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La prometida fugaz del playboy… Ramón Sauveterre, un piloto de coches de carreras, sabía muy bien lo que era la fama, pero haría lo que hiciese falta para desviar la atención de su familia. Entre otras cosas, pedirle a Isidora García, su impresionante relaciones públicas, que se casara con él. Isidora no podía perdonarle a Ramón que la hubiese arrastrado a esa farsa, como tampoco le perdonaría nunca la indiscreción que le había roto el corazón. Sin embargo, aunque sus relaciones eran falsas, el anhelo que despertaban sus besos era de verdad y le resultaba completamente imposible resistirse al contacto de Ramón hasta el final de su... acuerdo.
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Seitenzahl: 233
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2017 Dani Collins
© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Un millonario y una proposición, n.º 175 - mayo 2021
Título original: Bound by the Millionaire’s Ring
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios
(comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin
Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina
Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-1375-386-7
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Epílogo
Si te ha gustado este libro…
ISIDORA GARCÍA no levantó la mirada cuando su jefe entró en su despacho. Lo reconocía solo con verlo por el rabillo del ojo y le sorprendía que estuviese en París. Acababa de ser padre, pero si le pasaba algo a alguna de sus hermanas, sobre todo a Trella, actuaba si titubear.
–Acabo de verlo –comentó ella–. Estoy mandando un correo…
No terminó la frase. Sintió un hormigueo y se le entumecieron los dedos mientras le bullía la sangre en las venas. No hacía falta que levantara la mirada para saber que el que se acercaba no era Henri Sauveterre. Era Ramón, su gemelo.
Una vulnerabilidad muy intensa, una angustia y una sensación de traición se adueñaron de ella. Sofocó la oleada de emoción y miró con una frialdad fingida al hombre que era idéntico al que le había presionado para que aceptara ese puesto. Los dos eran implacables a su manera, pero Henri, al menos, no era despiadado.
–No sabía que estuvieras en París.
Isidora consiguió decirlo en un tono lo bastante firme como para disimular la tensión que le atenazaba la garganta.
Ramón tenía el pelo tan corto y oscuro como el de Henri, y con la misma tendencia a ponerse un poco de punta. Sus rasgos, increíblemente atractivos, eran sofisticados sin ser bonitos y angulosos sin ser rudos. Sus ojos, típicos de los Sauveterre, eran verdes cuando estaba contento y grises cuando no lo estaba.
Esa mañana tenían un color parecido a la ceniza y se le formó un nudo en la boca del estómago. Su sensual boca era una línea completamente recta. Apoyó las manos en su mesa y su imponente físico se flexionó bajó en traje hecho a medida para inclinarse sobre ella.
–¿Por qué no estás haciendo tu trabajo?
Su tono tajante le provocó una descarga de adrenalina. Se detestó por seguir siendo sensible a él. Él, con su superioridad y su absoluta falta de conciencia. Quería odiarlo y lo odiaba, pero seguía sintiéndose indefensa. En realidad, era peor en ese momento, cuando sabía lo despiadado que podía llegar a ser. Antes, cuando era joven y estúpida, al menos no le tenía miedo.
Se dominó y volvió a mirar la pantalla para disimular ese miedo. No podía terminar de asimilar lo que estaba escribiendo e hizo un gesto de despreocupación con una mano.
–Estoy haciéndolo y podría terminarlo si no me interrumpieras.
Consiguió parecer segura de sí misma y rezó para que no le temblara la mano. No quería que se le notaran los leves estremecimientos que le brotaban de las entrañas. Aunque lo odiara y le temiera, le resultaba cautivador.
–¿Qué puedes hacer a estas alturas? –gruñó él–. Ya ha saltado la liebre. ¿Por qué no lo impediste?
–¿Impedir el embarazo de tu hermana? –lo miró a los ojos y se le aceleró el pulso, pero consiguió esbozar una sonrisa burlona–. He hablado tres veces con ella y le propuse que fuéramos filtrando la noticia poco a poco, pero ella decidió no decir nada.
