar aquí y eso resolvería muchos problemas. Janna, ¿qué te pasa? ¿Estás bien?

–Sí, estoy bien –mintió, tratando desesperadamente de controlarse–. Pero no puedes estar hablando en serio, Colin. ¿Cómo podríamos vivir aquí? Ésta es la casa de los Tempest.

–Sin duda alguna, pero ¿qué pasará ahora que ya no hay ningún Tempest para vivir en ella? ¿Tú crees realmente que un lugar tan bello como éste se debe dejar abandonado? No, si yo lo puedo evitar. Ven, querida –agregó mirando impaciente su reloj–. Ven a echar un vistazo.

Ella no tenía otra alternativa que obedecer si no quería que su comportamiento resultase extraño.

–Ya no existe ningún Tempest, ¿no es así? ¿Y qué pasó con… con el sobrino?

–No te lo sabría decir, querida. No sabía ni que existiera tal sobrino. Sé que no heredó la propiedad.

El inmenso pasillo estaba igual que ella lo recordaba, con la escalera que llevaba arriba, a la galería.

–Barry me dijo que aquí se daban bailes –decía Colin mientras miraba a su alrededor–. Siento mucho no haber podido venir a ninguno de ellos. Supongo que tú tampoco viniste, probablemente eras demasiado joven.

–Sí, vine… una vez –dijo ella, y caminó hacia la sala de recepción abriendo la puerta.

Era un salón precioso, siempre le había gustado, pero en ese momento estaba totalmente vacío. Aún se encontraban las tenazas junto a la chimenea vacía. A un lado había una silla victoriana, según recordaba, en cuyo borde ella se había sentado nerviosamente, apretando un plato de fina porcelana, mientras la señora Tempest le servía té y le preguntaba sobre los planes que tenía para cuando saliera de la escuela. Ella le había contestado rápidamente que le gustaría viajar, tratando de controlarse para no mirar continuamente hacia la puerta, esperando el momento en que él apareciera. Rian. Rian Tempest, el sobrino y único pariente del coronel Tempest, que trabajaba como corresponsal en el extranjero para un periódico y viajaba por todo el mundo.

Pero no apareció, y la excusa que había usado Janna para la visita, ofreciéndose para entregar el periódico de la parroquia en lugar de la señora Hardwick, que se había torcido un tobillo, fue un fracaso total. Pero ella imaginó que la señora Tempest haría algún comentario sobre su visita durante la cena de aquella noche. «Esa preciosa muchachita Prentiss», diría, y quizás Rian se fijara un poco en ella y notaría que ya no era una muchachita, sino más bien una mujer…

Al encontrarse parada en el centro del salón, Janna sintió que sus mejillas ardían al recordar su gran inocencia. Todo parecía tan sencillo entonces…

Alguien había dejado una llave puesta en la parte de dentro de la puerta que daba a la terraza. La llave estaba ajustada dentro de la cerradura, pero cedió y Janna salió a tomar aire fresco.

Algo muy dentro de su mente le dijo que no pensase en el pasado, pero no pudo evitarlo.

Recordó la muerte de la señora Tempest. Janna pensó que nunca había sido una mujer muy fuerte. La actitud del coronel hacia su esposa siempre fue abiertamente protectora y la de Rian hacia su tía reflejaba lo mismo.

Pero aquella noche la señora Tempest no había mostrado ninguna señal de debilidad. Había llevado en coche a Janna hasta su casa, sentándose muy derecha en su asiento, con la mirada fija en el camino. Al llegar a la puerta le había preguntado: «¿Janna, te encuentras bien? Entonces, buenas noches». Se alejó y Janna no volvió a verla ni a saber más de ella. Algunas semanas después cerraron la casa. Se pensó que la salud de la señora Tempest no podría aguantar otro duro invierno.

Nadie, afortunadamente, había asociado la partida repentina de Rian, algunas semanas antes, con la decisión del coronel de cerrar la casa y mudarse. Viajaban constantemente por motivos de trabajo. Era del dominio público que el coronel estaba un poco desilusionado con su sobrino por no pertenecer también al ejército, y nunca llegó a sentirse orgulloso del muchacho. Era más que un sobrino, un hijo, decía la gente, y así debía ser, pues Rian no contaba con sus padres.

Cuando Janna era mucho más joven, pertenecía al grupo de sus admiradoras, en la época que él jugaba al criquet en la universidad. Ella le había pedido un autógrafo y lo había guardado como un tesoro hasta que se hizo pedazos.

Rian se movía de una manera elegante y era muy atractivo. Cuando sonreía, su encanto era mágico, casi travieso, lo que resultaba irresistible. Por lo menos eso pensaba Janna.

Caminó hacia el borde de la terraza, ciñéndose el cuerpo fuertemente con los brazos. El viento llegaba directo de los montes Peninos y soplaba con fuerza.

–Querida, ¿qué diablos estás haciendo ahí? Te vas a congelar –la voz de Colin tenía un tono reprobador.

–Ahuyentando las telarañas –dijo ella, y bien sabía Dios que era verdad.

