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Nunca he sido el tipo de persona que se pliega a las normas, y no estoy dispuesta a empezar ahora. Una reina dispuesta a todo por su pueblo. Un rey exiliado con ganas de volcar el tablero. Un Destino desesperado por jugar a ser monarca. Un rey usurpador dispuesto a enmendar sus errores. Una guerra sin precedentes. El destino de todos los reinos está en juego. La batalla final está a punto de comenzar. Ya no hay marcha atrás#
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Seitenzahl: 914
Veröffentlichungsjahr: 2025
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A los muchos personajes que han dado vida a esta historia de una forma que jamás llegué a imaginar cuando escribí las primeras palabras.
Annika
—
–¿Es que no haynadaremotamente apetecible en este barco dejado de la mano de los Destinos? –Examino una manzana picada al resplandor del candil de aceite antes de arrojarla de nuevo a la cesta de desperdicios.
El cocinero del Tempestad, un hombre fornido con una tupida barba gris, para de filetear la pesca del día para mirarme. Eso es lo único que hacen los marineros: miran fijamente a su princesa, pero no le dirigen la palabra.
–¿Y bien? –le espeto–. ¿Es que aquí nadie tiene lengua, salvo vuestro encantadorcapitán? –A quien tiraría gustosamente por la borda si no estuviera convencida de que su tripulación me arrojaría a mí detrás.
–Cómete las raciones del día cuando te las den, u otro lo hará encantado –responde finalmente, con la voz bronca y sin mostrarme ninguna muestra de respeto.
–¿Esa bazofia de avena aguada y cerdo en salazón? ¿A ti te parece que eso es adecuado para un miembro de la familia real de Islor? –Si Corrin estuviera presente, le daría una paliza con una cuchara de madera a este mortal, y yo disfrutaría viéndolo.
–Disculpad mi grosería. ¿Os puedo ofrecer otra cosa? –pregunta con fingida sinceridad, levantando la mano y mostrando la palma. El radiante tatuaje de las lunas crecientes relumbra como una burla provocadora en la penumbra de la cocina del barco.
–Tendría que estar en mi lecho de muerte para alimentarme de tu vena, incluso sinesa marca –replico con sorna. Este hombre no ha visto el jabón en semanas. Muy pocos marineros del barco lo han catado. Es imposible soportar la peste bajo cubierta.
–Puede que eso suceda pronto. –A juzgar por su sonrisa, no parece lamentarlo lo más mínimo.
Jamás un mortal me ha hablado con tanto desprecio en mi vida.
–¿Cómo te llamas, marinero?
–¿Por qué?
–Para decírselo a mi hermano, el rey,lapróxima vez que lo vea. Estoy segura de que le encantará oír lo mucho que disfrutabas con mi sufrimiento.
Resopla.
–Me llamo Sye, y todos vimos perfectamente lo que dejamos atrás cuando huimos de Cirilea. Poco rey se puede ser sin un trono en el que sentarse. Además, probablemente esté muerto, o muy pronto lo estará.
Su insensibilidad me provoca un estremecimiento. Puede que mi hermano gemelo me abandonara en Cirilea en medio de una rebelión, y sí, es cierto que apenas nos toleramos, pero... lo único que me queda son mis hermanos. Eso, y una ciudad en llamas sobre la que una gigantesca bestia proyectaba una sombra que no se parecía a nada que hubiera visto antes.
–Puede que yo sea la única persona de la familia real que sigue viva: en tal caso, eso me convertiría en la reina.
–Bueno, reina, cómete una galleta si quieres y deja de incordiarme. Tengo trabajo. –Señala con el cuchillo el estante con la cesta de obleas como piedras y le corta la cabeza a un pescado.
Me tienta la cuchillera de la cocina, a mi izquierda. Probablemente podría atravesarle la yugular a este sucio mortal con uno de los cuchillos antes de que tuviera oportunidad de gritar. Pero me serviría de muy poco matar al cocinero. Seguiría atrapada en este barco y, encima, rodeada de marineros hambrientos.
–No se te ocurra ninguna tontería –me advierte Sye, fijando los ojos en la cuchillera–. Somos muchos y tú una sola.
–No soy ninguna bárbara. –Decido llevarme dosgalletas, el doble de la ración del día, y una manzana magullada.
Sye frunce el ceño.
–¡Anda, largo de aquí!
Tengo cerca una garrafa de hidromiel. Por impulso, la rodeo con el brazo. Subo las escaleras con la cabeza alta, intentando no tropezar con el peso mientras abrazo el incómodo recipiente y lo aprieto contra mi pecho.
La luz plateada de la luna de Hudem brilla contra el océano, resaltando la ausencia de tierra hasta donde alcanza la vista.
–¿Es necesario navegar tan lejos de la costa? –me quejo a nadie en particular.
–Sí, si no queremos perforar el casco e irnos a pique y morir –responde el capitán Aron desde el timón.
–Doy por sentado que moriremos en cuanto nos encuentren las sirenas.
–Si no se levantan los vientos, no llegaremos tan lejos.
El aire es cálido y pesado, y las velas cuelgan flojas. Apenas hay ondas sobre el agua.
Me echa un vistazo antes de fijarse en mi botín.
–Veo que has encontrado la cocina.
–Y a tu asqueroso cocinero.
Sonríe.
–Sye es muy estricto con las raciones; le has debido de incordiar mucho para que te permitiera salirte con la tuya.
Me siento en el suelo y le quito el corcho a la garrafa.
–Se me ocurrió que, cuando vaciara esto, todos mis problemas desaparecerían.
–¿No habéis encontrado lo que buscabais, alteza? –dice esa desagradable voz.
Cuento hasta cinco antes de rebajarme a prestar atención a Tyree, y me encuentro con unos ojos azules cristalinos clavados en mí. No hace falta que el príncipe ybarisano explique a qué se refiere. Al menos la cuarta parte de los marineros de este barco portan tatuajes resplandecientes, y no pondría la mano en el fuego por los que no tienen ninguna marca. Pero llevo días sin alimentarme. De haber sabido que se estaba avecinando la rebelión, no habría perdido un minuto siendo educada con Dagnar: le habría hundido los colmillos de inmediato.
–Tienes un aspecto horrible –le suelto. Está peor que antes: su tez aceitunada ahora tiene una palidez enfermiza.
–Por qué será –bufa, girando en la mano la daga con la que lo apuñalé. Aprieta en el puño el mango de bronce forjado del cuerno de Aminadav–. No es solo una hoja forjada con merth, ¿verdad?
–Supongo que mi padre consideró que algún día necesitaría un arma especial. –Tenía dieciséis años cuando me la regaló y me advirtió que no la usara nunca, salvo que estuviera en una situación extrema, ya que el más mínimo rasguño podía resultar fatal.
Tyree se revuelve con una mueca de dolor. El fajín que le arrancó a mi vestido está empapado en sangre. Su herida sigue chorreando aunque haya pasado más de un día.
–¿Qué me está haciendo exactamente?
Me encojo de hombros.
–Ni idea: nunca había apuñalado a nadie. Aunque me alegro de que hayas sido el primero.
Vuelve a girar la hoja.
–Tal vez debería devolverte el favor.
La verdad es que es sorprendente que Tyree nome haya apuñalado todavía.
–Sigo siendo más valiosa para ti viva.
Me dedica esa sonrisa tan suya, fanfarrona y exasperante, y extiende una mano; el brazalete liso de ónice que lleva en la muñeca es un precioso grillete. Atticus le puso los dos para impedir que el enemigo ybarisano tuviera acceso a su afinidad élfica. Al final, fue inútil: consiguió escapar, matar a varios guardias y secuestrarme.
–Ten un poco de compasión por un moribundo y dame algo de beber.
Le quito el corcho a la garrafa, lleno la taza metálica y la apuro de un trago, salpicando de hidromiel mi vestido destrozado.
Él sonríe.
