Una mujer decidida - Barbara Hannay - E-Book

Una mujer decidida E-Book

Barbara Hannay

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Beschreibung

Fletcher y Ally pertenecían a mundos diferentes. Él se dedicaba a la ganadería y poseía un rancho que era el centro de su universo; ella era una gran diseñadora, acostumbrada al éxito y al glamour de las ciudades. Sin embargo, cuando se conocieron en Melbourne, se enamoraron perdidamente. Fletcher parecía más dispuesto a rendirse que a buscar una solución que les permitiera estar juntos, porque aún tenía presente el recuerdo de su madre, que lo abandonó cuando solo era un niño, incapaz de soportar la desolación de aquellos parajes... Ally iba a tener que demostrarle que, aunque no hubiera crecido en un rancho, podría adaptarse a vivir en él, porque estaba dispuesta a cualquier cosa con tal de estar junto al hombre que amaba. Así que diseñó un plan: se presentó ante él solicitando el puesto de niñera de Connor, el ahijado huérfano de Fletcher, y se aseguró de que aquel puesto no fuera temporal...

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley.

Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 1999 Barbara Hannay

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una mujer decidida, n.º 1459 - mayo 2021

Título original: Outback Wife and Mother

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Jazmín y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1375-565-6

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Prólogo

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Prólogo

 

 

 

 

 

DESDE su habitación, el niño oía el llanto compungido de su madre. No era la primera vez. El padre le imploraba que se quedara.

—Vivianne, no te puedes marchar, no puedes abandonarnos.

El pequeño miraba con desconsuelo la amigable figura de su osito de peluche: ni siquiera su juguete favorito podía hacerlo sentir feliz en aquellos instantes. La voz de su madre sonaba triste y desgarrada.

—No puedo soportar más esta vida de campo —gemía ella—. Acabaré por volverme loca.

El niño se cubrió la cabeza con la almohada, para ahogar el sonido de las voces.

Al cabo de un rato, cuando ya los primeros rayos del día penetraban por la ventana, su madre entró de puntillas. Olía a flores.

Se sentó al borde de la cama y hundió la cabeza en su regazo.

—Mi amor, te voy a echar mucho de menos.

El pequeño sintió un dolor en el corazón.

—No tienes por qué echarme de menos. Me voy a quedar contigo y con papá aquí, en Wallaroo, para toda la vida.

La madre gimió compungida y lo abrazó con todas sus fuerzas.

—¡Mi niño! Te quiero con toda mi alma. Pero tú perteneces a esta tierra.

Se oyó un coche que frenaba fuera y unos pasos. Alguien subía la escalera del porche. Era Ned, el tendero. Se quedó a la puerta.

—Ya voy, Ned —dijo la madre.

El muchacho sintió el calor reconfortante de los labios de su madre durante unos segundos. Después, la mujer se levantó y salió de la habitación como la bruma matutina que se evapora suavemente.

Él se levantó rápidamente y salió tras ella.

La luz de la mañana había coloreado de rosa el cielo y los árboles se dibujaban altivos contra el fondo incendiado del amanecer. El pequeño apoyó la nariz contra el cristal.

Ned abrió la puerta del vehículo y ella entró.

El niño corrió hacia ella, pero una mano grande y firme lo detuvo.

—Tenemos que dejarla marchar, Fletcher —le dijo—. No pertenece a esta tierra. Necesita las luces de la ciudad.

¿De qué estaba hablando su padre?

El motor se puso en marcha y los perros de la gasolinera se pusieron a ladrar.

—Sólo quedamos tú y yo, hijo. Al menos, me ha dejado que me quede contigo.

El vehículo se alejó.

El pequeño, rabioso y enloquecido, trataba de desprenderse de los brazos de su padre.

—¡Mamá, no te marches!

La camioneta se alejaba a toda prisa. La madre se volvió por última vez y lanzó un dulce beso al aire.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

FLETCHER HARDY se ajustó el cuello de la camisa que le agobiaba impertinentemente. Miró de arriba a abajo la inmensa sala llena de espejos de aquel hotel de lujo.

Venía de una conferencia de prensa sobre el problema de la sequía en el Norte de Queensland y había pospuesto una cena con el Ministro de agricultura, sólo para ver a un montón de muertas de hambre que se paseaban en atuendos imposibles.

Su prima Lucette, a la que no veía hacía muchos años, lo había convencido de que asistiera al espectáculo.

