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Leopoldo Alas Clarin. Es el relato del protagonista comentando lo que el cree que es su entierro. Describe en este acto social la mezquindad entre los asistentes a los cuales no les importa el fallecido demostrando su insensibilidad al pensar en sus propios asuntos, desde su esposa, que aparenta tener un amante, hasta su mejor amigo, que le llama tramposo.
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Veröffentlichungsjahr: 2017
Leopoldo Alas «Clarín»
La ilustre duquesa del Triunfo ha dado a sus criados la orden terminante de no recibir a nadie. No está en casa. En efecto, su espíri-tu vuela muy lejos de la estrecha cárcel do-rada de aquel tocador azul y blanco, que tantas veces llamaron santuario de la hermosura los revisteros de la casa. Porque es de notar que la duquesa tiene tan completo el servicio de sus múltiples necesidades,que hay entre su servidumbre muchos que ejercen funciones que elmundo clasifica entre las artes libe-rales; y así como dispone de amantes de semana, también tiene revisteros de salones, que dedican los de tan ilustre dama todos los galicismos de su elegante pluma.
Amantes de semana he dicho; ¡ah! Cristina, el nombre de la uquesa, hace mucho tiempo que ha despedido a todos sus adoradores.
A los treinta y seis años se ha declarado fuera de combate la que un día antes coque-teaba con toda la gracia de la más lozana juventud.
Uno de sus apasionados ha tenido la ocu-rrencia de regalarle una edición diamante de los más poéticos libros de la mística españo-la; otro adorador, este platónico, le ha reco-mendado las obras de Schleiermacher (la duquesa ha sido embajadora en Berlín, y ha vivido en Viena con un célebre poeta ruso).
Entre el adorador platónico, natural de Wei-mar, los místicos españoles y Schleiermacher han conseguido que la duquesa introduzca en su tocador reformas radicales; y ahora se lava nada más que con agua de la fuente, y gasta apenas una hora en su tocado, pero tan bien aprovechada, que este sol que se declara en decadencia es más hermoso en el ocaso que cuando brillaba en el cenit. Ya no mira la duquesa como quien prende fuego al mundo, sino con ojos lánguidos, que fingen, sin querer fingir, una sencillez y una modestia en-cantadoras; los más bizarros caballeros de la brillante juventud, a que fue siempre aficio-nada la duquesa, ya no le merecen más que miradas maternales: parece que les dice con los ojos: «Ya no sois para mí; os admiro, os comprendo y adoro como obras maravillosas de la Naturaleza; pero esta adoración es des-interesada; nada espero, nada esperéis tam-poco; veo en vosotros los hijos que no tengo y que echo de menos ahora; si aún os agra-do, gozad en silencio del espectáculo interesante de una hermosura que se desmorona; pero callad, no me habléis de amor, seríais indiscretos. Hay algo más que el amor; yo nazco a nueva vida, y el galanteo sería en mí una flaqueza que probaría la ruindad de mi espíritu. Adorad si queréis; pero yo sólo pue-do pagaros con un cariño de madre.»
Todo este discurso, que yo atribuyo a los ojos de Cristina, lo había leído en ellos el joven escritor, periodista y novelista, Fernando Flores, muy aficionado, como la duquesa, a los ejercicios de destreza corporal, y abonado al paseo del Circo de Price, en Recoletos. La duquesa asistía a las funciones de moda los viernes de todas las semanas. Rodeábanla amigos que tenían la obligación de no reque-rirla de amores. Esta nueva fase de la sensi-bilidad exquisita y ya estragada de Cristina no la conocía el público, que había hecho, como suele, una leyenda escandalosa de la vida de aquella mujer. En esta leyenda la calumnia y la malicia habían puesto lo que les inspirara la pasión política, pues el duque era un person [...]