2,99 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 2,99 €
¿Por qué no era capaz de salir del camino que llevaba directamente a una colisión con él? El guapísimo empresario Benjamin De Silva estaba acostumbrado a ir en el asiento del conductor, pero, cuando se vio en la necesidad de contratar a un chófer, la bella y directa Jess Murphy le demostró que, en ocasiones, ir de copiloto podía resultar igual de placentero. A Jess no le impresionaba su riqueza, pero cada vez que miraba por el espejo retrovisor le entraban ganas de saltar al asiento de atrás y someterse a todos los deseos de Benjamin. La reciente OPA de Ben la había dejado sin trabajo, y sabía que debía mantenerse alejada de él…
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 196
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2014 Miranda Lee
© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.
Trayecto hacia el deseo, n.º 2376 - marzo 2015
Título original: Taken Over by the Billionaire
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-5779-7
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
La ley de Murphy dice que, si algo puede salir mal, entonces acabará saliendo mal. A pesar de que Jess se apellidaba Murphy, no estaba de acuerdo con aquella teoría. Su padre era un firme creyente. Joe tenía una empresa de alquiler de coches, y cuando ocurría algo frustrante o molesto, como que se le pinchara una rueda cuando iba a llevar a una novia a su boda, entonces le echaba la culpa a la ley de Murphy. Era un hombre supersticioso por naturaleza.
A diferencia de su padre, Jess tenía una visión más racional de los sucesos desafortunados. Las cosas no sucedían por algún perverso giro del destino, sino por algo que alguien hubiera hecho o dejado de hacer. Siempre había una razón lógica.
Jess no culpaba a la ley de Murphy del hecho de que su novio hubiera decidido el mes anterior que ya no quería recorrer Australia en coche con ella, y hubiera optado por viajar por el mundo con una mochila durante todo el año con un amigo. No le importó que ella se hubiera endeudado para comprar un cuatro por cuatro nuevo para su romántico viaje juntos. Ni que hubiera empezado a pensar que era el hombre de su vida. Cuando se calmó lo suficiente para enfrentarse a ello, se dio cuenta de que a Colin le había picado el gusanillo de los viajes y no estaba preparado para sentar la cabeza todavía. Pero le había dicho que la amaba y le había pedido que le esperara.
Por supuesto, Jess le dijo dónde podía meterse aquella idea.
Tampoco podía culpar a la ley de Murphy por haber perdido recientemente su trabajo a tiempo parcial en una tienda de moda. Sabía perfectamente por qué la habían despedido. Una empresa americana había comprado la cadena Fab Fashions por un precio irrisorio y había amenazado a todos los directores de las tiendas con cerrarlas si no obtenían beneficios a finales de año. Y, por consiguiente, también tenían que reducir personal.
Lo cierto era que Hellen no quería que se marchara. Jess era una vendedora excelente. Pero era ella o Lily, una madre soltera que necesitaba de verdad el trabajo, no como Jess. Ella tenía un trabajo a tiempo completo durante la semana en la empresa de alquiler de coches Murphy. Solo había aceptado aquel trabajo de fin de semana en Fab Fashions porque le encantaba la moda y quería aprender todo lo posible sobre el negocio con la idea de abrir algún día su propia tienda. Así que, dadas las circunstancias, no podía permitir que Helen echara a la pobre Lily.
Pero eso no había evitado que se lamentara durante días por la codicia de la empresa americana. Por no mencionar su estupidez. ¿Por qué no había averiguado el idiota que habían enviado la razón por la que Fab Fashions no obtenía beneficios? Ella podría habérselo dicho. Pero para eso hacía falta inteligencia. Y tiempo.
