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"No eras más que un simple humano. Pero no necesitabas ser nada más para lograr cosas extraordinarias." Frío, astuto y asombrosamente eficaz, Salvador Hoffman es famoso tanto por ser el mejor detective de Nueva Orleans como por su incapacidad para sentir empatía o afecto por otras personas, cosa que lo ha convertido en un hombre más temido que respetado. Pero cuando un macabro artilugio vudú aparece en una de las escenas del crimen más extrañas de su carrera, el detective comienza a cuestionarse no sólo las reglas de ese mundo estricto y racional al que pertenece, sino las propias limitaciones que siempre le impuso a su corazón. Y de la manera más difícil, Hoffman tendrá que aprender que a veces el amor duele más que la soledad. Ocho años antes de los acontecimientos de El Señor del Sabbath, esta conmovedora historia imbuida de magia oscura y rituales sombríos nos llevará a conocer no sólo el lado más oculto de la ciudad hechicera, sino también el de uno de los personajes más queridos de La Nación de las Bestias. Bienvenidos de regreso a Nueva Orleans.
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NOTA DE LA AUTORA
La garantía sangrienta, la diversidad cultural y étnica, así como los sucesos históricos relatados en este libro, están inspirados en tradiciones, lugares y sucesos verídicos, pero no representan mis creencias ni reflejan las de ninguna persona en particular; ésta es una obra de ficción.
Que siempre encontremos el sol después de la lluvia.
Bienvenidos de nuevo a Nueva Orleans.
Para todos aquellos que necesitan una segunda oportunidad.
CAPÍTULO I
INUNDACIÓN
La primera vez que fijé un ojo en ti, supe de inmediato que tenías algo especial, a pesar de no ser más que un simple humano. No sé si fue por cómo tu sombra, proyectada sobre el asiento del coche, parecía más viva que tú, o por la manera en la que revisaste el tambor de tu pistola para asegurarte de que estuviese cargada.
Hoy en día aún me pregunto qué me pareció tan maravilloso de todo el paisaje hostil en el que consistía tu persona o qué tenía de hermoso ese semblante eternamente irritado, pero lo que sí tengo claro es que si nuestros caminos se habían cruzado esa noche era por algo más que una coincidencia.
Apagaste el motor y bajaste del coche con calma. La lluvia golpeó con fuerza contra tu gabardina y el agua goteó con tanta furia a través de tus pestañas que cualquier otro se habría resguardado. Pero tan sólo pasaste una mano por la cara para limpiártela y avanzaste sin más por la calle vacía, apenas iluminada por un par de farolas que no tardarían en reventar bajo la tormenta. Te seguí, serpenteando entre las flechas de agua mientras escuchaba sorprendido cómo tu palpitar permanecía tranquilo, impertérrito.
Los truenos cocían las nubes a latigazos y la inundación rebasaba el filo de la banqueta; podías oler la peste de las alcantarillas atiborradas de basura e incluso divisaste cómo una rata luchaba por trepar sobre un árbol enclenque, ansiosa por salvar la vida. Pero nada de eso podía amedrentarte; pronto escucharías gritos por encima de la tormenta.
Chapoteaste en el agua sucia con la pistola bien sujeta en el arnés. Sabías que adentrarte solo y en mitad de la noche en Dixon era una idea estúpida, pero no había algo en el este de Nueva Orleans que lograra asustarte. No cuando crecer en Las Viñas tampoco había sido precisamente el paraíso.
Decidido a no detenerte en recuerdos de tierra árida y alacenas vacías, avanzaste un par de cuadras más. Una lúgubre fila de casas diminutas que llevaban años aferrándose a sus cimientos decoraba ambos lados del vecindario, como si fuesen un pasillo del cementerio de Saint Louis cuyas cercas metálicas no podían proteger a sus inquilinos de bestias peores que la lluvia.
