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Cash estaba convencido de que el amor siempre surgía después del matrimonio Cash McRay creía que para llevar a cabo una fusión de éxito se necesitaban dos miembros con los mismos intereses en la vida y pertenecientes a la misma clase social. Así que, harto de estar solo, decidió proponerle el trato a la hija de su socio. Era la esposa ideal y él aprendería a amarla con el tiempo. Pero se le estropearon los planes con la aparición de Vivian Escobar, la ex cuñada de su supuesta prometida. Era la personificación de los deseos de Cash, pero, para ella, él era una auténtica pesadilla...
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Seitenzahl: 182
Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2004 Ann Major. Todos los derechos reservados.
UNA CUESTIÓN DE CONFIANZA, Nº 1326 - septiembre 2012
Título original: The Bride Tamer
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Publicada en español en 2004
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.
Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.
® Harlequin, logotipo Harlequin y Harlequin Deseo son marcas registradas por Harlequin Books S.A.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
I.S.B.N.: 978-84-687-0849-2
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Florencia, Italia
–¡Córtaselos! ¡Eso le hará sufrir!
Cash se quedó helado con la mano en el picaporte de la puerta que conducía al aparcamiento, sabía que esos gritos iban dirigidos a él.
Roger, su secretario, observó a la muchedumbre a través de una ventana y después lo miró unos segundos antes de decir en tono jocoso:
–Cada vez hay más gente en la plaza. Tienes suerte de que estemos en el siglo veintiuno y no lleven espadas. No creo que te hagan nada si sales.
–Pero, ¿qué les ocurre? Han tenido meses para acostumbrarse a mi diseño –protestó Cash.
Cash McRay no era ningún cobarde, pero el rugido de toda una multitud de florentinos enfurecidos amenazando con dañar las partes más preciadas de su fisonomía le había helado la sangre. Sentía su enorme cuerpo como una masa inamovible, sus pies se aferraban al suelo mientras su mente titubeaba.
Las amenazas de muerte aumentaron. ¡Dios! Quizá no debería haberse arriesgado tanto. Sabía que el diseño de aquel modernísimo museo era muy extravagante y aun así no se había echado atrás.
–Resulta irónico que los ciudadanos de Florencia me quieran muerto justo cuando empezaba a recuperar las ganas de vivir –comentó Cash con tristeza. Todavía era incapaz de borrar de su mente la dolorosa imagen que reinaba en todas sus pesadillas; no le hacía falta cerrar los ojos para ver a su adorada Susana y a la pequeña Sophie completamente inmóviles en sus ataúdes.
–Tranquilo –le susurró Roger, poniéndole una mano en el hombro–. Lo único que quieren esos caníbales es... devorarte vivo.
Cash se retiró sin querer ver la sonrisa de su ayudante. Hacía un año que aquella sonrisa había contribuido a que lo eligiera para aquel empleo, sin embargo en ese momento la misma sonrisa lo ponía nervioso.
–Hablas demasiado –rugió Cash–. Y sonríes demasiado. ¿Alguna vez te han dicho que podrías hacer la publicidad de un dentífrico?
–Sí, tú me lo dices todo el tiempo.
–La verdad es que preferiría sonreír como un memo a que estuvieran a punto de devorarme vivo.
–Vaya, por fin un poco de sentido del humor.
–La vida continúa –murmuró intentando creer en sus palabras.
–Sobre todo desde que te encontraste con Isabela Escobar en Ciudad de México –le recordó Roger volviendo a mostrar todos y cada uno de sus blanquísimos dientes–. En la oficina se rumorea que vas a pedirle que se case contigo.
–¿Por qué me habrán tocado unos empleados tan chismosos?
–A lo mejor deberías esconder todas esas cartas perfumadas.
Aquella conversación lo estaba poniendo furioso. Si tenía o no la intención de casarse no era asunto de nadie.
–No podré pedirle nada a nadie si no me sacas vivo de esta ciudad.
Roger abrió la puerta de golpe y lo empujó a la calle.
–Vamos, Don Juan, corre y yo te cubriré.
Cash bajó la cabeza y pasó entre la multitud retenida por los corpulentos guardias de seguridad.
Era una noche de principios de abril, de aire frío y seco. El aparcamiento estaba completamente lleno, así que tuvieron que caminar por entre los coches hasta alcanzar la pequeña pista de aterrizaje de helicópteros que se encontraba a unos cien metros de allí, acordonada por la policía.
