Tregua en el rancho - Mi desconocido marido - Barbara Hannay - E-Book

Tregua en el rancho - Mi desconocido marido E-Book

Barbara Hannay

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Beschreibung

Tregua en el rancho Barbara Hannay Nada más volver del frente, Joe Madden tenía que enfrentarse a los papeles del divorcio. Tras haber pasado por dolorosos problemas de fertilidad, sabía que su matrimonio no tenía salvación. Aunque habían pasado tres años, Ellie sintió que su marido seguía teniendo el mismo poder que siempre para acelerarle el corazón. Sin embargo, no podía olvidar que solo estaba de paso… hasta que la lluvia anegó los campos del rancho Karinya, cortando toda vía de escape. ¿Podrían un tratado de paz y unos días mágicos devolver la chispa de la vida a su relación? Mi desconocido marido Barbara Hannay Al despertar tras caerse de un caballo, Carrie Kincaid no era capaz de recordar al hombre que tenía delante y que decía ser su marido. Max Kincaid hacía revolotear su corazón, pero todos los recuerdos de los momentos vividos junto a él se habían esfumado. Para Max esa era la última oportunidad de salvar su matrimonio. Sería una carrera contrarreloj durante la que tendría que ayudarla a redescubrir las razones por las que se habían enamorado.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

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www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 524 - abril 2021

© 2013 Barbara Hannay

Tregua en el rancho

Título original: Second Chance with Her Soldier

© 2016 Barbara Hannay

Mi desconocido marido

Título original: The Husband She’d Never Met

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2016

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos reservados.

I.S.B.N.: 978-84-1375-426-0

Índice

Créditos

Índice

Tregua en el rancho

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Mi desconocido marido

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

JOE Madden esperó dos días enteros antes de abrir el correo electrónico que le había enviado su esposa.

Él no solía evitar los problemas. Iba contra todo lo que había aprendido en su entrenamiento militar. Aun así, allí estaba, en Afganistán, mirando el mensaje de Ellie como si fuera más peligroso que un explosivo.

El divorcio podía hacerle eso a un hombre.

El hecho de que hubiera sido Joe quien le había sugerido la separación era irrelevante. Después de demasiados años de matrimonio tormentoso, él había comprendido que su propuesta había sido justa y necesaria. Pero eso no hacía la ruptura menos dolorosa.

Solo, en su pequeña choza en Tari Kot, echó un vistazo a los otros dos correos electrónicos que le habían llegado de Australia durante la noche. Uno era de su tía, que le recordaba amablemente lo mucho que se preocupaba por él. El otro, de su hermano, con su habitual tono irónico, le arrancó una amarga sonrisa.

Se quedó mirando el de Ellie, todavía sin abrir. Sin duda, habían llegado los papeles definitivos de divorcio y Ellie estaba impaciente por enviárselos.

Era obvio que ella no estaba dispuesta a esperar a que terminaran los cuatro años que Joe tenía que servir en el ejército, a pesar de que él se lo había sugerido por una razón meramente práctica. Sabía que ningún soldado estaba a salvo en Afganistán y, si lo mataban mientras estuvieran casados, ella recibiría una pensión de viudedad del ejército. Al menos, no tendría que preocuparse por el dinero.

Era algo importante. En sus misiones, Joe tenía que enfrentarse a la muerte a diario. Ya había perdido a dos compañeros, ambos excelentes soldados. La muerte era un peligro real y muy presente a su alrededor.

De todas maneras, estaba claro que romper su matrimonio cuanto antes era más importante para Ellie que su estabilidad económica futura.

Diablos, lo más probable era que tuviera otro pretendiente en espera. Joe rezó porque no fuera el maldito granjero que la madre de Ellie había escogido para ella.

Fueran cuales fueran sus razones, lo evidente era que su esposa tenía mucha prisa por verse libre de su alianza.

No tenía sentido seguir evitando lo inevitable, se dijo Joe. Sintiendo que el sabor del café que acababa de beberse le amargaba la boca, pulsó en el mensaje para abrirlo.

 

 

Hacía un día de calor insoportable en el rancho Karinya, en North Queensland. El hambriento ganado devoraba con ansiedad la melaza que Ellie le repartía, mientras dejaba vagar sus pensamientos. Cuando llegó a casa, estaba sucia y pegajosa como una barra de caramelo restregada por el barro.

Lo primero que hizo fue ir al lavabo y frotarse bien los brazos hasta los codos. Después, tomó una jarra de agua helada del frigorífico, se llenó un vaso y se lo bebió de un golpe. Se sirvió otro para llevárselo al estudio y, allí, se quedó de pie con los vaqueros manchados de melaza mientras encendía el ordenador.

Llena de tensión, esperó a que se descargara el último mensaje. ¿Le habría mandado ya Joe su respuesta?

Encogida por la aprensión, cerró los ojos y contuvo el aliento. Cuando se obligó a mirar a la pantalla de nuevo, se sintió decepcionada.

No había noticias de Joe.

Ni una palabra.

Durante unos instantes, se quedó mirando a la pantalla como si, de alguna forma, fuera a aparecer otro mensaje en ese mismo momento.

Pero no.

¿Por qué no le había contestado? ¿Qué se lo estaba impidiendo? Aunque hubiera salido de patrulla, siempre solía regresar al campamento uno o dos días después.

Un escalofrío de miedo la recorrió.

¿Estaría herido? No era posible.

El ejército habría contactado con ella.

No debía pensar en eso.

