Una aventura para una princesa - Sharon Kendrick - E-Book

Una aventura para una princesa E-Book

Sharon Kendrick

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Beschreibung

Su princesa bajo las sábanas… El zumbido de las hélices del helicóptero anunciando la llegada de su nuevo jefe hizo que Sophie se escabullera apresuradamente en la cocina. ¡Si ella supiera que haber huido del escrutinio real la situaría bajo la devastadora y abrasadora mirada del multimillonario Rafe Carter! Tras llevar días conteniéndose, un baño de medianoche en la piscina despertó los sentidos de Rafe hasta el punto de hacerle incapaz de resistirse a probar lo prohibido. Y, cuando la identidad de Sophie quedó al descubierto, se vio obligado a rescatar a la preciosa princesa… con un juramento muy conveniente.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Sharon Kendrick

© 2017 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una aventura para una princesa, n.º 2537 - abril 2017

Título original: A Royal Vow of Convenience

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-9714-4

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

El estruendo del helicóptero descendiendo de un despejado cielo azul resultaba ensordecedor y una gota de sudor nervioso se deslizó entre los pechos de Sophie.

–Aquí está –dijo Andy cuando las hélices dejaron de girar–. No estés tan preocupada, Sophie. Aunque Rafe Carter sea el jefazo, no muerde. No soporta bien a los idiotas, pero con que recuerdes eso, todo irá bien. ¿De acuerdo?

–De acuerdo –respondió Sophie sumisamente.

Sin embargo, aún tenía un nudo en la garganta cuando Andy corrió hacia el helicóptero del que bajó un hombre con porte poderoso y musculoso pasándose los dedos por su oscuro pelo alborotado por el viento. Tras detenerse un instante para otear el horizonte, el hombre sacudió la cabeza mientras una rubia pechugona ataviada con un ajustado uniforme azul intentaba captar su atención. A continuación, saltó sobre el polvoriento suelo y dejó a la mujer atrás, mirándolo y abatida por el rechazo.

Otra sensación de pánico recorrió a Sophie, aunque ahora estaba entremezclada con algo más. Algo que hizo que se le acelerara el pulso cuando el hombre se detuvo y comenzó a observar las tierras que lo rodeaban.

Incluso en la distancia podía ver los musculosos contornos de su cuerpo. Con un traje inmaculado que se ceñía a su esbelto físico, resultaba sofisticado y cosmopolita, tan fuera de lugar en el desierto australiano como su lujoso helicóptero. Su presencia parecía decir a gritos que era el propietario multimillonario de una de las mayores empresas de telecomunicaciones del mundo y que la enorme ganadería que tenía allí era simplemente una más de sus aficiones. Rafe Carter. Incluso el nombre sonaba sexy. Había oído al resto de empleados hablar sobre él, comentar historias excitantes que le habían hecho aguzar los oídos mientras había tenido la precaución de ocultar su curiosidad.

Porque había aprendido muy rápido que si quería mantener en secreto su identidad, lo mejor era que la vieran pero no la oyeran. Vestir con recato y pasar desapercibida, y no hacer preguntas sobre el dueño de la propiedad que se extendía más allá de donde le alcanzaba la vista. Lo único que sabía era que era rico. Muy rico. Que le gustaban los aviones, el arte y las mujeres bellas, además de la vida rural australiana en la que se sumergía y de la que salía según le placía. Sintió un cosquilleo por los pechos. No se había esperado que fuera tan… fascinante.

Vio a Andy acercársele y a los dos hombres saludarse antes de echar a andar juntos hacia la casa mientras el helicóptero volvía a alzarse en el cielo. Hacía calor. Incluso a primera hora de la mañana las temperaturas eran altas. El verano había llegado y en ocasiones parecía como si estuvieran viviendo en una sauna gigante. Tenía las palmas de las manos cubiertas por una fina capa de sudor; las frotó contra sus pantalones cortos de algodón a la vez que deseaba que el corazón le dejara de latir con tanta fuerza porque, sin duda, eso haría que su inquietud resultara evidente.