–Eh, capitán, ¿a que mi futura esposa tiene carácter? ¿Te imaginas cómo será nuestra noche de bodas?
–¡Eso jamássucederá! –siseo, lanzándole la taza vacía a la cabeza.
Tyree la atrapa al vuelo con unos reflejos que sigo subestimando. Son increíbles, a pesar de continuar desangrándose lentamente.
Ahora me he quedado sin taza.
–Tomaré ahora ese trago, muchas gracias. –La agita en el aire–. Es lo menos que puedes hacer después de que te salvara de la turba.
–Me las habría arreglado perfectamente. Conozco todos los escondites del castillo.
Sus ojos están desnudos de su malignidad habitual cuando suspira hondo y prueba con un tono más conciliador:
–Por favor, Annika. Estoy agotado y sediento, y agradecería algo que me calmara el dolor.
Una punzada de culpabilidad se agita en mi interior. Podría haberse cobrado venganza cientos de veces, pero no me ha hecho ningún daño.
–Mira, incluso voy a guardar la daga aquí. –Se gira con una mueca y desliza la hoja dentro del cajón de madera donde está subido, dejándola fuera de su alcance.
Me pongo de pie de mala gana y arrastro la garrafa.
Jadeo bruscamente al inhalar una vaharada abrumadora de la dulce esencia de neroli. Me arden los colmillos, suplicándome que les permita salir. Es muy mala idea estar tan cerca de él cuando llevo tanto tiempo sin alimentarme, pero sé que su sangre es tan tóxica como la de los mortales marcados del barco y me provocaría una muerte agónica con idéntica rapidez.
Tyree se queda callado mientras le lleno la taza y miro cómo bebe. La marcada nuez de su escultórica garganta sube y baja a cada trago que da. Es una lástima que sea tan odioso. Hasta yo soy capaz de admitir que es atractivo: su espesa melena oscura se riza en una onda sensual en la nuca y su mandíbula cuadrada contrasta con sus labios carnosos.
¿A qué sabría su sangre ybarisana?
Dicen que es eufórica.
Orgásmica.
–Entonces, ¿cómo funciona? –Tyree se queda mirando la brillante luna de Hudem, casi en su apogeo–. Si folláramos ahora mismo, tendríamos garantizada la descendencia, ¿verdad? Vamos, Annika, ayúdame a salvar mi linaje. –Extiende los brazos y me presenta las caderas–. Sé que lo estás deseando.
No funciona así –no estamos en el ninfeo y él no es un inmortal isloriano–, pero no le respondo; le arrebato la taza de la mano y se la tiro a la entrepierna. Todos los marineros de la cubierta, incluido el capitán, se ponen a gritar mientras me alejo.
–Tranquilizaos, que no lo he desperdiciado todo. –Además, ha valido la pena. Quizás el olor a hidromiel mitigue el perfume mucho más atrayente que me persigue. Me sirvo otra taza y observo la luna de Hudem, cuyo resplandor plateado es casi cegador. Nunca en mi vida la había visto tan brillante y baja, pero la verdad es que jamás había estado en el mar en la fecha.
–¿Es normal que se vea tan brillante en el agua? –pregunta Tyree, fijándose también.
–Ajá. Intento no pensar mucho en esa luna. Nunca me ha traído nada bueno –murmura el capitán Aron, pero la estudia con expresión perpleja.
En cualquier caso, es una vista preciosa.
Respiro hondo, aspirando la cálida brisa marina mientras el globo plateado comienza a oscurecerse, pasando el cenit de Hudem; uno que seguramente figurará en los libros de historia de Islor vinculado a la gradual decadencia de mi familia.
Pero...
Frunzo el ceño.
Algo ha cambiado.
Me doy la vuelta.
Tyree sigue ahí, sigue respirando.
Sigue observándome como un depredador que espera pacientemente la oportunidad de hacerse con su presa. Me acerco hacia él, hacia el aroma de su tentadora sangre ybarisana.
–¿Pasa algo, Annika? –Me mira con recelo.
–No. Solo... –Vuelvo a inhalar. Todavía puedo captar el olor de su sangre, de la sangre de todos los mortales que me rodean.
Pero el ansia inconfundible que me atormentaba hace un instante ha desaparecido de repente.
A lo lejos, un chirrido sobrenatural llena la noche.
Sofie
—
–Ten cuidado, mi amor. –Elijah me aprieta la mano mientras paso por encima de un cadáver.
–Estoy pendiente. –Pero, a pesar de mi vista aguda y de los rayos plateados de la luna que brilla en lo alto, es todo un reto evitar pisar cuerpos según nos acercamos al castillo. Hay una enorme brecha de destrucción en medio del jardín real y los restos cenicientos de los árboles continúan humeando. Se han derrumbado estatuas que probablemente fueron grandiosas–. ¿Qué clase de criatura habrá provocado esta carnicería? –Seguramente no era un ser mortal. El cuidado césped luce cuchilladas que parecen proceder de las garras de una bestia.
–Una poderosa que pronto se inclinará ante mí.
Levanto la mirada hacia mi marido, todavía sin acabar de creer que, después de casi tres siglos, vuelva a estar a mi lado, en carne y hueso, y tenga su mano en la mía.
Lo encuentro distinto. Los interminables años en la Nulidad lo han endurecido. Supongo que era de esperar que ya no fuera el mismo.
–Me pregunto qué provocó esta batalla. –He visto antes los estragos de la guerra: ciudades derrumbadas, cadáveres abandonados a su suerte o a la putrefacción.
–Reyes débiles. –La mandíbula de Elijah es firme, resuelta.
Abro la boca para preguntarle qué quiere decir –y cómo lo sabe– cuando un grupo de soldados elfos bañados en sangre cruza a toda prisa las puertas del castillo.
–Ah, bien, nos habéis encontrado –dice Elijah en tono cordial, diría que incluso alegre.
–¡Identificaos! –exige un soldado fornido, adelantándose a los demás mientras empuña su espada, preparado para atacar.
Pero Elijah se mantiene sereno, imperturbable.
–Soy vuestro rey.
El hombre suelta una carcajada que se contagia a los demás.
–Nuestro rey está en el este, luchando contra los traidores de Islor.
–Ese rey ya no gobierna nada más que sus propios fracasos. Ahora yo gobierno aquí.
Los ojos del soldado centellean al caer en la cuenta.
–Proclamas traición a la corona. La pena por ello es la muerte. –Levanta la punta de su espada hacia el pecho de Elijah.
Invoco los hilos de mi afinidad –no he llegado tan lejos para perder a mi amado por una espada–, pero, antes de que pueda levantar un escudo, Elijah alza la mano libre y el soldado estalla en llamas. Los demás saltan hacia atrás y sus gritos resuenan en el paisaje.
Mi pulso se acelera y palpita en mis oídos.
Elijah no tenía afinidad con Malachi.
–¿Quién soy? –pregunta. Su voz retumba en la noche.
La pregunta se dirige a los soldados, pero cierro los ojos con fuerza, resistiéndome a aceptar la respuesta que retumba en mi cabeza. No, no, no... No puede ser.
Pasan unos instantes y luego, uno a uno, los soldados se arrodillan, murmurando «majestad».
Aprieto los dientes y me giro para observar a mi marido, mi verdadero amor, el alma a la que me he aferrado durante casi trescientos años. La niebla en la que estaba envuelta se despeja y la realidad cobra cuerpo.
Este era el plan de Malachi desde el principio.
No me atrevo a acusarle en voz alta, pero no es necesario. Curva los labios en una sonrisa cómplice.
–Ven, mi reina, y gobernaremos todo juntos.
Romeria
—
El amanecer pinta el cielo con los colores de la limonada rosa y la visteria, ignorante de la sangre que empapa la tierra y de los innumerables cadáveres que la ensucian.