Cash corrió todo lo que pudo mientras manos desconocidas le agarraban los pies y las manos. Cuando ya casi estaba llegando al helicóptero, tuvo que agacharse para esquivar unos micrófonos que le habían colocado delante.
–¿Cómo ha podido construir tal monstruosidad futurista en una ciudad famosa por su belleza y su arquitectura clásica? –le gritó una mujer.
–¡Egotista! ¡Modernista! ¡Postmodernista!
Un hombre de pelo negro y grasiento le alcanzó el brazo. Afortunadamente, dos agentes lo levantaron por los hombros inmediatamente.
–¡Florencia se enorgullece de su pasado! –gritó el hombre mientras lo alejaban de Cash–. ¡Su museo parece un cangrejo en un water gigante!
Roger sonrió de nuevo y le dijo algo en un italiano horrible.
–Seguramente su padre tuvo que sobornar al ayuntamiento de la ciudad para que eligieran su diseño –añadió alguien desgañitándose.
Al oír a aquel tipo mencionar a su padre, Cash no pudo por menos que detenerse y lanzar una mirada iracunda justo en el momento en el que una piedra le golpeaba en el hombro.
–Sube al helicóptero, Cash –le suplicó Roger mientras alguien le rasgaba la chaqueta–. Estos salvajes van a dejarme desnudo.
La muchedumbre ya había conseguido traspasar la barrera de policías cuando las puertas del helicóptero se cerraron tras ellos.
Cash se recostó en el asiento y lanzó un suspiro de alivio justo después de asegurarse de que el anillo de compromiso de Isabela seguía a salvo en su bolsillo dentro de su cajita de terciopelo.
Isabela era una mujer morena y ardiente, y tan vital que quizá podría hacer que él olvidara su terrible pérdida. Intentó evocar su imagen, pero sólo vio los pálidos rasgos de Susana y de su preciosa hijita, sus cabezas rubias apoyadas en almohadas de satén.
–¿Estáis bien los dos? –les preguntó el conde Leopoldo con una voz suave y elegante que apenas podían escuchar con el ruido de la hélice–. ¿Os sigue apeteciendo dar ese paseo por la Galería de los Uffizi?
Leopoldo, o Leo, como lo llamaba Cash, había sido su compañero de habitación en Harvard.
Cash asintió desganado mientras conseguía que su pensamiento regresara al presente. La Galería de los Uffizi era uno de los grandes museos de arte renacentista del mundo. Susana jamás se habría marchado de Florencia sin visitarla antes...
Giró la cabeza para mirar su creación por la ventanilla. Bajo la tenue luz del sol a punto de morir, era cierto que parecía un enorme cangrejo agachado sobre algo. Según estudiaba los enormes ventanales inclinados y los puentes que unían las columnas de piedra que tanto se asemejaban a las patas de un cangrejo, comenzó a sentir una punzada de duda.
Aquel museo era lo primero que había construido desde que su casa de San Francisco había sido destruida por el incendio. La casa que había diseñado para Susana había atraído la atención de arquitectos y entidades del mundo entero. Él estaba de viaje en Europa supervisando la renovación de la casa de vacaciones de Leo, cuando aquel terrible fuego había acabado con todo lo que le importaba en la vida.
El helicóptero se sumergió a toda prisa en el cielo púrpura y el ruido de sus hélices ahogó el griterío de la muchedumbre. A medida que se fueron acercando a la parte antigua de la ciudad, su visión se fue llenando de tejados de tejas rojas, bulevares, pequeñas placitas y el serpenteante Arno, el río impredecible que tantas veces había sembrado el caos a su paso. Florencia había sobrevivido a cosas mucho peores que un edificio excéntrico.
–Había olvidado lo divertido que era ser el arquitecto más odiado del mundo –dijo Cash al ver que su amigo lo miraba.
–Dejémoslo en controvertido –lo corrigió Roger–. Esto es estupendo. Mañana estarás en las portadas de todos los periódicos europeos.
–¿Cómo puedes ser tan insoportablemente optimista? ¡Esa gente quería matarme!
–Nosotros los italianos –comenzó a explicar Leo–... Y especialmente los florentinos, somos unos idiotas muy pasionales. Tienes que perdonarnos. Hoy te odiamos, pero dentro de cien años te consideraremos un dios.
Cash frunció el ceño.
–Mi cuerpo putrefacto lo agradecerá enormemente.
–Siempre lo ve todo negro y quiere que los demás hagamos lo mismo –le dijo Roger a Leo–. Muy bien, pues si eso es lo que deseas: Cash, has perdido la propuesta de Nueva York.
