Una reina enamorada - Kate Hewitt - E-Book
SONDERANGEBOT

Una reina enamorada E-Book

Kate Hewitt

0,0
1,49 €
Niedrigster Preis in 30 Tagen: 1,49 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Una inocente en la cama del rey Alejado del trono por voluntad propia, Alessandro Diomedi no esperaba verse obligado a volver a Maldinia para suceder a su padre. Ni tener que casarse con la mujer que estaba destinada para él. Entrenada desde la infancia para ser la perfecta reina, por fin había llegado el momento de que Liana Aterno cumpliese con su deber, pero Sandro no era ya el joven al que recordaba, sino un hombre cínico y amargado que, sin embargo, encendía en ella una pasión inusitada. Cuando su primer beso demostró que aquel podría ser algo más que un matrimonio de conveniencia, Sandro decidió liberar la pasión que su misteriosa reina escondía bajo ese frío exterior.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 176

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2014 Kate Hewitt

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

Una reina enamorada, n.º 2306 - mayo 2014

Título original: A Queen for the Taking?

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4311-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo 1

Alessandro Diomedi, rey de Maldinia, abrió la puerta del opulento salón de recepciones y miró a la mujer con la que debía casarse. Liana Aterno, la hija del duque de Abruzzo, estaba en medio de la habitación, su postura elegante, su mirada firme, incluso fría. Considerando la situación, parecía sorprendentemente tranquila.

Sandro cerró la puerta, el sonido marcando el final de su libertad. Pero no, eran imaginaciones suyas porque su libertad había terminado seis meses antes, cuando dejó su vida en California para volver a Maldinia y aceptar su puesto como primero en la línea de sucesión al trono. Y cualquier recuerdo de esa libertad había desaparecido cuando enterró a su padre y ocupó su sitio como monarca del país.

–Buenas tardes –su voz hacía eco en el enorme salón, con sus tapices, sus frescos en el techo, las elaboradas mesas de mármol y pan de oro.

No era exactamente un sitio acogedor y, por un momento, deseó haber pedido que llevasen a lady Liana a un salón más agradable.

Aunque, considerando la naturaleza de su inminente discusión, tal vez aquella fría sala era la más apropiada.

–Buenas tardes, Majestad –dijo ella.

No hizo una reverencia y Sandro se alegró porque detestaba esos anticuados gestos, aunque sí inclinó la cabeza en señal de respeto. Pero cuando clavó en él una mirada fría, Sandro sintió que su corazón volvía a endurecerse. No quería aquello, nunca lo querría, pero estaba claro que ella sí.

–Espero que haya tenido un viaje agradable.

–Sí, gracias.

Sandro dio un paso adelante, estudiándola. Era guapa, si te gustaban las mujeres pálidas. Su pelo era tan rubio que casi parecía blanco y lo llevaba sujeto en un moño, con un par de mechones cayendo a los lados, sobre unos pendientes de perlas.

Era delgada, pequeña, y sin embargo su postura era orgullosa, firme. Llevaba un discreto vestido de cuello alto y mangas largas en color azul pálido y un discreto collar de perlas. Tenía las manos unidas en la cintura, como una monja, y soportaba el escrutinio sin parpadear, aceptando la inspección con una fría e incluso altanera confianza. Todo eso lo enfadaba.

–¿Sabe por qué está aquí?

–Sí, Majestad.

–Olvídese de tratamientos. Estamos considerando la posibilidad de un matrimonio, así que llámeme Alessandro o Sandro, lo que prefiera.

–¿Cómo prefiere usted que le llame?

–Puede llamarme Sandro.

Su frialdad lo irritaba, aunque sabía que era una reacción poco razonable, incluso injusta. Sin embargo, sentía el deseo de borrar esa fría sonrisa de sus labios y reemplazarla por algo real.

Pero había dejado las emociones reales, honestidad, comprensión, simpatía, en California. No había sitio para eso allí, incluso cuando hablaba de matrimonio.

–Muy bien –respondió ella, pero no lo llamó de ninguna manera. Sencillamente esperó y Sandro tuvo que admitir que, a pesar de la irritación, sentía por ella cierta admiración. ¿Tenía más personalidad de la que había imaginado o estaba muy segura de sus futuras nupcias?

El matrimonio era virtualmente un trato sellado. Lady Liana había sido invitada al palacio para dar comienzo a las negociaciones y la celeridad con que había aceptado la delataba. De modo que la hija del duque quería ser reina, qué sorpresa. Otra mujer de corazón helado en busca de dinero, poder y fama.

