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Bianca 2025 Una tarde en las carreras, champán y mujeres. Aquél era otro evento más para Ethan Cartwright, hasta que la muy normal Daisy Donahue pasó ante sus ojos.Daisy sabía mantener la cabeza baja y ser invisible entre las más famosas australianas vestidas de diseño. Pero el despiadado Ethan estaba intrigado y no pudo evitar acercarse a ella. Daisy estaba destrozada por haber sido despedida por hablar con Ethan... ¡necesitaba su empleo! Ahí era donde Ethan volvió a aparecer. Tenía un nuevo trabajo para ella: ama de llaves de día, compañera de cama por la noche...
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Seitenzahl: 211
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Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Avenida de Burgos 8B
Planta 18
28036 Madrid
© 2010 Emma Darcy
© 2023 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Una amante temporal, bianca 2025 - enero 2023
Título original: The Billionaire’s Housekeeper Mistress
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo, Bianca, Jazmín, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788411415736
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Si te ha gustado este libro…
CARIÑO, ¿puedes rescatarme?
Daisy Donahue se quedó paralizada. Era el inconfundible acento de Lynda Twiggley. Había atravesado el bullicio de las conversaciones de las celebridades y hecho que una sensación de alarma recorriera la espalda de Daisy. Si necesitaba que la rescataran, dado que era su asistente personal, tendría que hacerlo ella, rápida y eficientemente, o recibiría los latigazos de la afilada lengua de su jefa por absentismo laboral.
Se puso en acción, giró sobre sí misma para buscar la causa del problema. La carpa de los VIP estaba atestada de gente. Habían llevado a un grupo de las modelos más famosas de Australia para añadir glamour al evento, que no era conocido como Magic Millions por nada. Allí todo el mundo estaba forrado o asociado a alguien con mucho dinero y esperaban que todo fuera perfecto. Sobre todo su jefa.
Al ser de altura media y no llevar unos tacones muy altos por el ir y venir que el trabajo de ese día le exigía, Daisy tuvo que ponerse de puntillas para intentar ver el aerosol de plumas de pavo real que salía del carísimo sobrero que llevaba Lynda. Una delatadora flecha azul situó su objetivo cerca de la barra al aire libre donde no debería haber ningún problema. Ya había estado allí, donde había acceso a grandes cantidades de champán francés y otras bebidas. ¿Habría derramado alguien algo sobre el vestido de seda azul de Lynda?
Horror, pensó Daisy en un estallido de pánico mientras se lanzaba a la aglomeración de millonarios preguntándose cómo arreglaría el daño causado por una mancha imborrable. Sintió un considerable alivio cuando llegó al sitio y vio a su jefa ganándose concienzudamente el favor de un hombre. No cualquier hombre. Al reconocerlo su corazón se aceleró por una multitud de razones.
Era un hombre apreciado por haber salvado a los más ricos de Australia de perder su dinero en la crisis financiera global: Ethan Cartwright, el joven genio que se había anticipado a la quiebra y dirigido las inversiones hacia empresas que siempre darían beneficios, incluso en una recesión.
Daisy se quedó quieta al lado del hombro de Lynda y lo miró, un torrente de emociones la travesó: rabia, resentimiento, una hostilidad salvaje por la terrible injusticia de que los ricos se hicieran más ricos mientras los pobres se hacían más pobres, especialmente sus padres que habían quedado atrapados en una deuda que no podían afrontar. Ese hombre, más que ningún otro, era el representante de esa triste situación.
Había leído sobre él, visto fotografías, pero lo que había incrementado su torbellino interior era lo increíblemente guapo que era al natural. El cabello negro y espeso, los brillantes ojos verdes, el masculino rostro en el que no había una facción desagradable, el físico perfectamente proporcionado que llevaba el perfecto traje sastre que portaba con distinción… ¡era injusto! ¡Ese hombre lo tenía todo! Aumentó su resentimiento que tuviera impacto sexual sobre ella. Y sin duda en todas las mujeres sometidas a su poderosa presencia.