Cash hundió la cabeza en sus manos, mientras lo inundaba aquella familiar sensación de la desesperación creativa. Mucha gente no sentiría demasiada compasión por él. Incluso tras la muerte de Susana, todo el mundo le dijo que era un estúpido por deprimirse de esa manera cuando tenía tanto por lo que vivir.
«Tienes talento, una reputación y eres joven...» Aunque a lo que realmente se referían era a su dinero.
Si alguien era rico todo el mundo pensaba que debía ser feliz únicamente por eso. Lo que nadie parecía saber era que el dinero, una fortuna como la que él poseía, lo alejaba del resto de la gente, lo alejaba incluso de sentir algo real. Vivía tras enormes muros, la mayoría del tiempo en un completo aislamiento. Así que lo mejor era refugiarse en el trabajo.
Pero su dolor era real, tenía remordimientos como el resto del mundo. Había querido tanto a su esposa y a su hija... Si hubiera sabido el poco tiempo que le quedaba de estar a su lado, jamás las habría dejado solas para irse a trabajar a sitios lejanos.
La gente pensaba que como aparecía en las revistas, su vida era mágica. «Volverás a casarte», le decían constantemente. «Un hombre como tú puede tener a quien quiera».
Al principio había creído que no podría traicionar a Susana casándose con otra; pero ya habían pasado casi tres años y cada vez le resultaba más difícil vivir de los recuerdos. Hacía dos meses había ido a la Ciudad de México a visitar a su mentor, Marco Escobar, después de que sufriera un ataque cardiaco. Isabela había aparecido en el hospital a visitar a su padre. Un día se le cayó el chal y cuando ambos se agacharon a recogerlo, sus manos se habían rozado y Cash había percibido su compasión por él. Eso había despertado su interés, por primera vez desde la muerte de su esposa. Y había pensado que quizá, sólo quizá...
–Tu diseño para Manhattan era estupendo, Cash. De verdad –le aseguró Roger–. Todo el mundo lo dijo... Lo que ocurre es que te has adelantado a tu tiempo. Pero mira el lado bueno: al menos no has llegado a dar motivos para que los neoyorkinos quisieran devorarte vivo como los florentinos, y a mí no me romperán otra carísima americana. Ya sabes que en Nueva York son mucho más violentos que en Italia.
–Puede ser. Pero también son mucho más receptivos a la arquitectura innovadora.
Siempre era un error repetir los pasos que uno ya había dado en otro tiempo. Nada más poner un pie en la Galería de los Uffizi lamentó haberlo hecho. Aquellas paredes que albergaban las obras maestras del Renacimiento italiano parecían cernirse sobre él. El olor húmedo de los cuadros amenazaba con ahogarlo.
Los recuerdos seguían resultándole demasiado dolorosos, y la presencia de Susana demasiado perceptible. Apenas podía concentrarse en las obras maestras que tenía a su alrededor.
–La última vez que estuve aquí fue con Susana.
–Lo sé –respondió Leo con lástima. Él sabía de qué estaba hablando; su primera mujer había fallecido en un accidente de coche. Ahora ya andaba por su tercer matrimonio, con una preciosa modelo parisina.
Continuaron caminando hasta encontrarse frente a frente con El Nacimiento de Venus de Botticelli. Afuera ya se había puesto el sol y estaba lloviendo débilmente, una ligera lluvia de primavera que no tardaría en desaparecer.
La última vez que había estado allí con Susana, había sido un glorioso día de verano en el que el sol brillaba sobre su cabello, que relucía con igual majestuosidad que la obra de Botticelli. Susana lo había convencido de visitar la galería a pesar de que a él le había apetecido más pasear por las plazas junto a su esposa, dando de comer a las palomas.
También habían pasado en Florencia su luna de miel y ya en ese primer viaje todas las tardes, ella lo había sacado a rastras de la cama para ir al Palacio de los Uffizi, y no porque el edificio fuera uno de los más importantes ejemplos de la arquitectura Manierista, sino porque adoraba a Botticelli.
–Si Botticelli estuviera vivo, me volvería loco de celos –le había comentado él en broma en una ocasión.
Ella se había reído antes de salir corriendo por los pasillos hasta llegar justo a donde ellos estaban en ese momento, frente a El Nacimiento de Venus.
–Es la representación del nacimiento del amor en el mundo –le había explicado entonces agarrándolo de la mano.
–Para mí tú eres la representación del amor –le había dicho él.
–Es bueno que hayas vuelto –le dijo Leo haciéndolo salir de su ensimismamiento–. Hay que deshacerse de los fantasmas.