Antes de marcharse el fin de semana anterior, le había preguntado a Hellen si conocía el nombre de aquel idiota, y le dijo que se llamaba Benjamin De Silva. Buscó un poco en Internet aquella mañana y encontró un artículo en el que se decía que De Silva y Asociados, una empresa con sede en Nueva York, se había apoderado de varias empresas australianas, incluida Fab Fashions. Al meterse en su página, Jess descubrió que el mayor accionista de la empresa era Morgan De Silva, un hombre de sesenta y cinco años que había estado muchas veces en la lista Forbes de los hombres más ricos del mundo. Lo que significaba que era multimillonario. Estaba divorciado y tenía un hijo, Benjamin De Silva, el idiota al que había enviado. Un caso claro de nepotismo en el trabajo, teniendo en cuenta su falta de inteligencia.
Sonó el teléfono de la oficina y Jess lo descolgó.
–Alquiler de coches Murphy –contestó tratando de contener la irritación.
–Hola. Tengo un problema que espero pueda ayudarme a resolver.
Era una voz masculina con acento americano. Jess hizo un esfuerzo por dejar de lado la animadversión que sentía en aquel momento hacia todos los hombres americanos.
–Haré todo lo posible, señor –dijo con la mayor educación que pudo.
–Necesito alquilar un coche con conductor durante tres días. Empezaría mañana a primera hora.
Jess alzó las cejas. Los clientes no solían alquilar coches con conductor durante tanto tiempo. Normalmente, se trataba de eventos de un solo día: bodas, graduaciones, trayectos al aeropuerto y cosas así. Estaban situados en la Costa Central, un par de horas al norte de Sídney, y no eran una empresa muy grande. Solo tenían siete coches de alquiler, incluidas dos limusinas blancas para bodas y otro tipo de eventos, dos Mercedes blancos y una limusina negra con cristales tintados para gente con dinero que buscara intimidad. Su padre había comprado hacía poco un Cadillac azul descapotable, pero no estaría disponible para alquilar hasta la semana siguiente porque había que cambiarle la tapicería de los asientos. Jess no tuvo que mirar siquiera las reservas de aquel fin de semana para saber que no podría ayudar al americano. Tenían varias bodas.
–Lo siento, señor, pero este fin de semana lo tenemos todo lleno. Tendrá que intentarlo en otro sitio.
Su suspiro de cansancio despertó la simpatía de Jess.
–Ya lo he intentado en todas las empresas de alquiler de coches de Costa Central –aseguró–. Mire, ¿está segura de que no puede encontrar algo? No necesito una limusina ni nada elegante. Me sirve cualquier coche y cualquier conductor. Tengo que estar el sábado en Mudgee para una boda, por no mencionar la despedida de soltero de mañana por la noche. El novio es mi mejor amigo y yo soy el padrino. Pero un conductor borracho me arrolló anoche, me destrozó el coche de alquiler y me dejó incapacitado para conducir. Tengo el hombro derecho lesionado.
–Eso es terrible –Jess odiaba a los conductores que bebían–. Ojalá pudiera ayudarle, señor –y era cierto.
–Estoy dispuesto a pagar por encima de la tarifa normal –aseguró el hombre justo cuando ella estaba a punto de sugerirle que lo intentara con alguna empresa de Sídney.
–¿De cuánto estamos hablando? –preguntó pensando en las cuantiosas letras que tenía que pagar por su coche nuevo.
–Si me consigue un coche y un conductor, podrá poner el precio que quiera.
«Vaya», pensó Jess. Aquel americano debía de estar forrado. Seguramente, podría permitirse alquilar un vuelo chárter o un helicóptero, pero ella no iba a sugerírselo.
–De acuerdo, señor…
–De Silva –contestó él.
Jess se quedó boquiabierta.
–Benjamin De Silva –especificó.
Jess siguió con la boca abierta mientras pensaba en lo increíble que resultaba aquella coincidencia.
–¿Sigue usted ahí? –preguntó finalmente él tras veinte segundos de silencio.
–Sí, sí, aquí estoy. Lo siento, yo… estaba distraída. El gato se ha subido al teclado y he perdido un archivo –lo cierto era que el gato familiar estaba dormido a diez metros del escritorio de Jess.