Trella era alta y tenía suficiente talento como para cortar la tela de tal manera que creara el efecto que ella quisiera, pero estaba embarazada de cinco meses y no podía ocultarlo toda la vida.
–Deberías haber hablado cuatro veces o cinco. Tu padre tenía contactos para que estas cosas no salieran a la luz. ¿Por qué no los tienes tú?
Esa vez, se le paró el pulso. No iría a meter a sus padres en ese asunto, ¿verdad? Era un terreno muy peligroso. Al menos, dejó de sentirse a la defensiva y pasó al cuerpo a cuerpo.
–Ni mi padre puede controlar a todas las personas que participan en las redes sociales. La foto la colgó una mujer que había ido al hospital a visitar a su madre. Tú llevaste a Trella en ese coche tan llamativo. Naturalmente, la gente miró para ver quién se bajaba –añadió ella para que él asumiera, por una vez, su parte de culpa–. Si se tardó tanto en hablar del bombo, fue porque estaban pasándoselo muy bien humillándola por haber engordado un poco –entonces, se acordó de que la cuñada de Ramón acababa de tener gemelos mediante cesárea–. ¿Qué tal están Cinnia y los bebés?
–Bien.
Ramón se incorporó y se apartó de la mesa con una actitud distante. Sus hermanos y él reaccionaban siempre así cuando alguien les preguntaba por su familia, aunque fuera una pregunta sincera.
Los gemelos Sauveterre se habían convertido en los preferidos de los medios de comunicación en cuanto nació la segunda pareja, Angelique y Trella. Los niños, hijos de un magnate francés y una aristócrata española, su esposa, habían resultado irresistibles por su refinada forma de vida y porque eran idénticos entre sí.
Entonces, cuando las niñas tenían nueve años, habían secuestrado a Trella. La habían rescatado a los cinco días, pero la prensa, en vez de dejarlos tranquilos, había seguido con más avidez hasta el más mínimo de sus movimientos. La presión acabó prematuramente con la vida de su padre y las repercusiones duraron años.
Sin embargo, Angelique, Geli para la familia, había encontrado la felicidad. Estaba prometida, todavía en secreto, con Kasim, y por eso se había reunido la familia en España. Aunque la celebración tuvo que interrumpirse cuando hubo que llevar a Cinnia al hospital.
Trella se había montado en el exclusivo Bugatti Veyron de Ramón para seguir a la ambulancia. Era un coche que alcanzaba los cuatrocientos kilómetros por hora.
Trella, preocupada por Cinnia, se había bajado del coche sin importarle que se le viera el abdomen.
Cualquier foto de los Sauveterre, por muy intrascendente que fuera, se hacía viral, pero una que permitía elucubrar sobre un embarazo secreto y quién era el padre… Eso era una bomba.
Isidora sabía todo eso porque se había criado con las chicas. Su padre había trabajado para monsieur Sauveterre. Ella había ido a fiestas con las hermanas antes de que secuestraran a Trella y seguía viéndolas muy a menudo. Las quería mucho y deseaba lo mejor para toda la familia.
Por eso la había contratado Henri. Confiaba en ella para los comunicados de relaciones públicas de toda la familia. El más reciente era que Cinnia y él se habían casado en el hospital y en presencia de las recién nacidas.
No obstante, todo eso le daba igual a Ramón. Para él, era alguien ajeno a la familia que solo tenía derecho a que la criticara o, como mucho, a que le diera una palmadita en la espalda.
Le daba igual. Ya no le dolía, hacía mucho que dejó de anhelar un comentario positivo.
–Había esperado que hubiese sido Henri. Iba a proponer que se publicara el retrato de la familia con Cinnia y las niñas antes de lo previsto. Es posible que eso desvíe la atención de Trella.
–Sería sacrificar a las hijas de mi hermano antes de que tengan un mes.
Solo quería ayudar. Isidora tragó el nudo que se le había formado en la garganta y se levantó para archivar un documento. Para poner cierta distancia entre ellos.