Desde que su marido se había unido al ejército, Ellie había aprendido a evitar los pensamientos negativos. Sabía que otras parejas tenían códigos secretos para hablar de cualquier cosa peligrosa, pero ella y Joe habían perdido esa clase de intimidad hacía mucho.

Debía de haber otra explicación.

Lo más probable era que Joe necesitara tiempo para pensar. Sin duda, su mensaje lo habría sorprendido y estaría sopesando los pros y los contras de su propuesta.

Con la esperanza de reafirmarse en esa explicación, Ellie releyó el mensaje que le había enviado a su marido, también para asegurarse de que sonaba razonable.

Había intentado exponer sus motivos de forma concisa y directa, manteniendo al margen las emociones. Aun así, al leerlo, no pudo evitar imaginar cómo se habría sentido Joe al abrir su correo.

 

Hola, Joe:

Espero que estés bien.

Te escribo por una cuestión práctica. He recibido otro mensaje de la clínica de tratamientos de fertilidad, ya ves, y he vuelto a pensar en los embriones congelados. Sorpresa, sorpresa.

Joe, sé que firmamos un documento al comenzar el programa en que acordábamos que, en caso de divorcio, donaríamos los embriones a otra pareja estéril. Pero, lo siento, tengo muchos reparos en hacer eso.

Lo he pensado mucho, Joe. Créeme, mucho.

Me gustaría pensar que sería tan generosa como para entregar los embriones a otra pareja más adecuada, pero no puedo evitar pensar en ellos como si fueran mis bebés.

Le he dado muchas vueltas, Joe, y he decidido que lo que de veras quiero hacer es un último intento de fecundación in vitro. Sé que lo más probable es que te horrorice. Me dirás que solo conseguiré más frustración. Sé que esto te debe de sorprender y, seguramente, no te guste.

Sin embargo, si por algún maravilloso milagro me quedara embarazada, no esperaría que cambiáramos nuestros planes de divorcio. Prometo que no usaré al bebé para retenerte ni nada de eso.

Como sabes por experiencias pasadas, tengo muy pocas probabilidades de éxito, pero no puedo seguir adelante con la inseminación sin tu consentimiento. Ni tampoco querría hacerlo. Por eso, espero con ansiedad conocer tu opinión.

Mientras, cuídate mucho, Joe.

Te deseo lo mejor,

Ellie

 

Joe se sintió como si le hubiera explotado en la cara una granada.

Sí que era una sorpresa, sí. Jamás en la vida se habría imaginado que Ellie le propusiera eso.

Había dado por sentado que los estresantes tiempos en que ambos habían intentado formar una familia habían quedado atrás.

Después de haber abandonado el rancho Karinya, Joe no se había permitido pensar ni una sola vez en los embriones restantes. ¿Cuántos eran? ¿Dos? ¿Tres?

Con el estómago encogido, recordó los horribles años en que la clínica de fertilización había dominado sus vidas. Sus únicas esperanzas y sueños habían estado aferrados a aquellos embriones.

Hasta el momento, sin embargo, ninguno había sobrevivido el proceso de implantación.

Soportar cada pérdida había sido demasiado doloroso.

En el presente, Joe no tenía duda de que Ellie se estaba exponiendo a otra amarga desilusión. Aun así, por un instante de locura, casi sintió un atisbo de esperanza, el mismo que les había mantenido en pie durante aquellos sórdidos años de intentos.

Por Ellie, deseó que la implantación pudiera tener éxito, aunque sabía muy bien que las posibilidades de éxito eran mínimas. Además, se le encogía el corazón al pensar que fuera a pasar por todo el proceso ella sola.

Lo cierto era que no quería pensar en nada de eso. Se había enrolado en el ejército para olvidar su vida anterior. Allí tenía un enemigo visible que le obligaba a mantener su concentración en el presente.

Pero Ellie le pedía que volviera a contemplar la posibilidad de ser padre. Aunque, en esa ocasión, sería padre solo en teoría. Ella le había dejado muy claro que seguía queriendo el divorcio. Y él entendía por qué. Por eso, a pesar de que ocurriera el milagro y el embrión sobreviviera, el niño nunca viviría bajo su mismo techo.

Serían extraños el uno para el otro.

Como si reflejara sus amargos pensamientos, una explosión sonó fuera, demasiado cerca del campamento. A través de la ventana, Joe vio llamaradas y humo. Se oyeron gritos. Un recordatorio de que la muerte y el peligro eran sus compañeros habituales.

No había manera de obviar esa realidad. Por eso, no tenía sentido seguir dándole vueltas a la propuesta de Ellie, se dijo. Era una pérdida de tiempo.

Joe ya conocía la respuesta.

Capítulo 1

 

TRES años después…

–Ellie, soy mamá. ¿Tienes la televisión encendida?

–¿La televisión? –repitió Ellie con tono de incredulidad–. Mamá, acabo de volver de dar de comer al ganado. Se está secando todo. He estado sacando a una vaca que se había quedado atrapada en el barro y estoy cubierta de lodo. ¿Por qué? ¿Qué pasa en la tele? –preguntó. El único programa que le interesaba en esos días era el del tiempo.

–Acabo de ver a Joe –dijo su madre.

–¿En la tele? –preguntó Ellie con un grito sofocado.

–Sí, cariño, en las noticias.

–¿Está…? ¿No le ha pasado nada?

–No, no, está bien –repuso su madre con un ligero tono de desprecio, un pequeño recordatorio de que nunca había aprobado la elección de marido de su hija–. ¿Vuelve a casa?

–¿Está en Australia?

