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Para la mayoría de las mujeres, Ryan Armstrong era irresistible… Después de los negocios, lo que más le gustaba al increíblemente sexy Ryan era salir con mujeres. Por su parte, Laura no quería ser una más en la lista de Ryan. No le gustaba perder el tiempo con hombres arrogantes y menos aún con uno capaz de adivinar los pensamientos de la mujer que había bajo aquellos formales trajes de chaqueta. Ryan era el último hombre de la tierra con el que Laura estaba dispuesta a compartir dormitorio durante todo un fin de semana, pero ella necesitaba su ayuda. Si Ryan trataba de aprovecharse, Laura temía no ser capaz de resistirse a la tentación.
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Seitenzahl: 213
Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2011 Miranda Lee. Todos los derechos reservados.
UN ENCANTO IRRESISTIBLE, N.º 2151 - abril 2012
Título original: The Man Every Woman Wants
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2012
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0028-1
Editor responsable: Luis Pugni
ePub: Publidisa
RYAN Armstrong nunca mezclaba el placer con los negocios.
Ya había escarmentado. Conocía las consecuencias y complicaciones de mezclar el placer con los negocios.
De joven, cuando todavía no estaba en el mundo de los negocios, no había tenido necesidad de resistirse al sexo débil. Cuando se había sentido atraído por una chica, se había dejado llevar por sus hormonas y siempre había tenido mucho éxito. La Madre naturaleza había sido muy generosa con él, al dotarlo con un cuerpo atlético y de hombros anchos, que las mujeres adoraban y con el que se había convertido en uno de los porteros mejor pagados del mundo. Desde los veintitrés hasta los veintinueve años, mientras había jugado en varios clubes europeos, había tenido más novias de las que nunca había imaginado.
Después de que una lesión lo obligara a retirarse a la edad de treinta años, había montado su propia empresa de gestión deportiva en Sídney. Por desgracia, no había desarrollado la buena costumbre de controlarse o de ignorar sus deseos sexuales. Así que cuando una de sus clientas, buena deportista además de muy atractiva, empezó a flirtear con Ryan, le había sido inevitable acostarse con ella. Teniendo en cuenta que ella tenía casi treinta años y que estaba completamente dedicada a su carrera deportiva, Ryan nunca imaginó que querría otra cosa que no fuera una aventura de una noche.
Fue en la segunda cita cuando Ryan se dio cuenta de que había cometido un gran error. La mujer había empezado a enviarle mensajes de texto a su teléfono móvil, diciéndole lo mucho que había disfrutado de sus habilidades amatorias y cuánto deseaba convertirse en su esposa. Al intentar poner fin a aquel asunto, ella había reaccionado haciendo todo lo posible para destruir su empresa. Había facilitado información confidencial a los periódicos y había intentado ensuciar su buen nombre.
Por desgracia, para entonces había borrado todos los mensajes y, al final, era su palabra contra la suya. Por suerte, él había ganado el juicio, pero había sido difícil. Ryan se estremecía cada vez que recordaba lo cerca que había estado de perder todo por lo que había luchado. Su empresa se había visto afectada por un tiempo, a pesar de su norma de no mezclar el placer con los negocios.
Ya solo tenía citas con mujeres maduras y sensibles que no tenían nada que ver con su empresa de gestión deportiva Win-Win. Guardaba la distancia con las clientas y las empleadas. Su novia en aquel momento era una ejecutiva de una empresa de relaciones públicas cuyos servicios nunca contrataba. Era una rubia de treinta y cinco años, divorciada y muy ambiciosa.
Por suerte, no tenía ningún interés en casarse, al igual que él. Tampoco estaba enamorada. Sencillamente estaba ahí y cumplía las necesidades de Ryan. Era atractiva, inteligente y sexy. En los últimos años Ryan había descubierto que las mujeres entregadas a sus carreras solían ser muy apasionadas en la cama y no ponían ningún reparo cuando llegaba el momento de separarse.
Cada pocos meses, Ryan necesitaba seguir con su vida. De vez en cuando, alguna relación duraba algo más, pero no era lo habitual. Ryan siempre actuaba rápido si pensaba que podía verse afectado por un problema. Había alcanzado una edad, casi treinta y ocho años, en la que la mayoría de los hombres había dejado atrás su soltería. Casi todos sus amigos estaban casados, incluso los que siempre se habían negado a casarse y tener hijos.
