Una boda conveniente - Lucy Gordon - E-Book
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Una boda conveniente E-Book

Lucy Gordon

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Beschreibung

Aquella era la boda perfecta, que iba a llenar las páginas de sociedad del mundo entero. El guapísimo aristócrata británico Jarvis Larne iba a casarse con la bella heredera americana Meryl Winters… Pero a pesar de esa idílica apariencia, todo era una farsa. Aquel matrimonio había sido la única manera que Jarvis había encontrado para salvar sus tierras… y eso había resultado muy duro para su orgullo. Pero después de la boda llegaba la noche de bodas… que, por cierto, fue mucho más de lo que ambos habían esperado. ¿Acabaría aquel matrimonio de conveniencia siendo una unión verdadera?

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2002 Lucy Gordon

© 2015 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una boda conveniente, n.º 1708 - noviembre 2015

Título original: A Convenient Wedding

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español 2002

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-7313-1

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

MERYL Winters había conducido alegre y confiada por muchas de las grandes ciudades del mundo pero, sobre todo, prefería hacerlo en Nueva York, su ciudad natal.

Cuando los bancos estuvieron abiertos, se alejó de Broadway en dirección a Wall Street en su deportivo rojo. Al llegar frenó bruscamente y, sin hacer caso del cartel que prohibía estacionar, salió del coche. Al pasar junto al portero le lanzó las llaves del vehículo y entró apresuradamente en la oficina central del Banco Lomax Grierson.

Cuando el portero acababa de subir al coche vio que se aproximaba un policía del tráfico con expresión de fatalidad.

–No puede pasarme una multa. Este coche pertenece a la señorita Winters.

El agente se retiró de inmediato.

Dentro del recinto, Meryl recorrió el vestíbulo de mármol, consciente de que todos los ojos estaban puesto en ella. Desde los quince años, tras la muerte de su padre, que le legó una fabulosa fortuna, había sido objeto de curiosidad. También atraía la atención porque era muy alta y delgada, envidia de cualquier modelo, y dueña de unas largas piernas, inmensos ojos verdes y una hermosa melena negra. Las cabezas, todas masculinas, se volvían a su paso. Y a ella le gustaba.

Pero en ese momento no pensaba en ello. Estaba de mal humor y alguien iba a pagarlo. Sin mirar a los lados, continuó su camino hasta llegar al despacho del presidente del banco.

La secretaria era nueva y no la reconoció; pero de inmediato sintió un temeroso respeto ante esa joven admirablemente segura de sí misma.

–El señor Rivers está muy ocupado. ¿Tiene cita con él? –aventuró.

–¿Para que querría una cita? –preguntó Meryl, sorprendida–. Es mi padrino y mi albacea. Además tengo algo que decirle.

–Sí, pero no puede...

La secretaria se encontró hablándole al aire. Meryl no conocía las palabras «no poder».

Abrió la puerta del despacho de par en par.

Lawrence Rivers, un hombre grande, canoso, de mejillas caídas, se levantó de su mesa con una sonrisa.

–Meryl, querida, qué sorpresa tan agradable.

La joven alzó una elegante ceja negra.

–¿Te sorprende verme aquí tras tu odiosa carta? No lo creo. Larry, ¿cuántas veces tengo que decirte que no interfieras en mis asuntos privados?

–¿Y cuantas veces tengo que decirte que disponer de una gran suma de dinero no es un asunto privado?

–Tengo veinticuatro años y...

–Y hasta que no cumplas los veintisiete voy a impedir que despilfarres el dinero como si no valiera nada. Tu padre sabía bien lo que hacía al redactar ese testamento.

–Papá estaba influido por ti, de lo contrario no lo habría hecho.

–Cierto. Craddock Winters sabía mucho de pozos petrolíferos y maquinarias, pero desconocía todo lo demás; incluso a su propia hija. A los quince años eras una chica testaruda, y no has cambiado. Sé que hago bien en protegerte, especialmente tras enterarme de que quieres malgastar diez millones de dólares en Benedict Steen, un hombre que no vale nada.

–Benedict Steen no es un don nadie.

–Bueno, sé lo que debo pensar de un hombre que se gana la vida haciendo vestidos.