Para su tranquilidad, Colin tomó el sentido figurado de lo dicho.

–Este lugar necesita un poco de aire –comentó–. Pero no logro oler nada de humedad, ¿tú sí? Todo parece estar en buen estado. ¿Qué te parece si vemos el segundo piso?

–Ve tú –dijo ella–. Yo iré después. Quiero disfrutar de este paisaje por algunos instantes más. Hacía mucho que no lo veía.

Siete años exactamente. Hacía siete años que su padre y ella acudieron a una subasta de antigüedades, un poco más arriba, en el valle, cuando se encontró cara a cara con Rian, que iba a buscar a su tía. Durante un momento ella no pudo reconocerlo. Siempre le había visto delgado, pero entonces sus facciones eran más duras y parecía mucho mayor. Había contestado al saludo de su padre con una sonrisa y un apretón de manos, y luego se había dirigido a ella, ensanchando su sonrisa.

–Claro que me acuerdo de Janna –contestó a la pregunta de su padre–. Estoy esperando impaciente a que ella crezca.

Era el comentario provocativo que probablemente hacía a todas las colegialas. Pero eso lo pensaba ahora. ¿Por qué no se habría dado cuenta entonces?

Porque no quiso, pensó agarrándose a la barandilla de la terraza con manos temblorosas. Porque en aquel corto instante, tras el comentario bromista, ella había concentrado en Rian sus anhelos de adolescente, cada una de las exigencias de sus cualidades de mujer, que apenas despertaban. Ella lo deseaba y él también debía desearla.

No tardó mucho en enterarse de por qué Rian estaba en Carrisford. Se encontraba recuperándose de una fiebre que había contraído en la selva durante la guerra, pero el hecho de que estuviera convaleciente no le impedía mezclarse en la vida social del distrito.

Janna no se había dado cuenta, hasta que una mañana, durante el desayuno, oyó un comentario de su padre.

–Veo que el joven Tempest está saliendo con Bárbara Kenton. Un poco joven para él, ¿no crees?

–Yo diría que sí –contestó la madre dirigiendo la mirada hacia su hija.

Janna apartó su plato de cereales con un repentino malestar. Ella lo sabía todo de Bárbara Kenton. Durante los últimos años en la escuela, hacían chistes sobre ella y comentarios escritos en las paredes. Era una rubia alta, de ojos soñadores, cuya ropa siempre parecía un poco escasa para su cuerpo voluminoso. Trabajaba como recepcionista en el White Hart y se esforzaba poco en esconder su excesiva sexualidad.

Su padre estaba hablando de nuevo.

–Bueno, no puedes culpar al muchacho. Tiene bastante tiempo antes de que decida establecerse. Pero apuesto a que no le ha dicho nada a su tío, que es un poco puritano.

Janna se levantó de la mesa, sintiendo sus mejillas sonrojarse por la ira. Recogió su cartera de la escuela y se dijo con vehemencia que a Rian no le podía gustar Bárbara Kenton. ¡Imposible! ¡Ella era detestable! Pero aquella noche en el banquete se dio cuenta de lo contrario. Rian estaba allí y Bárbara con él, colgada de su brazo en cada oportunidad que podía. Se fueron del banquete temprano, y Janna escuchó algunos de los atrevidos comentarios cuando salieron. Fue la primera vez que sintió celos.

No fue tampoco ningún consuelo enterarse de que Bárbara no lo podía considerar exclusivamente de su propiedad. Ella era sólo parte de una larga lista de muchachas que Rian acompañaba a bailes y fiestas, pero Janna, para su mortificación, no era una de ellas.

Claro que se encontraban en todas partes y él siempre le hablaba agradablemente, pero no hacía ningún esfuerzo por conocerla mejor. Para su desesperación, la trataba igual que a todas las demás adolescentes. Hacía todo lo posible para que él se fijara en ella, abandonando a su propio grupo de amistades, coqueteando con todos y bailando con cualquiera que se lo pidiera. Rian nunca se ofreció. Algunas veces lo descubría mirándola, pero siempre se mantenía alejado.

Por fin le llegó la oportunidad con una cena-baile en el club de los jóvenes granjeros para la que Janna logró una invitación a través de Philip Avery. Sus padres no estuvieron de acuerdo, pero no le podían prohibir que fuera. Además, Philip era muy respetuoso y lo único que le podían objetar era que tenía ocho años más que ella.

Su anterior comportamiento atrevido no la había llevado a ninguna parte, así que decidió portarse muy circunspecta para ver qué lograba. Al principio no consiguió nada en absoluto. Rian alzó las cejas cuando Philip llegó a la mesa con su compañera y saludó fríamente a Janna. Todos los que se encontraban en la fiesta tendrían, por lo menos, unos cinco años más que ella y comenzó a sentirse fuera de lugar. Philip era simpático, pero era obvio que sentía haberla invitado. Las lágrimas de humillación reprimidas hicieron que sus ojos brillaran más de lo normal, pero mantuvo la cabeza erguida mientras bebía un zumo de fruta.

