Una oferta escandalosa - Miranda Lee - E-Book

Una oferta escandalosa E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

El magnate australiano Byron Maddox era un conquistador acostumbrado a conseguir siempre lo que quería. Y, sin saber exactamente por qué, lo que quería en ese momento era seducir a la secretaria Cleo Shelton. Cleo estaba segura de que se trataba solo de un capricho. Por fin liberada de un matrimonio fallido, disfrutaba de su independencia y no tenía intención de volver a atarse a un hombre. Y menos un hombre como Byron. Pero Byron no se daba por vencido tan fácilmente y estaba decidido a que Cleo sucumbiera a su experta seducción.

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2017 Miranda Lee

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una oferta escandalosa, n.º 2649 - septiembre 2018

Título original: The Tycoon’s Outrageous Proposal

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-9188-680-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

Capítulo 20

Capítulo 21

Capítulo 22

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

CLEO NO lloró al dejar flores en la tumba de su marido, pero sí antes, aquella mañana, al darse cuenta de que se le había olvidado que era el aniversario de la muerte de Martin. Al explicarle a su jefe que siempre iba al cementerio con su suegra el día del aniversario del fallecimiento de él, su jefe le había dicho que fuera a recoger a Doreen y que se tomara el resto del día libre.

Y ahí estaba, con los ojos secos mientras la madre de Martin lloraba a raudales.

Quizá ya no le quedaran lágrimas… o quizá ya se le había pasado el dolor. Había querido a Martin, al principio y al final de su relación, pero no entremedias. Le había resultado difícil amar a un hombre que había intentado controlar toda su vida, incluido su trabajo, la ropa que se ponía y las amistades que frecuentaba. Y en el hogar había ocurrido lo mismo; Martin había dispuesto del dinero y había tomado todas las decisiones.

Por supuesto, ella había tenido la culpa. Al principio, le había gustado que Martin se hiciera con el control de todo, le había parecido viril. Esto se había debido a su falta de madurez y de seguridad en sí misma. Ella se había casado con veintiún años, una chiquilla.

Pero, con el tiempo, había madurado y se había dado cuenta de lo sofocante que era estar casada con un hombre del que había dependido por completo y que se había negado a tener hijos hasta que la hipoteca no estuviera pagada y tuvieran el dinero suficiente para que ella dejara de trabajar y se convirtiera en un ama de casa, algo que a Cleo le espantaba. Le gustaba su trabajo en McAllister Mines, a pesar de que había sido Martin quien se lo había conseguido, únicamente porque había trabajado en el departamento de contabilidad de esa empresa.

Cleo había decidido dejar a Martin y había estado a punto de decírselo justo el día que se enteró de que él tenía un melanoma incurable.

Martin había vivido dos años más y, durante ese tiempo, Cleo había vuelto a quererlo. Martin había afrontado su enfermedad con valentía y había llegado a reconocer lo mal que se había portado con ella y le había pedido perdón. Al parecer, había reproducido el comportamiento de su padre con su madre.

Tras la muerte de Martin de un tumor cerebral, Cleo había sufrido una depresión. La había salvado que su jefe, en la empresa McAllister Mines, la había ascendido y la había hecho su secretaria personal; de no haber sido por eso, no sabía qué habría sido de ella.

Sufría de depresión desde la muerte de sus padres en un accidente automovilístico, cuando ella apenas tenía trece años. Sus abuelos paternos, demasiado mayores y demasiado conservadores, se habían echo cargo de ella.

Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar su triste adolescencia.

Doreen, al verla llorar, entrelazó un brazo con el de ella.

–Vamos, cariño –le dijo secándose sus propias lágrimas–. No te pongas triste, ahora Martin ya no sufre, está descansando.

–Sí –respondió Cleo. Por supuesto, no podía decirle a la madre de Martin que no estaba llorando por él.

–Quizá no deberías volver al cementerio, Cleo –añadió Doreen–. Ya hace tres años que Martin murió, hay que dejar el pasado atrás. Todavía eres joven, deberías salir con algún hombre.

