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Ensayo sobre lo mas grotesco: enrocarse sobre si mismo, esta dentro, tapado con paraguas de palabras, con posturas imposibles que ocultan, quiza, sentimientos, tapandose de la alegria que espera sincera mas alla de los abrigos negros. Tal vez, mañana, ya veremos, formas de no atreverse a hacer lo inesperado, de no romper los movimientos torpes para alcanzar un instante puro mas alla de la guarida, agujero profundo en el que nos escondemos a diario.
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Anton Pavlovich Chejov
En un extremo de la aldea Mironositsky, en la porchada del alcalde Prokofy, se habían instalado para pasar la noche, dos cazadores llegados al pueblo mucho después de anochecer: el veterinario Iván Ivanovich y el maes-tro de escuela Burkin.
Iván Ivanovich tenía un donoso apellido: Chimcha-Guimalaysky, cuya pomposidad estaba en contradicción, con la modestia de su persona. En toda la comarca se le llamaba, sencillamente, Iván Ivanovich. Vivía no lejos de la ciudad, en una hermosa finca, donde se dedicaba a la cura de las enfermedades equinas. Aquel día había salido de casa para airearse un poco.
Burkin vivía en la ciudad; pero pasaba todas las vacaciones de verano en la finca del conde P..., y era también muy conocido en la comarca.
Ni uno ni otro podían dormirse.
Iván Ivanovich, alto, enjuto, entrado en años, canoso, bigotudo, fumaba su pipa, sentado junto a la puerta abierta de la porchada.
La luz de la Luna le daba de lleno en el rostro. Burkin yacía sobre un montón de heno, en el fondo del aposento, sumergido en la oscuridad.
Hablaban de la alcaldesa, Mavra, una mujer fuerte y despejada, que no había salido en toda su vida de la aldea y no había visto nunca la ciudad ni el ferrocarril. Hacía algunos años que sólo salía a la calle por la noche.
-No tiene nada de extraño -dijo Burkin-.
Hay entre nosotros mucha gente que ama la soledad y que se complace en permanecer siempre en su concha, como los caracoles.
Acaso se trate de un atavismo, de un retorno a la época en que nuestros ascendientes aún no eran animales sociables y vivían aislados en sus cavernas. Quizás sea ésa una de tantas variedades de la naturaleza humana.
¡Quién sabe! Yo no me dedico al estudio de las Ciencias Naturales, y no tengo la preten-sión de resolver tales problemas. Quiero decir tan sólo que hay mucha gente como esa pobre Mavra. Hará unos dos meses murió en la ciudad un tal Belikov, compañero mío de pro-fesorado en el Liceo, donde explicaba griego.
Habrá usted oído hablar de él. Llegó a adqui-rir, por sus costumbres, cierta celebridad.
Siempre, aunque hiciera un tiempo espléndido, llevaba chanclos, paraguas y un abrigo con forro de algodón. Se diría que todas sus cosas estaban enfundadas: cubría su paraguas una funda gris, llevaba el cortaplumas en un estuchito, hasta su rostro, que ocultaba casi por entero el cuello de su abrigo, parecía enfundado también. Llevaba siempre gafas ahumadas, chaleco de franela y unos tapones de algodón en los oídos. Cuando tomaba un coche le hacía al cochero levantar la capota.
En fin, procuraba siempre envolverse en algo que le ocultase, meterse, por decirlo así, en una funda, para aislarse, separarse del mundo entero, defenderse de las influencias exte-riores. Era esto en él una tendencia apasio-nada, irresistible. La vida real le irritaba, le asustaba, le inspiraba una angustia constante. Quizás para justificar este odio, este miedo a cuanto le rodeaba, siempre estaba haciéndose lenguas de las excelencias del pasado, encomiando las cosas que no existían en realidad. El griego que explicaba era para él también como unos chanclos o un paraguas con que se defendía de la vida real.
«¡Qué sonora, qué melodiosa es la lengua griega!» -decía con voz suave.
Y en apoyo de su afirmación guiñaba un ojo, levantaba el dedo y pronunciaba: «¡Antropos!»
Belikov procuraba enfundar asimismo su pensamiento. Lo único comprensible y claro para él eran las circulares gubernativas en que se prohibía algo y los artículos periodísticos en que se aplaudían las prohibiciones.
Cuando una circular prohibía a los colegiales salir a la calle después de las nueve de la noche o cuando un artículo periodístico tro-naba contra la ligereza de las costumbres, la cosa para él era clara, indiscutible: ¡Está prohibido, y se acabó! Pero cuando leía que se autorizaba esto o lo otro, veía en ello algo sospecho y extraño. Si las autoridades de la ciudad concedían autorización para abrir un círculo de artistas-aficionados, una biblioteca, un «club», sacudía tristemente la cabeza y decía:
-Claro, todo eso está muy bien; pero... temo las consecuencias.