Resultó muy desconcertante que él, súbitamente, retirara su atención de Lynda y le dirigiera una mirada burlona a ella. ¿Habría notado su mirada hostil? Levantó las atractivas cejas en un gesto de desconcierto divertido y la miró a los ojos buscando una respuesta que el orgullo le prohibía dar.
Ofendida por la distracción de él, Lynda se dio la vuelta para enfrentarse con la intrusa. Como sabía que con una empleada no había que tener ninguna delicadeza, le clavó los ojos azules y dijo:
–¿Qué quieres, Dee-Dee?
–Nada, señora Twiggley –respondió Daisy con todo el aplomo que pudo reunir dada la presión que suponían dos pares de ojos pidiendo explicaciones–. Me ha parecido oírla pedir ayuda.
Lynda hizo un chasquido de impaciencia con la lengua.
–Ahora no. Y deja de rondarme. Seguro que tienes algo más útil que hacer.
–Sí, claro. Siento haber interrumpido, discúlpeme.
Había empezado a retirarse cuando intervino Ethan Cartwright.
–¡Espere! –ordenó dando un paso adelante y estirando un brazo.
Sonrió abriendo su perfecta boca y mostrando una hilera de dientes igualmente perfectos, haciendo a Daisy pensar que no le dejaría darle un mordisco por encantador que fuera.
–No nos han presentado –dijo con una voz tan encantadora como el resto–. Recordaría a alguien llamada Dee-Dee, es un nombre poco frecuente. Sé tan amable de presentarnos, Lynda.
–Son sus iniciales, no su nombre –dijo Lynda con una carcajada que provocó que un escalofrío de disgusto recorriera la espalda de su empleada.
Si no necesitara ese empleo y el sueldo que iba con él, hacía mucho tiempo que lo habría dejado, el día que había dicho que no podía tener una asistente personal llamada Daisy porque asociaba ese nombre a una pobre vaca. Dee-Dee sonaba mucho mejor.
–Es mi asistente personal, Ethan –siguió Lynda en tono de desprecio–. Nadie que necesites conocer.
El comentario no pareció sentar muy bien a Ethan.
–Al contrario, puede que hagamos negocios, tu asistente personal será mi primer contacto –respondió con un brillo duro en los ojos.
–Muy bien entonces –concedió Lynda–. Ethan Cartwright, Daisy Donahue.
–Un placer conocerle, señor Cartwright –dijo Daisy deseando poder escapar lo antes posible.
Él la miró con curiosidad, le tendió la mano como si notara su deseo de desaparecer y quisiera retrasar ese momento.
–Seguro que es mucho más placer para mí, Daisy Donahue –dijo divertido.
¡Seguro! ¡Qué divertido! El gran hombre saludando condescendiente a la pequeña vaca marrón, pensó Daisy mientras le estrechaba la mano para completar la formalidad. El contacto con su piel resultó caliente y él le apretó la mano con fuerza, expresando una voluntad dominante contra la que ella se rebeló ya que le retuvo la mano más de lo que marcaba la formalidad.
–Por favor, discúlpeme, señor Cartwright, no puedo entretenerme. Me necesitan en otro sitio –dijo firme apartando la mirada de esos diabólicos ojos verdes y haciendo un asentimiento en dirección a Lynda quien seguro que ya empezaba a enfadarse porque su conversación se hubiera interrumpido.
Aparentemente Ethan Cartwright tenía la sensibilidad suficiente para saber que podía provocarle algún problema y le soltó la mano aunque siguió sonriendo como si ella le gustase, algo que le pareció completamente perverso cuando la carpa estaba llena de mujeres hermosas a las que indudablemente su atención haría feliz. Ella tenía el pelo marrón, los ojos marrones e iba vestida de marrón, pretendía parecer lo más insignificante posible, no quería eclipsar lo más mínimo el foco de atención que su jefa quería tener sobre ella.
–Si tienes un segundo, apuesta por Midas Magic –dijo él.
¡Poner dinero en un caballo! ¡Ni en un millón de años! Su lengua perdió la contención:
–¿Es ése su mejor consejo financiero? –preguntó con mirada agresiva.
Él se echó a reír disparando hasta quitar el aliento su magnetismo sexual.