–¿Se acabó? –La adrenalina y el miedo me han mantenido en pie todo este tiempo, durante una noche que a ratos se me ha hecho interminable. Noto que se me doblan las piernas y mis brazos flaquean. Nunca he estado tan cansada en toda mi vida, ni siquiera cuando vivía en la calle y tenía que dormir siempre con un ojo abierto, pendiente de las amenazas.
–De momento. –Zander se acerca a mí, con la respiración entrecortada y la armadura empapada en sangre negra como la tinta. No se separó de mí mientras las bestias emergían de la Grieta y abatió a todas las que conseguían escapar de las espadas y flechas de la sangrienta batalla.
Le acaricio con la yema del dedo la nueva línea plateada que tiene en la garganta, una herida casi mortal de una criatura parecida a un lobo que se aprovechó de un nethertauro que embestía para cubrirse tras él y acercarse demasiado. Lo curé al instante con mi magia de invocadora clave mientras la batalla estallaba a nuestro alrededor.
Zander tensa la mandíbula, me agarra la mano y me besa los nudillos. Un agradecimiento silencioso por salvarle la vida, tal vez.
Al su lado, Abarrane clava la espada con saña en un bulto envuelto en una capa que estoy convencida de que ya está muerto.
Me estremezco al reconocer el cuerpo. Es un hag: un monstruo horrible que camina erguido como si fuera humano, pero con los ojos negros y la piel gris de un muerto viviente. Cuando anoche apareció el primero y divisé sus hileras de dientes afilados al soltar un chillido espantoso, grité y lo incineré con un rayo de fuego. Tras él aparecieron cinco más, despidiendo un hedor que me hería los ojos. Zander aprovechó mi llama para acabar con ellos.
Prefiero enfrentarme a un grifo antes que a otra de esas cosas.
–La mayoría de estas bestias prefieren el amparo de la noche. Tendremos el día para recuperarnos. –Jarek se acerca al cadáver de un nethertauro y limpia la hoja de su espada contra él, deshaciéndose de las tripas adheridas. Mientras Zander se situaba a mi izquierda, mi fiel comandante de la Legión masacraba sin piedad a mi derecha. Ahora parece el póster de una película de guerra, con sus trenzas normalmente rubias manchadas de negro.
–¿Me estás diciendo que tendremos que repetiresto esta noche? –Sacudo la cabeza y mi voz débil suena levemente histérica. ¿Habrá tiempo suficiente para descansar?
–Tal vez no. A estas bestias no les gusta la peste a muerte de su propia especie, así que es posible que se alejen de aquí. Finalmente encontrarán otro punto por donde subir. –Se pone en pie con una mueca de dolor, mientras se aprieta el costado con la palma de la mano: un inútil intento de contener el tajo que le hizo un monstruo que le rasgó el cuero de ropa hasta llegar a las costillas.
–Jarek. –Busco mis afinidades automáticamente para curarle, pero no encuentro un solo hilo que pueda agarrar. El pozo se ha secado tras horas de lanzar llamas, flechas de hielo, balas de piedra y todo lo que se me ocurría. No sé en qué punto de la noche emplear mis afinidades se convirtió en un proceso tan natural como respirar. Ahora que no puedo acceder a ellas, me siento desnuda.
–Esa cosa se movía mucho más rápido de lo que esperaba. –Señala con la barbilla a una pequeña criatura que me recuerda a una hiena, pero con la piel azul y escamas en la columna vertebral–. Afortunadamente, sus garras no eran gran cosa.
–Lo bastante grandes como para abrirte en canal –contraataco–. Podemos llevarte a un sanador del lado ybarisano.
–Estoy bien, Romeria. Solo es un rasguño. No necesito que nadie me haga de madre. –Sus ojos color ceniza me taladran cuando usa mi nombre de pila en lugar de mi título. Es el único que se atreve a hablarme así, especialmente delante de los demás. Jarek y yo siempre hemos tenido una relación poco convencional, pero la aprecio.
–Hay muchos otros que están peor. –Zander señala con la espada y me fijo en el paisaje sangriento.
A la luz del día, finalmente entiendo el alcance de la carnicería en la Grieta. Innumerables bestias yacen en montones inmóviles mientras soldados cubiertos de sangre –islorianos e ybarisanos por igual– deambulan, dando patadas al azar y clavando espadas como si quisieran asegurarse de que los cadáveres no se van a levantar.
También hay soldados caídos. Se me encoge el corazón mientras busco caras, pero es imposible distinguir a nadie entre la sangre y los cascos de las armaduras.
–¿Dónde está Elisaf? ¿Y Radomir? Y... y...
–Elisaf está allí. –Zander señala a una figura solitaria que observa la matanza con un aturdimiento exhausto idéntico al nuestro.
Los ojos de mi antiguo guardia nocturno se encuentran con los nuestros y comienza a acercarse.
Me invade una oleada de alivio.
–¿Y los demás?
–Pronto nos encontrarán.
–¿Y si no lo hacen? ¿Y si...? –Soy incapaz de terminar la frase. Cuando empezó la batalla los teníamos al lado, pero ¿dónde están ahora? Soy incapaz de soportar la idea de perder a otra persona. La herida que tengo en el corazón por la muerte de Gesine aún está demasiado fresca.
–Entonces, lucharon con valentía, y nosotros continuaremos peleando en su honor –declara Zander con calma, como si percibiera mi pánico creciente.
–¡Majestad! –grita entonces Gaellar. Se acerca cojeando, con un escudero desgarbado al lado.
–Me alegra verte, comandante. –Zander inclina la cabeza–. El ejército de la Grieta luchó valientemente.
–Así es. Pero, de no ser por vuestra presencia, me temo que el resultado habría sido muy distinto. –Me mira y me fijo en que, donde antes solo anidaba la aprensión por una princesa ybarisana convertida en reina, por una invocadora clave, hay algo muy distinto ahora. Algo parecido a la admiración.
¿Qué aspecto debía de tener cuando me brillaban los ojos en plata mientras conjuraba armas de la nada? Al menos me quité el vestido alado y la corona antes de Hudem, y los sustituí por cuero, mucho más práctico, que me procuró Abarrane.
–Majestad. –Hace una reverencia.
–¿Sabes cuántos hemos perdido? –pregunta Zander.
–No tantos como los que seguimos en pie, pero no os buscaba por eso. Se acercan jinetes desde el sur.
Zander se gira en la dirección, pero no se ve nada con la multitud de tiendas y cuerpos.
–¿Qué estandarte llevan?
–El de Kettling.
Le tiembla un músculo de la mandíbula.
–Debe de haberlo mandado Atticus.
–Ya han coronado la colina. La caballería se mueve rápidamente.
–¿Vienen en nuestra ayuda o contra nosotros?
–No han enviado un mensajero por delante para parlamentar; puede que vieran la batalla y vengan a prestar apoyo. –Pero la expresión del rostro de Gaellar deja patente su preocupación.
–¿Y qué sucederá cuando vean que no estamos luchando contra Ybaris? –Zander se queda mirando el campo de batalla.
–Se centrarán de nuevo en la ilegítima pretensión al trono de Atticus –replica Abarrane con contundencia, acercando la mano al pomo de su espada.
Gaellar endereza el cuerpo herido.
–El ejército de la Grieta está con vos, majestad.
Zander suspira pesadamente.
–Te lo agradezco.
El significado está muy claro.
–¿Os habéis vuelto todos locos? –exclamo–. ¡No podemos luchar contra ellos!
Zander se sonríe ante mi estallido, pero sus ojos no muestran el menor atisbo de diversión.
–No, no podemos meternos en otra batalla justo después de esta –asiente–. Pero puede que no tengamos otra opción si no conseguimos hacerles entrar en razón.
–Bellcross no está muy lejos. –Aunque ayer me resultó difícil de calibrar mientras volaba en las garras de Caindra–. ¿Viste el estandarte púrpura?
Gaellar se vuelve hacia el escudero que tiene al lado, que niega con la cabeza con vehemencia.