Buscó un asiento en la larga fila dispuesta a lo largo de la pasarela y trató de obviar las miradas de las féminas que lo seguían desde el principio de la larga cola de sillas.

¡Moda! Qué absurda obsesión femenina.

En cuanto Lucette se había enterado de que Fletcher viajaría al Sur de Melbourne, le rogó que asistiera a aquel pase para el que había realizado una curiosa escenografía.

Tenía que reconocer que la invitación lo había halagado y eso lo había impulsado a dar un sí por respuesta.

Pero, ¿dónde estaba su anfitriona?

Las luces se apagaron y los músicos comenzaron a hacer sonar el tema de apertura. Ni sombra de Lucette por ninguna parte.

¡Lo había dejado solo en aquel estúpido lugar!

Tenso y furioso, Fletcher se negó a unirse al aplauso de recibimiento del presentador, que, vestido con un smoking dorado, iniciaba la sesión con un incomprensible chiste sobre moda. El público se rió y Fletcher contuvo un gruñido rabioso.

—Esta noche, tendremos ocasión de ver en esta pasarela la que hemos dado en llamar Colección Quintaescencia, un anticipo de lo que nos presentan, para la próxima temporada, los jóvenes talentos del diseño Australiano. Comenzaremos con Alexandra Fraser que nos presenta un diseño minimalista, en colores pálidos, usando, fundamentalmente cachemira y seda.

Las modelos comenzaron a pasear sus escuálidos cuerpos cubiertos con telas de hermosas y sencillas formas.

Fletcher se pasó una mano por el pelo. De acuerdo, tenía que admitir que lo que su prima hacía era bueno: era delicado y armónico, sin excesos ni extravagancias absurdas.

A pesar de todo, buscó desesperadamente las manecillas de su reloj en la oscuridad, sin éxito. ¿Qué hora sería y dónde demonios se habría metido Lucette?

Fletcher se removió nerviosamente en el asiento y le clavo un codo a la mujer que tenía a su lado. Ésta protestó y se recolocó impaciente el inmenso sombrero que la ocultaba casi por completo.

Cuando estaba a punto de darle a su víctima una mala contestación, algo capturó su atención. En la pasarela apareció una mujer, vestida con un largo traje de color morado que contrastaba con los tonos pálidos de los demás modelos.

—Señoras y señores, Alexandra Fraser.

Aquélla era la diseñadora de la primera colección. Los aplausos y los bravos inundaron la inmensa sala. Sin duda, su colección había sido bien acogida.

Alexandra sonrió y, en ese preciso instante, Fletcher quedó fascinado. Aquélla era una mujer de verdad, una mujer como nunca antes había visto otra igual.

Estaba rodeada de altas y esbeltas maniquíes, pero ella sobresalía entre todas ellas por su sensualidad y belleza.

Su cabello negro y largo resaltaba el blanco de una piel de nácar. El vestido dejaba al descubierto un hombro perfecto y bien contorneado y se ajustaba deliciosamente a unas curvas espectaculares. Era la mujer más exquisita que había visto jamás.

Con una última sonrisa, se volvió y se marchó, atravesando los arcos que Lucette había diseñado.

Un nuevo grupo de modelos entró en la pasarela, acompañadas por una música heavy metal. Parecía un calidoscopio de negros, puntillas y azules eléctricos, en los que se mezclaba la ropa interior con la ropa de noche.

Pronto, el diseñador, un hombre calvo con un gran tatuaje que le cubría la cabeza, salió a recibir los aplausos.

Era el momento de salir. Podría conseguir un catálogo que le dijera algo más sobre Alexandra Fraser.

Encontró un montón en la puerta y capturó, con entusiasmo, el primero que tuvo a mano.

Aparecía una breve descripción de la colección de Fraser y una lista con todos los premios que había recibido.

Había, además, unas declaraciones:

 

Me gustan las líneas rectas y sencillas, las siluetas limpias, sin adornos. Pero también me gusta que la ropa marque el cuerpo, se aproveche de las curvas para dibujar sobre mis diseños. Para mí el diseño es una experiencia vital, me llena por completo.

 

¿Cómo podía nadie sentirse lleno con algo tan banal como era la moda y, menos, una mujer como aquélla? Una sensación de tristeza lo inundó.

A pesar de todo, sabía lo que ocurriría en los próximos minutos: despediría la limusina que, por cortesía del sindicato de ganaderos, lo esperaba fuera e iría directo a los camerinos.