–¿Salir con un hombre? –repitió Cleo con incredulidad.

–No sé por qué te sorprende tanto que diga eso –comentó Doreen.

–¿Y con quién crees tú que podría salir?

Doreen se encogió de hombros.

–En tu trabajo debes estar en contacto con muchos hombres atractivos.

–No, la verdad es que no. Los atractivos ya están casados. Además, no me apetece salir con nadie.

–¿Por qué no?

Cleo no podía decirle a Doreen que su hijo le había hecho perder el interés en el sexo. Después de casarse con ella, Martin había querido dictarle qué hacer y cómo hacerlo, hasta el punto en que ella se había sentido obligada a fingir orgasmos con el fin de evitar discutir. La enfermedad le había privado del deseo sexual y, en ausencia de esa relación física, Cleo había recuperado el afecto por su marido.

Sin embargo, a pesar de ello, el daño ya era irreparable. No pensaba en el sexo al mirar a un hombre. No quería tener relaciones sexuales ni tenía fantasías eróticas. Tampoco se le había pasado por la cabeza volver a casarse. El matrimonio implicaba sexo, implicaba tener en cuenta los deseos de un hombre.

–No quiero salir con nadie –dijo Cleo por fin–. Y tampoco quiero volver a casarme.

Doreen asintió, como si la comprendiera perfectamente. Debía haberse dado cuenta de que su hijo había sido igual que su marido. Tanto su suegra como ella habían sido víctimas de maltrato emocional.

Cleo miró a Doreen y sintió pena por ella. Doreen aún era relativamente joven, cincuenta y dos años, y atractiva. Su suegra también debería tener relaciones, debía haber hombres buenos en el mundo.

Sí, claro que los había, como su jefe, pensó Cleo. Scott era un hombre maravilloso: tierno, cariñoso y buen marido. Aunque también había cometido alguna que otra tontería. Seguía sin poder creer lo cerca que Scott había estado de perder a Sarah, su esposa. Menos mal que todo se había arreglado, a pesar de que la semana anterior había sido una auténtica pesadilla.

Cleo sacudió la cabeza y suspiró.

–Deberíamos volver a casa ya –comentó Doreen.

Cleo la miró y sonrió. Aquella mujer era mucho más que una suegra para ella. Desde que vivía con ella, había ido a su casa poco antes de que Martin falleciera, se había convertido también en su mejor amiga.

Doreen se había quedado viuda justo antes de que Cleo conociera a Martin y jamás había tenido una casa en propiedad. Tras la muerte de Martin, Cleo había invitado a Doreen a que se quedara a vivir en su casa permanentemente. Su suegra había aceptado al instante y ninguna de las dos se había arrepentido de la decisión.

Gracias a que Martin se había hecho un seguro de vida que cubría la hipoteca, Cleo era propietaria de una casa en Leichardt, un barrio de Sídney que se había revalorizado enormemente en los últimos tiempos debido a su proximidad al centro de la capital. La casa no era grande y necesitaba algunos arreglos, pero era suya, lo que significaba independencia y libertad.

–Buena idea –respondió Cleo. Y ambas mujeres echaron a andar hacia el aparcamiento–. ¿Algo interesante en la televisión esta noche?

–No –respondió Doreen–. Podríamos ver una de las películas que tengo reservadas.

–De acuerdo –dijo Cleo, siempre dispuesta a ver una película–. Pero, por favor, que no sea una de esas películas deprimentes.

Antes de que Doreen pudiera contestar, el móvil de Cleo sonó y se apresuró a contestar. Era Scott, como había supuesto. No solía recibir llamadas.

–Es mi jefe –le dijo a Doreen al tiempo que le daba las llaves del coche–. Tengo que contestar. Espérame en el coche, no tardaré.

Entonces, se detuvo y respondió a la llamada.

–¡Scott! ¿Qué pasa?

–Nada serio –contestó su jefe–. Perdona que te moleste. ¿Todo bien en el cementerio?

–Sí, sí, perfectamente.