–Sí, Ellie. Su escuadrón acaba de aterrizar en Sídney. Lo he visto en las noticias y en las imágenes salía Joe de refilón. Solo lo vi unos segundos, pero era él, sin duda. El reportero dijo que esas tropas no volverían a Afganistán. Pensé que debías saberlo.

–De acuerdo. Gracias –replicó Ellie, llevándose la mano al pecho, que le latía a cien por hora.

–Igual puedes ver la noticia en uno de los otros canales.

–Supongo.

Ellie estaba temblando cuando colgó. Había escuchado noticias sobre una retirada de tropas australianas, sin embargo, era un shock saber que Joe había vuelto a casa. Para quedarse.

Antes, Joe había desempeñado varias misiones de corta duración en Afganistán y, después de cada una, había regresado a su base en Nueva Gales del Sur. Pero, en esa ocasión, no volvería al campo de batalla.

Aun así, él no había contactado con ella.

Era una prueba más de lo mucho que se habían distanciado.

Ellie volvió la vista a la pantalla de televisión que tenía en una esquina del salón. No tenía tiempo de encenderla. Estaba llena de barro. Ni siquiera sabía por qué se había apresurado a entrar en casa para responder al teléfono. Por alguna razón, su instinto la había impulsado a hacerlo.

Debería ducharse y cambiarse antes de nada. No iba a ir a buscar a Nina y a Jacko hasta que estuviera limpia.

Sin embargo, no pudo evitar tomar el mando a distancia.

Tras unos segundos, encontró un canal que emitía una escena en el aeropuerto de Mascot, mientras el locutor comentaba el regreso de las tropas.

La pantalla mostraba el aeropuerto lleno de soldados uniformados, abrazando a sus mujeres y a sus hijos con las caras iluminadas por la emoción.

Lágrimas de felicidad y sonrisas se dibujaban en todos los rostros. Un joven sostenía a un pequeño bebé. Una niña se abrazaba a la pierna de su padre, intentando llamar su atención mientras el soldado besaba a su madre.

Ellie sintió un nudo en la garganta. No podía soportar aquellas imágenes de felicidad en familia. Con lágrimas en los ojos, se preguntó dónde estaría Joe.

Entonces, lo vio.

Allí estaba el hombre que pronto sería su exmarido.

Al fondo de la multitud, parecía estar esquivando las cámaras, mientras intentaba dirigirse a la salida con rostro apesadumbrado.

Tenía un aspecto solitario y triste. Con su uniforme militar, parecía más alto y fuerte que nunca. Y muy guapo, claro. Pero, comparado con sus camaradas sonrientes, tenía un aspecto desolado.

Con una mueca de dolor, Ellie no pudo contener el llanto.

Enseguida, la cámara enfocó a un político que había ido a recibir a las tropas.

Con rapidez, ella apagó la televisión.

Suspiró con desesperación. Se sentía conmocionada por haber visto a Joe después de tanto tiempo. Había sido como recibir una coz en el corazón.

Intentó respirar hondo para calmarse. Sabía que no era momento para dejarse llevar por sentimentalismos.

Su divorcio estaba a punto de hacerse realidad. Era hora de mostrarse firme. No había ninguna perspectiva de reconciliación. Joe y ella se habían hecho desgraciados el uno al otro durante demasiado tiempo. Comprendía que Joe no se hubiera molestado en avisarla de su regreso.

Lo que le dolía era que ni siquiera le hubiera pedido ver a Jacko.

 

* * *

 

Desde la ventana de su habitación de motel, en Coogee Beach, Sídney, Joe contemplaba la idílica escena del mar iluminado por la luna.

Todo había terminado. Al fin estaba en casa. Sus años de servicio en el extranjero habían acabado.

En el largo vuelo de regreso, había soñado con tomarse una cerveza fría en la playa, mientras comía pescado recién frito y le tiraba las sobras a las gaviotas. Eso mismo había hecho esa tarde. Sin embargo, no había experimentado la alegría y la tranquilidad que había anticipado.

Todo le parecía demasiado irreal.

Era incómodo, sobre todo cuando en su entrenamiento había aprendido a adaptarse con rapidez a distintos entornos y a responder con eficiencia a cualquier reto.

Allí, en su país, en el ambiente más seguro y agradable, se sentía aislado y desconectado, como si no formara parte de lo que le rodeaba.

Sin duda, sabía que iba a necesitar una etapa de transición para volver a la vida civil después de haberse pasado años en el campo de batalla. No había estado preparado para enfrentarse a las escenas de felices reencuentros familiares a su llegada al aeropuerto, eso era cierto. Aunque había creído que, al escapar de allí, todo iría bien.

Sin embargo, se sentía aturdido y aislado, como si nada en su nueva vida fuera real.

Miró hacia la arena que relucía bajo la luna y a la espuma blanca que dejaban las olas al chocar contra los acantilados. Y, en parte, deseó tener órdenes para otra peligrosa misión.

Cuando le sonó el teléfono, no estaba de humor para contestar ninguna llamada. Pero miró la pantalla para ver quién era.

Ellie.

No había esperado que ella lo llamara tan pronto, se dijo con el corazón encogido. Quizá, lo había visto en las noticias y sabía que ya estaba en Sídney. Era lógico que quisiera ponerse en contacto con él para firmar los documentos.

Conteniendo el aliento, una mezcla de esperanza y miedo lo atenazó. ¿Estaba listo para tener esa conversación con su mujer?

Tuvo la tentación de esperar a que saltara el buzón de voz para que ella dejara un mensaje y así saber lo que quería decirle. Pero, al final, se rindió. Tragó saliva y apretó el botón de respuesta.