Se preguntó por qué la llegada de Rafe Carter la estaría haciendo sentir como si el mundo se estuviera tambaleando bajo sus pies. ¿Acaso temía que él descubriera lo que todo el mundo allí había ignorado? ¿Que descubriera hasta dónde había llegado para conseguir un empleo en la salvaje paz del desierto australiano en un intento de escapar de su vida dorada y forjarse una existencia más interesante y relevante?

Perturbadores escenarios comenzaron a formarse en su cabeza, pero apretó los puños y se dejó invadir por una ráfaga de determinación. Porque no, eso no sucedería. No lo permitiría. Por primera vez en su vida había estado disfrutando de los sencillos placeres del anonimato y de la recompensa del trabajo duro y honesto, y se sentía optimista respecto al futuro. Nadie sabía quién era y a nadie le importaba, no tenía miradas siguiendo cada uno de sus movimientos. Estaba sola y eso resultaba abrumador y excitante al mismo tiempo. Pero sabía que la aventura se le acababa porque su hermano le había dado un ultimátum y la quería de vuelta en Isolaverde, preferiblemente para Navidad y, si no, como muy tarde para febrero, para el decimonoveno cumpleaños de su hermana pequeña. En un par de meses echaría de menos la sensación de paz y libertad que había conocido en ese lugar remoto. Tendría que volver al mundo del que había huido y enfrentarse al futuro, pero quería hacerlo a su modo.

Dejó atrás el calor que la cubría como una manta y corrió a la cocina donde ni siquiera el aire acondicionado logró refrescar su acalorada piel. Se abanicó la cara con la mano mientras oía unos fuertes pasos masculinos e intentaba no dejarse apoderar por los nervios.

–¿Sophie? Ven a conocer al jefe.

El marcado acento australiano de Andy la descentró y ya fue incapaz de hacer ninguna otra reflexión porque el capataz entró en la cocina con una amplia sonrisa que contrastaba con la expresión del hombre que lo seguía. Por mucho que lo intentó, por muy bien que la habían educado de niña y le habían enseñado que mirar era de mala educación, le fue imposible apartar los ojos del recién llegado.

De cerca, ese hombre resultaba aún más espectacular. Su rostro anguloso era impactantemente hermoso, al igual que su cuerpo, y esa perfección física quedaba envuelta por una resplandeciente aura. ¿Era consciente del efecto que producía en las mujeres? ¿Sabría que se le había secado la boca y que se le estaban inflamando los pechos tanto que le estaban rozando con fuerza contra la tela de su sujetador barato? ¿Cómo podía estar tan cómodo con un traje de chaqueta cuando hacía tanto calor? Y entonces, como si le hubiera leído el pensamiento, él se quitó la chaqueta y ella de pronto se encontró frente a un esculpido y poderoso torso que se entreveía bajo la prístina seda de la camisa blanca.

Otra gota de sudor le cayó entre el escote y se filtró en su camiseta al ver que esos ojos grises casi metálicos estaban apuntando en su dirección. Él estrechó la mirada mientras la observaba de arriba abajo y la sensación de aprensión de Sophie dio paso a una de indignación porque no estaba acostumbrada a que los hombres la miraran así. Nunca nadie la había mirado con tanto descaro. Tragó saliva. Era como si él supiera exactamente qué estaba pensando sobre su hermoso rostro y su cuerpo…

–Rafe –dijo Andy con tono relajado–. Te presento a Sophie, la mujer de la que te estaba hablando. Lleva cocinando para nosotros desde hace casi seis meses.

–¿Sophie…?

Fue la primera palabra que él pronunció y sonó como un latigazo de oscura seda azotando el aire que la rodeaba. Rafe Carter enarcó las cejas y, en respuesta, Sophie esbozó una sonrisa nerviosa. Sabía que no debía vacilar porque vacilar era peligroso. Y también sabía que debería haber tenido preparada esa respuesta… y lo habría hecho si no la hubieran distraído tanto el encanto de su profunda y melosa voz y el efecto que le estaba produciendo esa mirada petrificante.

–Doukas. Sophie Doukas –respondió empleando el apellido de su abuela griega y sabiendo que allí nadie podría contradecirla porque se las había apañado para no enseñarles su documentación.

Esa mirada de acero se volvió más penetrante aún.

–Qué apellido tan inusual.

–Sí –desesperada por cambiar de tema, carraspeó y esbozó una sonrisa–. Tiene que estar sediento después del viaje. ¿Le apetece un té, señor Carter?