Fue poco después cuando ocurrió el milagro. Regresaba del guardarropa y encontró que todos estaban bailando menos Rian, que se había quedado solo en la mesa. Él se levantó cortésmente y le colocó la silla para que se sentara. Sabía que estaba molesto por la situación, pero ella se sentía feliz.

Le sonrió, bajando sus pestañas sin ninguna vergüenza.

–¿No me vas a invitar a bailar?

–No iba a hacerlo –dijo fríamente–. Sin embargo, si insistes… –se levantó y le tendió la mano.

Ella tragó un poco su humillación y lo acompañó a la pista. Era una pieza rápida. Sintió deseos de gritar por la desilusión. Sabía que podía conseguir que se interesara en ella, si por lo menos… si por lo menos le diera la oportunidad. Como una respuesta a su oración, las luces se amortiguaron y el ritmo de la música cambió por otro mucho más lento. Janna miró tímidamente a Rian y vio en su cara una mezcla de diversión y desesperación. Por un momento pensó que la devolvería a su mesa, delante de todos, pero luego le tendió los brazos.

Por algunos segundos estuvo demasiado aturdida con la felicidad. Sintió la musculatura de su cuerpo contra el de ella, el fuerte olor de su colonia, y casi involuntariamente se le acercó más, apretándose a él, poniendo una mano alrededor de su cintura por debajo de la chaqueta.

Durante un momento él se puso tenso, y luego ella oyó una suave y sarcástica risa.

–Tú, mi querida Janna, tienes todas las cualidades para llegar a ser una hechicera de primera categoría, y ya debes de saberlo, por supuesto –murmuró Rian.

–Sólo sé que estoy bailando contigo por primera vez –y movió hacia atrás su cabeza de manera provocativa.

Él le tocó ligeramente la nariz con un dedo.

–No intentes ninguno de tus trucos conmigo, pequeña. Yo los he visto todos antes. Muéstrale tus dientes de leche a alguien de tu edad, y no me refiero, por supuesto, a Philip Avery.

–¡No tienes que darme ningún consejo! –dijo temblando de ira–. Tienes solamente diez años más que yo, y eso no te da derecho a criticar mi conducta –estaba furiosa.

–Así es mejor, Janna. La actuación de sirena sofisticada no te va, lo sabes. Tienes muchos años por delante para eso. Yo prefería a la niña con la boca manchada de helado que me perseguía en los juegos de criquet.

–¡Qué desilusión! Me temo que hace muchos años que la enterré, junto con mis tobilleras y los alambres correctores de mis dientes.

–Pues eso es más triste de lo que te imaginas –contestó desabrido. Hubo una larga pausa y luego le dijo en torno bastante cortés–: Mira, Janna, sé o más bien sospecho lo que te propones. No voy a ocultarte que me gustas, no sería humano. Eres joven, muy bella y muy deseable. Es una combinación que se convierte en dinamita y yo… yo no quiero estar cerca cuando ocurra la explosión.

–¿Y no es eso lo que ofrece Bárbara Kenton?

Los ojos de él se cerraron peligrosamente.

–No creo que eso sea asunto tuyo –comentó–, pero debo aconsejarte que no la trates de imitar, te falta el equipo, por el momento –y dejó resbalar su mirada insolentemente hacia el escote de su vestido amarillo pálido, que revelaba un busto breve.

–Tú… ¡eres un cerdo!

Él bajó la cabeza asintiendo.

–Prefiero ser así ante tus ojos, Janna –dijo secamente–. Y ahora, ¿no prefieres sentarte?

Ella lloró amargamente aquella noche, pero al día siguiente se levantó con todo el optimismo propio de su juventud. Rian le había dicho que era muy bella, deseable y joven. Eso era un comienzo.

Regresó al presente cuando Colin le dijo de forma irritada:

–¿Te vas a pasar todo el día mirando el paisaje?

Ella se volvió. Colin estaba parado junto a la ventana mirándola con reproche.

–Es casi ya la hora de regresar y ni siquiera has venido a ver la casa.

–No creo que pudiera vivir aquí, Colin –dijo por fin.

–¿Qué? –replicó con incredulidad.

–No… no tenemos que comprar esta casa. Es demasiado grande. Debe de tener siete u ocho habitaciones, por lo menos. Dijiste que necesitaríamos servidumbre y me gustaría poder manejar las cosas yo sola, al principio de nuestro matrimonio.

Colin frunció el ceño.

–¿Qué te está pasando, Janna? Me imaginaba que no pensarías ser la señora que se conforma con una casita de tres piezas. No es nuestro tipo de vida, querida.

Ella se mordió el labio.

–Lo siento, Colin. Yo… yo no quiero vivir en esta casa.

–Creo que te estoy presionando y eso no es justo, perdóname. He sido algo impulsivo. Pensé que te emocionarías tanto como yo –se dirigió hacia ella, le rodeó la cintura con sus brazos y la besó en el cuello–. ¿Me perdonas?

–¡Claro! –sonrió con dificultad.

Él se quedó callado durante algunos minutos.