–¿Tienes alguna propuesta?
–Sí.
Esa actitud prepotente le crispaba. Si su padre no la hubiese persuadido, si Henri no le hubiese ofrecido una cantidad escandalosa de dinero, si no adorara a Trella y a Angelique, y a Cinnia también, y quisiera protegerlas tanto como hacía Henri, dejaría ese empleo. Le parecía insoportable hasta ese mínimo contacto con Ramón.
–Soy toda oídos –replicó ella sin darse la vuelta.
Archivó el documento, aunque sentía que le abrasaba la espalda. Él no estaba mirándole el trasero… o ella no quería que lo hiciera. No quería ponerse tensa, pero tenía que resistirse a él. ¡No quería saber nada de él!
–Hay que convocar una rueda de prensa, voy a comunicar que me retiro de las carreras de coches.
Isidora tenía el trasero más bonito que había visto, y sabía de lo que hablaba.
Cuando se dio la vuelta con el brazo en lo alto de archivador, se le entreabrieron los botones a la altura de los pechos y se deleitó mirándolos antes de mirar su expresión de pasmo.
Unas cejas de color castaño enmarcaban sus ojos marrones. Las pestañas eran largas y tupidas, el pelo, de un tono caoba recogido con una pinza. No pudo evitar imaginárselo suelto y cayéndole por encima de los prominentes pómulos. Se maquillaba muy poco, no necesitaba nada para que su piel resplandeciera ni para darle forma a sus carnosos labios.
Solía elegir bellezas que irradiaban sensualidad. Cuando se trataba de acompañantes en el terreno físico, prefería mujeres sin complicaciones. No cosificaba a las mujeres, las mujeres lo cosificaban a él y le parecía bien ser como un trofeo para ellas. Daba tanto placer como recibía y los dos se despedían satisfechos e indemnes.
Isidora no había ofrecido nunca algo tan sencillo. Lo había idolatrado como a un héroe durante años y se había hecho unas ilusiones que él no podía satisfacer. Por eso, le había hecho un favor enorme hacía cinco años; le había hecho creer que se había acostado con su madre. Tenía que sofocar ese encaprichamiento adolescente. Todavía lo odiaba a muerte por eso y, de la noche a la mañana, había dejado de acompañar a su padre a la oficina y había dejado de ir a sus carreras. Seguía viendo a sus hermanas, pero se disculpaba cada vez que los Sauveterre la invitaban a una fiesta. Había estudiado Relaciones Públicas y, entretanto, había aprovechado todas las ocasiones que había tenido de trabajar en el extranjero. Las pocas veces que se habían encontrado, ella se había marchado lo antes que le había permitido la cortesía más elemental.
Así había sido como había llegado a apreciar tanto su trasero.
El desdén de ella lo había alcanzado de pleno hacía un año, cuando la vio en la fiesta del sesenta y cinco cumpleaños de su padre. Isidora ya era una mujer y estaba resplandeciente con un vestido azul zafiro. Tendría que habérsele pasado ese encaprichamiento infantil y podría oír la verdad para que se le pasara la rabia.
–Quiero enterrar el hacha de guerra –le había dicho él cuando la atrapó para bailar un vals–. Vamos a algún sitio discreto para que podamos hablarlo.
–¿Ahora lo llamas enterrar el hacha de guerra? –había preguntado ella en tono gélido–. No, gracias.
Isidora cerró el archivador y lo miró con una rodilla asomando por la raja de la falda. Efectivamente, ya no era una adolescente y su libido tomó buena nota.
–¿Vas a retirarte de las carreras? –repitió ella en ese momento sin dar crédito a lo que había oído.
–Sí.
Había decidido que era lo mínimo que podía hacer por su familia.
–Pero sigues ganando… Tus seguidores van a quedarse desolados.
–Ya tengo suficiente dinero y fama.
–Pero… Te encanta, ¿no?
–Solo es un entretenimiento.