–¿Tiene un gato en la oficina?
Parecía escandalizado. Sin duda, no se permitirían gatos en la pomposa oficina del señor De Silva.
–Este es un negocio familiar, señor De Silva –aseguró con cierta tirantez.
–Entiendo. Lo siento, no era mi intención ofenderla. Entonces, ¿puede ayudarme o no?
Bueno, por supuesto que podía. Y ya no era una cuestión de dinero. ¿Cómo iba a desaprovechar la oportunidad de explicarle al todopoderoso señor Benjamin De Silva cuál era el problema de Fab Fashions?
Y, seguramente, tendría varias oportunidades de sacar a colación durante el largo trayecto que iban a hacer juntos el trabajo que había perdido. Mudgee estaba muy lejos. Jess nunca había estado allí, pero lo había visto en el mapa cuando Colin y ella planeaban su viaje. Era una ciudad de provincias situada en la parte central de Nueva Gales del Sur, a unas cinco o seis horas en coche de allí, tal vez más, según el estado de las carreteras y el número de veces que quisiera parar el cliente.
–Le puedo llevar yo misma si usted quiere –se ofreció–. Tengo más de veintiún años y soy mecánica cualificada –solo ayudaba en la oficina lunes y jueves–. También tengo un cuatro por cuatro nuevecito con el que podré circular sin problemas por la carretera hasta Mudgee.
–Estoy impresionado. Y extremadamente agradecido.
–¿Y dónde está ahora exactamente, señor De Silva? Supongo que en algún lugar de Costa Central, ¿verdad?
–Estoy en un apartamento en Blue Bay –le dio la dirección.
Jess frunció el ceño mientras tecleaba en el ordenador, preguntándose por qué un hombre de negocios como él se quedaría allí en lugar de en Sídney. Le resultaba extraño.
–¿Y la dirección de Mudgee donde voy a llevarle? –le preguntó.
–No es en el mismo Mudgee –replicó él–. Es una finca llamada Valleyview Minery, no muy lejos de allí. No es difícil de encontrar. Está en una carretera principal que une la autopista con Mudgee. Cuando me deje, puede quedarse en un motel de la ciudad hasta que tenga que volver a traerme el domingo. Todo a mi cargo, por supuesto.
–Entonces, ¿no va a necesitar que lo lleve a ningún lado el sábado?
–No, pero le pagaré el día de todos modos.
–Esto va a resultar ridículamente caro, señor De Silva.
–Eso no me preocupa. Ponga el precio y lo pagaré.
Jess torció el gesto. Debía de ser agradable no tener que preocuparse nunca por el dinero. Se sintió tentada a decir una cantidad exorbitante, pero, por supuesto, no lo hizo. Para su padre sería una gran decepción que hiciera algo así. Joe Murphy era un hombre honesto.
–¿Qué le parece mil dólares al día, gastos aparte? –sugirió el señor De Silva antes de que ella pudiera calcular una tarifa razonable.
–Eso es demasiado –protestó Jess sin pararse a pensar.
–No estoy de acuerdo. Me parece justo, dadas las circunstancias.
–De acuerdo –dijo entonces Jess. ¿Quién era ella para discutir con don Acaudalado?–. Ahora necesito algunos datos.
–¿Como cuáles? –preguntó él con tono algo irritado.
–Su número de móvil y el número del pasaporte.
–De acuerdo. Iré a buscar el pasaporte. No tardo.
Jess sonrió mientras él iba a buscarlo. Tres mil dólares era una suma muy alta.
–Aquí está –dijo Benjamin al regresar. Le dictó el número.
–También vamos a necesitar un nombre y un número de contacto –aseguró ella mientras tecleaba los datos–. En caso de emergencia.
–Dios santo, ¿es estrictamente necesario todo esto?