–Pensé que no me lo preguntarías nunca. Y llámame «Rafe».

–Rafe –repitió ella con cierta frialdad. «Céntrate, no olvides que es el jefe y que tienes que ser complaciente y obediente»–. Muy bien –forzó una sonrisa–. Ahora mismo lo preparo. Andy, ¿te apetece uno?

–No, gracias –respondió el capataz sacudiendo la cabeza–. Esperaré al almuerzo. Nos vemos fuera cuando hayas tomado algo, Rafe.

Sophie se vio invadida por una gran sensación de timidez cuando Andy se marchó y la dejó sola con Rafe Carter en una habitación cuyas paredes parecieron cerrarse a su alrededor. Y aunque preparar té era una labor que desempeñaba infinitas veces al día, ahora se movía por la cocina nerviosa, como si estuviera a punto de estallar y consciente de que la mirada de Rafe la seguía en todo momento; la atravesó como un láser cuando levantó el hervidor, que de pronto le resultó increíblemente pesado. «¿Pero qué hace aquí?», pensó mientras servía el agua hirviendo en la tetera. Andy había dicho que no lo esperaban allí hasta la primavera, momento para el cual ella ya se habría marchado y todo sería un lejano recuerdo. En absoluto se había esperado esa llegada a tan solo una semana de Navidad.

Bajó una taza del aparador. Había resultado fácil olvidarse de la Navidad en esa zona exótica de Australia, con su exuberante follaje y calor húmedo y la clase de pájaros y mamíferos que hasta entonces solo había visto en documentales de Naturaleza. Aun así, ya que los hombres se lo habían pedido, había decorado la granja con cadenetas de papel y acebo de plástico y un árbol hecho de oropel que había comprado en la tienda del pueblo. El efecto resultante había sido estridente aunque también tan original que le había hecho olvidar todas las cosas a las que estaba acostumbrada.

Sin embargo, ahora las familiares imágenes de lo que había dejado atrás se colaron en su mente al pensar en las Navidades en su isla natal de Isolaverde. Recordó el ponche de vino y las bandejas doradas colmadas de dulces; el enorme árbol que ocupaba la sala del trono y que estaba decorado con velas de verdad que encendían diligentemente sus legiones de leales sirvientes. Y bajo el árbol, la formidable pila de regalos que su hermano y ella entregaban cada año a los niños de la ciudad. Recordó las miradas de emoción que iluminaban sus caritas y de pronto, sin previo aviso, una oleada de soledad la invadió. De pronto se sintió vulnerable. Sabía lo fácil que sería arrojar la toalla y marcharse a casa, pero no quería hacerlo. Aún no. No hasta que hubiera averiguado cómo quería que fuera su nuevo futuro…

Tras remover el té, supuso que Rafe se tomaría la taza fuera o se retiraría a sus suntuosas dependencias, situadas en una zona separada de la gigantesca granja. Pero se le cayó el alma a los pies cuando él apoyó su esbelta cadera contra el alféizar de la ventana con la mirada de un hombre que tenía claro que no iría a ninguna parte. ¿Es que no se daba cuenta de que se estaba poniendo cada vez más nerviosa, y eso que se había pasado toda la vida bajo la atenta mirada de los demás? Eso a ella nunca la había afectado; nunca había hecho que un cosquilleo le recorriera los pechos o que un desconcertante calor se posara en la parte baja de su vientre…

«Pues di algo. Finge que es uno de esos muchos extraños que te has pasado la vida conociendo y con los que has tenido que entablar conversaciones educadamente».

–¿Has volado hoy desde Inglaterra? –preguntó sirviendo leche en una jarra de porcelana.

–No. He estado viajando por el Lejano Oriente y hoy he llegado a Brisbane. Estaba tan cerca que me ha parecido una locura no acercarme a hacer una visita –sus ojos grises resplandecieron–. Y para que quede claro, no vivo en Inglaterra.

–Pero creía que…

–¿Que mi acento era inglés?

Ella esbozó una débil sonrisa.

–Bueno, sí.