–Hola, Ellie.

–¿Joe?

Habían hablado en poquísimas ocasiones en los últimos tres años.

–¿Cómo estás? –preguntó él con voz ronca–. ¿Cómo está el niño?

–Los dos estamos muy bien, gracias. Jacko está creciendo muy deprisa. ¿Cómo estás tú?

–Bien. He vuelto de una pieza –repuso él. ¿Qué otra cosa podía decir?

–Debe de ser maravilloso estar de regreso en casa para siempre –comentó ella con calidez.

–Sí, supongo –replicó él, sin ningún entusiasmo.

–Yo… bueno… –balbuceó ella.

Un pesado silencio los envolvió.

–He oído que habéis tenido un verano muy seco en el norte –señaló él, tratando de retomar la conversación.

–Así es, pero la estación meteorológica prevé una estación de lluvias como es debido.

–Eso es una buena noticia.

Joe se imaginó Karinya, el rancho que Ellie y él habían montado de recién casados, cuando habían estado llenos de sueños y esperanzas de felicidad.

Cuando habían roto, Ellie había insistido en quedarse allí y mantener el rancho sola. Incluso cuando había tenido el hijo que tanto había esperado, había seguido al pie del cañón. Había contratado a un capataz al principio, mientras había estado embarazada y, luego, a una niñera, para poder continuar ocupándose del ganado y de su hijo al mismo tiempo.

El hijo de los dos.

–Joe, supongo que querrás ver a Jacko –dijo ella con rapidez.

Él apretó los dientes para contener la emoción. Había tenido oportunidad de visitar North Queensland entre sus muchas misiones, pero solo había visto a su hijo una vez. Había volado a Townsville y Ellie había ido en coche hasta la costa desde el rancho. Habían pasado una incómoda tarde juntos en un parque de Townsville y Joe tenía una foto en su cartera para demostrarlo.

En el presente, el niño tenía dos años.

–Claro que quiero ver a Jacko –repuso él, despacio. ¿Qué padre no querría ver a su hijo?–. ¿Planeas venir por Townsville?

–Lo siento, Joe. No puedo. Ahora mismo me es imposible. Sabes cómo son las cosas en el rancho en el mes de diciembre. Es época de crianza y estoy muy ocupada asegurándome de que el ganado tiene el agua y los suplementos que necesita. Y Nina, la niñera, se va a ir de vacaciones. Quiere irse a su casa en Cairns por Navidad, lo que es comprensible, por eso, voy a intentar hacerlo todo yo sola aquí. Pensé que… igual… podías venir tú.

Joe apretó la mandíbula.

–¿Al rancho?

–Sí.

–Aunque tome un avión a Townsville y vaya en coche a Karinya, no podría hacer el viaje de ida y vuelta en un día –repuso él, frunciendo el ceño.

–Sí, lo sé… Tendrías que pasar la noche aquí. Hay una cama de sobra. Puedes quedarte en el cuarto de Nina.

Joe se encogió como si lo hubiera mordido una serpiente. Se apartó el teléfono de la oreja y tomó aliento. Llevaba tiempo intentando endurecer su corazón para prepararse para otro encuentro con su hijo. Pero siempre había imaginado que no se trataría de pasar más que media hora en Townsville, darle unos regalos, quizá un paseo por el parque y hacerse otra foto para el recuerdo.

Sin embargo, no creía estar preparado para quedarse en el rancho y pasar todo ese tiempo con el pequeño Jacko, incluida la noche.

No podía ser buena idea.

Era una locura.

–Joe, ¿sigues ahí?

–Sí –afirmó él, haciendo un esfuerzo por sonar tranquilo–. Ellie, no estoy seguro de si es buena idea.

–¿Qué quieres decir? Quieres ver a nuestro pequeño, ¿o no?

El dolor era evidente en la voz de Ellie.

–Yo… sí… Claro que quiero verlo.

–Pensé que, al menos, querrías darle un regalo de Navidad, Joe. Ya tiene edad para enterarse de esas cosas.

Joe suspiró.

–Pero si prefieres no hacerlo… –continuó ella con tono helador.

–Mira, acabo de volver. Tengo muchas cosas de las que ocuparme aquí –le espetó él, aunque no era verdad y lo más probable era que ella lo adivinara.

–Nosotros dos también tenemos cuestiones que zanjar.

–¿Tienes los papeles del abogado? –preguntó él, conteniendo el aliento.

–Sí. Solo falta tu firma.

–De acuerdo –dijo él, sintiéndose como si tuviera un cuchillo al cuello–. ¿Puedo llamarte por la mañana? –preguntó con la esperanza de, para entonces, tener la mente más clara.

–Como quieras –contestó ella con la misma frialdad que había usado con él tantas veces.

–Gracias por llamar, Ellie –continuó él con tono reconciliador, consciente de que estaban cayendo en los viejos patrones que habían erosionado su matrimonio, disgustándose el uno al otro e intentando arreglarlo una y otra vez–. Y gracias por la invitación.

–De nada. Adiós.

 

 

–¡Maldito sea!

Ellie se quedó delante del teléfono con los brazos cruzados, decidida a no dejar que su decepción terminara en lágrimas. Ya había llorado por Joe Madden más que suficiente.

Había tenido que reunir todo su valor para llamarlo. Estaba orgullosa de haber dado el primer paso. ¿Pero qué esperaba? ¿Que la hubiera recibido con alegría y calidez?

Había sido una tonta.