–Estupendo. Solo quería decirte que he decidido irme a Phuket con Sarah, una especie de segunda luna de miel.

–¡Scott, eso es maravilloso! ¿Cuándo os vais?

–Por eso te he llamado. Salimos mañana al mediodía.

–¡Mañana!

–Sí. Y vamos a estar fuera dos semanas.

–Scott, ¿has olvidado que tienes una cita para almorzar con Byron Maddox este miércoles? –le recordó ella.

Debido a la bajada del precio de los metales y al pozo sin fondo que estaba siendo la refinería de níquel, McAllister Mines estaba teniendo serios problemas financieros. Scott le había pedido que le buscara un socio con el capital suficiente para superar la crisis de flujo de caja. Debido a la urgencia de la situación, Byron Maddox era la única persona que ella había encontrado con el dinero suficiente y dispuesto a invertir.

–No, no lo he olvidado –respondió Scott en tono de no darle importancia–. He pensado que podrías representarme.

–No le va a hacer gracia, Scott. Byron Maddox quiere reunirse contigo, no conmigo.

–No necesariamente. En un principio, solo quiere información antes de decidir qué hacer. Y tú conoces el funcionamiento de la empresa tan bien como yo.

–Muy halagador, pero falso.

–No te subestimes, Cleo. Tengo plena confianza en ti.

Scott se iba a marchar y la iba a dejar encargada del asunto. Y a ella no se le daba nada bien tratar con hombres como Byron Maddox. Se manejaba bien en su papel de secretaria de Scott en las reuniones de negocios, pero no se desenvolvía bien en situaciones sociales en las que los hombres esperaban constantes halagos y coqueteos por parte de las mujeres.

Cleo no coqueteaba ni agasajaba a nadie. Tampoco era zalamera, remilgada ni sumisa; aunque con Martin había pecado de lo último. Pero, en la actualidad, era muy directa y no recurría a ningún tipo de artimañas en lo que al trabajo se refería.

A Cleo no le hacía ninguna gracia ir sola a una comida de negocios con Byron Maddox.

–Haré lo que pueda –le dijo a Scott con resignación–. Pero no esperes milagros, por favor.

–Como he dicho, confío en ti plenamente, Cleo. Ahora voy a llamar a Harvey para decirle que vas a estar al frente de la empresa durante las dos próximas semanas. Como todavía tengo que hacer bastantes preparativos para el viaje, no creo que me pase mañana por el despacho, así que me despido ya.

–¿Quieres que te llame después de la comida con Maddox para contarte cómo ha ido? –preguntó ella.

–Por supuesto. Y ahora, Cleo, tengo que dejarte. Buena suerte.

Y colgó.

Cleo respiró hondo y soltó el aire despacio al tiempo que echaba a andar hacia el coche. No envidiaba a Scott por estar feliz, tampoco le importaba estar al frente de la empresa durante dos semanas. Pero lo que no le apetecía era la reunión del miércoles.

–¿Qué quería tu jefe? –le preguntó Doreen cuando ella se sentó al volante–. Te noto preocupada.

Cleo suspiró y puso en marcha el motor. Sí, estaba preocupada. Muy preocupada.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

A QUIÉN SE le habría ocurrido pensar que casarse pudiera llegar a ser tan difícil?, se preguntó Byron mientras practicaba unos golpes de golf sobre la suave alfombra gris de su espacioso despacho. Cualquiera creería que un soltero con su dinero y su atractivo no tendría problemas para encontrar una mujer a la que hacer su esposa.

¡Pero no, no era así!

Después de apartarse por completo de los negocios de su padre, un magnate de los medios de comunicación, cinco años atrás, Byron había regresado a Sídney con dos objetivos en mente: primero, crear su propia empresa de inversiones; segundo, casarse y fundar una familia sólida, como había hecho su padre en los últimos años. Había logrado el primer objetivo, pero había fallado espectacularmente en lo que se refería al segundo.

