Un abogado irresistible - Whitney G. - E-Book

Un abogado irresistible E-Book

Whitney G.

0,0

Beschreibung

En el trayecto a la entrevista más importante de mi vida acabé chocando con mi destartalado Honda contra la parte trasera de un McLaren negro personalizado, y al superatractivo bastardo de su dueño no le hizo ni la más mínima gracia. Sobre todo cuando escapé de la escena del delito tras haberle dejado como pago un cheque sin fondos, veinte dólares y un paquete de condones de los que brillan en la oscuridad (estoy tan arruinada que no puedo permitirme contratar un seguro). Conseguí llegar a la entrevista con unos segundos de margen, pero el socio de Hamilton y Asociados con el que esperaba encontrarme no estaba. En su lugar, me recibió, sorpresa…, el espectacular tío con el que acababa de chocar: Damien Carter. Tras escuchar su primera pregunta («¿Sabe que huir del escenario de un accidente es un delito?»), supe que no iba a conseguir el trabajo. Pero, para mi desgracia, me dieron el puesto y no tardé en darme cuenta de que Damien, mi jefe, y yo teníamos muchas más cosas en común de las que imaginaba. A pesar de que ese cabrón malencarado se pasa la vida amenazándome y dándome órdenes. Su bufete parece sacado directamente de El padrino, nada que ver con los «hombres buenos de la justicia» que muestran sus carteles promocionales. Entre sus paredes se esconden oscuros secretos, sus clientes siempre son culpables y Damien Carter representa todo lo que anda mal en el sistema legal. O al menos eso pensaba yo hasta que empezamos una turbulenta relación de amor-odio y descubrí su mayor secreto…

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern
Kindle™-E-Readern
(für ausgewählte Pakete)

Seitenzahl: 231

Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:

Android
iOS
Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Título original: Filthy Lawyer

Primera edición: julio de 2024

Copyright © 2024 by Whitney G.Published by arrangement with Brower Literary & Management

© de la traducción: Silvia Barbeito Pampín, 2021

© de esta edición: 2024, ediciones Pàmies, S. L. C/ Mesena, 18 28033 Madrid [email protected]

ISBN: 978-84-10070-23-3

BIC: FRD

Diseño e ilustración de cubierta: CalderónSTUDIO®

Fotografías de cubierta: Xanthius/Freepik y Bloodua/Depositphotos.com

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.

Índice

Nota de la autora

Prólogo

1

2

3

4

5

6

7

8

9

10

11

12

13

14

15

16

17

18

19

20

21

22

23

24

25

26

27

28

29

30

31

32

33

34

35

36

37

38

39

40

41

42

43

44

45

46

47

48

49

50

51

52

53

54

55

56

57

58

59

60

61

62

63

Epílogo I

Epílogo II

Epílogo III

Contenido especial

Para mi mejor amiga, Nicole London (sin ti mis libros serían un asco).

Y para mis F. L. Y. (os quiero mucho más de lo que imagináis).

Prólogo

Damien

La valla publicitaria más deslumbrante de Times Square anuncia las promesas vacías de un nuevo y mejorado somnífero que ya me ha fallado cientos de veces. En ella, un ejecutivo trajeado besa a una mujer semidesnuda segundos antes de saltar a un mar de plumas y entregarse a un sueño reparador.

Hace años me habría intrigado lo suficiente como para pedir una caja para un mes, pero por fin he aprendido la lección: he probado todos los medicamentos que hay en el mercado —Ambien, Temazepam (o cualquier cosa que termine en -am)— y ninguno ha mejorado un ápice mi padecimiento.

Puedo echar una cabezada o conciliar el sueño durante una hora sin interrupciones, pero hace años que no duermo una noche entera. Tanto los especialistas como los hipnotizadores me han declarado «un caso perdido» y «un insomne de alto rendimiento», condenado de por vida.