Si Joe iba a Karinya, sería para firmar los papeles y nada más. Se comportaría de forma distante tanto con ella como con Jacko. ¿Cómo había podido enamorarse nunca de un tipo tan frío?

Parpadeando y secándose los ojos, Ellie se acercó sin hacer ruido a la habitación de Jacko. Su pequeño dormía con una pequeña luz de noche encendida y, bajo su brillo, podía verse su cabello dorado y la suave y redondeada curva de su mejilla de bebé.

Parecía vulnerable y delicado cuando dormía, pero, de día, era un torbellino de energía, casi siempre de buen humor y sonriente, ansioso por disfrutar de la vida.

Sabía que Joe se derretiría al verlo. ¿O no?

Tal vez, Joe intuía esa posibilidad. ¿Igual tenía miedo?

Lo más probable era que así fuera. El Joe Madden que ella recordaba prefería enfrentarse al más peligroso enemigo en la guerra antes que a sus emociones.

Ellie suspiró. Esa fase de su vida no iba a ser fácil, pero estaba decidida a ser fuerte mientras Joe y ella sentaban las bases para el futuro. El inminente divorcio llevaba años sobrevolando sus cabezas como un pájaro de mal agüero. Lo único que quería era terminar de una vez con ese asunto.

Al mismo tiempo, pensaba comportarse con dignidad y prudencia durante todo el proceso. Tenía la intención de mostrarse lo más madura posible en todos los tratos a los que tuviera que llegar con Joe.

Tal vez, le sería de ayuda que se hubieran convertido casi en dos extraños el uno para el otro.

 

* * *

 

Era una locura.

Cuantas más vueltas daba Joe en su habitación de hotel, más seguro estaba de que ir al rancho era un riesgo que no quería correr. Por supuesto, tenía curiosidad por ver a su hijo, aunque siempre había imaginado que su última reunión con Ellie para firmar los papeles del divorcio tendría lugar en un despacho de abogados, un lugar neutral, sin recuerdos asociados.

Volver a Karinya iba a ser doloroso, por miles de razones.

Debía recordar los motivos por los que había propuesto el divorcio, empezando porque se sentía culpable por haber empujado a Ellie en cierta manera al matrimonio.

Su embarazo inesperado se había visto seguido por un matrimonio forzado, un aborto y un montón de problemas de fertilidad.

Desde la llegada de Jacko, la situación había cambiado, era cierto, pero Joe no se hacía ilusiones respecto a una reconciliación con Ellie. Después de cuatro años en el ejército, era más realista que nunca. Había visto demasiada muerte a su alrededor como para creer en las segundas oportunidades.

No era la primera vez que regresaba a Australia y se encontraba que era el único hombre de su unidad sin una familia esperándolo en el aeropuerto. Estaba acostumbrado a ver que sus compañeros se fueran a casa con sus esposas y sus hijos. Sabía que estarían compartiendo risas y comidas y que estarían haciendo el amor con sus mujeres mientras él daba vueltas solo en su habitación de hotel.

Hasta ese día, sus viajes de regreso a Australia habían sido solo temporales, breves permisos antes de volver a la acción. En ese momento, sin embargo, era extraño pensar que no volvería a la guerra. Sus cuatro años de servicio militar habían terminado.

Sí, tenía que dar las gracias por estar vivo y no tener heridas graves. Aun así, esa noche, después de la conversación telefónica con Ellie, Joe no se sentía en absoluto afortunado.

Si no hubiera insistido tanto en asegurarle una pensión de viudedad a su mujer, se habrían divorciado hacía años, cuando habían admitido que no era posible salvar su matrimonio. Si hubieran roto entonces, con el tiempo, él ya se habría adaptado a su nuevo estado de soltería.

Y, sobre todo, no existiría esa pequeña complicación entre los dos llamada Jackson Joseph Madden.

Jacko.

Joe suspiró, recordando la emoción que había sentido al saber que su hijo había nacido sano y salvo. ¡Había sido un milagro! Incluso había roto el silencio habitual sobre su vida privada y había compartido la noticia con sus compañeros. Lo habían vitoreado y le habían dado palmaditas en la espalda. Él había pasado su teléfono con las fotos que Ellie le había enviado de un pequeño bebé de rostro colorado envuelto en una mantita azul.

Casi se había sentido como un padre orgulloso.

Después, en sus viajes de permiso a Australia, cuando sus compañeros le habían preguntado por Ellie y por Jacko, él había usado como excusa la gran distancia que separaba su base de Holsworthy con North Queensland.

Pero esa excusa ya no servía.

Ellie y él tenían que encontrarse y firmar los malditos papeles. Quizá lo más razonable fuera dirigirse a Karinya cuanto antes, sin pensarlo más.

No iba a ser fácil volver a ver a Ellie y el rancho que habían planeado llevar juntos, por no mencionar al hijo que él no ayudaría a criar.

Después, todos esperaban que Joe regresara a su rancho familiar en Central Queensland, donde su madre lo miraría con compasión y le acribillaría a preguntas sobre el niño.

Por si fuera poco, la Navidad se acercaba, con la saca llena de trampas emocionales.

¿Por qué volver a casa tenía que ser tan difícil?

Capítulo 2

 

CUANDO el teléfono de Ellie sonó a primera hora de la mañana, Jacko estaba golpeando la mesa con la cuchara y se negaba a comerse los cereales de su desayuno.

¿Quién podía llamar tan temprano?, se preguntó Ellie, mirando el reloj de la pared.

Jacko gritó de nuevo pidiendo un huevo duro.

