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El campeón mundial de ajedrez, Mirko Czentovic, viaja en un buque de vapor desde Nueva York hacia Buenos Aires a disputar un torneo. McConnor, un obstinado pasajero aficionado, desde que se entera de su presencia no descansa hasta lograr jugar una partida con él, pero no le sale barato: doscientos cincuenta dólares por partida es el precio de Czentovic. El devenir de los acontecimientos cambia cuando entra en escena el doctor B., un personaje extraño que ocasionalmente pasa por el lugar donde Czentovic se enfrentaba a McConnor. No puede evitar observar la partida y aconsejarle a McConnor las jugadas correctas para salvar la partida y obtener un empate.
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Una partida de ajedrez
[novela]
Carta de una desconocida
[novela]
Los ojos del hermano eterno
[novela]
El candelabro enterrado [novela]
Veinticuatro horas en la vida de una mujer [novela]
Mendel el de los libros [novela]
Momentos estelares de la humanidad [ensayo]
Noche fantástica [cuentos]
Ardiente secreto [novela]
Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. Criado en una familia judía acomodada, se interesó por la literatura y la escritura ya desde sus primeros años de adolescencia. Estudió en la Universidad de Viena, donde obtuvo un doctorado en filosofía e incursionó en estudios literarios. Hacia 1901 publicó su primer poemario, y tan solo unos años después, publicó su primera novela. A lo largo de su trayectoria literaria escribió novelas, poesías y ensayos, e incluso teatro. A su vez, realizó traducciones y biografías.
Durante la Primera Guerra Mundial, en base a su patriotismo, sirvió al Ejército austrohúngaro con tareas administrativas, ya que no era apto para participar en combate. Escribió varios artículos apoyando el conflicto. Sin embargo, luego de esta experiencia y después de ser testigo de las implicancias de la guerra, cambió radicalmente su posición. En base a ello, escribió Jeremías, en la cual establecía sus firmes convicciones antibelicistas, por las que tuvo que exiliarse a Suiza. Durante su exilio pudo publicar su obra y trabajó como corresponsal, escribiendo sobre la realidad bélica desde una perspectiva apartidista y pacifista.
Gracias a las posibilidades adquisitivas de su familia, Zweig pudo viajar mucho. Ya antes de la Guerra había conocido la India, Estados Unidos y muchas ciudades de Europa. Luego, pudo conocer Alemania y la Unión Soviética y, más adelante, viajaría también por América del Sur. Estos viajes marcaron la identidad de las obras que escribiría en protesta a la situación mundial de su época y también fue su oportunidad de conocer poetas y artistas.
Luego de finalizada la guerra, volvió a Austria y se instaló en Salzburgo, donde se casó con Friderike Maria Burger (de quien se divorciaría en 1938), una traductora y periodista. El período de entreguerras fue el más productivo de su carrera: durante este tiempo escribió Una partida de ajedrez, Momentos estelares de la humanidad, La piedad peligrosa, entre otros. En la mayor parte de su producción se opuso al nacionalismo y propuso temáticas y personajes íntimamente relacionados a los conflictos y al peligro. Desde 1933, con la llegada de Hitler al poder, sus obras fueron prohibidas.
En 1934 tuvo que exiliarse nuevamente —esta vez a Gran Bretaña—, debido a la ocupación nazi en Austria. Una vez comenzada la Segunda Guerra Mundial, su origen judío lo obligó a alejarse de su hogar, si bien nunca fue particularmente religioso ni simpatizante del movimiento sionista. Se trasladó entonces a Francia y luego a América del Norte, donde comenzó sus viajes por el continente. En 1941 se instaló en Brasil con su esposa Lotte Altmann, donde el 22 de febrero de 1942 se suicidaron ambos en vista a la inmensa avanzada del nazismo. Antes de suicidarse escribió cartas a todos sus amigos y conocidos, pidiendo disculpas y explicando las causas de su muerte. En 1944 se conoció su autobiografía: El mundo de ayer. Stefan Zweig es considerado uno de los escritores más importantes del período de entreguerras.