Desde que renuncié a luchar contra ello, trabajo envuelto en sombras hasta el amanecer, tensando las normas hasta casi romperlas; esta noche no va a ser la excepción.

Enciendo las luces del coche y toco la pantalla del navegador para asegurarme de que voy bien encaminado hacia mi próximo cliente.

Señora Warren: ¿Sigue en pie lo de esta noche?

Yo: Por supuesto. En cuanto termine con unos asuntos de trabajo de última hora.

Señora Warren: Vale. Pues cuando llegues, puedes meterte hasta el fondo. No, no es un juego de palabras: he dejado la puerta abierta. :-)

Me aseguro de que llevo todo lo que necesito, me dirijo al edificio y cojo el ascensor hasta el apartamento 33B.

Una silla de ruedas de gran tamaño y unas muletas custodian las puertas del armario; la pared está repleta de folletos de fisioterapeutas clavados con chinchetas de colores.

La señora Warren, una pelirroja despampanante, aparece sonriente frente a mí. Lleva una bata de seda negra, abierta de par en par, que deja ver un sujetador plateado y unas bragas a juego.

—Tengo una pregunta importante para ti, ya que eres profesor —dice, acercándose.

—Dime.

—¿Has leído alguna vez una novela romántica?

—Aún no.

—Bueno, pues en la que estoy leyendo ahora el protagonista coge a la chica y follan contra la pared —explica—. Me gustaría probarlo esta noche.

—¿No estabas recuperándote de una operación en la pierna?

—¿Por qué lo dices?

Señalo la silla de ruedas y las muletas.

—No ha sido muy difícil…

—Ah, eso… —Sacude la cabeza—. No, no es mío.

—Mmm. —La empotro contra la pared y deslizo una mano por sus muslos—. Entonces, ¿no te duelen las piernas?

—Ahora mismo no.

—¿No te duele nada? —susurro contra sus labios.

—No, a menos que te refieras a ese dolorcillo que solo tú puedes curarme. —Se sonroja—. Estoy en perfectas condiciones para follar, en serio.

—En ese caso, ¿por qué has demandado a tu exmarido por malos tratos? Has declarado que te ha ocasionado una incapacidad permanente para caminar.

—¡¿Qué?! —Palidece—. ¿De qué leches estás hablando?

—Le dijiste al juez que no podías acudir a la vista preliminar porque no podías andar —sonrío, dándole un golpecito en la pierna—. Debo de estar siendo testigo de un milagro.

—No me lo puedo creer… —Me empuja—. ¿Quién cojones eres?

—El nuevo abogado de tu marido —respondo—. Damien Carter, de Hamilton y Asociados.

—¿Ese hijo de puta ha contratado a alguien para espiarme? —Se anuda el cinturón de la bata—. Me dijiste que eras un profesor a tiempo parcial que quería echar un polvo.

—Y en cierto modo es cierto. —Señalo la pila de condones que hay sobre la mesa—. ¿Cuántas veces tienes pensado follar?

—Ninguna. —Señala la puerta—. Lárgate de mi apartamento. Ya.

—Te sugiero que llames a tu abogado mañana a mediodía y retires la demanda —propongo—. Ningún jurado te creerá después de ver el vídeo.

—¿Qué parte de «lárgate de mi apartamento» no has entendido?

—Te dejo mi tarjeta, por si alguna vez quieres ganar un pleito. —Se la deslizo con suavidad bajo el tirante del sujetador y me dirijo a la salida—. Sin rencores.

Cuando llego al pasillo, me cierra la puerta en las narices y me tomo mi tiempo para regresar al coche.

La veo a través de las ventanas abiertas, andando de un lado a otro, frenética, y hablando por teléfono, así que llamo a mi secretaria.

—¿Sí, señor Carter? —contesta al primer timbrazo.

—Le he enviado un vídeo por correo —digo—. Reenvíeselo al juez Harmon dentro de una hora.

—De acuerdo. ¿Va a regresar hoy al bufete?

—No, creo que tengo una cita.