–No –protestó Meryl, indignada–. Es un diseñador de alta costura y necesita un aval para sacar adelante su empresa. Además no sería una pérdida de dinero: sería una inversión muy astuta.

–¿Diez millones de dólares en una tienda de modas? ¿A eso llamas una inversión astuta?

–No será una tienda. Benedict necesita un establecimiento de categoría. No puede trabajar en un cuarto interior, en una callejuela secundaria. Quiero verlo en un lugar importante, en el corazón de Manhattan, donde pueda crear sus colecciones y atraer a clientes internacionales. Necesita exhibirlas en París, Milán, Londres y Nueva York. Para esto se requiere personal especializado y anuncios en las mejores revistas de moda. Y todo eso vale dinero.

–¡Diez millones de dólares!

Meryl se encogió de hombros.

–Me gustan las cosas bien hechas.

–¿Y cuándo te devolvería el dinero?

–¿Y quién piensa en eso?

–¡Vaya! Ahora tenemos la verdad. Sí, una inversión muy astuta.

–De acuerdo, será divertido. ¿Y qué tiene de malo? Puedo permitírmelo, ¿no es así?

–No por mucho tiempo si acepto que te dejes manipular por un seductor no del todo confiable, como Benedict Steen. Me consta que estás loca por ese niño bonito.

–Larry, te he dicho hasta el cansancio que no estoy enamorada de Benedict –explotó–. Y no necesito recordarte que tiene esposa.

–De la que se está divorciando. Me espanta la idea de despertarme una mañana y encontrar el anuncio de tu compromiso en el New York Times.

–Bueno, si me casara con él, cosa que no deseo, al menos podría disponer de mi dinero. De hecho tendrás que entregármelo cuando lo haga, sea con quien sea.

–¿Tienes algún candidato en mente?

–No, pero cualquiera servirá. Larry, te lo advierto. Si no consigo mi dinero, me casaré con el primer hombre soltero que encuentre. ¿Te queda claro?

–Sí, querida. Y ahora permíteme dejarte claro que no te daré diez millones de dólares para financiar ese proyecto casquivano. Y esta es mi última palabra sobre la cuestión.

–Aún no has oído la última palabra –espetó Meryl, con una mirada asesina antes de salir hecha una furia de la habitación.

Si Larry hubiera visto a Meryl una hora más tarde, a medio vestir en el taller situado en el bajo de un edificio de la Séptima Avenida, mientras Benedict le probaba un vestido y la llamaba «querida», habría pensado que sus sospechas se confirmaban. Sin embargo, Larry no era un hombre perspicaz, de modo que no habría notado que Benedict la tocaba con manos impersonales, como las de un médico, y sus palabras cariñosas eran mecánicas.

Desde que ambos tenían catorce años, Meryl había sido su benefactora. La había conocido en el costoso internado donde él era el hijo del jardinero y ella solía salvarlo de los chicos matones. Y de ahí en adelante siguió protegiéndolo.

–Es lo mismo que hablarle a una muralla –suspiró Meryl–. Le he dicho mil veces que no estoy enamorada de ti. ¿Por qué Larry no me cree?

–Quizá ha oído hablar de mi poder de seducción con las mujeres –sugirió Benedict, al tiempo que la volvía ligeramente–. Levanta el brazo, querida, tengo que poner un alfiler justo aquí.

Meryl obedeció sonriente al ver que el maravilloso diseño empezaba a cobrar realidad. Ya se había tranquilizado y volvía a recobrar su sentido del humor, siempre presente en su ánimo.

Su madre había muerto cuando tenía seis años. Entonces quedó a cargo de su padre, un autodidacta, magnate del petróleo, que le consentía todo y la llenaba de satisfacciones para paliar el escaso tiempo que le dedicaba. Su muerte la había convertido en una joven fabulosamente rica, pero sumida en la soledad.

Ella era consciente del valor de su físico y de su riqueza, y seguramente se habría estropeado si no hubiera poseído una bondad natural. Tenía genio, pero constantemente aplacado por un travieso sentido del absurdo. Y si poseía algo más grande que su belleza, era la capacidad para reírse de sí misma. Nadie sabía de quién había heredado esa cualidad, porque su madre había sido una dama amable y melancólica y su padre había estado demasiado ocupado en hacerse rico como para reír. Esa cualidad se la debía a su propia naturaleza. A nadie se le ocurría pensar que podría ser una defensa. ¿Por qué la hermosa y privilegiada Meryl Winters tendría necesidad de defenderse?