–Aun así, si tuvieran otro ejército a sus espaldas, se lo pensarían dos veces antes de atacar.
–Lord Rengard está marchando hasta aquí para luchar contra el ejército ybarisano, no contra Islor –dice Zander–. Ignoro si deseará involucrar a sus hombres en esto. Además, no podemos luchar contra nuestro propio pueblo. Los necesitamos a todos.
–Entonces, ¿cuáles son vuestras órdenes, majestad? –pregunta Gaellar, aguardando con expectación una respuesta que Zander no tiene.
Se cierne un silencio agotado sobre nuestro pequeño grupo mientras nos esforzamos por encontrar una solución. Hace apenas unos días estuvimos en una situación similar, enfrentados a un enorme ejército de ybarisanos y una reina despiadada que nos aguardaba al otro lado del puente: unos enemigos contra los que no podíamos permitirnos luchar cuando nos aguardaba un oponente mucho peor.
Entonces teníamos una ventaja considerable. Bueno..., técnicamente, dos, si me incluyo a mí misma.
–Vale. Nos reuniremos con ellos en el frente y se lo explicamos –declaro.
Zander resopla.
–Haces que parezca tan simple...
–Lo es. Y nos escucharán.
–¿Y eso por qué?
–Porque latenemos a ella. –Señalo a la dragona que está encaramada en el muro. La luz del amanecer refulge en sus alas membranosas y sus escamas de color índigo.
Como si me hubiera oído, Caindra echa la cabeza hacia atrás y suelta un rugido ensordecedor.
Zander tuerce la boca en una sonrisa sombría.
–Vayamos a su encuentro, entonces.
Gaellar gira sobre sus talones y nos guía a través de la refriega.
Como predijo Zander, los legionarios acaban encontrándonos mientras avanzamos. Están bañados en sangre y cubiertos de vísceras, pero respiro de alivio al ver que están todos.
Jarek y Drakon se agarran de las muñecas en un saludo mudo cargado de intención.
–Hay que curar eso. –Jarek señala el corte que atraviesa la frente del pelirrojo, justo por debajo del pelo, y pinta su rostro con ríos escarlata. Esa herida probablemente habría matado a cualquier mortal. No me cabe duda de que el legionario lucirá orgullosamente la cicatriz plateada cuando se cure, pero ahora mismo es un espectáculo horrendo.
–No es nada...
–Espera un momento –ordena Jarek. Ignora las protestas de Drakon mientras rasga una tira de lona de una tienda cercana y se la ciñe en torno a la frente.
Drakon pone una mueca de dolor cuando Jarek aprieta la venda antes de hacerle un gesto para que nos siga.
–¿Qué? –me suelta Jarek cuando me ve la sonrisa.
–Nada. Estaba pensando que, hace nada, alguien me acusó de portarme como unamadre.
–Todavía está débil por el tiempo que pasó con los retoños y es demasiado estúpido para aceptar que las bestias de la Nulidad pueden matarlo –murmura Jarek, mirando su costado supurante con mala cara.
–Mira quién habla... –Mi suave reprimenda muere en mis labios mientras seguimos a Zander, que se abre paso entre los soldados a un ritmo endiablado, con Elisaf al lado. Los que son capaces de moverse se apartan a su paso mientras los murmullos de «majestad» brotan de sus labios. Sus rostros van del dolor al agotamiento, pasando por el delirio, pero todos los ojos muestran el mismo brillo confuso e irreal. Seguramente se deba a la repentina ausencia del deseo de sangre. Algunos llevan viviendo cientos de años impulsados por esa necesidad básica.
–¿Te has fijado en el suelo? –Zander señala las briznas de hierba del color de la absenta que brotan donde antes solo había rastrojos pisoteados y tierra dura. Me echa un vistazo por encima del hombro.
–Tiene que ser cosa de las ninfas.
–Supongo que sí.
Me quedo pensando en Ulysede. Ya ha pasado la luna de Hudem y esas criaturas han llegado a este mundo. ¿Qué significará eso para nosotros, aparte de la liberación de la maldición de la sangre que ha asolado a este pueblo durante dos mil años? No sabemos prácticamente nada de las ninfas. Gesine dijo que, según las visiones de las videntes, eran anárquicas y estaban encantadas de cobrarse un alto precio a cambio de sus favores.
¿Habrá cambiado Islor una maldición por otra?
–Pronto tendremos respuestas –dice Zander, como si me leyera la mente.
–¿Qué clase de bestia de la Nulidad hace eso? –inquiere Elisaf, señalando un cuerpo tendido en la hierba fresca.
Frunzo el ceño en cuanto me fijo en la calavera bajo el casco.
–Sea quien sea, parece que hubiera muerto hace años. –Las falanges huesudas continúan aferrando la empuñadura de la espada. El soldado no es más que un esqueleto forrado de metal, desnudo de carne y de músculos.
–Hay más así. Por ahí he visto al menos una docena –señala Elisaf.
–Sí, nosotros también los hemos visto –grita Drakon desde atrás, apretándose la tela empapada de sangre de la herida de la frente con la mano–. Pero no sabemos qué acabó con ellos.
Zander frunce el ceño mientras estudia detenidamente las pocas criaturas que yacen a nuestro alrededor.
–No hay nada que podamos hacer por estos soldados ahora, salvo darles un entierro digno. Debemos centrarnos en los vivos. –Continúa andando.
Pero yo me paro en seco mientras asimilo el sufrimiento que nos rodea. Dentro de «los vivos» se incluyen muchos que apenas lo están, a juzgar por sus gemidos agónicos. Me estremezco al ver a un soldado que viste la armadura dorada de Ulysede doblado en dos, con las manos en el estómago para evitar que se le salgan las tripas. Horik regresó así tras una batalla con un hag y Gesine tardó toda la noche en salvarle. Cerca de allí, un soldado muy pálido se apoya en el cadáver de un nethertauro. Su brazo izquierdo cuelga inerte, sujeto por nada más que tendones.
–Romeria –me llama Zander al darse cuenta de que no le sigo–. Debemos continuar.
Sacudo la cabeza en un silencioso rechazo a seguir adelante y pasar de largo como los demás. Algunos de estos soldados no sobrevivirán a sus brutales heridas, a pesar de su habilidad élfica para curarse.
–Tenemos que dividir a todos los soldados en grupos y poner a los que tengan las peores heridas en una zona, para que reciban tratamiento primero.
Con un suspiro, Zander regresa sobre sus pasos. Su expresión se vuelve menos severa.
–No puedes curar a ninguno. No hasta que descanses –me indica con suavidad–. Y, aun así, es imposible que los ayudes a todos.
–Lo sé. Pero hay sanadores al otro lado del puente.
–Estás dando por sentado que no estarán ocupados curando miembros y heridas entre los de su bando.
–Ya no hay bandos. Estamos todos juntos en esto. –Pero tiene razón. No tenemos ni idea de cómo se las habrá ingeniado Ybaris contra el aluvión de monstruos. El cielo ardía con constantes ráfagas de fuego y explosiones de piedra de las Sombras de Mordain. Cualquier bestia que lograra atravesar esa barrera se habrá encontrado con las espadas ybarisanas, lideradas por Kienen.
¿Seguirá vivo mi nuevo comandante ybarisano? Dios, eso espero. Es la única persona en la que confío en Ybaris, aparte de Agatha, la vieja invocadora que conspiró junto a Gesine y viajó de polizón en un carro para encontrarme.
¿La Maestra Escriba habrá sobrevivido a la noche?
Zander frunce los labios, pero asiente. Le hace señas a un soldado y ordena que se reúna y separe a los heridos según su estado.
–Llevad a los más graves a las tiendas de los oficiales –añade Gaellar.
Zander se vuelve hacia Elisaf.
–Que traigan sanadores, por orden de la reina de Ybaris. Todos aquellos de los que puedan prescindir.