–No, pero es una buena apuesta –respondió–. Lo he comprado esta semana y tiene la raza y la forma necesarias para ganar una gran carrera.
Daisy recobró lo suficiente el aliento para decir:
–Yo no apuesto –y después mintió con los dientes apretados–. Suerte, señor Cartwright –se dio la vuelta y se alejó para poner distancia con el conflictivo encuentro.
–La vida es riesgo, Daisy Donahue –gritó detrás de ella.
No, para ella no lo era, y tampoco se iba a dar la vuelta reconociendo que le había oído.
Ellos tenían dinero para quemar, todos. Llevaba tres meses trabajando para Lynda cuya agencia de relaciones públicas organizaba eventos para celebridades de primer nivel y estaba asombrada y escandalizada por el mucho dinero que gastaban en divertirse. Las fiestas de antes de Navidad habían resultado irreales. La velada de Nochevieja había tenido que celebrarse, por supuesto, en un yate para poder ver los fuegos artificiales de puerto de Sidney desde el mar. Nadie que fuera algo podía no estar en la Costa Dorada de Queensland para la feria de Magic Millions, el primer gran evento de la temporada de carreras de caballos.
Había empezado esa semana con las compras del año, el mayor mercado de purasangres de Australia. Sin duda Ethan Cartwright habría pagado una enorme suma por Midas Magic, y desde entonces estaba celebrando haber ganado en la puja. Había habido un baile, una sucesión de cócteles y ése era el día que ponía la guinda a toda la semana, el tercer día de carreras con casi cinco millones de dólares en premios. Daisy esperó que su caballo llegara el último.
Todo en la vida no podía ser un juego. Algunas cosas deberían ser seguras.
Como la casa de sus padres.
Si que se convirtiera en algo seguro pasaba por seguir en ese trabajo podrido, apretaría los dientes y lo haría, a pesar de la acidez de estómago que le producía.
Ethan no lo había pasado muy bien. Había escapado de la manada de mujeres cuya frívola charla lo aburría y después Lynda Twiggley lo había arrinconado y había caído sobre él para que la asesorara en sus inversiones, lo que era aún más aburrido y desagradable dado que esa feria se suponía que tenía que ser para divertirse, no para trabajar. La especialista en relaciones públicas no estaba utilizando su especialidad con él y el modo en que había tratado a su asistente había rozado lo despreciable. Daisy Donahue…
Ya había una mujer que le interesaba: el pequeño gorrión marrón entre los loros gritones, representando el papel de mansa sirviente cuando no tenía ni una pizca de mansedumbre en su cuerpo. Una dinamo de bolsillo, lanzando energía hostil contra él, que había despertado en él la urgencia de entrar en batalla con ella. Pero no podía, era injusto dado que él era un invitado y ella trabajaba bajo la atenta mirada de su desagradable patrona.
«Yo no apuesto…».
Contenida por una mentalidad tan rígida, sin asumir ningún riesgo, seguramente tendría un interior explosivo. Ethan se descubrió pensando que disfrutaría liberándola, descubriendo qué sucedería si toda esa ardiente pasión fuera liberada. Una cosa era cierta, Daisy Donahue no tenía una personalidad frívola. Y tampoco era aburrida, pensó mientras sufría a Lynda que reclamaba de nuevo su atención.
–Como te decía antes de que nos interrumpiera Dee-Dee…
Dee-Dee… qué nombre tan estúpido para ponerle a una persona con tanta dignidad innata. También mostraba una total falta de respeto por ella, lo que había quedado patente por el modo tan insoportablemente arrogante en que la había tratado. Ethan tenía la firme creencia de que todo el mundo se merecía ser tratado con respeto al margen de su posición en la vida. Se preguntó por qué Daisy soportaría ese trato, aunque en esos tiempos de incertidumbre económica nadie se arriesgaba a perder su empleo.
Dio cinco minutos más a Lynda para que no pudiera echar la culpa a su asistente de que se hubiera interrumpido su conversación de negocios y después se excusó diciendo:
–Ya tengo una larga lista de clientes, Lynda, pero veré si puedo hacerte un hueco cuando vaya a la oficina –hizo un gesto con la cabeza en dirección a su mejor amigo que hablaba con una de las modelos–. Mickey Bourke me ha dicho que debería hablar con el jinete antes de la gran carrera, voy a buscarlo.