Ryan comprendía por qué los miembros del sexo opuesto lo veían como un candidato a marido. Nunca hablaba de su pasado, ni contaba que había decidido hacía mucho tiempo que nunca se casaría ni sería padre. Y no había cambiado de opinión al respecto.
Unos golpes en la puerta lo sacaron de sus pensamientos y miró el reloj. Eran exactamente las tres. Irritado, Ryan pensó que era tan puntual como siempre. Lo cierto era que le gustaba la puntualidad. No le gustaba perder el tiempo esperando a alguien, sobre todo cuando tenía una reunión. Así que, ¿por qué no le parecía bien que llegara todos los viernes a las tres de la tarde?
–Pasa, Laura.
Al cruzar la habitación en dirección a la silla que siempre ocupaba en su reunión semanal, Ryan la miró de arriba a abajo y se preguntó por qué se hacía eso. ¿Pensaba que era así como debía vestir una abogada?
Era evidente que podía ser una mujer muy atractiva si quisiera. Tenía buen tipo y un rostro interesante, de mejillas marcadas y extraños ojos de color gris. Su mirada resultaba tan fría como el Ártico, sobre todo cuando se fijaba en él.
Esta vez, Ryan la miró con cierta lástima, en vez de con la fría indiferencia con la que solía hacerlo. Eso hizo que ella se detuviera por un segundo para mirarlo.
–¿Qué? –dijo él.
–Nada –contestó ella y sacudió la cabeza–. Lo siento.
Pongámonos a trabajar, ¿de acuerdo?
Se sentó, cruzó las piernas y se inclinó hacia delante para recoger el primero de los contratos que estaba al borde de la mesa a la espera de su aprobación.
Se trataba de una interesante póliza de seguro que él mismo había negociado para un joven jugador de tenis con el que Win-Win había firmado el mes anterior. Una parte importante del trabajo de Ryan era la negociación de todo tipo de contratos, que luego eran revisados por una de las mejores mentes jurídicas de Sídney, la de Laura.
No era empleada de Win-Win. Ryan no necesitaba un abogado en plantilla. Laura trabajaba para Harvey, Michaels y asociados, una firma de abogados americana, con oficinas en Sídney, y que estaba instalada en el mismo edificio que la empresa de Ryan.
Al principio, le habían enviado un joven abogado, un profesional inteligente, pero muy mal conductor. Había chocado su coche contra un árbol. Cuando la firma de abogados sugirió que una mujer lo sustituyera, a Ryan no le había gustado la idea puesto que tenía treinta años y estaba soltera. Pero en cuanto la había conocido, se había dado cuenta de que no había posibilidades de enamorarse de ella.
Seguía sin ser un problema en ese aspecto. Podía ser una mujer muy irritante en algunas ocasiones. Ryan no estaba acostumbrado a que los miembros del sexo contrario lo trataran con tanta indiferencia. Le molestaba a su ego masculino. A veces su falta de interés parecía rozar la aversión. A veces, se le pasaba por la cabeza que quizá no le interesaban los hombres, pero no tenía pruebas de ello. Más bien parecía que alguna mala experiencia, había hecho que odiara a los hombres. O eso, o que ningún hombre había sido capaz de atravesar su capa exterior.
Dos semanas atrás, en un día en el que se había mostrado especialmente distante, había sentido el impulso de tomarla entre sus brazos y besarla para comprobar si era capaz de provocarle alguna reacción.
Por supuesto que se había contenido. Ryan sabía que si hacía eso se metería en problemas. Además, ya controlaba su testosterona, al menos, en teoría. Una sonrisa traviesa asomó a sus labios al recordar lo que le había hecho en su cabeza y lo ávidamente que había respondido.
–¿Qué es tan divertido?
Ante aquella pregunta, Ryan apartó sus pensamientos. Laura no solía darse cuenta de las cosas cuando estaba leyendo un contrato. No solía levantar la cabeza hasta que terminaba. Todo parecía indicar que apenas había leído los dos primeros folios de un documento de cinco.
–No tiene nada que ver contigo, Laura –mintió–. Estoy deseando que llegue el fin de semana. Voy a salir a navegar mañana con unos amigos.
Era cierto. Erica pasaría el fin de semana en Melbourne, participando en una conferencia.
El suspiro de Laura también lo sorprendió.
–¡Qué afortunado! –exclamó.