Conmovido, cerré goteras, soplé con aliento caliente bajo las puertas y repartí bendiciones en las ventanas a medida que tu gabardina se sacudía con el viento. Ver a mis niños agazaparse en la oscuridad, abrazados a sus hijos mientras sus techos se sacudían, nunca era fácil; ser un Loa como yo, un espíritu regente del vudú, consistía, en gran medida, en vivir la eternidad con el corazón compungido.
Después de pasar de largo aquellos sepulcros, te detuviste en una esquina para observar a lo lejos una casa de dos pisos, la única que parecía tener el brío suficiente para erguirse ante semejante tormenta.
La luz fúnebre traspasando los cristales de la primera planta resaltaba como un faro en la noche, pero no era su resplandor cetrino el que te hacía saber que estabas en el lugar correcto: eran las ventanas del segundo piso, tapizadas por plástico negro y lo que parecía ser un sistema de ventilación mal instalado en una de las habitaciones del fondo.
Entornaste los ojos, incapaz de creer que las señales fuesen tan obvias.
Estabas a punto de moverte cuando un murmullo cargado de estática te hizo chasquear la lengua; la vocecita desesperada de tu capitán llamándote desde la radio colgada del cuello de tu gabardina, suplicándote que no avanzaras más por tu cuenta.
Bajaste el volumen del aparato al mínimo y seguiste caminando, a sabiendas de que, para cuando el grupo de inútiles que tenías por refuerzos llegase, ya sería demasiado tarde.
Tu informante te había dicho que no tenías mucho tiempo.
Al acercarte a la casa, percibiste la silueta de un hombre sentado en una silla al lado de la puerta de entrada, mirando hacia la lluvia con actitud serena, como si fuese lo más normal del mundo salir a contemplar un huracán a medianoche.
Torciste el mentón: si alguien vigilaba la entrada sería porque, efectivamente, la casa debía estar vacía y había algo dentro qué cuidar.
Decidido, cruzaste la calzada, pero viraste en la esquina y camino abajo para poder aventurarte en los callejones lodosos de las casas a espaldas de tu objetivo, a sabiendas de que la tormenta y el deficiente alambrado público ocultarían tu presencia de los curiosos vecinos.
Tras brincar un par de cercas y esquivar pilas de chatarra acumuladas en los jardines, alcanzaste el patio trasero de tu objetivo. El lugar estaba repleto de maleza, electrodomésticos oxidados y muebles podridos apilados entre bolsas de basura, por lo que no te fue difícil agazaparte contra un sillón roído —que por el ruido que escuchabas dentro, ahora debía ser un adorable nido de ratas— para dar un buen vistazo a tus posibilidades de entrar.
Me impresionó mucho la manera en la que mantuviste la calma al ver cómo un hombre robusto, que fácilmente te sacaba veinte centímetros de estatura, resguardaba la desvencijada puerta trasera de la casa, empapándose bajo la lluvia. No te apetecía arriesgarte a pelear contra el sujeto, sin contar que entre ese apretado impermeable negro bien podría descansar oculta un arma, así que buscaste un punto adecuado para entrar en el edificio sin terminar desnucado en el intento.
Resoplaste al ver que todas las ventanas, tanto de arriba como de abajo, estaban cerradas. El ruido de la tormenta era implacable, pero eso no significaba que pudiese amortiguar el de un cristal rompiéndose dentro de la casa.
Estabas a punto de calcular tus posibilidades de enfrentarte a aquel grandulón, cuando algo llamó tu atención: una rendija de metal asomándose en las faldas de concreto de la vieja casa; un sótano elevado que, con el paso de los años, se había terminado hundiendo en el suelo pantanoso de Nueva Orleans.
Con los sentidos alertas, te dirigiste en cuclillas hacia aquella abertura, colocada justo en medio de la construcción. Después de esquivar tubos oxidados y botellas de vidrio hechas añicos, pegaste tu espalda al concreto y miraste a ambos lados para asegurarte que ninguno de los dos delincuentes que custodiaban las entradas se hubiese percatado de tu presencia.