Elisaf contiene el jadeo –nadie tiene la menor gana de cruzar la Grieta después de ver todo lo que salió arrastrándose y volando de ella–, pero asiente.
–Dalo por hecho. –Se da la vuelta y regresa por donde hemos venido.
Zander me agarra la mano.
–¿Mejor así?
–No –refunfuño mientras veo a los sanos levantar a aquellos incapaces de andar–. Me siento tan impotente...
Me dedica una suave sonrisa.
–Sé que te preocupas por los demás de una forma que parece ajena a los de mi especie. Y es loable. Pero hemos hecho lo que hemos podido al delegar ese trabajo; ahora tenemos un asunto urgente que no podemos encomendar a nadie.
–El ejército de Kettling.
–El ejército de Kettling. El ejército de Atticus. –Señala a Abarrane con la barbilla–. Consíguenos caballos.
En cuestión de minutos, estamos en las monturas y nuestra pequeña compañía gana terreno rápidamente. Los soldados nos abren pasillo y nos alejamos del borde del campamento.
Gaellar no exageraba. La caballería se despliega como un nubarrón de tormenta por el vasto terreno y el estandarte verde ondea en aire.
–No están frenando –observa Jarek. Su caballo agita las patas delanteras, probablemente sintiendo la aprensión de su jinete.
–Los obligaremos a frenar. –Me bajo de la silla y casi se me doblan las piernas del cansancio–. Sujétalo, ¿quieres? –Le lanzo las riendas a Jarek.
Zander frunce el ceño.
–¿Dónde crees que vas?
–Hoy no me apetece que me tiren de un caballo. –Me alejo de los demás y escudriño el muro en busca de la aterradora criatura encaramada como una monstruosa gárgola que escupe fuego. No se mueve, pero incluso a esta distancia siento sus ojos violetas clavados en mí.
Me trago mi aprensión y rezo para que esto funcione.
–¡Caindra! ¡Te necesito!
Con un chillido estridente que resuena en el cielo, la dragona sale despedida hacia lo alto. Sus alas gigantescas baten con tal potencia que el polvo se arremolina en el suelo. Contemplo con una mezcla de pavor y asombro el enorme cuerpo que se dirige hacia nosotros. La luz del sol provoca destellos en sus escamas índigo y jengibre.
Nuestros caballos patean y tiran de las riendas al sentir que la cercanía del depredador. No le costaría lo más mínimo apresarlos en sus garras. La he visto hacerlo antes.
Zander baja de su montura y se acerca a mí.
–¿Cómo sabías que vendría?
–No lo sabía. Ha sido una corazonada. –Siento una conexión entre ambas. Tal vez se deba a que conozco su secreto, su otra vida como dueña de un burdel, cuando se escondía a la vista de todos entre plebeyos y reyes, o tal vez sea porque ella misma me dijo que era nuestra aliada.
No le quito los ojos de encima mientras los profundos ojos avellana de Zander no se apartan de mi rostro y noto su mano deslizándose por mi cadera.
–Me pregunto si alguna vez dejarás de sorprenderme.
Extiendo la mano y sigo con la yema la línea angulosa de su mentón. Aunque tenga la cara y el cabello dorado empapado de la sangre negra de las bestias, es el hombre más atractivo que he visto en mi vida.
–Espero que no. Tenemos muchosaños por delante. Acabaría siendo aburrido.
Me acaricia la mandíbula y deposita un beso ligero en mis labios.
–Les doy la bienvenida a esos años, aburridos o no.
–No creo que sea el mejor momento para esto –susurro contra sus labios.
–Quizás no, pero desde luego lo necesitaba.
–Yo también. –Cierro los ojos y me deleito con su cercanía, deseando poder fundirme en sus brazos y quedarme allí... para siempre.
El suelo tiembla bajo Caindra cuando aterriza en el claro.
Con un suspiro, Zander se separa de mí y me quita algo del hombro.
–¿Qué era eso?
–Un trozo de diente de un monstruo. –No ve mi cara horrorizada; se gira hacia el ejército–. Tu plan ha funcionado.
Los bramidos se elevan por encima del ruido de los cascos y los estandartes verdes ondean en el aire, pero muy pronto las filas reducen el galope y pasan a ir al trote. A unos veinte metros se separa una docena de soldados a caballo, en formación, alineados como una muralla.
–Por supuesto que ha funcionado. ¿Quién iba a ser tan estúpido como para enfrentarse a nuestra más feroz aliada? –Me acerco hasta Caindra; es la primera vez que la tengo tan cerca desde antes de la luna de Hudem–. Gracias –susurro, estirando la mano para acariciarle el hocico–. Nos has salvado. –Si no nos hubiera librado de los wyvernos que salieron de la Grieta, esta mañana sería muy diferente.
Puede que no estuviéramos aquí.
No noto señal alguna de que me entienda. ¿Recordará siquiera la forma que tuvo antes, como tabernera y guardiana de los secretos de La Colina de la Cabra, ahora que han venido las ninfas y se ve relegada a permanecer en forma de dragón? Supongo que nunca lo sabré. No hay forma de preguntárselo.
Me reflejo en sus ojos violetas y veo el rostro de la princesa Romeria que he tenido que aceptar como mío en este mundo. De inmediato pongo mala cara al contemplar mi melena salvaje, despeinada, erizada y apelmazada con costras de sangre. Tengo manchas negras en la frente y las mejillas.
–¿Por qué nadie me ha dicho que tengo esta pinta? –Solo he tocado a estas bestias con mis afinidades.
–¿Pinta de haber sobrevivido a una batalla? –comenta Zander en tono humorístico–. No te creía tan superficial.
–¡Pinta de haberme metido de cabeza en un barril de tinta!
–Estoy deseando ayudarte a lavarte –me susurra en un tono muy poco adecuado a la situación en la que nos encontramos.
Jarek se acerca junto a Abarrane con las espadas desenvainadas. Han dejado los caballos en manos de Gaellar.
–Habéis tenido mejor aspecto –sentencia Jarek, y toma aire–. También habéis olido mejor.
Caindra resopla por las fosas nasales y me golpea una bocanada de aire caliente.
–Ah, así que eso te ha hecho gracia, ¿eh? –protesto yo.
Recibo un segundo resoplido como respuesta. Al menos ya no se la ve deseosa de partir a Jarek en dos con las garras.
–¿Cuál es el plan? –pregunta este, evaluando a los soldados con los ojos entrecerrados.
Zander los observa con la misma intensidad.
–Esperemos a ver a quién mandan a parlamentar...
–¡Allí! –Abarrane apunta con la espada el estandarte púrpura que se alza a lo lejos.
Zander hunde los hombros de alivio cuando el representante de Bellcross atraviesa el muro de caballos.
–Esto lo cambia todo. Venid. Nos reuniremos a mitad de camino.
–Asegúrate de que se comporta. –Jarek señala con un dedo acusador a Caindra, que gruñe como respuesta, provocando que el legionario ponga los ojos en blanco antes de volverse.
–Por supuesto que se comportará –replico–. Lord Rengard es nuestro aliadoy necesitamos este ejército. –Le lanzo una mirada cómplice a Caindra y me reúno con los demás.
Una compañía de veinte jinetes avanza hacia nosotros en dos grupos con una notable separación entre ellos.
Al primero que distingo es a Lord Rengard, con su armadura reluciente a la luz matutina y un característico penacho púrpura. Ni siquiera la ominosa situación le borra la sonrisa cuando descabalga. Los soldados que llevan el emblema de Bellcross en sus escudos se apresuran a imitar a su señor, mientras que los soldados del este, bajo el estandarte verde, permanecen en sus caballos con expresión cautelosa.
–Hacía tiempo que no os veía cubierto de sangre de bestia, majestad. –Lord Rengard le estrecha la mano a Zander igual que lo hizo la otra vez, cuando nos pertrechó de suministros para nuestro largo viaje hacia el norte, a la Fortaleza de Piedra. Es como si no tuviera al lado un inmenso ejército de miles de hombres a la espera de órdenes.