Los psicólogos dirían que su pasión por la velocidad era una manera de compensar que no hubiese alcanzado a Trella cuando la secuestraron. Era posible que hubiese sido verdad al principio, pero, en ese momento, le fascinaba la mecánica de esos motores tan poderosos y le encantaba competir. Aun así…
–Es algo que llevo pensando desde hace tiempo. Seguiré patrocinando a mi equipo y así seguiré implicado.
Esas serían las explicaciones, para salir del paso, que le daría a la prensa esa misma tarde.
–Me parece exagerado. No se puede negar toda la vida el embarazo de Trella.
–He decidido comunicarlo ahora para desviar la atención de ella, pero era inevitable que dejara las carreras desde que Cinnia se quedó embarazada. Henri ya no puede viajar tanto como antes.
Henri y él dirigían Sauveterre International, pero Henri había elegido el trabajo como manera de pensar en otra cosa. Ramón no eludía sus responsabilidades, pero tampoco sentía remordimientos si tenía que endosarle algún trabajo a su hermano para correr en una carrera.
En ese momento, Henri tenía preocupaciones más importantes y él estaba dispuesto a tomar el relevo para que su hermano se dedicara su reciente familia.
–Entonces, ¿ya lo tenías pensado?
–Sabía que mi papel cambiaría cuando nacieran los bebés.
–Todos sabíamos que te harías cargo de esta oficina para que Henri pudiera mudarse a Madrid, pero creo que nadie esperaba que fueses a dejar de correr.
–Habíamos pensado hacer los comunicados el mes que viene, pero los bebés se han adelantado y hemos cambiado el calendario. Empezaré hoy las reestructuraciones, y empezaré por ti.
–¿Por mí? –ella abrió los ojos como platos–. Preparé un traslado a Madrid. Entraba en vigor cuando Cinnia diera a luz, pero… ¿Estás diciéndome que al haberse adelantado los bebés tengo que adelantarlo yo también?
–Vas a quedarte aquí.
Seguramente, no debería haberle dado tanto placer el decírselo, pero le producía una satisfacción inmensa.
–Mis hermanas han venido a París conmigo. Están organizando las cosas en Maison des Jumeaux para preparar la marcha de Angelique. Van a comunicar pronto sus compromiso y hay ciertas cosas en la familia de Kasim que necesitan tu… toque de delicadeza.
Isidora se quedó boquiabierta, aunque no separó los labios y bajó las pestañas para disimular un destello de… ¿miedo? No, de furia. ¿Por qué? Él no estaba siendo sarcástico al hablar de su toque de delicadeza. Hacía muy bien su trabajo o no habría llegado adonde estaba.
Sin embargo, él no estaba acostumbrado a halagar la vanidad de nadie.
–Con Trella otra vez en el centro de atención, yo haré lo que pueda para cubrirle las espaldas con el anuncio de mi retirada, pero tú tendrás que ocuparte de todo eso y de los comunicados de prensa sobre la reestructuración.
–Puedo hacerlo a distancia.
Cruzó los brazos con un gesto tenso y defensivo y se giró hacia el ventanal, que tenía unos estores que impedían la entrada de la luz de julio y tapaban la magnífica vista del Sena.
–Hablaré con Henri… –añadió ella.
–Isidora, acaba de tener gemelas. Trabaja lo menos que puede y desde casa para disfrutar de sus hijas y estar con su esposa. Henri no es tu empleador, lo somos los dos. Esto es algo que hemos decidido los dos.
–¿Habéis decidido negarme el traslado sin hablarlo conmigo?
–Sí –casi ni lo habían hablado. Como solía pasar, Henri había dicho lo que él ya había pensado–. Es una cuestión del tiempo de respuesta. Sí, puedes hacer parte del trabajo a distancia, pero cuando surge una crisis, como la de hoy, tienes que estar ahí para desactivarla.
Ella apretó los labios y él casi podía ver cómo le daba vueltas a la cabeza para encontrar una alternativa. Sabía por qué estaba haciéndolo y estaba empezando a perder la paciencia.