Ellie estaba ya de mal humor cuando respondió.

–¿Sí?

–Buenos días –saludó Joe.

–¡Huevo! –gritó Jacko de nuevo con todas sus fuerzas.

–¿Qué te parece el viernes?

Ella frunció el ceño. ¿Por qué tenía que ser Joe siempre tan escaso en palabras?

–¿Te refieres a si vienes aquí el viernes?

–Sí.

Faltaban dos días para eso. No la estaba avisando con mucha antelación. A Ellie empezó a latirle con fuerza el corazón y el cuerpo comenzó a subirle de temperatura, como si recordara los fuegos artificiales que Joe solía despertar en ella. Con sus besos, con sus caricias… con una sola mirada era capaz de incendiarla hasta la locura.

En los primeros tiempos de su matrimonio, no habían sido capaces de apartarse el uno del otro. Pero eso había sido antes de que todo se hubiera hecho pedazos entre los dos.

–Puedo tomar un vuelo a Townsville sobre las ocho de la mañana –señaló Joe–. Si alquilo un coche, creo que llegaría a Karinya alrededor de mediodía.

–¡Huevo! –insistió Jacko en plena rabieta.

–¿Está llorando el niño?

Se llamaba Jacko, quiso recordarle Ellie. ¿Por qué tenía que llamarle «el niño»?

Sujetándose el auricular con el hombro, llenó una taza de zumo y se la entregó a Jacko con la esperanza de calmarlo.

–Está esperando su desayuno.

El pequeño aceptó el zumo con cierto desconsuelo y, por fin, la cocina se quedó en silencio.

–¿Qué te parece el viernes, entonces?

Ante la idea de verlo en menos de cuarenta y ocho horas, Ellie respiró hondo un momento.

–El viernes está bien.

Tenía que estar bien, se dijo ella. Debían zanjar ese asunto de una vez por todas. Solo así podrían ambos continuar con sus vidas.

 

 

Joe estaba a una hora de camino de Karinya cuando se fijó en los negros nubarrones que se estaban formando en el cielo. El recorrido en coche por aquella remota región de ganaderos, de tierras rojas y secas, era como un viaje en el tiempo. Él conocía bien ese paisaje, aunque apenas habían pensado en ello desde que se había marchado hacía cinco años y medio.

Sin embargo, en ese momento, le resultaba difícil contener los recuerdos de todo lo que había vivido allí con Ellie.

Recordó el primer día en que los dos se habían adentrado tan al norte en la región de Queensland. Había sido toda una aventura y se habían sentido como pioneros de otros tiempos, en busca de nuevas fronteras.

Recordó la primera vez que había visto Karinya, sobre una colina, una sencilla casa de rancho solitaria en medio de un prado. El día que habían firmado su alquiler habían estado radiantes de emoción.

Y, cuando habían llegado sus muebles de la mudanza, Ellie había corrido alrededor de ellos como una niña entusiasmada. Había querido ayudar a moverlos, pero Joe no se lo había permitido. Estaba embarazada. Por eso, ella se había limitado a abrir cajas y llenar los armarios. Había hecho su cama y había frotado de arriba abajo el baño y la cocina, a pesar de que estaban limpios ya. Luego, había hecho la cena en la barbacoa y se le había quemado un poco. Los dos habían bromeado y se habían reído por ello.

Habían sido una pareja muy feliz, como si su sencillo rancho en medio de la nada hubiera representado un adorable sueño hecho realidad.

Cuando habían hecho el amor en su primera noche allí, en su nuevo hogar, habían logrado un nivel de intimidad con el que no habían soñado jamás.

Después, se habían quedado abrazados mirando las estrellas por la ventana de la habitación.

Joe había visto una estrella fugaz.

–¡Mira! –había gritado él, sentándose deprisa–. ¿La has visto?

–¡Sí! –había respondido ella con ojos brillantes de emoción.

–Deberíamos pedir un deseo –había dicho él y, casi sin pensar, había deseado que los dos fueran siempre tan felices como esa noche.

Pero Ellie había fruncido el ceño.

–¿Has pedido tu deseo?

–Sí –había respondido él–. ¿Y tú?

–No, yo no… No sé si es lo que quiero –había confesado ella con tono asustado–. Yo… no me gusta pedir deseos. Es como tentar al destino.

Sorprendido, Joe se había reído de sus miedos. Le había acariciado el brazo y había posado la mano en su vientre embarazado.

–¿Crees que debería pedir un deseo? –había vuelto a preguntar Ellie con gesto serio.

–Claro –había afirmado él, sintiéndose el hombre más feliz del mundo–. ¿Qué daño puede hacerte?

Ella había sonreído y se había acurrucado entre sus brazos.

–De acuerdo. Deseo tener un niño. Una pequeña versión de ti.

Tres semanas después, Ellie había sufrido un aborto.

Al recordarlo, Joe suspiró.

Era suficiente, se dijo a sí mismo.

No debía pensar más.

Se obligó a concentrarse en el paisaje que se abría a ambos lados de la carretera. Había nacido en una familia ganadera y sabía reconocer cuándo la tierra necesitaba agua. Como en ese momento.

En todas partes, había muestras de sequía. Ellie debía de haber estado trabajando como una loca para mantener al ganado en esas circunstancias.

Entonces, él volvió a preguntarse por qué había sido tan tozuda a la hora de decidir quedarse allí. Sola.

Paró en un bar de carretera para tomar un café que sabía a rayos y una hamburguesa grasienta. Al regresar al coche, volvió a fijarse en los negros nubarrones que provenían del norte. En treinta minutos, cubrieron todo el cielo.