–Sí, señor –Jess quería asegurarse de que era quien ella creía–. Normas de la empresa.
–De acuerdo. Tendrá que ser mi padre. Mi madre está de crucero. Pero mi padre vive en Nueva York. Se llama Morgan De Silva.
Jess sonrió. Sabía que tenía que ser él. Benjamin le dijo un número y ella lo tecleó.
–¿Quiere pagar con tarjeta de crédito o en efectivo? –le preguntó.
–Con tarjeta –respondió él con tono seco–. Le digo la numeración.
–De acuerdo, ya está todo. Le cargaremos mil dólares por anticipado y el resto al finalizar. ¿A qué hora quiere que le recoja mañana por la mañana, señor De Silva?
–¿A qué hora sugiere usted? Quisiera estar allí a media tarde. Pero primero me gustaría que dejaras de tratarme de usted. Llámame Benjamin. O Ben, si lo prefieres.
–Como quieras –murmuró Jess, algo sorprendida por el comentario. Los australianos solían tutear enseguida, pero sabía que la gente de otros países no era tan suelta. Sobre todo la gente tan rica. Tal vez el señor De Silva no fuera tan pomposo como ella creía–. En cuanto a la hora, yo sugiero recogerte a las siete y cuarto. Así evitaremos lo peor del tráfico.
Jess le escuchó suspirar.
–De acuerdo, a las siete y cuarto –dijo Ben abruptamente–. Estaré esperándote fuera para no perder tiempo.
Jess alzó las cejas. Había tenido que recoger a algunos turistas con dinero en el pasado y no solían actuar así. Siempre la hacían llamar, solían retrasarse y nunca la ayudaban a cargar las maletas.
–Estupendo –afirmó–. No me retrasaré.
–Tal vez deberías darme tu número de móvil por si ocurre algo.
Jess puso los ojos en blanco. Parecía otro seguidor de la ley de Murphy. Pero estaba acostumbrada. Le dictó el número.
–¿Y cuál es tu nombre?
–Jessica. Jessica Murphy –estaba a punto de decirle que podía llamarla Jess, como todo el mundo, pero no fue capaz de mostrarse tan amigable. Después de todo, era su enemigo.
Así que se despidió con frialdad profesional y colgó.
Ben suspiró cuando colgó el teléfono y lo guardó en el bolsillo de los vaqueros. Lo que menos le apetecía era que la señorita Jessica Murphy, mecánica cualificada, le llevara al día siguiente hasta Mudgee, pensó malhumorado mientras se dirigía al mueble bar. Había dicho que tenía más de veintiún años. Seguramente tendría más de cuarenta y sería una sosa.
Pero ¿qué opción tenía? El médico del hospital de Gosford le había declarado incapacitado para conducir durante al menos una semana. No por la excusa que acababa de dar por teléfono. Tenía el hombro magullado y rígido, pero podía usarlo. El problema era la conmoción que había sufrido. El doctor le dijo que ninguna compañía de seguros le cubriría si no le firmaban una autorización médica.
Una estupidez, porque él se sentía bien. Un poco cansado y frustrado, pero bien.
Ben torció el gesto y apuró dos dedos del mejor bourbon de su madre en uno de sus vasos de cristal. Supuso que debería sentirse agradecido y no irritado por haber encontrado un coche de alquiler. Pero la señorita Jessica Murphy le había puesto muy nervioso. La línea que separaba la eficiencia de la intromisión era muy fina, y ella la había traspasado. Casi se arrepentía de haberle dicho que le llamara Ben, pero tenía que hacer algo para estar a buenas con aquella vieja estirada. En caso contrario, el viaje del día siguiente iba a ser de lo más tedioso.
Ojalá su madre estuviera allí, pensó mientras se dirigía a la cocina a por hielo. Ella podría haberle llevado. Pero estaba en un crucero por el Pacífico Sur con su último amante.