–Dicen que nunca pierdes el acento con el que naces, pero hace mucho tiempo que no vivo allí. Hace años –frunció el ceño–. Y hablando de acentos… no logro distinguir del todo el tuyo. Creo que nunca he oído nada parecido. ¿Eres griega?

Sophie intentó distraerlo alzando la jarra y preguntándole con tono alegre y una sonrisa:

–¿Leche? ¿Azúcar?

–Nada, gracias. Me lo tomaré tal cual.

Le entregó la taza de té deseando que él no hubiera estirado las piernas porque ese movimiento estaba haciendo que la tela de los pantalones se le tensara sobre sus poderosos muslos. ¿Acaso intentaba provocarla? Ella jamás había devorado a un hombre con la mirada porque un comportamiento así habría quedado captado por las cámaras que habían seguido todos sus pasos desde que había nacido. Ni siquiera el hombre con quien había estado prometida, popularmente conocido como uno de los más atractivos del mundo, había llegado nunca a despertar en ella esa clase de interés que estaba haciendo que ahora los dedos le empezaran a temblar.

En un intento de ocultar los nervios, limpió unas migas imaginarias de la mesa.

–Bueno, ¿y dónde vives? –le preguntó.

–Principalmente en Nueva York, aunque estuve viviendo aquí de manera fija cuando compré la estación de ganado. Pero me muevo mucho de una ciudad a otra. Siempre estoy moviéndome. Soy lo que se podría llamar un «gitano urbano», Sophie –dio un sorbo de té mientras la observaba por encima del borde de la taza–. Y aún no has respondido a mi pregunta.

–¿Cómo dices? ¿A qué pregunta te refieres? –dijo intentando mostrarse confusa.

–Te he preguntado si eres griega.

Sophie no quería mentir, pero decir la verdad sería como soltar una bomba en la habitación. Su anonimato llegaría a su fin y su refugio se desvanecería. Habría preguntas. Muchas. ¿Y qué podría decir?

«Soy una princesa que quiere dejar de ser princesa. Soy una mujer que se ha criado en un palacio y que nunca ha tenido que lidiar con la vida real hasta ahora. Una mujer a la que han hecho daño y humillado. Una mujer que se ha decidido a descubrir si puede enfrentarse a la vida sin la protección que ha conocido durante toda su vida».

Se topó con el frío brillo de su mirada.

–Mi abuela era griega. Y el griego es mi lengua materna.

–¿Algún otro idioma?

–Inglés. Lógicamente.

–Lógicamente –respondió él con un brillo en la mirada–. ¿Y eso es todo?

Ella se humedeció el labio inferior.

–Me defiendo en italiano y también en francés.

–¡Vaya! Mira que eres lista. Sin duda, estás demasiado cualificada para haberte pasado los últimos meses friendo filetes y untando mantequilla para un grupo de ganaderos.

–No pensé que tener habilidades lingüísticas fuera un impedimento para trabajar como cocinera en una estación de ganado, señor Carter.

Sus miradas chocaron y Rafe intentó no mostrarse afectado por el destello de desafío que vio en su mirada y que resultó tan provocativo como las puntiagudas cúspides de sus pechos. Por un lado, y aunque no estaba seguro del porqué, era consciente de que ella estaba jugando con él al evitar sus preguntas. Frunció el ceño. Ahora mismo había muchas cosas de las que no estaba seguro. Muchas mujeres jóvenes llegaban desde el extranjero para trabajar en lugares remotos de ese país, pero nunca antes se había topado con nadie como Sophie Doukas. Andy le había dicho que, cuando llegó, era una chica inocente y sin experiencia pero con muchas ganas de aprender, y Rafe se había preguntado por qué su tosco capataz australiano había contratado a alguien carente de las habilidades básicas necesarias. Sin embargo, ahora que la había visto… se hacía una buena idea del porqué.

Se le secó la garganta.

Porque era preciosa. Realmente preciosa.