La ventana era algo estrecha, pero estabas en muy buena forma, por lo que apretujarte por esa grieta no supondría gran problema. Abrir la rendija tampoco fue complicado, debido al hundimiento, los tornillos ya habían cedido, por lo que sólo hicieron falta un par de vueltas de tu navaja suiza para poder removerla.
Lo que te preocupaba era lo que encontrarías una vez que cruzaras ese umbral.
—Dios, amo mi puto trabajo —el sarcasmo fue tan natural que no pude evitar reír un poco.
Sin más, te sentaste sobre el fango para deslizarte con las piernas por delante. Y una vez que caíste sobre lo que se sintió como una alfombra pastosa, un olor pestilente, como a orina de gato, inundó de inmediato tu nariz.
Sonreíste someramente, porque sabías bien lo que significaba ese tufo tan distintivo.
Encendiste tu pequeña linterna de mano. El suelo estaba encharcado, atestado de bolsas de basura, filtros de café, rollos de plomería, papeles manchados de rojo y muchos, muchos bidones vacíos… todo mojado debido al agua filtrada a través de las grietas del concreto; las paredes de tapiz enmohecido exhibían marcas de quemaduras y humo que ni siquiera la humedad había sido capaz de limpiar.
No cabía duda alguna: cuando el sótano se volvió inútil, pasó de ser un laboratorio de metanfetaminas a un depósito de basura. Y para poder seguir fabricando la droga debieron haber llevado todo arriba, al maldito segundo piso, arriesgándose a volverlo un blanco fácil.
A veces te sorprendía lo inepta que podía ser la gente, incluso cuando se trataba de hacer cosas de por sí estúpidas.
Avanzaste por el sótano con el objetivo de alcanzar la corta escalera de madera. Una vez que te abriste paso hasta la puerta, susurraste una última indicación a través de tu radio. Después, la apagaste por completo y sacaste la reluciente arma del arnés en tu cintura, asegurándote de echar el seguro hacia atrás.
Al girar la perilla, te encontraste con un pasillo y una cocina desastrosa del otro lado, con la puerta trasera de la casa incrustada en el fondo y aún custodiada por aquel grandulón. Todo estaba a oscuras a excepción de una luz parpadeante que provenía de la sala, mientras que la escalera que daba a la planta alta se erguía frente a la entrada principal. Desde afuera, la construcción parecía más grande, pero por dentro, la basura y la suciedad habían consumido casi todo el espacio.
De pronto, la estática de un televisor zumbó hasta tus oídos.
—Me lleva la chingada —murmuraste muy bajo en español cuando, al acercarte a la sala con la espalda junto al muro, viste de reojo a dos sujetos echados sobre un largo sillón de tartán verde, cabeceando y con los ojos tan hinchados que apenas podían mantenerlos abiertos. El suelo estaba plagado de colillas de cigarro y bolsas de plástico manchadas de pintura en aerosol, lo que era señal de que tenían largo rato sumidos en su fiestecilla.
Sentiste deseos de rodear el cuello del informante con tus manos.
El sonido de una puerta azotándose en la segunda planta duplicó el flujo de sangre en tus venas. Regresaste sobre tus pasos hasta escabullirte en la cocina, con la vista fija hacia la escalera. Al agazaparte junto a una mesa repleta de botellas de vidrio, viste por el borde cómo un tipo vestido sólo con sandalias y un pantalón deportivo bajaba con absoluta serenidad, para luego asomarse hacia la sala. De inmediato comprendiste que ese hombre sobrio, atlético y de perfecta dentadura era el pez gordo del lugar, puesto que la regla número uno de los traficantes serios es nunca embarrarse en…
De pronto, unas luces rojas y azules se dispararon a través de las ventanas de la sala, congelando hasta la última gota de tu sangre.
—¡Maldita sea, la policía!
La puerta a tus espaldas se abrió con violencia y te arrancó el corazón.
—¡HIJO DE PERRA!