–A lo mejor podríamos persuadir a tu padre para que deje la jubilación…
–No creas que no estoy tentada.
–No seas rencorosa, Isidora. Eres una profesional, compórtate como tal.
Ella arqueó las cejas con arrogancia.
–No puedo mantener en el terreno profesional lo que me preocupa.
–Si tuviera algún interés en… algo más, podrías preocuparte, pero no lo tengo.
Él siempre devolvía el golpe, siempre. Era porque no quería volver a ser una víctima.
Sin embargo, sintió una punzada de remordimiento cuando ella tomó aire por la nariz como si le hubiese dado un puñetazo en la boca del estómago. Entonces, fue detrás de su mesa e inclinó la cabeza mientras se pasaba un mechón de pelo imaginario por detrás de la oreja.
Estaba sonrojada cuando volvió a levantar la cabeza, pero tenía un gesto de firmeza.
–Presentaré mi dimisión antes de que termine la jornada.
Fue como si se hubiera abierto el suelo debajo de sus pies. ¿Tanto lo detestaba?
La miró a los ojos porque no podía creerse que estuviera hablando en serio y los vio desencantados y vacíos.
Por un instante, todo se disipó. Una angustia que llevaba dentro, y que desdeñaba hasta tal punto que no sabía casi que existía, cobró vida con un dolor tan intenso que se quedó sin respiración.
Cerró la puerta a algo tan sombrío y acuciante y no quiso ni preguntarse cómo era posible que ella lo hubiese despertado solo por intentar alejarse de él.
Además, ¿por qué ni siquiera se le había pasado por la cabeza? Su empleo era inaudito para alguien que acababa de terminar los estudios y que todavía no había cumplido los veinticuatro años. Había influido el nepotismo, claro, pero ella aportaba algo infrecuente y muy valioso en su puesto, se podía confiar en ella.
Él no sería el motivo por el que sus hermanas podrían perder a una aliada muy valiosa.
Sin embargo, tampoco era un hombre que suplicaba. En los circuitos no se ganaba siendo bueno. Ya se detestaba a sí mismo y no tenía sentido cautivarla. Ese segundo de sentimientos dispersos le había dejado cierto regusto a peligro y la necesidad de dominar, de conquistar.
Cayó sobre ella con la misma falta de compasión que mostraba con cualquiera que fuera una amenaza para él o para su familia.
–Cariño, te explicaré lo que te pasará si dimites.
Él volvió a apoyarse en su mesa. Esa vez, ella estaba de pie, se puso rígida y parpadeó con cautela, pero no retrocedió.
Ramón captó su olor especiado con un fondo dulce, herbal e intrigante. El animal primitivo que llevaba dentro quiso acercarse más para desvelarlo. Quizá tuviera la ocasión…
–Sé que has firmado cláusulas de confidencialidad, pero, dada la animadversión que sientes hacia mí, no me fío de que no vayas a contar lo que sabes de nosotros al mejor postor. Te complicaré mucho la vida si te marchas. No encontrarás otros empleos a este nivel.
Isidora volvió a sonrojarse.
–Si esa es la manera que tienes de intentar que te tome cariño, no vas por el buen camino.
–Demuestra lealtad hacia mi familia. Haz el trabajo por el que se te paga muy bien.
–Yo… –ella se señaló a sí misma–. ¿Quieres que yo demuestre mi lealtad a tu familia?
–Sí, y deja de darme lecciones sobre mi lealtad –Ramón sintió una punzada de arrepentimiento–. No sabes nada sobre mi capacidad para ser leal ni sobre nada más.
–Sé lo que tengo que saber –replicó ella con amargura–, pero si vas a amenazarme con mi profesión, de acuerdo, haré lo que tengo que hacer y te demostraré lo que significa la lealtad. Me quedaré porque quiero a tus hermanas y porque mi padre volvería a trabajar si dimito. Su devoción por tu familia es así de incondicional. No le he contado que te acostaste con su esposa… si no, quizá no sintiera lo mismo. ¡Y no me digas que estaban divorciados!