El amor, por supuesto, no tenía nada que ver. Nunca tenía nada que ver; él había aprendido esa lección mucho tiempo atrás.

Sandro metió las manos en los bolsillos del pantalón mientras se acercaba a la ventana para mirar los jardines del palacio, pero al ver la verja dorada que rodeaba la finca se le encogió el estómago. Una prisión en la que él había entrado por voluntad propia, a la que había vuelto con una vaga esperanza, que desapareció al ver a su padre por primera vez después de quince años.

«No he tenido alternativa. De haberla tenido, habría dejado que te pudrieras en California... o mejor, en el infierno».

Sandro tragó saliva antes de darse la vuelta.

–Dígame por qué está aquí, lady Liana –le dijo. Quería escucharlo de sus propios labios, esos labios fruncidos.

Después de una pausa, ella respondió en voz baja:

–Para discutir un posible matrimonio entre nosotros.

–Y, considerando que no nos habíamos visto nunca, ¿la posibilidad de casarnos no le preocupa o angustia en absoluto?

–Nos conocimos cuando yo tenía doce años, Majestad.

–Doce –repitió él, mirándola fijamente. Pero su rostro no despertaba recuerdo alguno. ¿Habría sido igualmente fría a los doce años? Seguramente, pensó–. Pero debe llamarme Sandro.

–Sí, claro.

De nuevo, no lo llamó por su nombre y él estuvo a punto de sonreír. ¿Estaba provocándolo a propósito? Preferiría eso a su helada compostura. Cualquier emoción era mejor que ninguna emoción en absoluto.

–¿Dónde nos conocimos?

–En una fiesta de cumpleaños que organizó mi padre en Milán.

Sandro no lo recordaba, aunque no le sorprendía. Si ella tenía entonces doce años, él tendría veinte y estaba a punto de renunciar a su herencia, a la vida de palacio, a sus obligaciones... para volver seis meses antes, cuando el deber exigió que reclamase su alma o la vendiese. Aún no sabía lo que había hecho.

–¿Y usted sí me recuerda?

Durante un segundo, ella pareció si no desconcertada algo parecido. Sandro vio que sus ojos, de un sorprendente color lavanda, se ensombrecían. No era tan pálida después de todo, pensó.

–Sí, lo recuerdo.

–Lamento no recordarla.

Liana se encogió de hombros.

–No esperaba que así fuera. Entonces era poco más que una niña.

Sandro asintió con la cabeza, preguntándose qué pensamientos, qué sentimientos habría tras esa máscara de hielo. ¿Qué emociones habían oscurecido sus ojos por un momento?

¿O estaba siendo absurdamente sentimental? No sería la primera vez. Creía haber aprendido la lección, pero tal vez no era así.

Liana Aterno había sido uno de los primeros nombres que aparecieron en las comunicaciones diplomáticas tras la muerte de su padre y él había aceptado que debía casarse para tener un heredero.

El padre de Liana era un aristócrata que había ocupado varios cargos importantes en la Unión Europea y ella, que había dedicado su vida a proyectos benéficos, jamás había dado un escándalo. Todo eso debía ser tomado en consideración por el bien de su país. Además, Liana era irritantemente perfecta en todos los sentidos; la perfecta reina consorte. Y parecía saberlo, además.

–¿Ha tenido otras relaciones? –le preguntó, observando su rostro ovalado. No había ninguna emoción en sus ojos, ninguna tensión en su cuerpo. Casi parecía una estatua, algo hecho de frío mármol, sin vida.

No, pensó entonces, en realidad le recordaba a su madre, una mujer fría y calculadora, sin emociones, a quien solo importaba el estatus de reina.

¿Era así aquella mujer o estaba juzgándola de manera injusta, basándose en su triste experiencia? Por su expresión, era imposible saber lo que sentía y, sin embargo, Sandro la detestaba por haber respondido a su llamada, por estar dispuesta a casarse con un extraño.

Aunque él iba a hacer lo mismo.

–No –respondió ella por fin–. He dedicado mi vida a trabajar en proyectos benéficos.

Reina o monja. Siglos antes, esa había sido la elección de algunas mujeres de alto rango, pero en aquel momento parecía algo arcaico, absurdo.

Y, sin embargo, era una realidad próxima a la suya: rey o director de su propia compañía. Esclavo o libre.

–¿No ha habido nadie mas? –insistió–. Debo admitir que me sorprende. ¿Cuántos años tiene... veintiocho?