Zweig, StefanUna partida de ajedrez / Stefan Zweig. - 1ª ed. - Ciudad Autónoma deBuenos Aires : EGodot Argentina, 2021. Libro digital, EPUB. Traducción de: Nicole Narbebury.ISBN: 978-987-3847-18-91. Literatura Austríaca.Ⅰ. Narbebury, Nicole, trad.Ⅱ. TítuloCDD 839
Título originalSchachnovelle
ISBN edición impresa: 978-987-8413-19-8
Traducción Nicole NarbeburyCorrección Natalia Ribas y Mariana GaitánDiseño de colección y tapa Francisco BóIlustración de tapa y guardas Juan Pablo DellachaDiseño de interiores Víctor Malumián
© Ediciones [email protected]/EdicionesGodotTwitter.com/EdicionesGodotInstagram.com/EdicionesGodotYouTube.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina, 2021
Digitalizado en EPUB 3.2 por DigitalBe (MAR/2021)
Amigable con lectores de pantalla: Si.
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Stefan Zweig
Traducción
El ajetreo y el movimiento habituales de la última hora reinaban a bordo del gran transatlántico que debía partir a medianoche desde Nueva York rumbo a Buenos Aires. En la orilla se amontonaban los allegados para acompañar a sus amigos; los repartidores de telegramas, con sus gorras torcidas, gritaban nombres por los salones de los barcos. Se arrastraban valijas y flores. Los niños subían y bajaban curiosos por las escaleras, mientras la orquesta tocaba imperturbable acompañando el espectáculo en cubierta. Yo estaba parado charlando con un conocido, un poco apartado de ese tumulto, sobre la rambla de la cubierta, cuando al lado nuestro resplandecieron dos o tres intensos flashes. Al parecer, algún famoso estaba siendo entrevistado y fotografiado por periodistas justo antes de partir. Mi amigo miró hacia ahí y sonrió:
—Ahí a bordo tienen a un espécimen raro, al Czentovic.
Como por lo visto puse cara de que no estaba entendiendo nada de esta noticia, agregó a modo de explicación:
—Mirko Czentovic, el campeón mundial de ajedrez. Se recorrió todos los Estados Unidos, de este a oeste, participando en torneos, y ahora viaja a la Argentina esperando obtener nuevos triunfos.
En efecto, recordé el nombre de este joven campeón e incluso algunas particularidades de su carrera, tan rápida como un meteorito. Mi amigo, un lector de diarios más atento que yo, pudo completar mi recuerdo con toda una serie de anécdotas. Hace casi un año, Czentovic había llegado a estar de repente a la altura de los más renombrados maestros del arte del ajedrez, como Alekhine, Capablanca, Tartakower, Lasker, Bogoljubov. Desde la presentación del niño prodigio Reshevsky, de siete años, en el torneo de ajedrez de Nueva York en 1922, la irrupción de un completo desconocido en el glorioso gremio nunca había causado tanto alboroto, ya que las virtudes intelectuales de Czentovic no parecían presagiarle en absoluto una carrera tan perfecta de entrada. Pronto se filtró el secreto de que este maestro del ajedrez no era capaz de escribir en su vida privada una oración en ningún idioma sin faltas de ortografía y, tal como se burló rencorosamente de él uno de sus colegas enojados, “su ignorancia era igual de universal en todas las materias”. Hijo de un paupérrimo navegante sudeslavo del Danubio, cuya barca diminuta había sido atropellada una noche por un barco de vapor de carga de cereales, el niño de doce años en ese entonces, tras la muerte de su padre, fue adoptado por lástima por el cura de ese apartado lugar, y el bondadoso cura hizo sus más sinceros esfuerzos para compensar con clases particulares lo que el niño taciturno, insensible y de frente ancha no era capaz de aprender en la escuela del pueblo.
Sin embargo, todos sus esfuerzos eran inútiles. Mirko seguía mirando con extrañeza los caracteres que ya le habían sido explicados cien veces. Incluso a su cerebro, que trabajaba lentamente, le faltaba fuerza para retener hasta los temas más simples. A los catorce años, cada vez que tenía que contar, recurría a sus dedos para ayudarse, y leer un libro o un diario seguía significando para el niño ya adolescente un particular esfuerzo. De ninguna manera se lo podía calificar a Mirko de reacio o rebelde. Hacía obedientemente todo lo que se le pedía, iba a buscar agua, cortaba madera, trabajaba en el campo, ordenaba la cocina y cumplía fiablemente toda tarea que se le asignara, aunque con una inquietante lentitud. Pero lo que más le molestaba al bondadoso cura respecto del muchacho cabeza dura era su total falta de interés. No hacía nada sin que se lo exigieran específicamente, nunca hacía preguntas, no jugaba con otros chicos ni buscaba por sí solo una actividad, salvo que se le ordenase de manera expresa. No bien Mirko terminaba con los quehaceres domésticos, se quedaba sentado en su cuarto, sin moverse, con la mirada vacía, como la que tienen las ovejas en los pastizales, sin interesarse en lo más mínimo por lo que sucedía a su alrededor. Mientras por las noches el cura, fumando con placer su larga pipa de campesino, jugaba sus tres habituales partidas de ajedrez contra el jefe de gendarmería, el muchacho apático de mechones rubios se quedaba sentado al lado y miraba bajo sus pesados párpados, al parecer somnolientos e indiferentes, el tablero cuadriculado.