Parecía sentir envidia.
–¿Quieres venir?
La invitación salió de su boca sin poder evitarlo.
Ella parpadeó sorprendida, antes de volver los ojos al contrato.
–Lo siento –dijo bruscamente–. Este fin de semana estoy ocupada.
Había tenido suerte. ¿Qué le había llevado a invitarla? aun así, su ego se sentía afectado al no haberle dicho un no rotundo. Quizá no fuera tan indiferente a sus encantos como parecía.
Ryan sabía que gustaba a las mujeres, como todo hombre alto, guapo y con éxito. No le gustaba la falsa modestia.
Dejó que siguiera leyendo el contrato sin interrumpirla, pero su cabeza seguía activa, al igual que su mirada.
Tenía unas piernas preciosas. Le gustaban las mujeres con las pantorrillas torneadas, los tobillos finos y los pies pequeños. Los pies de Laura eran bastante pequeños para su altura. Era una lástima que llevara unos zapatos tan feos.
Su pelo también era muy bonito, oscuro, largo y brillante. Seguro que sería fabuloso esparcido sobre una almohada…
Vaya, otra vez lo estaba haciendo, otra vez estaba teniendo fantasías con ella. Tenía que parar aquello.
Dio la vuelta a la silla, poniéndola hacia la ventana, y se quedó mirando hacia el puerto. Siempre le había parecido una vista muy relajante y una de las razones por las que había alquilado oficinas en aquel edificio. Otro de los motivos era que estaba a dos manzanas del apartamento en el que vivía y que también tenía vistas hacia el puerto.
Nada más retirarse del fútbol, lo primero que había echado de menos había sido pasar la mayor parte de su tiempo en el exterior. Odiaba la sensación de estar encerrado. Le gustaba sentir espacio a su alrededor y ver el cielo. Recientemente había descubierto que también le gustaba el mar. De pequeño, nunca lo habían llevado a la playa y no había aprendido a nadar hasta los veinte años, obligado a meterse en una piscina para recuperarse de una lesión.
A su vuelta a Sídney, se había sentido muy atraído por el mar, y eso le había llevado a vivir y trabajar junto al puerto. Hacía poco que había descubierto su pasión por navegar y estaba pensando en comprar un barco.
Aquella tarde había muchos barcos en el puerto. El invierno había dado paso por fin a la primavera. Después de dos meses de intensa lluvia sobre Sídney, el cielo volvía a verse azul.
Sus ojos se posaron en un barco que estaba pasando por Bennelong Point, camino al mar abierto. Era un yate, un juguete caro para alguien con mucho dinero.
«Quizá compre uno de esos», pensó Ryan.
Podía permitírselo. Win-Win no era la única fuente de ingresos de Ryan. Durante sus años como portero, había invertido la mayor parte de su sueldo en propiedades. Antes de retirarse, ya era dueño de unas doce casas, todas ubicadas en zonas de Sídney en donde los alquileres eran altos.
A Ryan no le gustaba hablar de su patrimonio. Sabía que no debía presumir de lo que se tenía. Tenía un pequeño grupo de amigos y no todos ellos eran multimillonarios como él. Disfrutaba de su compañía y no quería hacer nada que pudiera estropear su amistad. Claro que ahora que la mayoría estaban casados, no los veía tanto como solía, pero seguían viéndose de vez en cuando para ir al fútbol o a las carreras.
Ninguno de ellos tenía un barco. Los amigos con los que Ryan iba a salir a navegar al día siguiente no eran amigos de verdad. Eran regatistas a los que había conocido a través de su trabajo y que le habían estado enseñando vela.
–No encuentro ningún error –dijo Laura como si le molestara no haberlo hecho.
Ryan volvió a girar su silla para mirarla.
–¿Estás segura?
Lo habitual era que Laura le propusiera cambios. Solía encontrar lagunas legales que no favorecían a su cliente.
–Quizá debería revisarlo otra vez.
Ryan se sorprendió ante aquella sugerencia tanto como se había sorprendido con la manera en que lo había mirado antes. No parecía ella. Había logrado quitarse de la cabeza aquellas imágenes que tanto lo habían distraído y ahora era ella la que estaba distraída.
¿Qué le habría pasado para no poderse concentrar en el trabajo? Tenía que ser algo serio.
Sintiendo curiosidad, Ryan decidió intentar averiguarlo.