Una bala casi se incrusta en tu cabeza. El disparo encontró la puerta del sótano mientras volcabas la mesa para cubrirte. Las botellas se rompieron estrepitosamente y el olor del amoníaco ardió en tu nariz al empapar tu ropa. El enorme guardián del patio trasero había entrado, alertado por las patrullas y los gritos de los hombres en la sala.
Disparaste por encima del borde de la mesa sólo para hacerle saber al grandulón que también estabas armado. El tipo se acuclilló detrás de la puerta y detonó otro tiro, abriendo un agujero en la madera de la mesa a sólo centímetros de tu cadera.
Aquel estruendo fue suficiente para desencadenar un desastre.
—¡POLICÍA, ALTO! —escuchaste que alguien gritó desde afuera de la casa. En medio segundo, la puerta delantera se abrió de una patada; el hombre que la custodiaba cayó de espaldas contra el mugriento tapete del pasillo, aplastado bajo el peso de un miembro del escuadrón SWAT.
El enorme guardián se olvidó de ti en cuanto un puñado de hombres lo rodearon, apuntándole con rifles de asalto, y cuando una lluvia de disparos inundó tanto la sala como la cocina, no perdiste ni un instante. Te pusiste de pie y corriste hacia el pasillo sólo para ver cómo el pez gordo huía despavorido escaleras arriba.
Te lanzaste detrás de él mientras la cuadrilla inundaba la casa entre gritos y disparos como si hubiesen traído dentro la tormenta con ellos. El tipo alcanzó una puerta al fondo de la planta, y la abrió con una embestida de su hombro. Una luz ultravioleta alumbró el corredor.
Entraste al laboratorio clandestino con el arma por delante; la amplia habitación ocupaba casi todo el segundo piso y estaba llena de mesas con piletas, bidones, mecheros y recipientes que despedían un olor nauseabundo aún más potente que el del sótano.
—¡Alto, cabrón!
El tipo se estrelló de espaldas contra una puerta al final de las mesas. Sudando a chorros, giró para enfrentarte, con las manos aferradas a la madera y la cara contraída a causa del miedo.
—¡Aléjate, aléjate! —exclamó, como perseguido por un espíritu maligno.
La escena fue desconcertante, pero te bastó ver los recipientes redondos y aplanados de las metanfetaminas completamente vacíos para comprender que el hombre no temía por su vida, temía por su mercancía, la cual debía estar oculta detrás de esa puerta.
—No vale la pena —dijiste, tranquilo, pero sin bajar el arma—, ya sea aquí afuera o en prisión, tus “clientes” te lo harán pagar muy caro, así que mejor acabemos con esto por las buenas.
Los ojos llorosos de aquel hombre te hicieron entornar los tuyos y ladear la cabeza. Pero lo que sentiste no fue lástima, sino un súbito mareo provocado por los gases tóxicos del laboratorio al mezclarse con el amoníaco en tu ropa.
Tu brazo se balanceó por unos instantes y el sujeto frente a ti no dudó ni un segundo más. Alargó su mano hacia una mesa y, debajo de un recipiente volteado, sacó un revólver que apuntó directo hacia ti.
—Lo siento, ¡no dejaré que te lo lleves, mon Seigneur!
Y entonces, disparó.
La bala atravesó tu bíceps izquierdo y, como si yo mismo te hubiese clavado los colmillos, el dolor te empujó con fuerza hacia atrás. Cuando tu propia arma rugió en el aire, el sujeto no tuvo oportunidad de disparar una segunda vez.
Caíste de espaldas, sosteniendo un grito mientras el pez gordo se derrumbaba contra la puerta. La madera se pintó de carmín y los ojos de aquel sujeto se desorbitaron bajo el agujero que habías abierto en su frente.
Un silencio prolongado prosiguió al zumbido en tus oídos, para luego ser llenado por unos pasos que estremecieron el suelo de madera.
—¡Detective Hoffman, por Dios! ¡Hombre herido, hombre herido! —gritó una agente SWAT al verte en el suelo, con la sangre manando de tu herida.