—¿Eso cree? ¿A las tres de la mañana?

—Sí —respondo—. Hasta luego.

—Buenas noches, señor. —Cuelga y pongo el cronómetro en el reloj.

He trabajado en suficientes casos como para saber qué clientes guardan rencor y cuáles no. Cinco…, cuatro…, tres…

Señora Warren: ¿Sigues ahí? Voy a retirar la demanda contra mi ex.

Yo: Me parece una idea excelente.

Señora Warren: Pueees… Si eres capaz de separar una cosa de otra, me encantaría terminar lo que hemos empezado. (Guardaré tu número como «Abogado cachondo»).

Yo: Estaré ahí dentro de tres minutos. (Prefiero que lo guardes como «Abogado irresistible»).

1

Negligencia (n): Omisión de la atención debida propia de una persona razonable o prudente

Damien

El conductor que iba delante de mí tenía que estar borracho, loco o ciego. No había otra explicación para el modo en que su Honda frenaba y cambiaba de carril cada dos segundos.

«¡Aprende a conducir!». «¿Qué cojones haces?». «¡Que alguien llame a la policía!».

Los demás conductores le tocaban el claxon cada pocos metros, pero le daba igual; parecía decidido a hacer que los desplazamientos matutinos fueran aún más horribles de lo habitual.

En cuanto pude cambiar de carril, me alejé de él y de su ineptitud.

Puse en marcha los limpiaparabrisas y llamé al bufete.

—¡Buenos días, señor Carter! —saludó una mujer que no era mi secretaria—. ¿En qué puedo ayudarle en este lúgubre y lluvioso día?

—Jessica, le he dicho que deje de colarse en el escritorio de Michelle. Dígale que se ponga.

—Michelle se ha tomado unos días de asuntos propios para superar un par de cosas —respondió—. Su novio la dejó plantada en el altar, ¿recuerda?

—Mejor. No me gustaba.

—Eran la pareja perfecta —suspiró—. Si ellos lo han dejado, ¿qué esperanzas puede tener una solitaria como yo?

—Acechó usted a sus tres últimos novios y escondió cámaras en sus dormitorios.

—Es que los hombres ya ni se esfuerzan, ¿sabe? Todos los tipos a los que amo me abandonan sin motivo.

Me contuve para no decirle que, en realidad, no podía albergar ninguna esperanza: estaba loca de remate.

—¿Me puede decir qué tengo hoy en la agenda? —pregunté en vez de eso.

—Claro —respondió—. Lo primero es una cita con su terapeuta.

—Reprográmela.

—Lleva más de un año reprogramando esta cita. ¿No debería cancelarla?

—Ya he pagado la sesión.

—De acuerdo, la reprogramaré. Después, debe entrevistarse con los abogados recién licenciados.

—¿Qué? —Di un bocinazo cuando el Honda volvió a cambiar de carril—. ¿Entrevistas?

—Sí, entrevistas. Es la temporada de reclutamiento, ¿recuerda?

Mierda.

Sin saber cómo, la época más terrible del año había regresado antes de que me diera cuenta. Como una plaga de langostas, los abogados novatos se recorrían todos los bufetes de la ciudad con la esperanza de conseguir una nueva carrera con unas respuestas y un currículum reciclados.

—Juraría que le dije a Michelle que metiera en mi agenda una emergencia familiar para no tener que tratar con ellos.

—Buena idea, salvo por que no tiene familia —se burló—. Le daré puntos por el intento.

—¿Cuántas entrevistas tengo que soportar hoy?

—Cuatro antes de comer y dieciséis después. Mañana, veintiséis.

—Mañana voy a estar con gripe. Apúntelo en la agenda.

—No pienso hacerlo. Tiene seis llamadas de clientes programadas entre esas sesiones, y esta mañana han llamado para pedir una cita urgente. ¿Quiere que le lea la reclamación?

—No —respondí—. Ya la veré cuando llegue. Hasta luego.

