Una casa en alquiler - Charles Dickens - E-Book

Una casa en alquiler E-Book

Charles Dickens.

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Beschreibung


La casa lúgubre es uno de los más perfectos logros de Dickens, con el que afianzó su reputación de novelista serio y maduro a la par que de maestro del efecto cómico.Esta novela tiene tanto de historia de misterio como de crítica a una sociedad indiferente. El retrato que traza del oscuro submundo de la gran ciudad y de la corrupción y retrasos de la justicia se basa en la experiencia directa del autor, que moldeó todos sus conocimientos en una obra que abarca la comedia negra, la farsa y los lances trágicos.
En un experimento creativo inusitado, Dickens reparte el hilo de la narración entre la protagonista, Esther Summerson, quien conforma un perfil psicológico digno de estudio, y el narrador anónimo cuya perspectiva complementa e incluso cuestiona la de Esther.

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Charles Dickens

Charles Dickens

UNA CASA EN ALQUILER

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-808-9

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-808-9
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Indice

UNA CASA EN ALQUILER

UNA CASA EN ALQUILER

LA ACERA DE ENFRENTE

Charles Dickens y Wilkie Collins

HACÍA diez años que vivía en los Tunbridge Wells, sin moverme de allí, cuando, un buen día mi médico de cabecera —muy buen profesional y el mejor jugador que conozco para unas manos de long whist, que era un juego de cartas noble y principesco antes de que llegara el shor [1]—, mientras me tomaba el pulso en el mismísimo sofá que estaba restaurando mi querida y pobre hermana Jane antes de que la columna vertebral la tumbase durante meses en una tabla —a ella, que era la mujer más derecha que ha existido jamás—, me dijo:

—Lo que necesitamos, señora mía, es un revulsivo.

—¡Por favor! ¡Por todos los cielos, doctor Towers! —dije, bastante asombrada por la contundencia del remedio—. Déjese de eufemismos y llame a las cosas por su nombre.

—Lo que quiero decir, mi querida señora, es que necesitamos un pequeño cambio de aires y de panorama.

—¡Bendito sea! —dije yo—. ¿Se referirá este buen hombre a los dos o sólo a mí?

—Me refiero a usted, señora.

—¡Dios se apiade de usted! —exclamé—. Doctor Towers, ¿por qué no se expresa llanamente, como buen súbdito de su graciosa majestad, nuestra reina Victoria y buen miembro de la Iglesia de Inglaterra?

Towers rompió a reír, como siempre que, a fuerza de imprecisiones, consigue que me impaciente —«que me de la manía», como digo yo—, y luego añadió:

—¡Un tónico, señora, eso es lo único que necesita usted!

Apeló a Trottle, quien entró en ese mismo momento con el brasero y que, con su bonito traje negro, parecía un hombre amable que bondadosamente se prestaba a echar carbón al fuego.

Trottle (a quien siempre llamo mi mano derecha) lleva treinta y dos años a mi servicio. Lo contraté fuera de Inglaterra. Es el mejor de los seres y el más respetable de los hombres, pero muy obstinado.

—Lo que usted necesita, señora —replicó Trottle al tiempo que encendía la chimenea con la discreción y la pericia que lo caracterizan—, es un tónico.

—¡Dios se apiade de ambos! —dije, y me eché a reír—. Por lo visto se han aliado ustedes contra mí, con que me figuro que no pararán hasta que les haga caso y me vaya a Londres a cambiar de aires.

Hacia unas semanas que Towers lo insinuaba, por lo que ya me lo esperaba,

estaba preparada. Una vez llegados a ese punto, lo demás fue sobre ruedas y, a los dos días, Trottle se desplazó a la capital en busca de un buen lugar en el que descansar mi vieja e insidiosa cabeza.

Al cabo de otro par de días regresó a los Wells con noticias de un sitio encantador que estaría disponible seis meses con toda seguridad, y con posibilidades de renovar el contrato en las mismas condiciones por seis más, y que sin duda contaba con todo lo necesario para satisfacer mis necesidades.

—Entonces, ¿no ha encontrado ningún inconveniente al alojamiento, Trottle? — le pregunté.

—Ni uno sólo, señora. Es idóneo para usted. Al interior no se le puede poner pega alguna, aunque al exterior sí, una.

—¿Y en qué consiste?

—Justo enfrente de las que serían sus habitaciones hay una casa en alquiler, pero no la alquila nadie.

—¡Oh! —dije yo, sopesándolo—. Pero ¿tan importante le parece eso?