–No hace falta que lo hagas –dijo–. Estoy seguro de que está bien. ¿Por qué no le echas un vistazo rápido a esos dos contratos? Son solo unas renovaciones. Luego, daremos el día por terminado y te invitaré a una copa en el bar Ópera.
Si conseguía que se relajara, quizá se mostrara más abierta.
De nuevo, lo sorprendió al no negarse en rotundo. Pero tampoco dijo que sí. Cada vez sentía más curiosidad.
–Mira, no te estoy pidiendo una cita –continuó–, tan solo salir a tomar algo. Muchos compañeros de trabajo quedan para tomar algo los viernes por la tarde.
–Lo sé.
–Entonces, ¿cuál es el problema?
Otra vez se quedó pensativa.
–Mira –continuó decidido–, me doy cuenta de que no te caigo bien. No, Laura, no hace falta que lo niegues. No lo has disimulado en los dos últimos años. Confieso que tampoco he hecho nada por ser amable contigo. Pero cualquier hombre, por indiferente que fuera, se daría cuenta de que hoy no estás siendo tú misma. Por raro que te parezca, estoy preocupado por ti. De ahí mi invitación. Pensé que te vendría bien relajarte con una copa de vino y contarme lo que te pasa.
–Aunque te lo contara –replicó con mirada triste–, no hay nada que puedas hacer.
–Deja que sea yo el que lo juzgue.
Ella rio, pero no había alegría en su expresión.
–Seguramente te enfadarás conmigo.
–Eso suena muy misterioso. Ahora no acepto un no por respuesta. Vamos a ir a tomar algo y vas a contarme de qué va todo esto.
Laura sabía que era una estupidez sentirse halagada por su preocupación. Y más aún acceder a tomarse una copa con él en el bar Ópera.
El bar Ópera era el lugar al que ir después del trabajo en la zona de oficinas de Sídney. Estaba cerca del muelle y tenía una de las mejores vistas de la ciudad, con la Ópera a la derecha, el muelle circular a la izquierda, el puente sobre la bahía en frente, además del puerto. La mitad de la plantilla de Harvey, Michaels y asociados se reunía todos los viernes por la noche. Incluso Laura se unía a ellos de vez en cuando. Sabía que se produciría un gran revuelo si la veían bebiendo allí en compañía de Ryan Armstrong.
Entonces, ¿por qué había accedido? aquella pregunta no dejó de atormentarla de camino al muelle.
Cuando llegaron al bar, Laura seguía sin dar con la respuesta. Al menos, habían llegado pronto, evitando así encontrarse con compañeros.
Alison diría que estaba enamorada de él. Claro que Alison era una romántica empedernida, adicta a películas en las que los protagonistas se odiaban nada más conocerse, pero que al final acababan enamorados.
A Laura no le gustaban aquellas historias. Cuando alguien no le gustaba, no le gustaba y punto. Nunca le había caído bien Ryan Armstrong y mucho menos le gustaba.
Sí, era guapo, inteligente y tenía éxito. Diez años antes, lo habría encontrado fascinante. Sin embargo, en aquel momento era inmune a los encantos de un hombre atractivo, que se aprovechaba de las mujeres y lo único que les daba a cambio era el dudoso placer de su compañía. Laura había estado saliendo con dos hombres así y había desarrollado un sexto sentido para reconocerlos.
Ryan Armstrong había hecho saltar las alarmas de su cabeza nada más conocerlo, motivo por el que los viernes no se arreglaba tanto como solía.
No le preocupaba que estuviera fingiendo. Desde el principio había sido evidente que no le caía mejor que él a ella. Por eso le había sorprendido que fuera amable con ella ese día. La había pillado desprevenida dos veces y allí estaba, a punto de tomarse unas copas con él.
–Sentémonos fuera –dijo.
Salieron a la zona exterior. El sol todavía brillaba y calentaba lo suficiente como para contrarrestar el fresco de la brisa.
–¿Qué quieres beber? –preguntó Ryan.
Luego, le apartó la silla de una mesa que estaba cerca del agua.
–Bourbon con Coca-Cola –contestó.
Ryan arqueó las cejas asombrado, pero no dijo nada y volvió al interior para pedir las bebidas.
A solas, Laura tuvo tiempo de pensar y preocuparse. No solo de su reputación, sino de la confesión que Ryan esperaba sonsacarle. De ninguna manera iba a dejarse seducir por Ryan Armstrong.