–Respondiste a mi llamada, querido amigo.
–Cabalgamos tan rápido como pudimos. Siento que no fuera lo bastante.
–No te preocupes: muy pronto tendrás la oportunidad de defender Islor.
Lord Rengard estudia el rostro de Zander con una mezcla de asombro y confusión.
–La última vez que hablamos ibas tras la profecía, en dirección a Venhorn. Parece que la encontraste.
Zander sonríe.
–Eso parece.
–También parece que omitiste unos cuantos detalles importantes en tu carta. –Le echa un vistazo a Caindra.
–Había demasiadas cosas que contar, pero todo se explicará a su debido tiempo.
Lord Rengard se gira hacia mí y pasa un instante antes de que incline la cabeza en señal de saludo.
–Princesa Romeria.
–ReinaRomeria –corrige Zander–. De Ybaris y Ulysede.
Enarca las cejas.
–A su debido tiempo, eso desde luego.
En cuanto concluye el saludo, Zander se fija en la otra mitad de los soldados.
–El ejército oriental, enviado aquí por mi hermano –valora antes de tronar con voz imponente–. ¿Quién os dirige ahora? Sé que no es el general Adley.
Abarrane suelta una carcajada. Al fin y al cabo, fue su espada la que decapitó al hijo de Lord Adley.
–Soy Amos. Dirijo a estos hombres –anuncia un hombre. No lleva penacho de plumas en el casco ni una armadura imponente; no hay nada que sugiera su alto rango. Se le ve demasiado joven para comandar un ejército, aunque sé que, tratándose de inmortales, las apariencias engañan. Aun así, hincha el pecho.
–Majestad –sisea Abarrane, reprendiendo al oficial como Boaz me hizo una vez a mí–. Estás en presencia del verdadero rey de Islor.
Zander hace un aspaviento para tranquilizarla.
–¿Y quién eres tú para que Lord Adley te haya nombrado general del ejército de Kettling?
Amos se queda callado unos instantes, como si estuviera decidiendo cuánto revelar.
–Para Lord Adley no soy nadie. Nunca he hablado con él. Él no me nombró..., majestad –añade en tono vacilante, echando un vistazo a Abarrane–. Lo hizo el rey.
–El rey. Te refieres a mi hermano –precisa Zander en tono monocorde–. Explícate.
–Su majestad salió de las murallas y nos ordenó partir de inmediato hasta aquí. Yo no estaba al mando en ese momento. Ni siquiera era el segundo al mando. Destituyó a mis superiores y me dijo que yo estaba al mando.
–Superiores. Plural.
–Sí. Cuatro, majestad. –Amos traga saliva–. Los convocó a una tienda, uno tras otro, y supongo que no le gustó lo que le dijeron.
Zander tuerce los labios, pensativo.
–Así que Adley le está dando a mi hermano tantos problemas como me dio a mí. No me sorprende –murmura, más para sí mismo–. ¿Y cuáles fueron sus órdenes exactas?
–Su majestad nos envió aquí, a la Grieta, para luchar contra los invasores enemigos ybarisanos. –Los ojos de Amos se posan en mí y adopta una expresión dura.
Un rugido profundo me estremece por dentro: Caindra gruñe y frunce las fauces, mostrando los colmillos.
El joven general palidece, provocando risitas por parte de Abarrane y Jarek.
Zander los ignora y se acerca a Amos tranquilamente, como si no le molestara el hecho de que el general siga montado a caballo y él esté en el suelo.
–¿Y te dio alguna otra orden, Amos? ¿Algo relacionado conmigo o con su majestad la reina Romeria? –Le observa atentamente.
Amos mantiene los ojos fijos en Zander, como si temiera que nuestras miradas se cruzaran otra vez, aunque solo sea un fugaz instante.
–Dijo que debíamos ayudar al ejército de la Grieta en nombre de Islor, y que él vendría pronto para encargarse de los traidores a nuestro pueblo.
Zander inhala profundamente.
–Entonces, le alegrará saber que puedes seguir sus órdenes sin problemas, general. ¿A qué distancia está la infantería?
–Medio día de marcha, como mucho.
–¡Comandante de la Grieta! –llama Zander hacia atrás. Gaellar se acerca al trote, llevando las riendas de nuestros caballos.
Volvemos a montar y sigo a Zander, que avanza hacia la hilera de la caballería.
Noto el corazón latiéndome en la garganta. Ojalá tuviera poder para levantar un escudo de aire por si vuelan las flechas contra nosotros, pero espero que nadie intente hacer algo tan estúpido como dispararnos.
Incluso agotado por la batalla y cubierto de sangre, Zander se sienta en postura regia sobre su caballo.
–¡Soldados de Islor! Mi nombre es Zander. Algunos me reconoceréis como vuestro rey mientras otros me negaréis ese título. Se avecinan tiempos muy oscuros y no importa qué bando elijáis mientras me escuchéis ahora, porque el tiempo no es nuestro aliado. –Su voz profunda resuena con fuerza y atrae todas las miradas mientras su semental pasea a la derecha y después a la izquierda–. Cirilea está sumida en la rebelión, y desconocemos cuál será su destino. El rey Atticus partió hacia el este para luchar contra los soldados de Kier que los conspiradores lores orientales han acogido en nuestras tierras para conquistar y repartirse Islor. Ellos son los verdaderos traidores, y serán juzgados por ello. –Amos desorbita los ojos: está claro que la noticia es un auténtico shock para él–. Pero Islor tiene problemas mucho mayores que simples traidores. La Grieta se ha abierto.
Se oyen jadeos.
Lord Rengard suelta una maldición entre dientes.
Zander examina los rostros que tiene delante, estudiando las expresiones que van del terror y el miedo a la ira.
–Estoy seguro de que todos os habréis percatado a estas alturas de que hemos entrado en una nueva era, y una en la que habrá esperanza para todos. La maldición de la sangre que nos ha asolado durante dos mil años ha llegado a su fin. El veneno que contamina a los mortales de Islor ya no nos concierne. Esto es gracias a lareinaRomeria de Ybaris.
Lucho contra el impulso de encogerme mientras me fulminan incontables ojos.
–La reina Neilina ha muerto. Bajo el reinado de la reina Romeria, los ybarisanos ya no son una amenaza para Islor. No habrá batalla contra ellos. Ahora estamos unidos contra un enemigo común y, con Ybaris y Mordain al lado de Islor, ¡venceremos! –Su voz proyecta una confianza que intento que cale en mi interior con la esperanza de que se consolide.
Pero, salvo algún que otro relincho y ruidos de cascos, el ejército permanece en silencio. No hay vítores, no hay aplausos, no hay nada que indique dónde están las lealtades del pueblo de Islor ni en qué rey creen.
¿Le creerán?
¿Le seguirán?
Zander asiente para sí mismo.
–La Grieta da la bienvenida a vuestras espadas mientras luchamos por el futuro de Islor. Nuestro reino os necesitará a cada uno de vosotros en los próximos días. –Repentinamente se vuelve en redondo.
Cabalgamos de regreso hacia donde nos esperan Lord Rengard y el general Amos.
–Que se instalen en el campamento lo antes posible –ordena Zander, sin que su tono revele su estado de ánimo.
–¿Cuándo se prevé el próximo ataque? –pregunta Lord Rengard.
Zander sube la vista hacia el cielo azul.
–En cuanto se ponga el sol.
Elisaf nos recibe cuando volvemos al campamento. La sombra de Caindra pasa por encima de nuestras cabezas antes de posarse en su percha de piedra.
–Ya has vuelto.
–No ha hecho falta que cruzara el puente; los ybarisanos ya estaban de camino. El nuevo comandante de su majestad y la líder de las Sombras de Mordain.