Al menos era mayor de lo habitual en ella. Lionel tenía cincuenta y pico años, y solo era un poco más joven que Ava. Y además tenía trabajo, algo relacionado con la producción de una película, lo que también era una gran mejoría respecto a los jóvenes cazafortunas que habían pasado por la cama de su madre durante años, desde que se divorció de su padre.
Pero la vida amorosa de su madre no le importaba demasiado últimamente. Ben había crecido ya lo suficiente como para saber que la vida personal de su madre no era asunto suyo. Lástima que ella no le devolviera el favor, pensó echándose en el vaso unos cubos de hielo del dispensador automático. Siempre le estaba preguntando cuándo iba a casarse y a darle nietos.
Así que tal vez fuera mejor que no estuviera allí ahora. Lo último que deseaba era presión exterior en su relación con Amber. Ya tenía bastantes problemas tratando de decidir si debía renunciar a la noción romántica del amor y el matrimonio y aceptar lo que Amber le ofrecía. Si se casaba con ella, al menos no tendría que preocuparse de que fuera una cazafortunas, algo que siempre suponía un problema para un hombre que iba a heredar miles de millones. Amber era la única hija de un promotor inmobiliario muy rico, así que no necesitaba un marido que la mantuviera.
Lo cierto era que a Ben no le dio la impresión de que Amber necesitara marido. Solo tenía veinticuatro años y disfrutaba claramente de la vida de soltera, de su glamuroso aunque vacío trabajo en una galería de arte, una activa vida social y un novio que la mantenía sexualmente satisfecha. Pero, justo antes de que Ben viajara a Australia, Amber le había preguntado si tenía pensado declararse en algún momento. Dijo que le amaba, pero que no quería perder más tiempo si él no quería casarse y tener hijos.
Por supuesto, Ben no fue capaz de decirle que también la amaba porque no era cierto. Le dijo que le gustaba mucho, pero no estaba enamorado. Le sorprendió que Amber respondiera que le bastaba con eso. Había dado por supuesto que a una mujer enamorada le partiría el corazón no ser correspondida. Pero, al parecer, estaba equivocado. Le había dado hasta Navidad para cambiar de opinión. Después de eso, buscaría marido en otro lugar.
Ben se llevó el bourbon a los labios mientras volvía al salón y se acercaba a la cristalera que daba a la playa. Pero no estaba mirando el mar. Estaba recordando que le había dicho a Amber que pensaría en su oferta mientras estuviera en Australia y le daría una respuesta a la vuelta.
Y lo había estado pensando. Mucho. Sí quería casarse y tener hijos. Algún día. Pero, qué diablos, solo tenía treinta y un años. Y, además, quería sentir algo más por su futura mujer que lo que sentía por Amber. Quería estar completamente enamorado y ser correspondido, que fuera un amor duradero. El divorcio no entraba en sus planes. Ben sabía de primera mano el daño que los divorcios causaban en los niños aunque los padres fueran civilizados, como lo fueron los suyos. Su padre, adicto al trabajo, le había dado sensatamente la custodia completa a la madre de Ben, permitiéndole que se lo llevara a Australia con la promesa de que pasara las vacaciones escolares con él en América.
Pero eso no impidió que Ben se sintiera devastado al saber que sus padres ya no se querían. Por aquel entonces, solo tenía once años y era completamente ajeno a las circunstancias que provocaban un divorcio. Sus padres nunca se criticaron el uno al otro delante de él. Nunca se culparon del fin de su matrimonio. Los dos se limitaron a decir que a veces la gente se desenamoraba y era mejor separarse.
En un principio, Ben odió irse a vivir a Australia, pero, finalmente, llegó a amar aquel maravilloso y lejano país y la vida que tenía allí. Le encantaba la escuela a la que iba, en la que tenía muchos amigos. Lo que más le gustaron fueron sus años universitarios en Sídney, donde estudiaba Derecho y compartía piso con su mejor amigo, Andy. Su padre no le contó la terrible verdad hasta que se graduó: su madre le había atrapado quedándose embarazada. Nunca le había amado. Solo quería un marido rico. Sí, también admitió que él le había sido infiel, pero solo después de que ella le hubiera confesado la verdad una noche.