Quisiste sentarte para retirar la gabardina, pero el impacto te había acalambrado todo el brazo. La puerta detrás del cadáver seguía sólidamente cerrada, y la mujer a tus espaldas no dejaba de pedirte que esperaras a los paramédicos para moverte.
La mandaste al diablo y te pusiste en pie. No es que ya te hubieses acostumbrado a la mordida de una bala, pero no era la primera vez que te disparaban ni sería la última, así que avanzaste hasta la puerta con los dientes apretados.
Tu visión se nubló, por lo que te frotaste los ojos con los dedos índice y pulgar, lo que te permitió percatarte de que sendas lágrimas cubrían el rostro del hombre en el suelo. Sentí mucha compasión por ti cuando el escozor de haber tomado una vida amenazó con quemarte al igual que el amoníaco en el ambiente, pero lo resististe apelando al dolor de tu brazo. Ahora lo único que querías era terminar con todo aquello, ver el maldito botín y asegurarte de que no te habías ganado una cirugía de extracción sólo para confiscar un puñado de meth.
Pero al pasar por encima del cuerpo y abrir la puerta, el desconcierto hizo que todo diera vueltas de nuevo.
El olor de los químicos tóxicos fue opacado de inmediato por la fetidez de un cadáver. No había drogas ni armas en la habitación, nada qué confiscar o guardar dentro de una bolsa para evidencias.
Tan sólo un niño moribundo, mirándote recostado desde la inmundicia de un colchón.
CAPÍTULO 2
CORAZONADA
Después de aquella noche, me fue muy difícil quitarte la mirada de encima, más cuando el capitán de tu división te mandó a descansar siete días completos. Tres para que te acostumbraras a tu nueva herida, tres por haber apagado el intercomunicador y uno más por decir que el pendejo que había arruinado la operación había sido él. Que mandar a las patrullas con las sirenas encendidas estando tú de encubierto había costado la vida de un hombre y abierto una cicatriz en tu brazo izquierdo.
¡Cuánto le hubiera gustado al capitán haberte impuesto un castigo mayor! Pero me causó mucha satisfacción el comprobar que, aun tras la sarta de improperios que le escupiste en la cara, el hombre prefirió ver su ego hecho añicos por tu florido léxico a sacarte de las calles por demasiado tiempo.
Después de semejante ajetreo, lo único que te consoló al final del día fue el contundente puñetazo que le propinaste en la nariz a tu informante, junto con la dulce promesa de meterlo a prisión un buen par de décadas por traicionar la confianza de un agente.
Así que, resuelto a hacerle la vida un infierno a cualquiera que decidiera respirar el mismo aire que tú, estacionaste tu fiel coche en la jefatura de policía. La mañana, fría como una lápida y con el cielo arropado de nubes, te recibió con una incesante llovizna que no dejaba de arruinarte el calzado.
Habría sido mejor que te ciñeras un buen par de botas, pero como tu padre siempre detestó la imagen estereotipada de detective, te daba igual que el agua te pudriera los zapatos con tal de conservarla.
Las gruesas columnas blancas de la entrada te recibieron con más alegría que los hombres uniformados que se refugiaban bajo ellas, y cuando te abriste paso por el edificio como si fueras el mismísimo huracán irrumpiendo en la comisaría, las cosas no fueron distintas. Todo mundo se mantuvo con la cabeza inclinada hacia sus papeles, encogiéndose a medida que pasabas a su lado.
Aguantaste el deseo de poner los ojos en blanco, no porque anhelaras que alguien te diera los jodidos buenos días, sino porque te irritaba que todo mundo tuviese la suficiente boca para decir pestes a tus espaldas, pero muy pocos cojones para escupirte de frente.