 

 

Ally Fraser entró en camerinos con excitación contenida. Alrededor de ella las modelos se cambiaban a toda velocidad para salir a escena. Pero, casi todo el mundo se detuvo un instante a darle la enhorabuena. Estaba intentando no sonreír con todo el entusiasmo que sentía, pero le era difícil. Se sentía bien, muy bien. No sólo el público había recibido con agrado la colección, sino que había visto a dos críticos de moda sonriendo abiertamente.

Se detuvo un segundo para controlar que la ropa era tratada correctamente.

Estaba feliz pero cansada. Realmente, lo que le habría gustado hacer habría sido irse a casa a disfrutar de su triunfo. No obstante, optaría por quedarse al cóctel y hacer relaciones públicas.

Miró de un lado a otro de la habitación para asegurarse de que todo estaba en orden.

De pronto, sintió unas risas nerviosas en una de las esquinas del camerino. Rápidamente se dio cuenta de que el motivo era un hombre que acababa de entrar. Curiosamente, las modelos estaban habituadas a tener gente entrando y saliendo y a que eso no las alterara en absoluto. Sin embargo, la presencia de aquel extraño estaba provocando estragos.

A diferencia de otros, el hombre ignoró por completo a las modelos que lucían sus cuerpos desnudos y se dirigió directamente hacia ella, con tal decisión que el pulso se le aceleró.

—Estoy buscando a Lucette Hardy —le dijo.

Su voz era profunda y grave y resonaba con densidad. La miraba tan fijamente que, durante un momento, Alexandra sintió que estaba leyendo su pensamiento. Estaba absolutamente mesmerizada por su altura, sus hombros anchos, su rostro anguloso y sus ojos azules como el cielo.

Ally balbuceó.

—Lucette… la pobre Lucette está con gripe en la cama. No ha podido asistir al pase.

—Así que eso es lo que ha sucedido —apartó los ojos de ella un momento. Luego volvió a mirarla—. Usted es… Sus diseños son absolutamente exquisitos… Líneas rectas…

—¿Siluetas sencillas? —continuó ella.

Él sonrió.

—De acuerdo, me ha pillado. Sí, he leído sus comentarios. Pero la verdad es que el vestido que más me gusta es el que lleva usted puesto en este momento.

—Gracias —respondió ella. Por supuesto, no era la primera vez que recibía un cumplido, pero tenía que admitir que la mayoría de las veces estaban teñidos de cinismo o envidia. Sin embargo, las palabras de aquel extraño habían sonado sinceras. El corazón de Ally se había puesto a latir como un loco ante la patosa admisión del desconocido. Lo observó unos segundos: su rostro fuerte y hermoso, bronceado y rudo, contrastaba con los hombres que solía conocer en aquel medio de rostros prefabricados en el que ella vivía.

Él frunció el ceño y bajó los ojos con cierta timidez. A Ally se sorprendió el gesto. Incomprensiblemente, sintió cierta decepción al anticipar que, acto seguido, se despediría y se marcharía por donde había venido.

Hubo un silencio tenso y extraño. Pero ella no estaba dispuesta a perder su oportunidad.

—La verdad es que no nos hemos presentado —dijo Ally con excesiva vehemencia—. No me ha dicho su nombre.

Inmediatamente, él se relajó y sonrió, y su sonrisa iluminó el lugar con tanta intensidad que Ally pensó que los técnicos habían encendido todos los focos a la vez.

—Me llamo Fletcher Hardy, soy el primo de Lucette. Me invitó para que viniera a ver su trabajo.

No hizo ningún comentario más sobre sí, al final, había sido el trabajo de la diseñadora lo que lo había encandilado y ella se sintió reconfortada.

—¿Qué va a hacer cuando acabe aquí?

—Me temo que tengo que hacer acto de presencia allí —dijo ella, señalando el salón en el que estaba teniendo lugar el cóctel—. Tendré que atender a la prensa y ese tipo de cosas.

Él puso cara de circunstancias.

—La compadezco. Yo acabo de verme en ese misma situación.

—¿De verdad? —lo miró de arriba a abajo—. Déjeme adivinar a qué se dedica. Tiene que ser algo que se haga al aire libre. ¿Monitor de esquí? No, la prensa no se ocuparía de un monitor de esquí. ¿Montañero? ¿Acaba de conquistar algo?

Fletcher se rió abierta y sonoramente y algunas cabezas se volvieron hacia él. Después, miró a Ally de arriba a abajo.