Y no por no haberlo intentado. Había estado prometido dos veces, con dos mujeres jóvenes, excepcionalmente hermosas y encantadas de casarse con el único hijo y heredero de Maddox Media Empire. Desgraciadamente, con ninguna de las dos había llegado al altar. El hecho de que él hubiera roto la relación en ambos casos no disminuía su decepción.

No obstante, no le pesaba haber roto después de darse cuenta de que no podía pasar el resto de su vida unido a una mujer a la que ya no amaba o a la que quizá nunca hubiera querido. A las pocas semanas de ponerle el anillo en el dedo a ambas mujeres se había dado cuenta de cómo eran realmente: mujeres ambiciosas que le querían solo por su estatus y riqueza.

El verdadero amor, pensó Byron mientras se preparaba para el siguiente lanzamiento de pelota de golf, era un lujo del que su padre parecía disfrutar esta segunda vez. En el último viaje que había hecho a Nueva York para asistir al bautizo de su medio hermana, había podido comprobar la devoción que Alexandra profesaba a su marido. Aunque quizá se estuviera engañando a sí mismo; al fin y al cabo, Lloyd Maddox era uno de los hombres más ricos e influyentes del planeta. ¿Cómo podía estar seguro de que una mujer no le quería por su dinero?

Byron lanzó una maldición tras un lanzamiento fallido más. Frustrado, se dirigió a la puerta del despacho y la abrió.

–¡Grace! –gritó a su secretaria–. ¿Podrías venir un momento? Necesito que me ayudes.

Grace y su marido jugaban al golf, quizá Grace pudiera decirle qué estaba haciendo mal.

–Por si se te ha olvidado, has quedado con Cleo Shelton para una comida de negocios en quince minutos –le recordó Grace al entrar en el despacho, y lanzó una significativa mirada al palo de golf.

Byron se miró el reloj de pulsera y vio que eran las doce y cuarto.

–¡Demonios! Se me ha pasado el tiempo sin darme cuenta.

–El tiempo vuela cuando uno se divierte –comentó Grace.

–¿Lo llamas a esto diversión? Es una tortura. No sé cómo voy a aguantar la partida de golf este viernes con el propietario de Fantasy Productions. Si no mejoro mi técnica, me va a hacer papilla.

Le irritaba profundamente no haber conseguido mejorar su juego de golf. Siempre se le habían dado bien los deportes como el criquet, el tenis, el rugby y la natación.

–Sí, eso creo yo también –comentó Grace sonriendo–. Pero, por otra parte, si dejas que Blake Randall te humille en el campo de golf, puede que te permita invertir más en su próxima película. Fantasy Productions está teniendo mucho éxito; sobre todo, después de conseguir que ese tipo tan guapo firmara un contrato con ellos y se convirtiera en una estrella.

Grace tenía razón. Grace siempre tenía razón. Grace, de cuarenta y muchos años de edad, antes de entrar a trabajar en su empresa cinco años atrás, había trabajado de ejecutiva en un banco.

–Vamos, Byron, prepárate para la reunión –dijo Grace–. Tengo la impresión de que Cleo es una persona puntual. Será mejor que te bajes las mangas de la camisa y te pongas la chaqueta. Tienes que dar buena impresión.

Byron lanzó un bufido.

–No soy yo quien tiene que dar buena impresión. En realidad, me molesta bastante que McAllister envíe a su secretaria a hablar conmigo, en vez de venir él en persona. Podía haber retrasado sus vacaciones, digo yo.

–Cleo Shelton es mucho más que una secretaria, Byron –le aclaró Grace–. Por lo que yo sé, es la mano derecha de Scott McAllister, no solo su secretaria. No la subestimes. Y, si quieres hacerte socio capitalista de McAllister Mines, será mejor que no la contraríes.

En realidad, no quería ser socio de McAllister Mines. Habían sido ellos quienes se habían puesto en contacto con él. No era el mejor momento para invertir en la industria minera. Había accedido a reunirse con ellos más por curiosidad que por verdadero interés.