Suspiro aliviada. Los dos únicos aliados que tengo han sobrevivido a la noche. No esperaba menos de luchadores tan hábiles, pero temía que los demás ybarisanos supusieran una mayor amenaza para Kienen que las bestias de la Nulidad debido a su lealtad hacia mí.
–Kienen ordenó que le acompañara una docena de sanadores con ellos. Algunos de los más poderosos.
–De nuevo demuestra su valía. –Zander asiente con satisfacción–. ¿Dónde están ahora?
–Algunos sanadores están trabajando en las tiendas. Los otros esperan cerca de las puertas, pero...
–Lo mejor será hablar con ellos de inmediato. –Zander le clava los talones a su caballo.
–Han encontrado a Lord Telor –añade Elisaf rápidamente, deteniéndolo–. Está herido. Hay una sanadora con él, pero no parecía demasiado optimista. –Arruga su bronceado rostro–. No entiendo cómo continúa respirando.
Los ojos de Zander se desvían hacia mí, y leo la pregunta en sus ojos. Quizás Lord Telor sea su aliado político más poderoso en todo Islor, incluso más que Lord Rengard. Pero además es un viejo amigo.
Niego con la cabeza. No noto que haya regresado ni siquiera una chispa de mis afinidades de invocadora.
Elisaf titubea.
–Si queréis hablar con él, yo iría ahora. Está ahí. –Señala con la cabeza una gran carpa cercana.
–Ve con él –le insto–. Nosotros buscaremos a Kienen y Solange.
–De acuerdo. –Zander baja de un salto de su caballo y corre hacia la tienda, no sin antes apuntarme con un dedo acusador–. No cruces al lado ybarisano sin mí. –Se gira hacia Jarek y le dice–: No permitas que cruce a Ybaris sin mí. –Dicho eso, se agacha para entrar en la tienda.
–«No permitas». Qué gracioso –masculla Jarek secamente–. No os conoce lo más mínimo, ¿verdad?
Hago amago de reírme, pero no tengo fuerzas ni para eso. El caos de toda la noche y sus secuelas se va haciendo más pesado a cada instante. El sol brilla con intensidad, pero no tardará mucho en ocultarse y se desatará una nueva oleada de terror.
–Deberías buscar un sanador. Estás muy pálido.
–Después. Hay otros que lo necesitan más que yo. Pero vos, Romeria, deberíais descansar –susurra suavemente.
Me resulta rarísimo oírle hablar en un tono que no sea abrasivo y rudo.
–Lo sé, pero no tenemos tiempo para eso. Kienen y Solange no han cruzado el puente para hacer turismo. –Deben de necesitar hablar conmigo–. Además, tengo que volver a Ulysede para saber qué ha pasado ahora que han regresado oficialmente las ninfas. Y necesitamos saber la gravedad de la situación en Cirilea. Ah, y qué pasa con Atticus en el este. –Bexley dio a entender que no sobreviviría a la batalla que se avecinaba.
–Jarek tiene razón –asiente Elisaf; es raro que ambos estén de acuerdo en algo–. Descansa unas horas. Vamos a buscarte una tienda y...
El ensordecedor rugido de Caindra lo interrumpe en seco. Suena a advertencia, una muy parecida a la que lanzó anoche cuando se acercaban las bestias de la Nulidad.
Giramos la cabeza hacia la Grieta y vemos cómo sale volando un wyverno rojo que bate las alas con fuerza. Los soldados dan la alarma y corren a por sus armas.
Pero no parece tener ningún interés en nosotros; asciende hacia lo alto.
Entonces me llama la atención un destello dorado en sus garras.
–Qué es eso... Lleva algo.
Jarek entrecierra los ojos.
–O a alguien.
Los rayos del sol refulgen contra las telas brillantes que se ondean al viento y diviso un cuerpo acunado.
Noto un nudo en el estómago de terror.
No. No puede ser.
Annika
—
–Te juro que te recompensaré con un colgante de rubí el triple de grande que el de ese anillo si me llevas a Northmost.
–No te creo –replica el capitán Aron, con las manos relajadas sobre el timón del Tempestad. El amanecer trajo consigo una brisa leve, apenas suficiente para hinchar las velas. La tripulación se puso a vitorear.
Me quedo boquiabierta.
–¿Estás cuestionando la veracidad del juramento de un miembro de la familia real?
Suspira.
–¿Dónde está ese colgante? ¿En tu bota?
–No. En la bóveda del tesoro, donde se guardan nuestras joyas más valiosas. ¿Quién guarda joyas en la bota? –añado con sorna.
–Tu compañero me ha prometido un colgante a cambio de llevarte a Westport, y lo lleva en la bota.
–Noes mi compañero. Es mi captor –siseo–. Y tú eres cómplice de su crimen contra la familia real, delito castigado con la muerte. Además,el colgante que lleva en la bota no vale ni la mitad que el que yo te ofrezco. ¡Lo sé perfectamente porque los dos son míos! –Tyree me arrebató todas mis joyas en cuanto llegamos al puerto. Usó mi anillo como trueque y después, cuando el capitán se mostró reticente a navegar hasta el puerto de Skatrana, aumentó la oferta con micollar, y encima lo hizo a regañadientes. Como si se estuviera desprendiendo de suspertenencias más queridas.
–Aun así, me temo que me quedo con el botín que tengo garantizado, no con uno a muchas leguas de aquí, en una ciudad asediada.
Noto cómo crece la rabia en mi interior. Este estúpido no tiene ni la menor idea de los tesoros que albergan nuestras arcas.
–Si fueras listo, harías presión para quedarte también con el otro anillo que me robó. –Una perla blanca engarzada en una banda de oro con forma de coral marino. Un regalo de Zander.
–¿Tiene más joyas que añadir al trato? –El capitán Aron mira al ybarisano, recostado contra un cajón de madera, con la tez cenicienta.
A pesar de su mal estado, Tyree sonríe.
–En mi bota no está. Lo guardé en un sitio más seguro. –Se toca la entrepierna y pongo cara de asco.
–Dudo que sea muy cómodo –declara el capitán Aron, volviendo a mirar el horizonte–. Ni seguro.
–Oh, confía en mí, es muy seguro. Lo mantengo a buen recaudo para la princesa. –El maldito cerdo me guiña un ojo.
–Según los rumores que he oído, creo que el anillo de mi meñique encaja perfectamente en tu polla. –Les doy la espalda mientras el capitán estalla en carcajadas, y me quedo mirando mis tierras en lontananza. Las olas rompen contra las rocas, y entiendo a lo que se refería anoche el capitán. Lo que hay bajo la superficie seguramente destrozaría nuestro casco.
–¿Por qué tienes tanta prisa por desembarcar? –me pregunta Tyree.
–Tiene toda la razón. Después de lo que hemos visto en Cirilea, estamos más seguros en el mar –valora el capitán Aron.
–No, para nada. –Las sirenas no son un cuento de terror sin fundamento que sirva para mantener a la gente apartada de estas aguas. Él, más que nadie, debería saberlo.
El capitán estudia mi vestido destrozado.
–Si lo que necesitas es sangre, estoy dispuesto a ofrecer la mía, por un precio. Yo no he tomado veneno.
Le doy la espalda, y no para ocultar lo mucho que me disgusta su proposición, aunque sea repugnante –es un bruto mugriento y peludo, con la piel picada de granos y los dientes amarillentos–, sino para ocultar mi pánico. Dadas las circunstancias, debería alegrarme de no sentirme desesperada. Pero no me gusta nada no tener respuestas.
¿Por qué ya no siento el ansia de sangre? ¿La luna de Hudem destella en el cielo y la necesidad desaparecede repente? ¿Así sin más? ¿Me pasará solo a mí esto? ¿Cómo es posible? ¿Qué ha sucedido? Necesito respuestas a todas estas preguntas, y no las voy a encontrar en Westport. Eso sillegamos allí.