—Todavía no. Pero puede que estén a punto de darme una oportunidad —le dijo con voz seductora e insinuante.

Ella sintió un cosquilleo en estómago. Aquel hombre perdía la timidez a toda velocidad.

—La verdad es que nunca se me han dado bien las adivinanzas —dijo ella, tratando de obviar el comentario y su rubor. Aunque, en el fondo, le daba igual que la viera como la viera. Sentía con él una conexión que jamás antes había sentido con nadie—. De momento, tendrá que seguir siendo usted un misterio para mí, porque ahora no tengo más remedio que ir a esa fiesta. ¿Le gustaría venir conmigo?

—Claro. Muéstreme el camino.

Ally notó que varias miradas se posaban sobre ellos cuando entraban en la sala. Fueron directos a la mesa de cócteles y se sirvieron una copa de champán.

Derek Squieres, el diseñador tatuado, se aproximó a ellos.

—Ay, queridos… —dijo él.

—Hola, Derek. Te presento a Fletcher Hardy.

—¿Cómo estás? —Derek sonrió con interés.

—¿Qué tal todo? —preguntó Ally.

—¡Aparta a esa horrorosa mujer de mí! —dijo Derek.

—¿De quién hablas?

—De Phoebe Hardcastle. Se ha atrevido a criticar el color azul de los labios de mis modelos. Dice que parecen ahogadas resucitadas. Tiene la imaginación de una mosca.

—Sí, la verdad es que sus comentarios pueden llegar a ser muy insidiosos.

—No entiende nada de moda, esa estúpida vaca.

—Por favor, dejemos a las vacas fuera de esto —dijo Fletcher—. Me dedico a ellas.

Tanto Derek como Ally lo miraron con curiosidad.

—Soy ganadero —aclaró.

Derek puso cara de asco.

—¡Lo siento mucho por ti, querido! —murmuró Derek y se marchó a toda prisa.

Ally se rió suavemente mientras veía al diseñador que se alejaba como alma que lleva el diablo. Luego, volvió su atención hacia Fletcher.

—Sabía que hacías algo al aire libre.

—¡Ally Fraser! —una voz resonó desde atrás—. Por favor, dedícame un minuto de tu tiempo.

Una pelirroja con aire alarmado y unas gafas de concha negras se aproximó a ella.

—Hola, Phoebe. ¿Cómo estás?

—Podría estar peor —respondió—. ¿Podrías responderme a unas preguntas?

Ally miró a Fletcher con una disculpa en los ojos.

—Dime.

La pelirroja puso en marcha un pequeño grabador que le colocó a Ally debajo de la nariz.

—Quiero que me digas a quién va dirigida tu ropa, quién esperas que compre tus diseños.

—Pero te he respondido a eso cientos de veces, Phoebe —protestó Ally.

—Lo siento, nueva colección, nuevos comentarios —dijo la periodista con dureza.

—¡Está bien! —Ally pensó durante unas milésimas de segundo y al fin contestó—. Mis clientes son gente que buscan algo contemporáneo, pero con una elegancia clásica…

Sintió que una mano fuerte se posaba sobre su brazo. Miró hacia atrás y vio que Fletcher le guiñaba un ojo.

Ally respondió a unas cuantas preguntas más, pero no podía dejar de ser consciente de la mano que estaba posada sobre su hombro desnudo. Su piel respondía con agrado al delicioso tacto.

—¿Piensas lanzar una línea de perfumes, como hacen otros diseñadores?

Sí, era algo sobre lo que había pensado, pero era muy pronto para revelar sus intenciones.

—Ésa es una gran pregunta y, en cuanto tengamos la respuesta, será la primera en saberla. Le daremos una exclusiva. Ahora, tenemos prisa.

—¿Quién es usted? —preguntó la periodista.

—Soy el asesor en relaciones públicas de la señorita Fraser. Ha sido un placer que nos haya dedicado su tiempo, pero tenemos otros compromisos.

Ally sorprendida, miraba a uno y a otro. Sin poder decir nada, se vio arrastrada por la fuerte mano que la sujetaba con delicadeza.

Cuando ya estaban a suficiente distancia de la periodista, se detuvo bruscamente y se libró de su mano.

—¿Qué se supone que está haciendo?

—Ssh… Enseguida se lo explico.

Ally los siguió, hasta que llegaron a la sala contigua.

—Bien, ahora quiero una explicación —le ordenó ella.