–¡Oh! –dijo con gesto de decepción antes de sonreír artificial–. Voy a ir corriendo a apostar por Midas Magic.
Le daba lo mismo que apostara o no. Sólo quería librarse de ella. Había sido Mickey quien le había metido en el negocio del caballo. Insistía en que necesitaba interesarse en algo ajeno al trabajo para aligerar un poco su vida y tener más relaciones después de la decepción que había sufrido con su ex prometida. Un poco de diversión, había dicho su amigo, sobre todo si estaba sin mujer.
Según Mickey no había nada mejor que la emoción que producía ver correr al propio caballo. Ethan aún no lo había experimentado, pero Mickey tenía que saberlo. Su padre era uno de los más importantes entrenadores de purasangres de Australia.
Mickey había nacido y crecido en el mundo de los caballos. Incluso en el colegio organizaba apuestas sobre la carrera de la Copa de Melbourne. Era algo totalmente contrario a las normas, pero siempre conseguía sacarlo adelante. Había sido el revoltoso de la clase, brillante, ingenioso, encantador, un chico de cabello rubio y chispeantes ojos azules. También un atleta, lo único que tenían en común, además de sus físicos altos y fuertes.
Mickey gustaba a todo el mundo. Siempre era una compañía divertida. Por qué había elegido hacerse amigo de Ethan, el estudiante centrado y tranquilo y su mayor competidor en el campo de juego, le había parecido extrañamente perverso a Ethan hasta que se lo había explicado.
–Nada de tonterías, ¿vale? Te lo diré con claridad. Cuando se trata de arriesgar, eres un contendiente de calidad y yo me siento atraído de un modo natural por la calidad. Disfruto de cómo piensas y de cómo haces las cosas. Podrías fácilmente acabar con el resto de nosotros, pero no lo haces. Eso te hace un gran tipo según mi manual –después había sonreído–. Además ser tu amigo tiene grandes ventajas. Primero está que eres un gran camuflaje. Todos los profesores piensan que el sol brilla sobre ti, que eres una estrella. Si voy contigo, el respeto que te tienen me salpicará y nadie sospechará que ando organizando maldades. Además eres un genio de los números y los porcentajes. Eso me gusta. Realmente lo respeto. Estoy seguro de que me vas a ser muy útil en el futuro.
Fue la primera demostración de lo inteligente que era Mickey… inteligente en un sentido con el que Ethan no estaba familiarizado al ser un estudiante modelo que todo lo aprendía en los libros. Así que al instante se había dado cuenta de que podía aprender mucho de Mickey que claramente era un tipo muy astuto.
–Y creo que es inevitable –había seguido Mickey con aire resignado–. Es por el modo en que funciona tu mente, Ethan. Tú ves la totalidad del juego. Tu capacidad de anticipación es increíble. Así que, al margen de lo bien que juegue yo, sé que serás tú a quien elija el entrenador como capitán del equipo de críquet y del de rugby. Mi mejor elección es ganarme tu amistad, estar a tu lado y compartir tu gloria.
A Ethan le había gustado su sinceridad, su análisis realista de la situación y su sentido pragmático que le permitía ver la manera de sacar lo más posible de su paso por el instituto. Otros chicos odiarían a quien ocupaba su envidiable posición, lo habrían visto como un enemigo. Mickey y él habían acabado siendo aliados en todo, su sólida amistad había resistido el paso de los años a pesar de que sus carreras profesionales habían seguido caminos distintos.
Seguían siendo los dos solteros. «Demasiados hermosos peces en el mar para quedarse sólo con uno», era la actitud de Mickey. Ethan hacía mucho tiempo que había llegado a la cínica conclusión, proceso reforzado dolorosa y recientemente por una mujer que había pensado que era distinta, de que todas las mujeres deseables tenían la personalidad de las princesas, lo esperaban todo y recurrían al sexo para conseguirlo. Hasta la última de ellas estaba interesada sólo en lo que podía obtener a cambio de dejarle utilizar su cuerpo y la publicidad y lo que suponía para su ego ser visto con ella. También alimentaba el ego de las mujeres ser vistas con él. Después de todo era una pluma en su sombrero haber conseguido captar el interés, aunque fuera brevemente, de uno de los multimillonarios más deseados de Sidney.