Con el tiempo aprendí que, aunque no eras la adoración de tus compañeros de distrito y tenías el humor de un caimán, la gruesa carpeta archivada en la gaveta principal del superintendente era motivo suficiente para mantener a todos a raya; doscientos noventa casos resueltos en tus doce años de carrera —una barbaridad, siendo que cada detective del departamento lidiaba a lo mucho con siete u ocho crímenes por año—, y una sucesión de alcaldes fanáticos tanto de tu trabajo como de tu cuestionable personalidad eran los ingredientes necesarios para mantenerte en el puesto.
Así que, sin más, llegaste hasta tu lugar de trabajo, un pequeño cubículo que, si bien tenían años sin aprobar presupuesto para cambiar el destartalado escritorio, al menos estaba al lado de un ventanal que tenía una maravillosa vista al callejón de los contenedores de basura.
Bueno, tal vez el capitán sí se desquitaba de tu mal humor, pensaste.
Arrojaste tu impermeable húmedo en el perchero y te remangaste tu gabardina nueva, sin importar que las gotas de lluvia salpicaran la carpeta azul acomodada sobre tu escritorio. Era el expediente del siguiente caso por resolver y, curiosamente, el único, siendo que por lo general tenías cuatro o más esperándote cada que terminabas uno.
Te resultó extraño. No sabías si te habías acostumbrado tanto a la violencia de Nueva Orleans que una semana tranquila de trabajo te parecía un desperdicio, lo cual era preocupante, no sólo porque hablaba mucho de tu salud mental, sino porque, conforme pasaban los años, ese oficio emocionante que te mantenía aferrado a la vida parecía comenzar a volverse… rutinario.
Enredándome en los brazos del perchero, te observé dejarte caer en la silla deshilachada y encender con pereza la computadora portátil. Al alargar la mano para tomar el expediente nuevo y empezar a capturar datos, un tirón en los puntos de tu bíceps te hizo proferir una palabrota.
—Vaya, ¿quién dejó entrar el huracán?
Ni siquiera levantaste la barbilla cuando un joven alto, delgado y de uniforme impecable colocó sobre tu escritorio una taza de café no solicitado. Y cuando miraste con fastidio los dibujos de rosquillas en la pulida cerámica, el chico se encogió de hombros.
—Sin azúcar y extraamargo, para que combine con su personalidad, jefe.
—Es demasiado temprano para mandarte a la mierda, Broussard.
Tu asistente sonrió con gentileza. Desde que conseguiste el puesto de detective dejaste en claro que trabajabas mucho mejor solo, pero el capitán de tu división siempre encontraba la manera de endilgarte a alguien que aspirara al puesto de compañero, de preferencia, una persona con poca experiencia y carácter blandengue que lo único que provocaría en ti serían deseos de patearle el trasero.
Hasta ahora, siempre habías logrado hacer que todos los reclutas renunciaran a las pocas semanas, pero para tu desgracia, Malen Broussard tenía la mala costumbre de ser el único novato que hasta ahora prefería poner la taza de café sobre el escritorio en vez de vaciártela encima. Ese chico de veintipocos años, de uniforme prestado y que desde hacía más de siete meses llegaba puntual todos los días al trabajo en autobús había resultado ser inteligente, organizado y, peor aún, tremendamente paciente, lo suficiente como para soportar tus ladridos sin salir azotando la puerta, así que hasta ahora no habías logrado sacudírtelo de encima.
Siendo honestos, tampoco buscabas nuevas maneras de hacerlo. O al menos, no tanto como antes. Su presencia era casi tolerable y el café que hacía no estaba mal, además…
—Imaginé que querría ver esto a primera hora, jefe, antes de comenzar con el nuevo caso.
Malen colocó delante de ti una carpeta amarilla a reventar de papeles. Y al leer la etiqueta del borde aguantaste el deseo de maldecir, porque justamente ibas a pedirle eso: el informe forense del laboratorio clandestino.
Ignoraste la cara de satisfacción del chico y omitiste el “gracias” que conceden las personas decentes cuando alguien hace su trabajo, aunque tu asistente no lo echara en falta. Él también había empezado a entenderte poco a poco, después de todo.