Y no era una belleza fruto de horas frente al espejo o de una cirugía plástica. Algo le decía que lucía ese aspecto sin ni siquiera proponérselo. Tenía unos pómulos altos, los ojos tan azules como el cielo de Queensland y una melena oscura recogida en una brillante cola de caballo. No llevaba maquillaje, pero con unas pestañas tan largas suponía que tampoco lo necesitaba. Y los labios. ¡Por favor! Esos labios. Se le endureció la entrepierna. Con solo una mirada se le ocurrieron un millón de distintas formas, propias de una película X, en las que le gustaría usarlos, empezando por esa bonita lengua rosada…

Pero su atractivo no se limitaba a la cara. Tenía uno de esos cuerpos que resultaban fantásticos con ropa, pero que probablemente estarían mejor aún sin ella. Llevaba una simple camiseta blanca y unos corrientes pantalones de algodón cortos que dejaban al descubierto sus largas piernas y su redondeado trasero, y se movía con la elegancia natural de una bailarina. Era una mujer muy atractiva, de eso no había duda, y ahora podía imaginarse la reacción de Andy al verla por primera vez. ¿Quién podría resistirse a una mujer con ese físico, salida de la nada como en respuesta a los sueños de cualquier hombre apasionado?

Pero Andy también le había dicho que ella mantenía las distancias, que no era una de esas aventureras extranjeras ansiosas por disfrutar de cualquier experiencia nueva… incluyendo el sexo. Al parecer, ni había flirteado con los hombres ni había dado muestras de querer estar con ninguno. Era una persona cautelosa que podía resultar incluso fría, razón por la que nadie se había atrevido a insinuársele. Rafe frunció el ceño. Sí. Que fuera cautelosa estaba bien. Ahora lo estaba mirando de un modo que le recordaba a aquella vez en que un pergolero entró volando en la casa por error, con sus preciosas alas batiendo contra la ventana en un intento por escapar de su prisión doméstica.

Dio otro sorbo de té. Podía sentir que ella estaba intentando marcar distancias y eso era algo que no le solía suceder. Estaba acostumbrado a recibir atención instantánea por parte del sexo opuesto siempre que lo deseaba.

Sin embargo, no parecía que fuera a recibir eso de Sophie Doukas. Se preguntó por qué sería tan reservada y si esa reticencia a hablar era la causa del poderoso latido de deseo que palpitaba cada vez con más fuerza en su entrepierna.

–No –respondió él secamente–. Tus habilidades lingüísticas son dignas de elogio, por mucho que no hayas tenido oportunidad de ponerlas en práctica aquí –cambió de postura y añadió–: Tengo entendido que vamos a compartir alojamiento.

Ella parecía incómoda.

–No tenemos por qué. He estado viviendo en el extremo más alejado de la casa desde que llegué porque Andy me dijo que era una locura que estuviera vacío y que ahí hacía mucho menos calor, pero ahora que has vuelto… –le respondió mirándolo directamente a los ojos y sin mostrar el más mínimo coqueteo que sí que se habría esperado de cualquier otra mujer dadas las circunstancias– puedo trasladarme sin problema a una de las estancias más pequeñas. Odiaría sentir que molesto.

Rafe casi sonrió. No. Definitivamente no estaba flirteando. ¿Cuándo era la última vez que le había pasado eso?

–No será necesario. Hay sitio de sobra para dos personas. Seguro que no tendremos problemas para evitar molestarnos. Y además, solo estoy de paso, una noche como máximo. Lo cual me recuerda… –se apoyó contra la ventana y la miró–, no recuerdo que Andy me mencionara cuánto tiempo tienes pensado quedarte.

La observó y vio cómo cambió su lenguaje corporal. Ella agarró una cucharilla que había dejado sobre la mesa y la llevó al fregadero como si fuera a explotar si no la hundía rápidamente en el agua.

–No… no lo he decidido –respondió tensa, aún dándole la espalda–. Pronto. Después de Navidad probablemente.

–¿Y tu familia no te va a echar de menos en Navidad? ¿O es que no celebras la Navidad?

Ella se giró para mirarlo y Rafe vio que había palidecido. Sus ojos azules se habían oscurecido tanto que de pronto le resultó casi frágil y sintió un inesperado azote de culpabilidad, como si hubiera hecho algo mal. Pero entonces se recordó que lo único que había hecho había sido hacerle una pregunta y que, como el hombre que le pagaba sus salarios, tenía derecho a hacerlo.

–Sí, la celebro –respondió ella en voz baja–. Pero mis padres están muertos.

–Lo siento.

–Gracias.

–¿Y no tienes hermanos?