Ella le golpeó el pecho con un dedo y él la miró con los ojos entrecerrados para indicarle que estaba pasándose de la raya.
–Le destrozaría saber lo que hiciste y yo, al contrario que tú, no disfruto haciendo que los demás sean desdichados.
–Dije que te complicaría la vida. Si quieres que te haga desdichada, puedo solucionarlo fácilmente.
–Eso ya lo has conseguido –Isidora esbozó una sonrisa que no se le reflejó en los ojos–. Ahora, si me disculpas, tengo que organizar una rueda de prensa.
–Isidora… –él la llamó con delicadeza y sin moverse, pero la miró a los ojos con los músculos tensos como si se prepararan para la batalla–. Yo también quiero a mis hermanas y a tu padre. Por eso voy a dejar que sigas con nosotros en vez de echarte a la calle por insubordinación. Ten cuidado o comprobarás exactamente el tipo de hombre que puedo llegar a ser.
CON LA furia corroyéndola por dentro, Isidora envió unas notas para informar de que se celebraría una rueda de prensa en la torre de Sauveterre International en París. El rascacielos de Madrid se había construido a la vez y era hermano gemelo. Hasta ese mismo día, Ramón había trabajado desde allí y por eso ella no había solicitado un traslado a su país de nacimiento, donde habría estado más cerca de sus padres.
Se moría de ganas por llamar a su padre para contarle que Ramón iba a retirarse de los circuitos. Su padre había sido muy aficionado a todo tipo de carreras desde mucho antes de que el hijo de su cliente entrara en el Grand Prix con solo diecinueve años. Ramón, después de haber demostrado cierto talento para las carreras durante un curso de conducción evasiva, se había gastado la herencia de uno de sus abuelos en un coche y un equipo, para desesperación del difunto monsieur Sauveterre. Ramón ganó aquel año y siguió subiendo al podio en casi todas las carreras que corrió desde entonces.
Algunos de sus recuerdos más preciados eran de cuando estaba con su padre y veían por televisión una carrera de veinticuatro horas o se mordía las uñas con él al ver los coches abrirse paso a toda velocidad por las estrechas calles de Mónaco. Al principio, no había sido tan aficionada a las carreras como a la pasión de su padre y lo mucho que le gustaba estar acompañado mientras las veía.
A los doce años ya era seguidora apasionada de un piloto concreto y el corazón se le aceleraba cuando lo veía trazar las curvas como una exhalación y salirse de la pista de vez en cuando antes de recuperar el control y remontar hasta la cabeza otra vez.
La avidez por ganar de Ramón, además de que era un Sauveterre y que representaba a Francia y España, lo convirtieron en unos de los pilotos más queridos, en algo más que una celebridad, en un semidiós.
Naturalmente, había deslumbrado su joven corazón.
Sin embargo, después de aquel día, de aquella mañana más bien, cuando se lo encontró saliendo de la casa de su madre con la ropa arrugada, barba incipiente y una falta absoluta de remordimiento, dejó de ver las carreras con su padre. Pero las veía sola en el dormitorio o conectada al portátil, en algún rincón discreto de la biblioteca cuando iba a la universidad.
Su padre se quedaría desolado pero como exvicepresidente de Relaciones Públicas de Sauveterre International, lo entendería. Hasta ella había entendido, antes de meterse en esa profesión que, en lo relativo a la publicidad, Ramón atraía casi toda la atención para que no recayera en el resto de su familia. Sobre todo, en sus hermanas.
Eso había seguido siendo así incluso después de que reemplazara a su padre. Lo había comprobado, con cierta perplejidad, desde principios de ese año. Ramón tenía que ser la fuente de las filtraciones, pero se ocupaba de ellas a su manera, nunca la implicaba a ella y nunca irrumpía en su despacho para preguntarle porque no impedía que sus escándalos se convirtieran en virales.