–Y, para tu información, el jefe de Cleo no se ha ido de vacaciones simplemente –añadió Grace–. Se trata de una segunda luna de miel después de una crisis muy seria en su matrimonio.

A Byron siempre le sorprendía la cantidad de información que Grace obtenía respecto a la gente con la que él hacía negocios. Y el saber era poder. Se preguntó a qué se habría debido aquella crisis matrimonial. ¿Otro hombre quizás?

Byron había conocido a McAllister y a su esposa el año anterior en una carrera de caballos. Aunque él no le había parecido nada especial, ella le había sorprendido por su belleza; la esposa de McAllister, casada o no, era la clase de mujer en la que todo hombre se fijaba.

Eso le recordó lo afortunado que había sido al no casarse con ninguna de sus dos novias. Ellas también eran mujeres hermosas. La próxima vez, elegiría a una que no parara el tráfico. Una mujer discretamente atractiva. Una mujer con cerebro. No podría soportar estar casado con una descerebrada. Aunque las dos prometidas que había tenido no eran tontas, sí eran muy superficiales y aburridas.

Y Byron no soportaba a la gente aburrida.

–¿Y cuándo va a volver McAllister? –preguntó bajándose las mangas de la camisa y abrochándose los puños.

–Cleo ha dicho que dentro de dos semanas, aunque no está segura del día ni la hora. Al parecer, fue una decisión espontánea.

Byron asintió y fue a agarrar la chaqueta del traje que colgaba del respaldo de su silla.

–Intenta no adoptar una actitud condescendiente con Cleo –le aconsejó Grace.

Byron hizo una mueca mientras se ponía la chaqueta.

–No soy condescendiente nunca.

–Cuando te crees más listo que tu interlocutor siempre lo eres.

–Solo cuando hablo con un imbécil. No soporto a los tontos.

–Sí, ya me he dado cuenta de eso –Grace sonrió–. Pero te aseguro que Cleo no tiene un pelo de tonta.

–Eso ya lo veremos. ¿Sabes qué años tiene?

–Dado el puesto que ocupa en la empresa, supongo que tendrá entre treinta y cuarenta.

–¡Qué precisión! –comentó Byron lanzando una carcajada.

–Con un poco de suerte no será una rubia con pestañas postizas y pechos de silicona.

Byron entendió la indirecta. Sus dos exnovias eran rubias, habían llevado pestañas postizas y tenían unos pechos que desafiaban la realidad. Suspiró al reconocer lo estúpido que había sido.

–Sí, esperemos que sea así –concedió Byron–. Bueno, tráela a mi despacho cuando llegue. Haré lo posible por ser agradable y no mostrarme condescendiente. ¿Para qué hora has hecho la reserva en el restaurante?

–Para la una.

–Perfecto.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

EL CHAPARRÓN cayó de improviso, justo cuando Cleo estaba en el cruce de las calles Elizabeth y King. Cuando logró ponerse a resguardo bajo el alero de una tienda ya estaba empapada.

–Maldita sea –murmuró entre dientes–. Debería haber tomado un taxi.

Cleo había salido con antelación para caminar las cuatro manzanas que separaban las oficinas de McAllister de las de Byron Maddox. Tenía cita para las doce y media en el despacho de Byron Maddox, donde iban a tener una pequeña reunión antes de la comida de trabajo en un restaurante.

Por su experiencia como secretaria de Scott McAllister, las comidas de negocios solían ser largas. Los anfitriones como Maddox, hombres de negocios de gran éxito, solían ofrecer a sus invitados caros vinos y champán. Los más listos bebían poco, con el fin de tener ventaja sobre sus embriagados invitados.

Scott nunca había caído en esa trampa, era demasiado inteligente. Tampoco se prestaba a ese juego ni intentaba emborrachar a nadie. Scott era un hombre de gran integridad y honestidad en el trato con la gente, y realmente se preocupaba por sus empleados. No obstante, a Scott no le había educado un implacable hombre de negocios, al contrario que ocurría con Byron Maddox. Por supuesto, ella no tenía intención de caer víctima de ese ardid.