Colgué pulsando el botón del volante.

Aquel iba a ser el último año que mi compañero y yo nos prestáramos a ese tortuoso ritual. Al fin y al cabo, nuestro bufete no se parecía a ningún otro de la ciudad, así que no tenía ninguna lógica que reclutáramos abogados como todo el mundo.

De repente, el Honda que me precedía redujo la velocidad, y de su tubo de escape salió una nube de humo negro.

Se abrió un hueco a mi izquierda y un camión encendió las luces traseras.

Sin dudarlo, cambié de carril y aceleré. Luego me puse delante del idiota del Honda.

Lo miré a través del retrovisor y comprobé que no era un «él».

El parasol le ocultaba el rostro, pero alcancé a distinguir unos brillantes labios rojos con forma de corazón.

La conductora me hizo un gesto con el dedo medio y tocó el claxon.

—¡Piii! ¡Piii! ¡Piii!

Escuché el chirrido de sus llantas detrás de mí y, de pronto, el humo negro cubrió mi parabrisas trasero.

Pero ¿qué cojones…?

2

Abandono (n): Acción o efecto de abandonar, rendirse o renunciar a una propiedad o a unos bienes

Elizabeth

—Ha sido un golpecito de nada, imbécil —murmuré, mostrándole una vez más el dedo corazón—. Un golpecito.

El tipo del deportivo se creía el dueño de la carretera. Llevaba toda la mañana tan pegado a mi culo que me extrañaba que no hubiésemos chocado antes. En su matrícula podía leerse «NoClpble», y eso me hizo pensar que era un friki que trabajaba en alguna empresa tecnológica o un ceo que se creía intocable.

Frustrada, me concentré en el cartel que señalizaba el desvío. Esa mañana estaba siendo un desastre, y no iba a permitir que fuera a peor.

Iba camino de Hamilton y Asociados, el bufete más exitoso de la ciudad, y necesitaba el trabajo.

En cuanto el semáforo se puso en rojo, pisé a fondo.

Mierda, no va.

El coche dio una sacudida y un espeso humo negro salió de debajo del capó y cegó el parabrisas.

«¿Qué leches ha pasado, señora?». «¿Está viva?». «¡Que alguien me ayude a sacarla!».

Me desabroché el cinturón e intenté abrir la puerta, pero no se movió.

Me apoyé en ella con el hombro, hice fuerza y por fin cedió con un horrible chirrido. Salí a la lluvia y me flaquearon las piernas. Alguien a mi espalda me rodeó con los brazos y me pegó a algo duro y cincelado.

—Conduces fatal, joder. —El desconocido me sujetó con más fuerza y percibí su embriagador aroma amaderado.

Me llevó a la vía de emergencia y tosí hasta que se me despejaron los pulmones. Cuando el humo se disipó, eché un vistazo a los daños: mi parachoques delantero y la parrilla estaban abollados, pero el deportivo era un montón de chatarra. El maletero estaba arrugado como un jersey y su luna trasera yacía hecha añicos sobre el asfalto.

—¿Eres daltónica? —preguntó esa voz grave desde atrás, haciéndome girar.

—¿Eh? ¿Qué quieres decir?

Inspiré hondo al contemplar su hermoso rostro: aunque tenía la mandíbula tensa y los ojos azules relucían de pura ira, el tío era la leche de sexy.

—Que si eres daltónica —repitió.

—¿Perdona?

—¿Eres —hablaba muy despacio, y parecía a punto de perder los nervios— daltónica?

—No.

—¿Te han declarado legalmente incapacitada?

—No.

—¿Estás enferma? —Negué con la cabeza—. Gracias por aclararlo. Ahora puedo demandarte sin remordimientos por haber destrozado mi coche favorito.

—¿Demandarme? —Me crucé de brazos—. ¿Y por qué no esperas a que llame a mi compañía de seguros, como una persona normal?