–¿Cómo van tus relaciones con Amanda?

–No menciones a esa mujer. El peor error de mi vida fue casarme con ella, y la mejor decisión fue dejarla.

–No olvides que la llamaste desde mi apartamento con un discurso de reconciliación y ella colgó al oír tu voz.

–No me irrites cuando estoy poniendo alfileres. Podría haber un accidente.

–No, si quieres diez millones de dólares.

–Bueno, no los voy a conseguir, ¿verdad? Y menos aún si Larry Rivers tiene algo que ver en el asunto.

–No será para siempre. Todo el control de la herencia pasará a mis manos apenas cumpla veintisiete años, a menos que me case antes. Entonces lo obtendría el día de mi boda. Pero estoy perdida si espero otros tres años. Estoy cansada de que Larry controle mi vida.

–Apenas la controla. Tienes un apartamento en Central Park, otro en Los Angeles, gastas una fortuna en coches y ropa, y él paga las cuentas sin hacer preguntas.

–Pero si quiero una buena suma, él me lo impide. Pero eso va a cambiar aunque tenga que recoger a alguien de la calle y casarme con él.

–Tienes decenas de admiradores que te persiguen. ¿No te gusta ninguno?

–No, tiene que ser alguien totalmente ajeno a mi mundo, que cumpla su compromiso y luego desaparezca de mi vida.

Benedict se echó a reír.

–¿Por qué no pones un anuncio?

Al instante deseó haber sujetado la lengua, porque Meryl se volvió hacia él con los ojos brillantes

–Benedict, eres un genio. Eso es exactamente lo que haré.

–Algo pasa con tu whisky –observó Ferdy Ashton, al tiempo que miraba el fondo de su vaso–. Juraría que este vaso estaba lleno hace un momento, igual que la botella. Y ahora, mira cómo están.

Jarvis, lord Larne, alzó la vista del escritorio donde trabajaba. Sus facciones más bien severas se suavizaron con una sonrisa.

–Tienes razón. El whisky se ha desvanecido. Pero bien sabes donde se guarda.

Ferdy paseó la mirada por la biblioteca del castillo de Larne. Tras las pesadas cortinas de brocado, una ventana desvencijada golpeteaba a causa del viento. No había una sola ventana en la vivienda que no dejara entrar corrientes de aire. La construcción tenía ochocientos años y, a todas luces, necesitaba urgentes reparaciones para hacer frente a las tormentas. Sus habitantes se protegían lo mejor posible con pesados cortinajes y un buen fuego en las chimeneas de los aposentos. En ese momento, los leños crepitaban y proyectaban un intenso color rojo sobre los dos perros alsacianos echados ante el hogar sobre una gastada alfombra.

No muy lejos se encontraba su amo, también venido a menos, a pesar de su antiguo título de nobleza. Su cabellos oscuros necesitaban un corte, aunque de alguna manera le conferían un cierto encanto particular. Los pantalones de pana así como el jersey, a pesar de su buena calidad, estaban viejos y gastados.

Era alto, con un cuerpo bien estructurado, anchos hombros y cara delgada, con unos ojos negros que solían mirar con fiereza sobre una nariz ligeramente aguileña.

Sin embargo, su dureza se convertía en benévola tolerancia con las personas que gozaban de su afecto. La tolerancia hacia Ferdy Ashton solía teñirse de exasperación, pero eso no disminuía su buena predisposición hacia él, cosa que desconcertaba a los observadores.

Nadie sabía lo que el serio y puritano Jarvis veía en el irresponsable Ferdy. Tenían la misma edad y su amistad se remontaba a los tiempos del colegio, aunque el talante, el cuerpo delgado y la mirada ingenua de Ferdy lo hacían parecer más joven. Ferdy era artista y tenía talento; pero era muy holgazán para utilizarlo. Vivía la vida como una travesura, nunca se preocupaba por el futuro y probablemente acabaría sus días antes de los cincuenta, víctima de la ira de un marido engañado.