Además, sus correrías siempre se sabían en el momento adecuado para desviar la atención de sus hermanas. Cuando empezó a decirse que Angelique jugaba a dos bandas porque se habían publicado unas fotos de ella besándose con dos príncipes, ni más ni menos, también habían salido a la luz unas fotos de una de las… fiestas privadas de Ramón. Estaba medio desnudo y con una modelo sentada en cada rodilla. Cuando Trella reapareció en la boda de un amigo de la familia y fue un revuelo para la prensa, una cinta con mensajes de voz de Ramón se llevó el protagonismo. En cuanto el embarazo de Cinnia se convirtió en el objetivo, se conoció una disputa por Internet entre Ramón y otro piloto.
Por eso le sorprendía que fuera a anunciar su retirada cuando empezaba a hablarse de un secreto tan bien guardado como el embarazo de Trella. Eso hacía que se sintiera… triste y que lamentara haberle dicho que no se podía confiar en él.
Aunque no estaba dispuesta a reconocerlo después de que ese malnacido ebrio de poder la hubiese amenazado con hundirla profesionalmente y en todos los aspectos de su vida. ¿Por qué la trataba tan mal? ¿Qué había hecho ella aparte de que le hubiese gustado un poco demasiado?
Se colocó el pelo, se repasó los labios en un tono rosa y le ordenó a la garganta que dejara de sentirse en carne viva por la injusticia.
Escribió un mensaje a Ramón para decirle que lo esperaría en el ascensor, pero Etienne llegó antes. Había sido el protegido de su padre y habían salido juntos algunas veces el año anterior, pero habían dejado de hacerlo cuando no habían avanzado en el terreno sexual como a él le habría gustado. Ella se había ido a Londres para terminar los estudios y se había alegrado de no volver a verlo.
Entonces, su padre se jubiló y Henri empleó un montón de euros y de chantajes morales para persuadirla de que trabajara con ellos. Etienne había creído que era el candidato seguro para ocupar el puesto de su padre… y no le había hecho ninguna gracia que lo ocupara ella.
–Entonces, ¿es verdad? –le preguntó él en tono casi hiriente.
–¿El qué?
–¿Trella está embarazada? –volvió a preguntarle él dándolo por seguro–. ¿La rueda de prensa es por eso?
–Necesito saber lo mismo que tú –Isidora fingió que leía algo en el teléfono–, pero el comunicado de hoy es por un asunto completamente distinto.
–¿No vas a decirme qué asunto?
–Lo sabrás dentro de cinco minutos. Por eso te he invitado a que lo sepas de primera mano.
Él murmuró un improperio y algo sobre el favoritismo, pero ella no dijo nada.
–Entonces, ¿no lo niegas? –siguió él.
–¿Qué tengo que negar?
Etienne apretó los dientes y soltó lo que, evidentemente, había estado corroyéndolo por dentro.
–Te contrataron gracias a tu padre. No estás capacitada, no tienes tanta experiencia como yo.
–Me dieron la oportunidad gracias a él, sí, pero también te aseguro que no tendrán reparos en despedirme si lo hago mal.
Se oyó que se cerraba una puerta y los dos se callaron mientras se acercaban las firmes pisadas de Ramón. Ella esbozó la misma sonrisa que utilizaría para presentarlo a la jauría anhelante de la prensa.
–Henri…
Etienne saludó a Ramón con un gesto deferente de la cabeza y haciendo un gesto para que entrara en el ascensor que había estado reteniendo ella.
–Ramón –le corrigió él antes de entrar en la cabina.
–Claro… –murmuró Etienne mientras entraba abochornado y pulsaba el botón de la planta baja–. La circular no decía nada –siguió Etienne mirando a Isidora con rabia–. No sabía que estuvieras aquí. Supongo que tu hermano sigue en España con…
–Bernardo siempre nos identificó a la primera –le interrumpió Ramón– e Isidora también. Es algo que apreciamos en quienes están cerca de nosotros. Y no vuelvas a cotillear sobre mi familia. No tendría reparos en despedirte por eso.