Una tarde de invierno, mientras los dos jugadores estaban inmersos en su partida cotidiana, sonó la campana de un trineo que se acercaba cada vez más rápido por las calles del pueblo. Un campesino con la gorra llena de nieve entró a toda prisa pisando fuerte, diciendo que su vieja madre estaba al borde de la muerte y que el cura se tenía que apurar para darle a tiempo la última unción. Sin dudarlo, el cura lo siguió. El jefe de gendarmería, que no había terminado de tomarse su vaso de cerveza, volvió a prender su pipa a modo de despedida y, cuando se preparaba para ponerse las pesadas botas altas, se dio cuenta de que Mirko estaba mirando fijamente el tablero con la partida empezada.
—¿Y…? ¿Te gustaría terminarla? —bromeó, convencido de que el somnoliento niño no sabría mover correctamente ni una sola pieza en el tablero.
El nene observó con timidez, luego asintió con la cabeza y se sentó en el lugar del cura. Después de catorce jugadas, el jefe de gendarmería había sido derrotado, y además tuvo que reconocer que no había perdido debido a un movimiento accidentalmente descuidado. La segunda partida no resultó distinta.
—¡Burra de Balaam! —exclamó sorprendido el cura al regresar, y le explicó al jefe de gendarmería, que era menos creyente, que hacía dos mil años había ocurrido un milagro similar, cuando una criatura muda había encontrado de repente el lenguaje de la sabiduría.
A pesar de que ya era tarde, el padre no pudo contenerse y desafió a su semianalfabeto fámulo a un mano a mano. Mirko le ganó con facilidad. Jugaba de forma obstinada, lenta, estoica, sin levantar ni una sola vez la ancha frente inclinada sobre el tablero. Pero jugaba con una seguridad indiscutible. En los días siguientes, ni el jefe de gendarmería ni el cura fueron capaces de ganarle una sola partida. Al cura, que estaba mejor capacitado que cualquier otra persona para juzgar el atraso particular de su pupilo, le intrigaba ahora seriamente hasta qué punto ese extraño y exclusivo don soportaría una prueba más exigente. Después de que el barbero del pueblo hubiera cortado las mechas despeinadas y muy rubias de Mirko para dejarlo medianamente presentable, el cura lo llevó en su trineo a la pequeña ciudad vecina; sabía que allí, en el café de la plaza principal, se encontraban en una esquina apasionados jugadores de ajedrez, a quienes, con su experiencia, nunca había podido vencer. No causó mucho asombro en la ronda habitual de jugadores cuando el cura apareció en el café con el niño de quince años, muy rubio, con los cachetes colorados, que tenía puestas una piel de oveja al revés y unas botas grandes y pesadas. El joven se quedó parado en un rincón, sorprendido y con los ojos alicaídos por timidez, hasta que lo llamaron desde una de las mesas de ajedrez. En la primera partida, Mirko perdió, porque no había visto nunca la llamada defensa siciliana en la casa del buen cura. En la segunda partida, pudo hacer tablas contra el mejor jugador. A partir de la tercera y la cuarta, les ganó a todos, uno tras otro.
Es bastante raro que pasen cosas emocionantes en un pequeño pueblo sudeslavo, por eso la primera aparición de este rústico campeón se convirtió en una sensación para los notables reunidos. Se decidió por unanimidad que era indispensable que el niño prodigio se quedase hasta el día siguiente en la ciudad, para que se pudiera convocar a los otros integrantes del club de ajedrez y, principalmente, para avisarle en su castillo al viejo conde Simiczic, un fanático del ajedrez. El cura, que por primera vez observaba a su pupilo con un orgullo completamente nuevo pero que, a pesar de su alegría por el reciente descubrimiento, no quería perderse la misa obligatoria del domingo, estuvo dispuesto a dejar a Mirko para una siguiente prueba. El joven Czentovic fue alojado en el hotel por cuenta del club de ajedrez y esa noche vio por primera vez en su vida un cuarto de baño.