—Considero un deber decírselo, señora. La vista no es agradable. Por lo demás, el alojamiento me pareció tan a la medida de sus necesidades que habría aceptado las condiciones del contrato inmediatamente, con la debida autorización que usted me ha dado.

Ya que, pensando en mi interés, el alojamiento había merecido la rotunda aprobación de Trottle, no quise decepcionarlo y respondí:

—Tal vez la alquilen pronto.

—¡Ah, no cuente con ello, señora! —dijo Trottle sacudiendo la cabeza con vigor.

No la alquilarán. Nunca la alquila nadie.

—¡Hay que ver! ¿Y por qué motivo?

—No se sabe, señora. Lo único que puedo decir es que ¡no se alquila!

—¿Y desde cuándo, en nombre de la fortuna, no se alquila esa infortunada casa?

—dije yo.

—Desde hace muchísimo —dijo Trottle—. Años.

—¿Está en ruinas?

—No está en muy buenas condiciones señora, pero tampoco está en ruinas.

Al día siguiente, todo acabó en una pareja de caballos de postas enganchados a mí coche; y es que nunca viajo en el ferrocarril, aunque no tengo nada en contra, salvo que, cuando llegó el tren, ya ero yo muy mayor para subirme y, además, me echó por tierra unos bonos que tenía en peajes. Monté y, con Trottle en el pescante, fui a ver tanto los interiores de mi alojamiento como la fachada de la casa de enfrente.

Como digo, fui a ver el alojamiento con mis propios ojos. Las habitaciones eran perfectas. De eso estaba segura, porque Trottle es el mejor juez de la comodidad que conozco. La casa sin alquilar era un insulto para la vista. De eso también estaba segura y por la misma razón. Sin embargo, al comparar uno con lo otro, lo bueno con lo malo, el alojamiento no tardó en ganar la partida a la casa. Mi abogado, el señor

Squares, de Crown Office Row (Temple), redactó un acuerdo que me leyó en voz alta su joven pasante, pero lo hizo farfullando de una manera tan horrible que no entendí una palabra, más que mi nombre y apellido, y a duras penas; lo firmé, la otra parte hizo lo propio y, al cabo de tres semanas, me trasladé a Londres con mis viejos huesos, mi bolso y mi equipaje.

Dispuse que Trottle se quedase en los Wells aproximadamente un mes más. Tomé esa medida no sólo por la cantidad de cuentas pendientes que dejaba con mis pupilos y pensionistas, así como con el artefacto nuevo del recibidor para airear la casa en mi ausencia, que a mí me parecía predestinado a hincharse y reventar, sino también porque sospechaba que Trottle (a pesar de ser un hombre muy juicioso, viudo y de entre sesenta y setenta años) era lo que se dice un auténtico seductor. Porque, cuando viene a verme mi amiga y trae a su doncella, él siempre está más que dispuesto a enseñar los Wells a esta última al atardecer; y porque en el rellano de la puerta de la habitación que queda casi enfrente de mi butaca, he visto más de una vez la sombra d su brazo alrededor de la cintura de esa doncella, repasándola como el cepillo al mantel.

Así pues, antes de que emprendiese en Londres cualquier actividad seductora de las suyas, me pareció oportuno disponer de un poco de tiempo a solas, para echar un vistazo a los alrededores y ver qué mujeres había por allí. Por lo tanto, al principio, una vez que Trottle me dejó instalada y a salvo en mi nuevo alojamiento, me quedé sola, con la única compañía de Peggy Flobbins, mi doncella; es una mujer sumamente afectuosa y entregada que nunca, desde que la conozco, ha sido objeto de seducción, ni creo que empiece a serlo ahora, con los veintinueve años que cumplirá el próximo mes de marzo.

El 5 de noviembre desayuné por primera vez en mi nueva residencia. Entre la turbia niebla se veían pasar guy [2] de un lado a otro, como monstruosos insectos ampliados en cerveza; habían dejado uno en los peldaños de la casa en alquiler. Me puse las gafas, tanto para ver la satisfacción de los niños con lo que les había mandado por medio de Peggy, como para comprobar si ésta se acercaba demasiado al ridículo fantoche, que, naturalmente estaba relleno de cohetes y podía empezar a soltar fogonazos en cualquier momento. Y así fue como, siendo ya vecina de la casa en alquiler, quiso la casualidad que tuviera las gafas puestas la primera vez que la miré, cosa que bien habría podido no suceder ni en cincuenta años, pues tengo una vista extraordinariamente buena para mi edad y procuro ponerme las antiparras lo menos posible, para no echármela a perder.