—La estoy secuestrando —respondió él.

Ella se dispuso a protestar, pero él se adelantó.

—La llevo conmigo, porque es la mujer más fascinante que me he encontrado jamás y no voy a estar mucho tiempo en Melbourne… no tenemos tiempo para menudencias sociales.

Ella lo miró durante unos segundos completamente absorta sin saber bien qué contestar.

—Pero… mi carrera depende de estas entrevistas —dijo ella.

—¿De verdad piensa que es así?

Ally dudó. Era una pregunta que se había hecho a sí misma cientos de veces. Siempre trataba de hacer lo que estaba bien. Así la habían educado. Pero era cierto que, en aquel caso concreto, llegaba a dudar de cuál era el mejor modo. Rara vez los periódicos reproducían lo que ella había dicho.

Fletcher continuó.

—Esos periodistas ya han visto el pase, ya han tomado fotos y una decisión sobre lo que opinan de la colección. Todo lo que quieren ahora es una excusa para poder moverse entre los famosos.

Ally sabía que, en gran parte, tenía razón. Además, llevaba demasiado tiempo anteponiendo su vida profesional a su vida privada y algo le decía que aquel hombre podría llegar a ser muy importante para ella. Podría haberse negado a seguirlo, pero le provocaba una excitación que no recordaba haber sentido en mucho tiempo. El simple tacto de su mano causaba, además, auténticos estragos en su sistema nervioso. Podría cometer un gravísimo error si lo rechazaba.

—¿A dónde le gustaría ir? —preguntó ella con una sonrisa.

—¿Le gusta la comida tailandesa?

—Me encanta.

Tomaron un taxi que los llevó al mejor restaurante de la ciudad.

—¿Conoce bien Melbourne? —le preguntó Ally, mientras viajaban.

—Sólo el centro de la ciudad. Suelo venir a alguna conferencia una o dos veces al año.

—¿A qué se dedica, a los lácteos o a la carne?

—Carne. Tengo una propiedad en Burdekin River, Wallaroo Downs.

—Eso está al Norte de Queensland, ¿no es así?

—Sí.

—Muy lejos de aquí —afirmó Ally, tratando de no sonar excesivamente preocupada por una información que, aparentemente, no debía importarle.

—A tres mil kilómetros.

—¿Y le gusta vivir allí?

—Sí —sonrió generosamente y extendió el brazo a lo largo del respaldo del asiento—. Pero me gusta venir aquí de visita.

El restaurante estaba lleno de gente, pero, por suerte, quedaban algunas mesas libres. Era un lugar agradable, decorado con mimbre, pero con un toque sofisticado y elegante.

—Hace siglos que no salgo a cenar —comentó Fletcher una vez sentados.

—Bueno, al menos, usted tiene un motivo —dijo ella—. Supongo que donde vive no estará rodeado de restaurantes. Yo, sin embargo, sí, y no hago excesivo uso de ellos.

—Así que esta noche es una excepción para ambos —sonrió Fletcher.

Ally se quedó perpleja mirándolo. Nunca antes había visto una sonrisa igual. Se sentía extrañamente excitada, como una niña rodeada de regalos de cumpleaños que esperan a ser abiertos.

Intentaba en vano controlar el cosquilleo que sentía en el estómago.

Hablaron de comida, de vinos, de lo que les gustaba y de lo que no. Y, cuando el camarero vino a tomarles nota, Fletcher pidió los platos con un acento impecable.

—¿Ha estado en Tailandia? —le preguntó ella intrigada.

—Nunca como turista, sólo en viaje de negocios.

—Pero está claro que le ha dedicado tiempo a la comida.

Fletcher sonrió, extendió la mano y agarró la de ella.

—Me alegro mucho de que Lucette no me llamara para advertirme de que ella no iba a asistir al pase de modelos —miró sus dedos—. Nada de anillos. ¿Significa eso que no está comprometida?

—Mi trabajo es el único compromiso real en mi vida. Todos mis esfuerzos están puestos en mi carrera.

—Pero no me puedo creer que no haya habido muchos hombres que hayan querido atraparla.

Ella sonrió y se llevo la copa a los labios.

—Una mujer debe tener cuidado —lo miró directamente a los ojos—. Hay muchos lobos en el bosque, pero soy de la opinión de que Caperucita se dejó engañar muy fácilmente. Siempre ignoro las palabras del lobo y sigo derecha hacia la casa de la abuelita.