—Porque llevas el silenciador sujeto con una percha de alambre —respondió—. Dudo mucho que tengas seguro. ¿Lo tienes?

No.

—Sí —repliqué con voz firme—. Y, como abogada, no me hace ninguna gracia que hagas suposiciones o que me amenaces con una demanda que perderías.

—¿Eres abogada?

—Una muy reconocida. —Me miró con incredulidad—. Preferiría solucionar esto sin involucrar a terceros —dije, recordando mi entrevista—. Permíteme que te abone los daños directamente.

—De acuerdo, Señorita Abogada. —Sacó una foto de su coche antes de hacer una llamada.

Lo miré mientras hablaba: su traje, su reloj y sus zapatos de cuero italiano debían de costar más de lo que yo iba a ganar en los cinco próximos años juntos, y por alguna razón me resultaba vagamente familiar.

¿Dónde he visto antes a este tío?

Su mirada severa me dejó clavada en el sitio, pero la adrenalina que recorría mis venas me dio fuerzas para acercarme. Le echó un vistazo a mi vestido y me di cuenta de que sentía lo mismo que yo.

—Vale, gracias. —Colgó—. Ya me darán el presupuesto definitivo cuando lo lleve al taller, pero, basándome solo en lo que se ve, serán al menos setenta y ocho mil.

—¿Dólares?

—No, dónuts. —Puso los ojos en blanco—. Sí, setenta y ocho mil dólares.

—Pues, en ese caso, deberías comprarte un coche nuevo.

—¿Perdona?

—Aunque tuviera ese dinero, y no lo tengo, es demasiado para una reparación. —Miré hacia su coche—. E igual el dinero no es un problema para ti, pero para mí…

—Basta —interrumpió—. Voy a llamar a la policía para que redacten el atestado y tú vas a contactar con tu compañía de seguros.

—¿Ahora?

—Sí. Ahora.

Saqué el teléfono como si eso fuera a pasar.

—Tengo una idea mejor. —Le tendí la billetera—. Puedes quedarte con mi cartera.

—¿Llevas ahí setenta y ocho mil dólares?

—No.

—Pues quédatela. —Me fulminó con la mirada—. Y llama a la compañía de seguros.

—Me he dejado el teléfono.

—Lo tienes en la mano. —Lo señaló—. Llama de una vez.

—Mmm… —Di un paso atrás, y él dio un paso adelante.

—Señorita Abogada —rechinó los dientes—. Haz. Esa. Llamada.

—Vale, vale. Ya voy.

—¿Cuál es tu compañía de seguros?

Le tiré la cartera y corrí hacia el coche, dejándolo con la palabra en la boca. Abrí el maletero, cogí el maletín y el paraguas y bajé la rampa de salida lo más rápido que pude.

Cuando estuve segura de que nadie me seguía, me detuve en el siguiente semáforo y llamé a un taxi.

No me iba a perder esa entrevista por nada del mundo.

3

Prueba espuria: En un proceso penal, información obtenida por medios ilegales o prueba conseguida mediante incautación

Damien

Más vale que esa mujer haya ido a un cajero.

Me quedé plantado en el puente mientras la lluvia me empapaba el traje, mirando fijamente en la dirección en la que había huido la sexy conductora psicótica, y esperando que volviera y gestionara la situación como era debido.

Era el primer accidente que tenía en mi vida, y me negaba a admitir que podía acabar sin resolverse por los cauces legales. Esa no era la forma en que me gustaba hacer las cosas.

Tras esperar diez minutos a que volviera, regresé al coche y cogí el maletín a través de la ventanilla trasera destrozada.

Me acerqué al vehículo de la Señorita Abogada por pura curiosidad y miré por la ventanilla del copiloto: tenía un puñado de post-it pegados en la guantera, llenos de recordatorios, el volante estaba forrado con estampado de leopardo y de la palanca de cambios colgaban unos cables rojos y negros.

Es imposible que esta mujer tenga seguro.