Abriste la carpeta y un análisis completo de la morgue se desplegó frente a ti. Había un paquete de fotografías engrapado dentro de los papeles y, por unos segundos, te preguntaste si realmente estabas de humor para ver eso con el estómago vacío.
La noche en la que abriste la puerta empapada en sangre y viste a aquel niño postrado en el repugnante intento de cama, la luz ultravioleta del laboratorio clandestino volvió todo aún más macabro, puesto que sendas manchas blancas, rastros de sangre y quién sabe qué otras inmundicias, plagaban las paredes, el suelo y las mantas que envolvían a aquella criatura.
El cuarto era poco menos que un chiquero, repleto de la misma basura que el resto de la casa. El sistema de ventilación que habías visto desde afuera estaba instalado a cal y canto en las ventanas, pero las aspas giraban tan despacio que habría sido igual si hubiesen rellenado los vanos con concreto.
Te acercaste, tambaleándote, para observar a la víctima. El pequeño no debía tener más de cuatro años de edad, y la forma en la que viró la cabecita para mirarte te provocó un escalofrío. Tenía una costra rosácea cubriendo toda su mejilla derecha y los ojos casi en blanco. Tampoco se movía demasiado, apenas lo suficiente para hacerte saber que estaba consciente de tu presencia.
Miraste sobre tu hombro, hacia el cadáver del traficante, y no supiste cómo proceder. Al menos, no de la manera profesional, y eso fue lo que más te inquietó.
Alargaste la mano hacia el pecho de la criatura a sabiendas de que estabas cometiendo un error al alterar la escena del crimen, pero no te importó porque sabías bien que a ese niño no le quedaba mucho tiempo.
Lo tocaste por encima de la tela y su cuerpo se sintió tan frío que casi te hizo retraer los dedos. No podías entender que un hombre como el que yacía muerto a tus espaldas, un desgraciado que ordenó ejecuciones, traficó con mulas y que había montado un lucrativo negocio de metanfetaminas que se embolsó la mitad de los drogadictos de Dixon, había estado dispuesto a matar a un detective con tal de que no se acercaran a su hijo.
Y hasta que un paramédico se acuclilló a tu lado para colocarte una mascarilla de oxígeno, te percatase no sólo de que el mareo te había hecho deslizarte por el borde de la cama hasta sentarte en el suelo, sino que el niño ya no se movía, con los ojos ahora cerrados; había muerto frente a ti sin que hubieras podido hacer algo al respecto.
Estaba bien. Nadie había dicho que tu trabajo fuera agradable y rara vez desembocaba en heroísmo. Por lo general, sólo terminabas atestiguando una tragedia, y esa impotencia era algo a lo que nadie podía acostumbrarse.
Ni siquiera un hombre como tú.
Te masajeaste los ojos ante el desagradable recuerdo y sacaste las fotografías del sobre, dispuesto a cerrar el caso y añadir el expediente número doscientos noventa y uno a tu carpeta.
¡Oh, Hoffman! En esos momentos me habría gustado enroscarme en tus hombros para darte un apretón, pero yo sabía muy bien que nada sería suficiente para prepararte para lo que estabas por descubrir.
Las imágenes granuladas y a color te hicieron arrugar la nariz.
El rigor mortis del cadáver del niño había desaparecido, y la hinchazón en el vientre ya empezaba a notarse. La autopsia revelaba que la intoxicación por los gases letales había reventado algunos vasos sanguíneos de la garganta, lo que explicaba la mancha seca en la mejilla. La elasticidad de la piel, el conducto anal húmedo, las larvas depositadas en las cavidades…
No cabía duda. El niño que te había mirado esa noche, sobre la cama, llevaba más de tres días muerto cuando lo encontraste.
—Caray —dijo de pronto tu asistente—, no entiendo cómo es que ese hombre dejó que su hijo muriera ahogado con la droga que él mismo fabricaba, ¿ qué diablos tenía en la cabeza ese monstruo?