Todavía no podía creerse la estupidez que había cometido. Y ahora, le había salido el tiro por la culata. No había imaginado que los doctores se equivocarían y que su abuela saldría del coma y recordaría cada palabra que su nieta le había dicho mientras esperaba junto a su cama. Las intenciones de Laura habían sido buenas en aquel momento, pero ¿qué importaba eso ahora? Un suspiro escapó de sus labios.
Al ver a Ryan acercándose a la mesa con las bebidas, recordó por qué lo había elegido para mentirle a su abuela. En primer lugar porque era muy guapo. Su abuela siempre le había dicho que le gustaban los hombres que parecían hombres. Siempre le había aconsejado que se alejara de los hombres presumidos sin personalidad.
A Laura nunca le había gustado la manía de su abuela de juzgar superficialmente al sexo contrario. Aunque quizá debería haberla escuchado porque los dos hombres que le habían roto el corazón habían sido unos presumidos.
–Acaban todos calvos –le había dicho.
Ryan no era ningún presumido. Todas las facciones de su rostro eran grandes y masculinas. Tenía la frente ancha, una nariz aquilina y un mentón marcado con un hoyuelo en la barbilla. Tenía el pelo castaño oscuro, con un corte a lo militar y no corría riesgo de quedarse calvo.
Por alguna razón, a su abuela le gustaban los hombres de ojos azules.
Ryan los tenía azules, pero bajo sus cejas pobladas y a distancia parecían negros. De cerca, reflejaban una dureza que seguramente le vendría muy bien en sus negociaciones.
Su cuerpo también habría recibido el visto bueno de su abuela, al ser alto y de hombros anchos. Tenía músculos en los sitios adecuados. Laura solo lo había visto vestido con trajes, como el que llevaba ese día. Alguna vez lo había visto sin chaqueta, con las mangas de la camisa remangadas, y no había ninguna duda de que estaba en forma.
No era extraño que lo hubiera elegido como su hombre perfecto imaginario, pensó mientras observaba a Ryan acercándose a ella. No solo tenía un gran físico, sino que tenía estabilidad económica, era encantador cuando quería y lo suficientemente mayor como para tener experiencia en la vida.
Su abuela decía que una mujer no debía casarse con un hombre de su edad.
–Los hombres maduran mucho más tarde que las mujeres –le había advertido siempre su abuela–. Necesitan experimentar antes de sentar la cabeza.
Claro que cuando le había hablado a su abuela de Ryan, junto a su cama en el hospital, no le había mencionado lo experimentado que estaba. Seguramente no le parecería bien que un hombre cambiara más veces de mujer que de calzoncillos.
Lo cierto era que a Laura le sorprendía que hubiera mujeres deseando tener una relación con Ryan Armstrong, si se le podía llamar relación a lo que tenía con las mujeres.
Ryan sonrió al dejar las bebidas en la mesa y Laura reparó en lo peligrosamente atractivo que podía ser.
–He decidido tomar lo mismo que tú –dijo y le dio un sorbo a su bourbon con Coca-Cola–. ¡Salud!
Laura alzó su copa y la chocó con la de él. Luego, dio un trago largo. Sus miradas se encontraron por encima del borde de sus copas. La de él parecía divertida, mientras que la de ella era tan fría como de costumbre. Pero bajo su chaqueta, Laura sintió que su corazón empezaba a latir más deprisa. Quizá no fuera tan inmune a los encantos de aquel hombre como había imaginado. Pero no era para preocuparse por ello.
Aun así, desvió la vista hacia el puerto. Era un sitio espectacular, especialmente en una tarde cálida de primavera. Había muchos barcos en el agua, lo que hacía las delicias de los turistas que estaban tomando fotos del puente y de la Ópera.
–Sídney es una ciudad preciosa, ¿verdad? –dijo Laura con orgullo.
–Sí que lo es. Solo tienes que haber vivido en otros países para darte cuenta de la suerte que tenemos.
–Parece como si hubieras vivido en muchos países.
Ryan se encogió de hombros.
–Sí, en bastantes. Pero no hablemos ahora de eso. Cuéntame qué es lo que te preocupa y que tan alterada te tiene hoy.
–No estoy alterada.