Abrí la cartera que me había dejado, escuchando a lo lejos el sonido de las sirenas.

En las ranuras para las tarjetas de crédito había tarjetas de visita de varios bufetes, y donde debería haber estado el dinero había más tarjetas de visita de bufetes, como si las coleccionara como las gemas del Infinito. También había un bono de metro caducado, una tarjeta regalo de una tienda de delicatessen del West End y dos condones de los que brillaban en la oscuridad.

De tamaño medio.

No me puedo creer que me haya dejado esto sin despeinarse.

—¿Caballero? —Alguien a mi espalda me tocó el hombro—. Caballero, ¿es usted una de las partes implicadas en el accidente? —Me giré y vi a un policía que me resultaba familiar—. Ah, es usted, señor Carter. —Sonrió—. ¿Puedo ayudarle en algo?

Emitiendo una orden de arresto.

—Una… —Me detuve un instante. Era absurdo cobrarme venganza en ese momento—. Necesito un informe para el seguro y una grúa para los dos coches.

—¿Dónde está el conductor del Honda?

—Ha ido al hospital. —Decidí darle un voto de confianza—. No ha querido esperar a la ambulancia.

—Bueno, la grúa ya está de camino —anunció—. ¿Quiere que le lleve?

—Eso sería estupendo.

—Deme un segundo. —Tomó fotos pulsando en la pantalla de su tablet—. ¿Puede describirme al otro conductor?

Endiabladamente sexy.

—Era una mujer.

—Mmm…, ¿puede darme algunos detalles más? —Pulsó el botón del bolígrafo—. ¿Color de ojos, altura, pelo?

—Sobre uno setenta de altura, ojos verdes y pelo oscuro y ondulado hasta los hombros. —También tiene una boca con unos labios perfectos en forma de corazón y un cuerpo digno de adoración.

—Por casualidad no le habrá dado su nombre, ¿verdad?

—Señorita Abogada.

—¿Eh?

—No —me corregí—. No ha llegado a hacerlo, pero no voy a presentar cargos.

Miró los daños.

—¿Está seguro?

—Desgraciadamente, sí.

—Es usted mucho mejor persona que yo. —Imprimió una multa antes de acompañarme a su coche patrulla—. Si yo tuviera un coche así, estaría planeando su asesinato.

Hay cosas mucho peores que eso.

Después de tres atascos, por fin atravesé la puerta de Hamilton y Asociados.

—Buenos días, Damien. —Mi compañero y único amigo, Andrew Hamilton, me recibió con dos tazas de café en las manos—. Llegas tarde.

—He tenido un accidente, Rey de las Obviedades. —Extendí la mano para coger una de las tazas, pero no me la dio.

—¿Con qué coche?

—Con el McLaren.

—¿Ha sido muy grave?

—No quiero hablar de ello. —Volví a extender la mano hacia el café—. ¿Uno de esos cafés no es para mí? —A modo de respuesta, le dio un sorbo a cada uno de ellos mientras íbamos hacia su despacho—. Por eso no tienes amigos.

Se rio y los dejó sobre su escritorio.

—He repartido entre los dos las entrevistas de hoy y he dejado algunas para que las hagamos juntos.

—Recuérdame por qué no son los de Recursos Humanos los que hacen esto.

—Porque están cansados de que despidamos a todos a los que contratan antes de una semana —respondió—. Pero una de las entrevistas te va a encantar. Le escribiste una carta de recomendación de la hostia.

—¿Qué has dicho?

Cogió una hoja de papel y se aclaró la garganta.

—«Esta persona es una excelente opción. Su pasión por la ley es única y es la mente más impresionante a la que he tenido el privilegio de enseñar en Harvard».

—¿Es una broma adelantada del Día de los Inocentes?

—«Si no se anima a contratarla —continuó leyendo—, será el mayor error que haya cometido. Además…»

Negué con la cabeza mientras él seguía leyendo, más confuso de lo que había estado en la vida. Solo había dado clases online en Harvard, y nunca había escrito una carta de recomendación, y mucho menos había sentido la necesidad de hacerlo.