Pero desde Northmost podría viajar hasta Bellcross y buscar a Lord Rengard. Theon sabrá lo que está pasando y puede que tenga alguna forma de contactar con Zander. Son amigos desde la infancia. Desde luego, se pondrá antes del lado de Zander que de Atticus.
–Ese que no es tu compañero tendrá más posibilidades de sobrevivir atracando en Westport y yendo a Ybaris, donde hay sanadores –observa el capitán Aron, como si eso fuera a animarme.
–¡Pero si fue ella la que me apuñaló! –exclama Tyree con una carcajada–. Te aseguro que Annika esperará a que sea incapaz de sostenerme de pie; entonces me meterá en un carro y me degollará.
–Y recuperaré mi daga de tu cadáver –musito.
–¿Ves? Al menos es sincera. –Tyree sonríe–. Desde Westport, correrá a Shadowhelm y suplicará a los reyes que la acojan...
–Yo no suplico –le interrumpo secamente.
Continúa, ignorándome.
–Teniendo en cuenta que Annika estuvo prometida con su hijo humano, puede que le concedan su protección.
–Todavíaestoy prometida con él. –Técnicamente, al menos. Mi madre hizo los arreglos y nunca se canceló oficialmente–. ¿Y tú cómo es que sabes eso? –Es algo que conoce muy poca gente.
–Después de todo lo que consiguió Ybaris, ¿te sigue sorprendiendo lo que sé? –Tyree suspira pesadamente–. Aunque nunca lo he entendido, la verdad. ¿Por qué iban a desear unos reyes humanos un demonio de Malachi como reina para su pueblo?
–Porque entienden el valor de una alianza, a diferencia de otrasfamilias reales demasiado estúpidas e intolerantes, incapaces de entender nada por culpa de su ignorancia.
–Creo que está hablando de mí –susurra Tyree.
El capitán niega con la cabeza, pero sonríe. Se le ve entretenido con nuestra discusión.
–Y no le habría infectado.
–Pero te habrías alimentado de él. –La diversión ha desaparecido de su rostro.
Me encojo de hombros.
–Si lo permitía, sí.
–Estoy seguro de que eres capaz de ser muy persuasiva. –Hay un brillo frío en sus ojos–. Pero eso ya no tiene importancia a estas alturas.
Espera.
–¿Eso a qué viene? –¿Qué sabe Tyree de lo que me está pasando? ¿Esto también lo han provocado los ybarisanos?
–Porque ahora eres mi prometida.
Cierto. Esa estupidez.
–¡Mentira! Jamás acepté tal cosa.
–Un detalle sin importancia.
–Tu madre tampoco lo ha aceptado, y Atticus nunca tuvo intención de cumplir su palabra. Desde luego que, ahora que me has secuestrado, no lo hará. Te cortará la cabeza. ¡Os las cortará a todos! –Señalo a los marineros cercanos. Algunos se burlan, pero la mayoría bajan la cabeza, esquivando mis ojos, especialmente aquellos cuyas marcas brillan. ¿Por qué su sangre sigue siendo venenosa para mí ahora que ya no la ansío?
Tyree cruza las manos tras la nuca en una postura relajada. El sol brilla contra las múltiples cicatrices plateadas de sus antebrazos fibrosos: los legionarios anularon su afinidad élfica mediante cortes de una espada forjada con merth durante semanas.
–¿Ve lo que me espera, capitán?
Sonrío a pesar de la rabia que se cuece en mi interior.
–Suerte que pronto estarás muerto.
Se encoge de hombros.
–Puede que no. A veces hay sanadores en Westport.
–Probablemente no lo bastante fuertes como para arreglar eso. –Señalo con la cabeza su muslo. La herida aún rezuma sangre. La daga que mi padre me regaló es tan letal como me advirtió.
–He oído rumores de que hay una poderosa invocadora que viaja con el rey exiliado y la princesa ybarisana –comenta el capitán Aron, desviando la conversación de nuevo hacia Islor–. En las montañas de Venhorn, que están solo a unos días de viaje de Northmost.
–Sí, conozco a la invocadora Gesine –masculla Tyree. De pronto se evapora todo rastro de humor de su tono–. Aunque lograra encontrarla, me temo que me mataría más rápido aún de lo que lo hará mi futura esposa.
–Pues me cae bien –declaro con ironía mientras Tyree pone los ojos en blanco. Me encantaría saber cómo Zander acabó uniendo fuerzas con esa invocadora, pero mi hermano mayor ha estado guardando muchos secretos.
–Puede que esa sea una muerte más misericordiosa que la que nos espera en el mar si no conseguimos evitar el desastre. –El capitán Aron mira al norte y clava la vista en el horizonte.
Romeria
—
El hedor a muerte invade mis fosas nasales mientras cabalgamos por el campamento en dirección al puente. Hay muy pocos soldados desocupados: muchos se dedican a arrastrar cadáveres hasta la Grieta. Los cuerpos demasiado grandes que son incapaces de mover están rodeados de leña, preparados para prenderles fuego al anochecer. Según Radomir, que ha sido un retoño y ha sobrevivido en estas montañas entre las bestias de la Nulidad, la combinación del olor a carne quemada de los monstruos y el del fuego es un poderoso elemento disuasorio.
–¡Allí! –Veo a Kienen y Solange cerca de nuestras puertas, donde Elisaf dijo que estarían. Se los ve tan agotados por la batalla como lo estamos nosotros: llenos de sangre y extenuados por el cansancio. A su lado hay un puñado de soldados ybarisanos y también se encuentra Agatha, la menuda y anciana Maestra Escriba, arrebujada en una capa.
Jarek, Elisaf y yo descabalgamos y caminamos a grandes zancadas hasta nuestros aliados. Se me dibuja una amplia sonrisa en el rostro a pesar de todas mis preocupaciones.
–Majestad. –Solange hace una reverencia marcial. Su rostro y sus largas trenzas castañas están relativamente limpios gracias al yelmo y la máscara negra de su uniforme de Sombra, que ahora lleva bajo el brazo–. No esperaba veros tan contenta. –Mantiene una expresión pétrea; desde luego, nadie podría acusar a la líder de las Sombras y Segunda de Mordain de la jerarquía del gremio de invocadores de ser cálida y afectuosa.
–Estoy aliviada de veros a todos enteros. –Y también me siento reafirmada: hice bien en confiar en ellos–. Gracias por traer a los sanadores. Elisaf iba de camino a pedirlos.
Kienen inclina la cabeza. Se ha limpiado de sangre el rostro juvenil, pero los restos que le quedan en la raíz del pelo dan fe de que ha luchado muy duro.
–Supusimos que vuestra noche fue tan agitada como la nuestra y que os vendría bien la ayuda.
–Buena suposición. –Podría besarle ahora mismo–. ¿Cómo os ha ido por allí? –Señalo con la barbilla hacia Ybaris.
–La mayoría de los civiles lograron alejarse antes de que surgiera la avalancha de bestias. Ha habido muertes inevitables, pero no tantas como esperábamos. –Kienen mira a Caindra con un agradecimiento silencioso; jugó un papel esencial en la batalla al alejar a los wyvernos–. Todos están agotados.
–Los invocadores están descansando para recuperar sus afinidades, como yo pienso hacer en breve. –Solange observa la carnicería que nos rodea–. Sería prudente que vos y vuestros soldados encontrarais una tienda y reunierais fuerzas.
–Mi gente está encantada de sentir el sol en la cara, por si esta fuera la última oportunidad de hacerlo –anuncia una voz grave a nuestra espalda.
Radomir se une a nosotros y me quedo momentáneamente estupefacta ante el nuevo –o más bien viejo– rostro de Radomir, aunque ya lo hubiera visto en la seguridad de Ulysede. El regreso de las ninfas ha dado a los retoños una segunda oportunidad en la vida. Antes eran horrendas criaturas de la noche y ahora han recuperado su antiguo aspecto élfico.