Su padre le aseguró a Ben que odiaba hacerle daño con aquellas revelaciones, pero pensaba que era mejor para él saberlo.
–Vas a heredar una gran riqueza, hijo –le había dicho Morgan De Silva en aquel momento–. Necesitas entender el poder corrupto que tiene el dinero. Siempre tienes que estar alerta, especialmente con las mujeres.
Cuando Ben, angustiado, le pidió explicaciones a su madre, ella se puso furiosa con Morgan, pero no negó que se hubiera casado con él por su dinero. Sin embargo, intentó explicarle la razón. Había nacido muy pobre, pero guapa. Tras una infancia difícil, consiguió convertirse en modelo, primero en Australia y luego en el extranjero, hasta que entró a formar parte de una prestigiosa agencia de Nueva York. Ganó bastante dinero durante algunos años, pero, cuando acababa de cumplir los treinta, descubrió que su agente no había invertido sus ahorros como ella creía, sino que se los había gastado en el juego.
De pronto, se vio otra vez al borde de la pobreza, y aunque seguía siendo muy guapa, su carrera ya no era lo que fue. Así que, cuando el multimillonario Morgan De Silva apareció en escena, impresionado por la belleza de aquella rubia australiana, ella se dejó seducir en más de un sentido. Se sentía atraída por él, insistió, pero admitió que no amaba a su padre, y dijo que dudaba también de que su padre la hubiera amado a ella. Solo la deseaba.
–Tu padre solo ama el dinero –le dijo su madre a Ben con cierta amargura.
Ben argumentó entonces que no era cierto. Su padre le quería a él. Y por eso se mudó a América poco después de graduarse en la universidad.
Eso no significó que cortara de raíz con su madre. Había sido una madre maravillosa y la quería a pesar de sus fallos. Hablaban cada semana por teléfono, pero no solía visitarla con frecuencia, fundamentalmente, por falta de tiempo.
Desde que llegó a Estados Unidos vivía a tope. Hizo un curso de posgrado en Económicas en Harvard y luego siguieron unas intensas prácticas en el negocio de las inversiones. Cuando ascendió puestos rápidamente en De Silva y Asociados, hubo algunos comentarios, pero Ben creía que se había ganado el ascenso a un puesto ejecutivo en la empresa de su padre, junto con el sueldo de siete cifras, el coche de lujo y el apartamento también de lujo de Nueva York. También se había ganado una reputación de playboy, tal vez porque las novias no le duraban demasiado. Tras unas semanas, se cansaba irremediablemente. Nunca se había enamorado, y se preguntaba si alguna vez lo haría.
Para Ben era una sorpresa que su relación con Amber durara tanto, ocho meses ya. Seguramente porque la veía poco debido al trabajo. No estaba enamorado de ella, pero era atractiva, divertida y despreocupada, nunca se enfadaba cuando llegaba tarde o cuando tenía que cancelar su cita en el último momento. Nunca se comportaba de forma posesiva, algo que él odiaba.
Tampoco le había dicho ni una sola vez en todos aquellos meses que le amaba, por eso su reciente declaración le había pillado por sorpresa.
Al principio se sintió desconcertado, luego halagado y después tentado por su proposición de matrimonio, seguramente debido a la influencia de su padre.
–Los hombres ricos deberían casarse siempre con chicas ricas –le había dicho en más de una ocasión–. Y los hombres ricos deben casarse con la cabeza, no con el corazón.
Un consejo sensato. Pero inútil. Ben sabía, en el fondo de su corazón, que casarse con una chica a la que no amaba sería conformarse con menos de lo que siempre había querido. Con mucho menos.
Así que su respuesta tenía que ser que no.