Cuando leía la mayoría de los trabajos de mis alumnos, me asombraba que hubieran conseguido entrar en la universidad, y repartía aprobados raspados y suspensos como si fueran caramelos.

—También calificaste a esta persona con un sobresaliente.

—Vale, se acabó —puse fin a la broma—. Jamás le he puesto un sobresaliente a nadie, Andrew. Han debido de copiar y pegar mi nombre por error en una carta destinada a otra persona. Así que está claro que este tío no ha hecho los deberes y que podemos cancelar la entrevista.

—Es una mujer.

—Es un fraude —repliqué—. Y ahora que lo pienso, me empieza a doler la espalda por el accidente. Debería tomarme el día libre e ir al médico.

—Que ni se te ocurra.

—¿Qué puñetas pasa? —preguntó Jessica, entrando en el despacho—. Ya llevamos hora y media de retraso. ¿Quién de ustedes va a encargarse de la primera entrevista?

—Él —respondimos a coro.

—¿En serio? —Se cruzó de brazos—. ¿Tanto odian las entrevistas? —El silencio fue nuestra única respuesta—. Vale. —Sacó una moneda—. Pues lo echaremos a cara o cruz.

4

Contrainterrogatorio (n): Oportunidad del abogado (o parte no representada) de interrogar a un testigo que ya ha declarado para la parte contraria

Elizabeth

Tenía el corazón atascado en la garganta y cada pocos segundos miraba por encima del hombro para comprobar si el Señor No Culpable estaba siguiendo mi taxi.

En cualquier otro momento me habría quedado y habría tratado de entablar conversación; quizá habría fingido que proveníamos del mismo ambiente y habría intentado que me pidiera una cita. Aunque parecía la clase de tío que tenía una larga lista de mujeres que iban detrás de él.

—¿Está escapando de la policía o algo así, señorita? —La mirada del conductor encontró la mía a través del espejo retrovisor—. ¿Quiere que vaya más rápido?

—No, estoy bien. —Me obligué a sonreír—. Solo nervios previos a la entrevista.

—Ah, ¿tiene una entrevista en ese bufete? —preguntó—. Parece muy joven…

—Me gradué antes de tiempo.

—Impresionante. —Sonrió—. Debe de ser una gran abogada para que la hayan citado en ese lugar. He oído que es el mejor.

—Yo también… —Intenté no seguir con la conversación. Quería mantener al mínimo mi cupo de mentiras, y hasta ese momento había dicho la verdad. La de otra persona, eso sí.

—Serán sesenta y tres dólares con ochenta centavos. —Detuvo el taxímetro—. No le cobraré la siguiente manzana porque estamos en un atasco.

—Muchas gracias. —Abrí la puerta y saqué el paraguas.

—¿Va a pagar en efectivo o con tarjeta de crédito?

—Será en efectivo, pero… va a tener que ser la semana que viene.

—¿Qué?

—Deme su número de licencia y le juro que le pagaré si consigo este trabajo. Deséeme suerte. —Salté del coche antes de que pudiera detenerme, sorteé turistas, esquivé charcos y corrí calle abajo.

Subí los escalones de piedra que conducían al reluciente edificio de cristal que albergaba Hamilton y Asociados con unos minutos de margen; abrí las puertas de un empujón y contuve un suspiro al mirar el deslumbrante vestíbulo de mármol.

—Bienvenida al bufete —sonrió una mujer morena tras el mostrador de recepción—. ¿En qué puedo ayudarla?

—Tengo cita para una entrevista a las nueve y media.

Abrí el maletín, busqué la carta impresa y se la tendí.

Escribió algo en una hoja y me acompañó al ascensor; pulsó un botón y me indicó que entrara, pero no se unió a mí.

—Buena suerte, señorita Tanner.

—Gracias.