Jamás olvidaría la deprimente experiencia de haber oído a Serena presumiendo de su caza con un grupo de amigas. Habría sido un gran error casarse con ella y Ethan odiaba cometer errores. Aún ardía al recordar lo decepcionado que se había sentido al conocerla más en profundidad.
Quería la sinceridad en las relaciones. Quería que fueran reales. Quería ser apreciado por ser quien era. Quería una mujer que le diera la clase de compañerismo comprensivo que tenía con Mickey. Aunque seguramente eso era imposible porque las mujeres no eran hombres. Sin embargo, si pudiera encontrar una que no le diera la impresión de estar dando coba para luego matar…
Daisy Donahue se deslizó en sus pensamientos. Era una pena que no fuera una invitada. Había despertado en él un vivo interés. No daba ninguna impresión de dar coba. El pequeño gorrión estaba lleno de fuegos artificiales que había encontrado sorprendentemente atractivos. Un bonito cuerpo lleno de curvas. No comprendía la atracción de Mickey por las modelos cuyos delgadísimos cuerpos no tenían ningún atractivo para él. No podían mecer sus no existentes nalgas delante de él, como había hecho Daisy cuando se había perdido entre el gentío. Unas nalgas muy alegres.
«Culito», decía la gente a la moda. La palabra le hizo sonreír. Estaba seguro de que Daisy Donahue tendría un pelo que le llegaba al «culito», si alguna vez se quitaba el austero moño que llevaba en la nuca. Fantaseó con la imagen de soltárselo él mismo, masajearle el cuero cabelludo mientras contemplaba esos ojos convertirse en chocolate fundido. Disfrutaría. Mucho.
Consiguió atravesar el círculo que rodeaba a su amigo y llegó al lado de Mickey, atrajo su atención y le hizo un gesto con la cabeza en dirección a la salida de la carpa. Sin esperar a que saliera, se dirigió hacia allá con un gesto serio en el rostro para desanimar a cualquiera que pretendiera hablar con él. Mickey lo alcanzó casi en la salida.
–He visto a la Twiggley intentando echarte el guante –dijo con una sonrisa de comprensión–. Seguro que es una de las heridas que espera al médico.
–No soy médico –sonrió tenso.
–Como si lo fueras… arreglas enfermedades financieras.
–Prefiero a los clientes que confían en mis consejos en primer lugar.
–Como yo –le dio una palmada en el hombro mientras se dirigían a la pista–. Jamás he dudado de tus consejos económicos.
Ethan seguía dando vueltas en la cabeza a su encuentro con Lynda Twiggley.
–Es una mujer repugnante. Trata a su asistente como basura.
–Umm… ¿noto un tono de parcialidad a favor de la asistente?
Un brillo de broma iluminó los azules ojos de Mickey. Estaba juguetón ese día y quería que Ethan también jugase. Pero no había ninguna posibilidad de que algo así sucediera con Daisy. Al margen de que no estuviera disponible, su mirada hostil no había sido una respuesta muy positiva. Aunque le habría gustado saber la causa de ella. Mejor. Nada como un reto para hacer circular la adrenalina.
–Es más interesante que tus modelos –provocó.
–Ajá. Una buena señal de que la astuta y seductora Serena ya no lleva las riendas de tu deseo sexual. ¿Qué vas a hacer con este repentino interés hacia otra mujer?
–Hoy nada –dijo con una sonrisa–. Lynda Twiggley no le quita la vista de encima.
–¡Muy fácil! Dile a la Twiggley que te ocuparás de sus problemas financieros si deja libre a su asistente personal el resto del día.
¿Sin dejar elegir a Daisy? Recordó su dignidad y pensó que no sería una buena estrategia, lo de ser una esclava no parecía ir con ella. Además no quería trabajar para Lynda Twiggley.
–No es una solución, Mickey. Echaría todo a perder.