Nada lograba afligirlo y tal vez ese era el secreto de la atracción que ejercía sobre Jarvis, eternamente preocupado.

–No queda ni una gota de whisky en la licorera. Eres un hombre cruel, Jarvis Larne –se quejó Ferdy.

–Más bien un hombre pobre.

–Serías menos pobre si evitaras que ciertas esponjas chuparan tu whisky y vivieran a tus expensas –dijo una distinguida joven desde una de las librerías.

Ferdy la miró con cinismo.

–Si lo dices por mí, hermana querida, agradecería que te guardaras tus observaciones. Hace mucho tiempo que Jarvis y yo llegamos a un acuerdo sobre el alquiler de mi vivienda. No pago mi alojamiento ni mi bebida con dinero, sino con el placer de mi compañía.

Sarah Ashton dejó escapar un ligero bufido.

–Déjalo en paz, Sarah. Sabes que es incorregible –dijo Jarvis, conciliador.

–¿Sabes lo que podrías hacer para salir de la pobreza, muchacho? –dijo Ferdy de pronto, con el periódico en la mano–. Casarte con una mujer rica. Lee esto.

Jarvis tomó el periódico.

–«Se busca cazadotes para una heredera: Millonaria busca marido nominal para controlar su propia fortuna. Generosa recompensa para el candidato adecuado» –leyó Jarvis–. Seguro que a alguien se le ha ocurrido esta broma –comentó, al tiempo que le devolvía el periódico–. En todo caso, estás loco si piensas que yo me ofrecería a hacer el ridículo.

–Pero supongamos que es cierto. ¿Por qué dejar pasar la oportunidad?

–Porque no tengo nada que ofrecerle a una millonaria.

–Tonterías. Eres un tipo apuesto, fino y gallardo. La respuesta a las oraciones de cualquier doncella casadera.

–Y tú eres incurablemente vulgar –replicó Jarvis, sin rencor.

–Estoy de acuerdo contigo –acotó Sarah, en tono ácido.

–Por otra parte –continuó Jarvis–, lo último que haría es ofrecerme a una mujer rica para contraer un matrimonio sin significado, simplemente por afán de dinero.

–De acuerdo –dijo Sarah, al tiempo que indicaba un gran cuadro sobre la chimenea. El retrato representaba a un anciano con uniforme de general, muy parecido a Jarvis–. ¿Qué habría dicho tu abuelo? Si el anuncio es realmente obra de una mujer, debe de haber perdido todo sentido de la decencia.

–Una mujer que no me interesaría conocer –convino Jarvis.

–Bueno, tu abuelo no era precisamente un puritano –comentó Ferdy, malévolo–. Pero tú sí que lo eres.

Jarvis asintió.

–Me temo que tienes razón. No te preocupes. Salvaré mi heredad, pero lo haré a mi manera.

Minutos más tarde, Sarah quiso hablar en privado con Jarvis y este, cortésmente, la acompañó fuera de la sala.

–Pierdes tu tiempo con sinceros consejos, Sarah –murmuró Ferdy cuando quedó solo–. Le has dado cientos de oportunidades a Jarvis para que se te declare, pero me alegra decir que él te quiere como a una hermana. No me gustaría para nada tenerte aquí como la señora de la casa.

Tras un suspiro al mirar su vaso vacío, su rostro se iluminó con una sonrisa perversa. Se aproximó al escritorio y rápidamente sacó un par de folios con el membrete de la heredad.

Cuando los otros volvieron, lo encontraron tranquilamente sentado junto al fuego.

–¿Dónde queda Yorkshire exactamente? –preguntó Meryl a Benedict.

–En Inglaterra. ¿Por qué?

–Ahí vive mi futuro marido –dijo, con una risita–. Esta mañana recibí respuesta a mi carta.

–No bromees. ¿De quién?

–Jarvis Larne. Ni más ni menos que un lord. Vive en Larne Castle en Yorkshire –dijo, al tiempo que le tendía la carta.

–Es muy franco al referirse a su pobreza: «El castillo se viene abajo, hay grietas por todas partes, el whisky se está acabando. Se necesita una heredera con urgencia».

–Seguro que es una broma. Apuesto a que no existe.