Me quedé mirando mi reflejo en las puertas de espejo y me atusé los rizos.

La cabina se detuvo bruscamente y las puertas se abrieron para dejar ver un cartel con una flecha que apuntaba a la izquierda. La seguí hasta una colosal sala de reuniones rodeada de unos magníficos ventanales.

En el centro había una mesa larga, con una silla en cada extremo, y, frente a ellas, carpetas y bolígrafos.

—Enseguida vendrán a entrevistarla, señorita Tanner. —Una mujer muy guapa vestida de gris me acercó una silla—. Su entrevistador no suele llegar tarde, pero ha tenido un pequeño problema con el coche esta mañana.

Me mordí la lengua antes de decir: «Como yo».

Dejó una jarra de café en el extremo opuesto de la mesa y una taza cerca de mí.

—Espere un momento —la detuve cuando fue hacia la puerta.

—¿Sí?

—La esposa del señor Hamilton es Aubrey Everhart, la exbailarina mundialmente famosa, ¿no?

—Mmm, sí… —Me dedicó una mirada confusa—. ¿Por qué?

—Me he estado documentando desde que recibí la carta con la cita —respondí—. He visto algunas de sus actuaciones en YouTube, y…, bueno, solo quería causar una buena primera impresión.

Me miró fijamente.

—Estará con usted en breve.

Dejé el maletín en mi regazo y jugueteé con la hebilla, nerviosa.

Basta, Elizabeth. Concéntrate. Eres abogada. Un abogada fantástica.

Dejé el maletín en el suelo, levanté la vista y repasé mentalmente las notas que había tomado para mantener una charla trivial.

La puerta se abrió instantes después y sonreí, preparada para halagar al señor Hamilton explicándole lo mucho que admiraba su carrera, pero el hombre que entró era más alto y tenía el pelo más oscuro, no llevaba alianza en la mano izquierda y sus labios, conocidos e inolvidables, eran los mismos que había visto hacía menos de una hora.

El Señor No Culpable.

—Buenos días y bienvenido a… —Dejó de hablar en cuanto me vio. Me miró fijamente y una lenta sonrisa se dibujó en sus labios—. Hola de nuevo, Señorita Abogada.

—Eeeh… —Me debatí unos segundos entre quedarme y salir corriendo. No me había preparado para un fallo en mis planes de ese calibre—. Buenos… —Me quedé sin aliento—. Buenos días.

Sin dejar de mirarme, se dirigió al otro lado de la mesa y tomó asiento. Cogió una carpeta y la abrió.

—Entonces, ¿se llama Elizabeth Nicole Tanner? —preguntó. Lo único que pude hacer fue asentir. Se había cambiado de traje desde la última vez que nos habíamos visto, y con ese estaba aún más bueno—. Mmm. —Cogió la jarra, se sirvió una taza de café y se la llevó a los labios. Dio un largo sorbo y no dijo nada. Se limitó a mirarme.

—Esto… —Me aclaré la garganta—. Esperaba reunirme con el señor Andrew Hamilton.

—Ah… —Ladeó la cabeza y sonrió, dejando ver una dentadura perfecta y de un blanco nacarado—. ¿Y eso por qué? —Me quedé contemplándolo, incapaz de pronunciar una sola palabra. Ese hombre era la perfección hecha carne lo mirara por donde lo mirara—. La verdad, le irá mejor si hago yo la entrevista. La tasa de contratación del señor Hamilton es del cero por ciento.

—Ah, vale. —Tragué saliva—. ¿Y cuál es su tasa de contratación?

—Uno por ciento.

—Entonces, supongo que debería irme.

—Por supuesto que no, Señorita Abogada. —Le dio otro sorbo al café—. Y menos con la mañana que hemos pasado juntos.

Se quitó la chaqueta sin dejar de mirarme; se desabrochó los gemelos y se remangó la camisa, dejando al descubierto una piel llena de tatuajes bellamente dibujados.