–¿Es posible hacerlo? –preguntó Cash, dubitativo.
–Podría presentarte a mujeres con la habilidad de conseguir que un hombre olvide lo que sea... al menos durante un tiempo.
Cash se acordó de Isabela y esperó que fuera capaz de hacer eso por él.
–Cómo sois los italianos...
–Los hombres son iguales en todos los sitios –Leo hizo una pausa antes de continuar–. Cuando te vi en el funeral...
–No quiero hablar de eso.
Cash volvió a oír la voz de su madrastra diciéndole que había llegado el momento de cerrar los ataúdes... y la galería se quedó tan silenciosa como la mismísima muerte.
–Esta Venus es uno de los más sensuales desnudos del Renacimiento –comentó Leo, cambiando de tema–. ¿Conoces el mito?
–Es un cuadro bonito.
–¿Bonito? Qué palabra tan poco apropiada.
–Sí, de hecho el mito no es tan bonito; tiene algunos aspectos de lo más truculentos.
Leo asintió con una triste sonrisa en el rostro mientras Cash se inclinaba para leer la placa que explicaba la historia del cuadro. Gea, madre de Cronos, había conseguido convencer a su hijo para que castrara a su padre, Urano, y después lanzar sus genitales al mar.
Cash notó cómo se le revolvía el estómago, levantó la mirada de la placa para observar a la pelirroja de la pintura con nuevo interés.
Según la leyenda, los testículos de Urano flotaron en el mar formando una espuma blanca de la que surgió la irresistible Afrodita del cuadro. Los romanos habían adaptado aquel mito cambiando el nombre de Afrodita por el de Venus. Como italiano que era, Botticelli había adoptado el segundo nombre. Como se explicaba en la placa, el viento había arrastrado la espuma por mares y océanos hasta llegar a la costa de Chipre, donde Venus se levantó de las aguas y se presentó ante los dioses.
–Siempre olvido lo impresionante que es la Venus de Botticelli –admitió Leo rompiendo el silencio–. Los dioses se enamoraron de ella nada más verla.
Quizá fuera por efecto de la pintura, pero por algún motivo, Cash sacó la cajita de terciopelo de su bolsillo y se la mostró a Leo.
–He comprado un anillo... para Isabela –el diamante brilló ante sus ojos.
–Isabela Escobar –susurró Leo con su profunda voz.
–Es encantadora, vivaz y sexy. Además me hace reír.
Leo lo miró sorprendido.
–Muy inteligente por tu parte. Casarte con la hija de Marco... será una fusión más que un matrimonio.
–Será un matrimonio –lo corrigió Cash tajantemente.
–Entonces... ¿fue amor a primera vista?
Cash no podía mirar a los ojos a su amigo.
–Esta noche vuelo a Londres –lo informó evitando la pregunta–. Y dentro de unos días me iré a la península del Yucatán, Isabela vive en Mérida.
–No me has contestado.
–Como hija de un arquitecto, estoy seguro de que ella entenderá mis sueños y mi obsesión por el trabajo. Tenemos muchas cosas en común: intereses, amigos... El amor irá creciendo.
–Entiendo.
–Isabela es perfecta en todos los sentidos –insistió Cash con demasiado entusiasmo–. El amor ya llegará...
–¿Y qué pasa si no lo hace? ¿Qué harás entonces con la vivaz Isabela? ¿Abandonarla y divertirte con otras que conozcas en tus viajes de negocios?
Cash cerró la cajita con manos temblorosas y volvió a metérsela en el bolsillo.
–Me arrepiento de habértelo contado.
–¿Sabe ella que se lo vas a pedir?
–Sabe que voy a visitarla, pero no que voy a pedirle que se case conmigo.
–Estás loco –concluyó Leo con una carcajada–. Las mujeres siempre se dan cuenta de estas cosas. Sobre todo una mujer como Isabela. Seguramente ya está planeando el lugar exacto donde debes pedírselo... a la luz de la luna, o de las velas y con una música suave. Estaréis en la playa o en la piscina y ella llevará puesta la ropa más sexy que hayas visto en tu vida. Conociendo a Isabela, te apuesto a que va de rojo o de negro. Con sólo rozarte, estarás de rodillas y con su mano entre las tuyas.
–Bueno, ¿y qué más da que vaya a pedirle que se case conmigo?
Leo le hizo un gesto con la mano que daba idea de lo que le estaba costando comprenderlo.
–Si esto no es una fusión de empresas, ni amor a primera vista, ¿qué te ha hecho lanzarte a la aventura del matrimonio?