–Sí que existe –replicó Benedict, inesperadamente–. He visto el nombre en un libro sobre títulos de nobleza ingleses que compré por si alguna vez tenía clientes aristocráticos. Está en esa mesa –Meryl le tendió el libro–. Aquí está. Jarvis, lord Larne. Vigésimo segundo vizconde de Larne Castle, treinta y tres años; heredó el título a los veintiuno.

–Desde luego que no voy a casarme con él. Puse el anuncio porque estaba enfadada con Larry, pero ya me he calmado.

–Adiós a los diez millones de dólares –suspiró Benedict.

–No. He resuelto el problema –anunció Meryl, triunfante–. Voy a conseguir un préstamo de un banco.

–Enhorabuena. ¿Por que no me lo has dicho antes?

–Porque estoy esperando una llamada de confirmación; pero eso es solo una formalidad. Cuando suene el teléfono, tendrás el dinero. Justo en ese momento sonó el teléfono móvil. Meryl levantó el auricular al tiempo que le guiñaba un ojo a Benedict. Pero luego él vio como desaparecía la sonrisa de la cara de la joven.

–Pero usted me dijo que no habría problemas. ¿Qué tiene que ver Larry Rivers con esto? Sí, ya sé que es mi albacea, pero... ¿emprender acciones legales?

Cuando cortó la comunicación, Benedict ya se había hecho una idea de lo ocurrido.

–Adivino que los tentáculos de Larry son más largos de lo que pensábamos.

–Se atrevió a amenazarlos con un juicio. Bueno, pero hay otros bancos.

El móvil volvió a sonar.

–Larry, te advierto...

–Inténtalo otra vez, si quieres perder el tiempo –se oyó la voz autosatisfecha de su padrino–. Luego dile a Benedict Steen que no te sacará un centavo hasta dentro de tres años. Adiós.

–¡Conque esas tenemos! ¡De acuerdo! Benedict, ¿cómo puedo llegar a Yorkshire?

Benedict la miró fijamente.

–¿Mañana?

–Hoy.

¿Qué demonios estaba haciendo?

¿Por qué su ángel guardián no intervenía para que no hubiera vuelos hasta el día siguiente y de ese modo le concedía una noche para recuperar el sentido común?

Pero seguramente el ángel ese día estaba fuera de servicio porque había un vuelo a las nueve con destino a Manchester.

–No sabes nada de ese lugar. Estarás sola allí, al borde del Mar del Norte, con tormentas y cosas por el estilo –Benedict, presa de un tardío ataque de arrepentimiento, intentaba convencerla.

–Deja de alborotar como una gallina vieja y consígueme un hotel en el aeropuerto de Manchester. Si aterrizamos a las tres y media de la madrugada, voy a necesitar una habitación.

Cuando el avión aterrizó y Meryl pudo reposar en una cama confortable, se sintió contenta de su decisión. Tras unas horas de sueño, despertó con una agradable sensación de bienestar. Una ducha seguida de un buen desayuno terminaron de reconfortarla.

Tarareaba una melodía mientras se vestía con la última creación de Benedict: un elegante traje de pantalón confeccionado en un suave mohair verde oliva, con un jersey en tono tostado y una bufanda a juego.

–Supongo que antes debería haber llamado a lord Larne –murmuró mientras acababa de maquillarse–. Bueno, lo habría hecho si realmente quisiera casarme con él. ¡Oh, Larry, las cosas que me obligas a hacer! ¡Todo esto es culpa tuya!

Durante un instante se le pasó por la cabeza volver a casa, pero el día estaba radiante y la esperaba una aventura emocionante.

Un rato después, tras haber alquilado un sport rojo descapotable, conducía hacia Larne.

Tras guiar el vehículo con mucho cuidado por el carril opuesto al que estaba acostumbrada, llegó a York sin incidentes y tomó un refrigerio en un restaurante rústico con vigas de roble. Mientras comía, estudió el mapa. Observó que el castillo se encontraba en una pequeña isla no lejos de la costa. Con toda seguridad había un puente, puesto que la carretera se internaba sobre el agua.

Nuevamente leyó la carta de Larne y le encantó el estilo festivo de la redacción.

Cuando reemprendió el trayecto y llegó a campo abierto, empezaba a oscurecer y soplaba un viento frío.