Ante tu tenso silencio y la manera en la que dabas vueltas una y otra vez a las fotografías, Malen carraspeó.
—¿Pasa algo, jefe?
—Si te quedaras callado un maldito segundo, lo sabría —murmuraste.
Tu asistente tan sólo alzó ambas palmas, sin tomarse a mal tu desplante. Rodaste un poco la silla para mirar hacia la ventana, tronando tus dedos frente a tu pecho. ¿Acaso estabas delirando esa noche? ¿Los gases del laboratorio, de alguna manera, te habían hecho ver y sentir cosas que no estaban allí, creer que ese niño estaba vivo cuando en realidad sólo era un cuerpo muerto? Eso explicaría la peste a cadáver, pero…
No. El amoníaco causaba desorientación, no alucinaciones, y no había forma en la que alguna droga se hubiera podido meter en tu sistema en forma de gas, pero las pruebas eran irrefutables, los análisis químicos no se equivocaban, y aun así… había algo dentro de ti, una corazonada poderosa que te decía que algo no terminaba de encajar.
Y fue entonces cuando supe que había dado con la persona correcta para enfrentarse a las sombras que amenazaban con cernirse sobre Nueva Orleans.
Te levantaste bruscamente, desestimando el nuevo caso que solicitaba tu atención al tomar el informe forense bajo tu brazo. Con un bramido, hiciste que Malen corriera detrás de tus pasos.
En cuestión de segundos, el tímido chisporroteo de las nubes se convirtió en una potente lluvia mientras salías de la estación a toda velocidad.
CAPÍTULO 3
SÍMBOLO
A pesar de la lluvia, la cinta policial todavía se sostenía con firmeza de las columnas frontales de la casa, aunque con un par de trozos ya arrancados a lo largo del barandal. Con las manos en los bolsillos, chapoteaste por el jardín del frente, ese pedazo de tierra lleno de chatarra que no tuviste el gusto de conocer la noche del altercado, hasta llegar al porche con los hombros empapados.
—Maldito impermeable de mierda —susurraste por lo bajo, insultando a la pobre prenda que habías dejado olvidada en tu oficina.
Malen te observaba desde el asiento del copiloto de tu coche, frustrado porque no le hubieras permitido bajar con el pretexto de que lo necesitabas vigilando por cualquier cosa que pudiera presentarse.
Bueno, era una mentira a medias. Al no haber pedido las llaves de la casa a la jefatura, tendrías que entrar usando métodos menos ortodoxos, y necesitabas que alguien te cuidara las espaldas.
Rompiste la perilla de la puerta de una patada. La casa era tan oscura de día como de noche ya que los vidrios habían quedado empañados por el humo de los químicos y el cigarro. El intenso olor a productos de limpieza te hizo saber que el equipo todavía no había terminado con la escena, puesto que una buena cantidad de cubetas y cepillos estaban repartidos por la sala ahora vacía.
El alivio te recorrió, porque significaba que todavía podrías encontrar aquello que tu instinto te insistía en buscar, aun cuando no estuvieras muy seguro de lo que era.
Sacaste unos guantes de látex de tu bolsillo y subiste por la escalera llena de recipientes de cloro, bicarbonato y sosa cáustica, ahora con la suficiente calma para observar el deplorable estado del edificio. Lo que más te desagradó no fueron las tuberías asomándose por pedazos roídos del techo, ni las manchas asquerosas repartidas por toda la alfombra, sino el tapiz amarillento del pasillo, con una parte decorada con dibujos infantiles hechos con lo que parecían ser crayones rojos.
Al subir al laboratorio, lo encontraste igualmente vacío. Las mesas, las bandejas, los bidones, las cajas de basura y hasta la puerta donde la sangre de aquel hombre había quedado embarrada; todo se había ido, pero a través del umbral pudiste ver que el colchón mugriento seguía allí.
Tal vez era el último cuarto que faltaba por limpiar.