–¿Amor a primera vista... a mi edad? –Cash comenzaba a sentirse molesto.
–¿Qué edad tienes, treinta y cinco? –Leo volvió a mirar la pintura–. Los griegos estarían encantados de hablar contigo sobre el concepto del amor a primera vista. Troya cayó por el poder de esta diosa.
–Eso no es más que un mito.
–Los mitos tienen mucha fuerza, y también el amor. La vida puede resultar tediosa si no se siente pasión por alguien.
–Quizá sea así para vosotros los italianos, pero yo soy estadounidense.
–El pueblo menos romántico del mundo.
–No, tenemos algunos románticos, pero yo ya soy muy viejo y muy pragmático para esas cosas.
–¿Cuánto tiempo crees que aguantará tu vivaz esposa latina con un tipo tan soso como marido si no te enamoras locamente de ella?
Aquella conversación estaba resultándole muy molesta, pero no sabía cómo ponerle fin.
–La vida... y el amor salen mejor si se planean antes.
–Nadie debería casarse por casarse.
–Y quizá nadie debería dar consejos a nadie –contraatacó Cash.
–Cierto –cedió Leo algo apesadumbrado–. Entonces, enhorabuena.
–Tengo que tomar un avión a Londres.
–Tienes razón. Y después Isabela y México.
–Voy a diseñar la remodelación de su casa de la playa –le contó Cash ya de camino hacia la salida–. Como regalo de boda.
–¿Y no crees que a lo mejor le gustaría más algo un poco más... personal? –Leo hizo una pausa como si estuviera intentando encontrar la manera de expresar sus ideas–. Una última advertencia, amigo mío. Creo conocer bastante bien México. Es una tierra con una fuerte mitología llena de dioses milenarios.
–¿Y eso qué tiene que ver con que vaya a casarme?
–Pues que ir allí es como tentar al destino.
–¿Qué demonios estás tratando de decirme?
Leo lo miró fijamente y después se encogió de hombros. Después de aquello no hablaron más que de cosas insustanciales. Cuando salieron a la calle estaba lloviendo a cántaros, igual que el día del funeral.
De pronto Cash se dio cuenta de que aunque jamás fuera capaz de amar a Isabela, tenía que casarse.
Si no construía nuevos recuerdos con otra persona, acabaría volviéndose loco.
Progreso, México
Las olas golpeaban el casco del yate de Aaron mientras Vivian Escobar intentaba relajarse con una copa de champán. No podía creer lo que le había sucedido; Aaron, su tranquilo y paternal estudiante de español, era la última persona en el mundo de la que habría esperado un intento de seducción como el que acababa de tener lugar. Aquel tipo había intentado besarla y después había bajado al camarote esperando que ella lo siguiera.
¿De verdad pensaría que se moría de ganas de estar con él? ¿Creería que se iba a desnudar y a echarse en sus brazos arrastrada por la pasión? Vivian estaba sudando, la verdad era que la idea de quitarse un poco de ropa no resultaba tan descabellada.
Se quedó mirando el agua mientras pensaba cómo llevar aquella situación. Aquel hombre era alumno del centro en el que ella enseñaba, así que podría quejarse al director.
En México, ser guapa, pelirroja y estar divorciada era un verdadero peligro. Los hombres perseguían a Vivian con el mismo entusiasmo con el que un toro perseguía la capa roja de un matador en una plaza de toros. No importaba dónde estuviera, siempre había alguien comiéndosela con los ojos o intentando seducirla con comentarios inapropiados. Y ahora... Aaron... también Aaron.
Ya no sabía si todo aquello era culpa suya, quizá desprendía algún tipo de aroma que hacía pensar a los hombres que era una conquista fácil. ¿Acaso había una regla por la que la mente masculina llegaba a la conclusión de que cualquier mujer iniciada en el rito sexual estaba dispuesta a aceptar cualquier cosa en cualquier momento? Lo que menos necesitaba en el mundo era un hombre que la viera como un mero trozo de carne. Desde el divorcio, había rechazado las propuestas de todos los que se habían acercado a ella, incluyendo a su ex.
Respiró hondo y observó las burbujas del líquido dorado a la luz del sol tropical. Lo que sentía en ese momento hacia Aaron era decepción más que enfado. Ya era lo bastante mayor para saber que jamás debería haber intentado algo así, además era su mejor alumno. Le gustaba la gramática casi más que a ella y hasta entonces había sido un perfecto caballero. Quizá ella debería haberse dado cuenta de lo que pretendía en el momento en el que le había servido el champán.