–Bueno, pues averígualo tú –se encogió de hombros–. Mi política es que, si te gusta una mujer, vas tras ellas y esperas el momento para atacar. Carpe diem. ¡Y que pase lo antes posible!
Ethan puso los ojos en blanco.
–Quizá deberías mirar a más largo plazo alguna vez antes de precipitarte. Como haces con los caballos.
–Los caballos dan muchas más satisfacciones que las mujeres –dijo entre risas–. Olvídate de la asistente y concéntrate en Midas Magic. Será mucho mejor para tu dinero.
Había llegado al tema favorito de Mickey y éste le obsequió con la historia completa del jinete que iba a conocer, sus exitosas carreras y su empatía natural con los caballos… el mejor hombre para ese trabajo que había en ese momento.
Aunque escuchó y dio todas las respuestas que se esperaban mientras caminaban hacia la pista, Ethan no se olvidó de Daisy. Era como niebla en su mente. Y en su cuerpo. Sentía un quijotesco deseo de rescatarla de Lynda Twiggley y «desfacer» todos sus entuertos.
Realmente absurdo. Sabía muy poco de ella.
Aun así su instinto le decía que podía valer la pena conocerla y que podía no arrepentirse de seguir el interés que ella le despertaba.
Carpe diem… Aprovecha el momento.
La gran pregunta era… ¿cómo hacerlo?
LA gran carrera le dio a Daisy la oportunidad de descansar unos minutos. Muy pocos invitados habían salido de la carpa para ver llevar a los caballos a la salida, el resto tenía su atención puesta en las pantallas de televisión. Ninguno iba a molestar mientras su interés lo absorbiera lo que sucedía en la pista.
Se sentó para dar un descanso a sus pies. El comentarista de la televisión iba diciendo algo de cada caballo y de su jinete y sus colores. Dorado y negro en Midas Magic. Sonrió al oír eso. Claro, el hombre del dinero tenía que elegir el oro. Y sus números serían negros si el caballo ganaba, nada de deprimentes números rojos.
Pensó en la situación de sus padres, gente normal que había trabajado mucho para dar una educación a cinco hijos y que al final se había creído que podían permitirse el lujo de reformar su casa: una cocina nueva, un segundo cuarto de baño, un parque para los nietos y dos habitaciones más para que cuando fuera la familia pudiera quedarse, sobre todo en Semana Santa y Navidad y en vacaciones. Habían hipotecado la casa para hacer la obra y el banco que alegremente les había prestado el dinero igual de alegremente vendería la propiedad si no se pagaban los recibos todos los meses.
Y era imposible que la venta de la casa cubriera el importe de la hipoteca dada la caída de los precios. Eso no sacaría a sus padres de sus problemas. Además no era justo que perdieran su casa a esas alturas de la vida. Se merecían una jubilación tranquila.
Su asesor financiero había errado estrepitosamente. La bajada de los fondos de inversiones el año anterior se había comido más del treinta por ciento de su plan de pensiones. La pérdida de ingresos que suponía eso jamás la recuperarían. Tampoco había esperanzas de que la situación mejorara durante la recesión en curso.
El resto de la familia no estaba en situación de ayudar. Sus tres hermanos mayores y una hermana estaban todos casados y tenían familia, les costaba llegar a fin de mes. Dos de sus hermanos, Ken y Kevin, se habían quedado en el paro. Keith tenía un negocio propio y pasaba apuros. Violet, su hermana, tenía un hijo autista que precisaba de muchos cuidados, su matrimonio no era muy firme debido a ello. No podían soportar más carga sobre los hombros.
Lo que suponía que sólo estaba ella para llevar esa carga. La más joven con diferencia, un tardío embarazo accidental. Había vuelto a casa de sus padres en Ryde para poder darles a ellos el dinero del alquiler que pagaba en un apartamento compartido en el centro de la ciudad, así como hacerse cargo de la mayor parte de la compra de comida para evitar que sus padres comieran mal por el pago de su hipoteca. Su contribución suponía que podían pagar los intereses mensuales, pero era un círculo vicioso. No ganaba lo bastante para amortizar el capital.