Sophie pensó que era demasiado persistente y que ella no estaba acostumbrada a que la interrogaran así porque nadie se atrevería a hacerlo en condiciones normales. ¿Por qué estaría tan interesado en saber esas cosas? Se quedó mirando la tetera, que parecía desdibujarse ante sus ojos. Era inocente, sí, pero eso no significaba que fuera una absoluta estúpida. Había visto cómo la había mirado cuando había entrado en la cocina; se había visto sometida a un breve pero minucioso análisis de su cara y su cuerpo, algo que probablemente no habría sucedido si Rafe hubiera sabido quién era en realidad. Pero no lo sabía. Y no lo descubriría.

Porque su instinto no se había equivocado; había sentido aprensión al verlo por primera vez y no había sabido por qué. Sin embargo, ahora sí lo sabía. Mientras él la había observado, había sentido algo extraño; una sensación que no tenía nada que ver con el miedo a que la descubrieran, pero que resultaba igual de inquietante. Una repentina pesadez en sus pechos y una dulce sensación en su vientre. De pronto la piel de su cuerpo parecía haberse vuelto demasiado tirante y la lencería barata que llevaba debajo parecía habérsele clavado en la carne.

Y del mismo modo que habría reconocido la sensación de haberse quemado con el sol aunque no lo hubiera experimentado nunca antes, supo que lo que estaba sintiendo por Rafe Carter era deseo. Un deseo ardiente y muy real que estaba haciendo que el corazón se le saliera, que le estaba haciendo preguntarse cómo sería que Rafe Carter la abrazara y la tocara. Que deslizara esos dedos color aceituna sobre su piel y saciara ese terrible deseo.

Y eso era algo que nunca antes había sentido por nadie. Ni siquiera por Luciano.

Al darse cuenta de que él seguía esperando una respuesta, intentó encontrar una coherente entre la hasta ahora desconocida y lujuriosa niebla que le nublaba el pensamiento.

–Tengo una hermana pequeña y un hermano.

–¿Y no te esperarán en casa?

Sophie negó con la cabeza.

Después de haberse marchado de Isolaverde, había telefoneado para que su hermano, Myron, supiera que estaba sana y salva y para suplicarle que no enviara ninguna patrulla de búsqueda. Le había dicho que necesitaba escapar de la presión de lo sucedido y, por el momento, él había tenido en cuenta su petición. En las contadas ocasiones en las que había logrado conectarse a Internet, no había encontrado noticias en relación con su repentina desaparición aunque sí había visto que su hermana pequeña, Mary-Belle, había pasado a ocuparse de sus compromisos oficiales. Tal vez Myron comprendía que habían herido su orgullo, que había necesitado alejarse para recuperarse después de que el hombre con el que había tenido intención de casarse la hubiera rechazado en público. Tal vez había entendido que, aunque estaba dispuesta a retomar todos los compromisos de su papel como princesa, solo quería un poco de tiempo para recomponer su cabeza. O tal vez él estaba demasiado ocupado gobernando su reino como para prestarle mucha atención. Se tomaba muy en serio su título de rey de Isolaverde y llevaba tiempo viviendo bajo la presión de encontrar una esposa apropiada.

–Tienes exactamente seis meses para que se te pase este berrinche –le había dicho bruscamente por teléfono–. Y si no estás de vuelta en febrero, enviaré unas patrullas de búsqueda para que te traigan a casa. Tenlo muy claro, Sophie.

Recordando cómo todo el mundo siempre había intentado controlarla, se giró, y al toparse con la inquisitiva mirada de Rafe Carter, supo que tenía que evitar que él también lo hiciera. Así que debía ser fuerte, preguntarle algo, ponerlo en un aprieto.

–¿Y tus Navidades? Las pasarás sentado alrededor del árbol de Navidad con tu familia y cantando villancicos, ¿verdad?

El gesto de Rafe se endureció y en las profundidades de sus ojos Sophie vio algo que pareció dolor. Parpadeó. No podía ser. No podía imaginarse a un hombre tan poderoso como ese sintiendo dolor.

–Esa clase de Navidad solo existe en los cuentos de hadas –respondió Rafe y su tono se endureció con cinismo–. Y yo nunca he creído en los cuentos de hadas.