Mientras Joe tomaba el desvío por el camino de tierra que llevaba al rancho, las primeras gotas comenzaron a caer. Cuando llegó a la casa, diluviaba.

Para su sorpresa, Ellie estaba en el porche, esperándolo. Llevaba un chubasquero y un gorro impermeable, pero, a pesar de la indumentaria, tenía el mismo aspecto femenino y esbelto de siempre.

Ella se apresuró a bajar las escaleras para entregarle otro chubasquero que llevaba en el brazo. A través de la densa cortina de lluvia, Joe leyó un inconfundible gesto de preocupación en sus ojos.

–Toma –gritó ella, levantando la voz por encima del ruido que las gotas hacían sobre el tejado de hierro. En cuanto él abrió la puerta del coche, le metió dentro el chubasquero.

Un momento después, Joe bajó con el impermeable sobre la cabeza y corrió con Ellie escaleras arriba.

–Esto es increíble, ¿verdad? –comentó ella al llegar al porche–. No esperábamos la lluvia tan pronto.

Bajo el gorro de agua, sus ojos seguían llenos de preocupación. Joe se preguntó si sería él la causa.

–¿Has escuchado el informe del tiempo? –preguntó ella.

–No –negó él–. No llevaba la radio puesta. ¿Por qué? ¿Qué pasa?

–El ciclón Peta ha empezado en el Golfo ayer por la tarde y ha cruzado la costa a media mañana. Está dejándolo todo inundado más al norte.

–Supongo que es una buena noticia.

–Bueno, sí. Necesitamos el agua –dijo ella, sin dejar de fruncir el ceño–. Pero tengo al ganado en el prado que hay junto al río.

–El prado Hopkins –dijo Joe, recordando la sección de su finca que se inundaba siempre en la estación húmeda.

Ellie asintió.

–Tenemos que sacar a los animales de allí.

–Lo sé –repuso ella, torciendo la boca con un amago de sonrisa–. Joe, odio hacerte esto nada más llegar, pero ya sabes lo rápido que sube ese río. Me gustaría trasladar al ganado esta tarde. Ahora mismo, en realidad.

–De acuerdo. Vamos allá.

–¿No te importa?

–Claro que no –aseguró él, aliviado por tener algo que hacer. La misión de rescatar al ganado era más atractiva que sentarse ante una taza de té y tratar de mantener una conversación con su futura ex.

–Tengo que llevar a Jacko –añadió ella y tragó saliva, como si estuviera nerviosa–. ¿Te importaría… ocuparte tú de reunir a los animales?

–Claro. Me parece bien –repuso él con una rápida sonrisa–. Espero no haber perdido mi toque mágico.

Al escucharlo, Ellie lo miró con expresión confusa e interrogante. Abrió la boca, como si fuera a decir algo, pero meneó la cabeza al instante, cambiando de idea.

–Iré a por Jacko. Está durmiendo la siesta –señaló ella y se quitó el impermeable.

Llevaba una camiseta blanca por dentro de los vaqueros. Seguía teniendo la cintura tan delgada como siempre.

Cuando se quitó el gorro, Joe clavó los ojos en su pelo moreno, recogido en un moño. Siempre había tenido el pelo muy suave, como la seda.

–Vamos, entra –invitó ella sin mucha convicción–. ¿No te importa si dejamos tus cosas en el coche para luego?

–Son solo regalos de Navidad –contestó él, encogiéndose de hombros.

–¿Quieres… una taza de té o algo?

–No, estoy bien –negó él. Iba a necesitar un buen rato para digerir el café que se había tomado de camino–. Vamos a por el niño y terminemos el trabajo.

Se quitaron las botas y colgaron los impermeables en el perchero que Joe había colocado junto a la puerta principal cuando se habían mudado allí. Para su sorpresa, su viejo sombrero seguía colgado de uno de los ganchos.

Por supuesto, había anticipado que sería extraño seguir a Ellie dentro de la casa como un invitado y no como su pareja, pero no había podido prepararse con antelación para la dolorosa punzada que sentía en el corazón.

La casa estaba llena de los muebles que habían elegido juntos en Townsville… el sofá marrón de cuero, la mesa ovalada de comedor, la mecedora que Ellie había insistido en comprar cuando había estado embarazada.

Joe no se hubiera quedado con esos muebles después de su ruptura. Necesitaba comenzar una nueva vida desde cero.

–Iré a por Jacko –indicó ella, nerviosa–. Creo que ya estará despierto.

Sin saber si seguirla o no, Joe se quedó parado en el centro del salón. Oyó el crujir de la madera en el suelo del pasillo y el suave murmullo de la voz de Ellie al saludar a su hijo. Luego, escuchó el cálido recibimiento del niño.

–¡Mami! ¡Mami!

A Joe se le encogió el corazón.

Minutos después, Ellie apareció en la puerta con el pequeño en sus brazos. Era un niño precioso, rubio con ojos azules y mejillas todavía sonrosadas por el sueño.

La última vez que Joe lo había visto, era un bebé de meses que apenas podía mantener erguida la cabeza. En el presente, se había convertido en un hombrecito.

Joe no pudo evitar fijarse en la buena pareja que hacían Ellie y su hijo. Ella irradiaba felicidad con el niño en brazos, con un toque maternal y amoroso que la hacía más deseable que nunca.

Estaba claro que, al fin, se sentía completa. Había logrado lo que tanto había deseado y él se alegraba por ella.

Jacko le estaba sonriendo.