–Laura, estás aquí tomando una copa conmigo. Eso es prueba suficiente de que algo te pasa. Así que deja de negarlo. Teniendo en cuenta que nunca cometes errores profesionales, tiene que ser un problema personal. Y sospecho que de alguna manera estoy implicado, ¿me equivoco?
–No –contestó.
No veía motivos para mentir. Era evidente que Ryan iba a seguir insistiendo hasta que conociera todos los detalles, así que respiró hondo antes de comenzar su relato.
– Es una larga historia, así que ten paciencia conmigo.
Paciencia no era uno de los fuertes de Ryan. Pero no dijo ni una palabra. Su expresión era de interés sincero. Seguramente, en cuanto supiera el papel que desempeñaba en aquel desastre, se sentiría de otra manera.
–Hace dos semanas mi abuela sufrió una caída y terminó en coma en el hospital. No en un hospital de Sídney, sino de Newcastle. Vive en Hunter Valley. Nos dijeron que seguramente no sobreviviría. De hecho, los médicos no confiaban en que superara la noche. Así que me senté a su lado toda la noche y, como no quería dormirme y dejarla sola, no dejé de hablarle. Y como pensé que no importaba, empecé a decirle todas las cosas que siempre había querido oír, que había encontrado al hombre perfecto y que era muy feliz. Me vi obligada a inventarme una historia para seguir rellenando tiempo. Por desgracia, nunca he tenido una gran imaginación. Así que pensé en todos los hombres que conocía y elegí al que mejor cumplía la descripción del hombre perfecto desde el punto de vista de mi abuela.
–Dios mío –dijo él incorporándose–. Te refieres a mí, ¿verdad?
–Por desgracia, sí –admitió a regañadientes.
–No puedo negar que me resulta divertido. No es que me haga gracia lo que le ha pasado a tu abuela. Me caen bien las abuelas –dijo y su mirada se enterneció–. Creo que se me escapa algo –continuó él, arrugando la frente–. ¿Qué daño podía causarte inventarte al hombre perfecto en el lecho de muerte de tu abuela? Sinceramente, me parece que hiciste algo muy bonito.
Laura suspiró.
–Bonito, pero estúpido. Debería haberme imaginado que mi abuela lo superaría. Siempre ha sido muy luchadora. No solo lo ha superado, sino que recuerda todo lo que le dije mientras se suponía que estaba inconsciente. Bueno, quizá exagere un poco, pero se acordaba perfectamente de que le dije que había conocido al hombre perfecto y que se llamaba Ryan Armstrong. Ahora que ha salido del hospital quiere que te lleve a conocerla este mismo fin de semana.
–Por supuesto –dijo Ryan y volvió a reír.
–No te rías. No es divertido, todavía no está bien. Los médicos descubrieron que le había fallado el corazón y seguramente fue por eso por lo que se cayó. Nos han advertido de que puede volver a ocurrirle y que incluso puede sufrir un infarto. Le hicieron pruebas en el hospital y sus arterias no parecen estar en buen estado. Pero se niega a someterse a un bypass. Dice que ha tenido una vida agradable y que está lista para marcharse.
–Vaya. Te has metido en un lío, ¿verdad?
–Así es, pero no es tu problema. Te lo he contado porque has insistido.
–Y ¿qué vas a hacer?
–Intentaré retrasarlo todo lo que pueda. Me inventaré alguna excusa para justificar que no vayas a verla este fin de semana, algo como que te ha surgido un viaje o que te has puesto enfermo. Pero no puedo decir siempre lo mismo. Al final, tendré que contárselo, pero no quiero mentirle sobre nuestra relación. Se sentiría defraudada. Le diré que las cosas entre nosotros no funcionaron.
–Puedes decirle que no quería casarme contigo. Lo cual es cierto –agregó sonriendo.
–Muy divertido.
–Lo es si te paras a pensar en ello. No puedo imaginarme a nadie que hiciera peor pareja.
–Eso no lo sabe mi abuela.
–Cierto. Entonces, solo hay otra solución a tu problema.
–No sé cuál.
–Por supuesto que no lo sabes, no tienes imaginación.
Laura puso los ojos en blanco.
–Entonces, dime de qué se trata, listillo.
–Puedo ir este fin de semana a casa de tu abuela y fingir que soy tu hombre perfecto.
Laura estuvo a punto de derramar lo que le quedaba de bebida, pero enseguida recuperó la compostura.
–¿Y para qué ibas a hacer algo tan generoso, a la vez que patético?