Sabía de antemano que la casa tenía diez habitaciones y que estaba muy sucia y deteriorada, que las barandillas de la finca estaban oxidadas y desconchadas y que dos o tres de ellas necesitaban reparación, o casi; que algunos cristales de las ventanas estaban rotos y otros tenían pegotes de barro que tiraban los niños; que había muchas piedras en el recinto, arrojadas también por esos mismos pilluelos; que habían dibujado juegos con tiza en la acera, a la entrada y siluetas de fantasmas en la

puerta de la calle; que todas las ventanas estaban cerradas con cuarterones o persianas viejas, medio podridas, que los carteles de «Se alquila» se habían enrollado hacia arriba como si el aire húmedo les diera calambres, o pendían del revés por las esquinas inferiores, como si hubiesen dejado de existir. Todo eso lo había visto en la primera visita y había advertido a Trottle que la parte inferior de la pizarra en la que se especificaban las condiciones del contrato estaba rajada, que lo demás resultaba ilegible y que incluso la piedra de los escalones estaba resquebrajada. Y sin embargo, esa mañana de Please to Remember the Fifth of November [3], me senté a la mesa del desayuno y me puse a contemplar la casa con las gafas puestas como si la viera por primera vez.

De súbito, me di cuenta de que lo que veía —en la ventana del primer piso a la derecha, en la esquina, en un agujero de una persiana a o postigo— ¡era un ojo que espiaba! Tal vez le llegara el reflejo del fuego de mi chimenea y le hiciera brillar; pero el caso es que lo vi brillar y desaparecer.

Puede que el ojo me viera o no, mientras yo estaba junto al resplandor del fuego

—cada cual que opte por lo que prefiera, que no hay ofensa en ello—, pero el caso es que me estremecí de la cabeza a los pies, como si el destello de ese ojo fuera eléctrico y se dirigiera a mí. Tanto me afectó que no pude seguir sola en la sala y toque la campanilla para que acudiese Flobbins; le mandé hacer algunas cosillas que me inventé sobre la marcha, para evitar que volviera a salir. Cuando hubo retirado el servicio del desayuno, me senté en el mismo sitio con las gafas puestas y me puse a mover la cabeza de un lado a otro y de arriba a bajo, por sí, con el resplandor de la chimenea y los defectos del cristal de la ventana, lograba reproducir en la casa de enfrente un destello semejante, que pudiera confundirse con el brillo de un ojo, pero fue en vano; el fenómeno no se repitió. Conseguí ver ondas y líneas torcidas en la fachada e incluso deformar una ventana y superponerla a otra, pero ni ojos ni nada que se le pareciese. Y entonces me convencí de que en realidad había visto un ojo.

Bien, lo cierto es que no pude librarme de la impresión y me invadió una desazón que era como una tortura. No creo que estuviese predispuesta a preocuparme mucho de la casa de enfrente, pero, después de aquello, no me la podía quitar de la cabeza y no pensaba en otra cosa; la observaba, hablaba de ella y soñaba con ella. Ahora creo firmemente que la mano de la Providencia tuvo algo que ver, pero júzguenlo ustedes por sí mismos a tenor de los hechos.

El arrendatario de mi nuevo alojamiento era mayordomo, se había casado con una cocinera y habían abierto una pensión entre los dos. Hacía sólo un par de años que habían puesto en marcha el negocio y sabían tan poco como yo de la casa de enfrente. Ni entre los comerciantes ni por ningún otro conducto logré averiguar más de lo que me había contando Trottle desde el primer momento. Según unos, la casa llevaba seis años sin inquilinos; según otros, ocho años e incluso diez. En lo que coincidían todos era en que hacía mucho tiempo que no la alquilaban… ni la alquilarían.

No tardé en convencerme de que me daría, por necesidad, la manía de la casa, y

así fue. Me pasé un mes con una agitación que empeoraba a diario. Las prescripciones de Towers, que me había llevado a Londres, no me sirvieron de nada. Ni toda la fría luz del invierno, ni la espesa niebla, ni la negra lluvia, ni la blanca nieve pudieron quitármela de la cabeza. Como todo el mundo, he oído hablar de casas encantadas por espíritus, pero lo que sé por experiencia propia es que también una casa puede encantar a un espíritu, porque eso fue lo que me sucedió a mí.

Nunca vi entrar ni salir a nadie por la puerta en todo un mes. Supongo que alguna vez entraría o saldría alguien en plena noche o al rayar el alba, pero yo no lo vi. Era inútil que corriesen las cortinas de mi habitación al caer la noche y me quitasen la casa de la vista, porque entonces veía el ojo refulgiendo en la chimenea.