–¡Un hombre! –anunció el niño, encantado.

–Este es Joe –explicó Ellie con voz un poco temblorosa–. Puedes decir su nombre, ¿verdad, campeón?

–¡Joe! –repitió el pequeño con tono triunfal.

–¿Me va a llamar Joe? ¿No papá?

Ellie frunció el ceño como si él acabara de pronunciar una palabrota.

–Has estado fuera –dijo ella, tensa–. Y vas a volver a irte. Jacko solo tiene dos años y, si no vas a quedarte por aquí, él todavía no puede comprender el concepto de padre. Llamarte papá solo serviría para confundirlo.

Joe apretó los dientes. De pronto, tuvo la urgencia de saber si ella tendría algún pretendiente a la espera. ¿Un futuro padrastro?

–Jacko entenderá lo que es un padre algún día –repuso él, tenso también.

–Y nosotros le daremos las explicaciones que necesite cuando llegue el momento –afirmó ella con expresión batalladora en los ojos.

Maldición, ya estaban otra vez listos para pelearse, se dijo Joe. Encogiéndose de hombros, pensó que ya había vivido bastantes batallas dentro y fuera de casa. Durante aquella visita, estaba decidido a mantener la paz a toda costa.

–¿Cómo estás, Jacko? –preguntó él, volviendo la atención a su hijo.

El pequeño se retorció en los brazos de su madre.

–Quiero bajar. Quiero ver al hombre.

Con expresión de ansiedad, Ellie lo bajó.

El pequeño corrió hasta las piernas de Joe y levantó la vista hacia él con una sonrisa.

Sin saber muy bien qué hacer, Joe alargó el brazo, tomó la pequeña y regordeta mano de su hijo y se la estrechó.

–Encantado de conocerte, Jacko.

 

 

Condujeron hasta las orillas del río, mientras Ellie fingía no estar preocupada porque Jacko parecía obsesionado con Joe.

Durante todo el camino, el pequeño no dejó de reír y mirar al fuerte hombre que iba a su lado.

Era una novedad tener una presencia masculina en Karinya y Ellie sabía que Jacko necesitaba tener compañía de su sexo. Siempre se había sentido intrigado por los visitantes varones.

El problema era que, ese día, ella estaba tan hipnotizada con el recién llegado como su hijo. Mientras se dirigía hacia el ganado, admiró su aspecto atlético y la facilidad con la que reunía a las vacas. Sin duda, no había perdido su toque mágico.

–¡Joe! –gritó el niño por la ventanilla del coche, aplaudiendo–. ¡Mira, mamá! –exclamó, después de que su padre hubiera saltado con gracia por encima de una pila de troncos.

–Sí, lo hace bien, es verdad –tuvo que admitir ella. Había pocas personas tan eficientes como Joe y tan rápidas para hacer bien el trabajo.

Y eso era peligroso.

Sin querer, Ellie se encontró recordando el día de su boda y la pequeña ceremonia privada que habían celebrado en Townsville. Los dos habían decidido no darles demasiadas explicaciones a sus familias sobre el embarazo, ni habían querido embarcarse en una boda por todo lo alto.

Habían acordado contárselo a sus familias después. Ese día, lo único que habían querido había sido sellar su compromiso el uno con el otro. Había sido tan romántico…

–No te dejes impresionar, tesoro. Haz caso a mamá. No merece la pena. Si no, te romperá el corazón.

El niño se limitó a reír, sin entender sus palabras.

 

 

Había oscurecido cuando Joe entró en la cocina después de haberse duchado y haberse puesto ropa seca. Fuera, seguía lloviendo, pero la cocina estaba acogedora y calentita.

Ellie intentó no fijarse en lo sexy que estaba con una camiseta blanca y vaqueros, el pelo mojado todavía por la ducha, los ojos tan azules como siempre.

Sin embargo, Joe tenía algo diferente, un halo de ferocidad que había adquirido con sus años en el ejército. Además de la nariz que se había roto con diecisiete años en una pelea, tenía una mirada de advertencia en los ojos, de peligro. Ellie no pudo evitar preguntarse qué experiencias terribles habría vivido en los últimos cuatro años.

Sin duda, habría tenido que matar a otras personas. ¿Cómo lo habría cambiado eso?

Las unidades de comando solían tener misiones breves y frecuentes para minimizar los efectos del estrés postraumático, pero ningún soldado regresaba a casa igual que antes de irse. Para colmo, a Ellie le agobiaba el peso de la culpa, pues sospechaba que había sido el fracaso de su matrimonio lo que había empujado a Joe a la guerra.

En el presente, allí estaban, los dos en la misma habitación, aunque un enorme vacío se abría entre ambos.

Volviendo la espalda, Ellie removió la olla con la cena y rezó por poder mantener sus emociones al margen.

–Huele muy bien –comentó Joe.

Ellie sintió una oleada de satisfacción. La verdad era que había puesto a cocer la cena horas antes con la intención de llenar la cocina de aromas apetecibles. Sin embargo, respondió a su cumplido encogiéndose de hombros para quitarle importancia.

–Es un plato de pollo español, nada más.

–¿Español?

Sin duda, Joe estaba recordando que ella siempre había tenido un menú muy limitado.

–He ampliado mis recetas.

Joe esbozó una fugaz sonrisa, pero enseguida se puso serio y miró a su alrededor en la cocina. Se fijó en la mesa puesta con salvamanteles rojos y blancos, en los armarios de un blanco reluciente y en el banco de madera recién barnizado.

–También has estado arreglando la casa.

Ellie asintió.