–Así es.

–Imagino que habrá tenido muchas ofertas.

Ella frunció los labios.

–Ya le he dicho que he dedicado mi vida a proyectos benéficos.

–Uno puede dedicar su vida a proyectos benéficos y tener relaciones. O casarse.

–Eso espero, Majestad.

Un sentimiento muy noble, pero uno en el que Sandro no confiaba. Evidentemente, lo que aquella mujer fría y ambiciosa deseaba era ser una reina.

Una vez, él había soñado con el matrimonio, con una relación de amor, de pasión. Una vez.

Liana sería una reina perfecta. Estaba claro que la habían educado para ese papel y casarse era un deber del que Sandro se había desentendido durante demasiado tiempo.

–Yo tengo obligaciones durante el resto de la tarde, pero me gustaría que cenásemos juntos esta noche, si le parece bien.

Ella asintió con la cabeza.

–Por supuesto, Majestad.

–Así podremos conocernos mejor y hablar de los aspectos prácticos de esta unión.

–Claro.

Sandro clavó en ella sus ojos, esperando ver alguna emoción, fuese incertidumbre, duda o simple interés humano. Pero en la mirada de color violeta solo veía frío propósito y determinación. Intentando disimular su decepción, se dirigió a la puerta.

–Disfrute de su estancia en el palacio de Averne, lady Liana.

–Gracias, Majestad.

Solo cuando cerró la puerta tras él se dio cuenta de que no lo había llamado Sandro.

Liana dejó escapar un largo suspiro, llevándose las manos al abdomen. Se sentía un poco más tranquila, casi anestesiada. Había visto a Alessandro Diomedi, rey de Maldinia, su futuro marido.

Se acercó a la ventana y miró los jardines del palacio y los antiguos edificios de Averne más allá de la verja, bajo un cielo sin nubes. Las cumbres nevadas de los Alpes eran casi visibles si estiraba un poco el cuello.

La conversación con el rey había sido irreal. Casi sentía como si hubiera estado flotando, mirando a esas dos personas, esos dos extraños que no se habían visto antes y que pensaban casarse el uno con el otro.

Aunque habían pasado varias semanas desde que sus padres sugirieron que tomase en consideración la petición de Alessandro, el futuro la asustaba.

«Es un rey y tú deberías casarte y tener hijos».

Ella nunca había pensado en casarse y tener hijos. La responsabilidad y los riesgos eran muy grandes, pero sabía que eso era lo que sus padres querían y, al menos, un matrimonio de conveniencia sería un matrimonio sin amor. Sin riesgos.

De modo que se casaría si Alessandro estaba dispuesto.

Liana intentó recordar las ventajas de esa unión. Como reina, podría seguir dedicando su vida a proyectos benéficos y llamar la atención sobre Manos que Ayudan. Su posición sería beneficiosa y no podía darle la espalda a eso como no podía darle la espalda a los deseos de sus padres.

Les debía demasiado.

En realidad, era una solución perfecta porque conseguiría todo lo que deseaba, todo lo que se permitiría a sí misma desear. Pero el rey la había mirado con cierta antipatía, de modo que no parecía gustarle. ¿O era que, simplemente, el matrimonio no le interesaba?

Incómoda, recordó su expresión inquieta, agitada, como si el palacio no pudiese contenerlo, como si sus emociones pudieran escapar por la ventana.

Ella no estaba acostumbrada a eso. Sus padres eran personas muy reservadas y ella había aprendido a serlo más aún. A ser invisible.

Solo se dejaba ver cuando hablaba como portavoz de Manos que Ayudan. Sobre el escenario, hablando sobre el proyecto, tenía cierta confianza.

¿Pero con el rey Alessandro? ¿Con él mirándola como si la odiase?

Las palabras la habían abandonado. Se había puesto la careta de serenidad que había ido desarrollando con los años, la única manera de permanecer cuerda, de sobrevivir. Porque dejarse llevar por la emoción significaba dejarse llevar por el dolor y el sentimiento de culpa y, si hacía eso, estaría perdida. Se ahogaría en sentimientos que nunca había querido reconocer y mucho menos expresar.

Y menos delante del rey Alessandro. Aquel sería un matrimonio de conveniencia, una unión ventajosa para los dos en la que no habría emociones. No habría aceptado si fuese de otra manera.

Y, sin embargo, las preguntas que le había hecho estaban cargadas de emoción y las dudas que habían creado en ella hacían que sintiera pánico.

«Dígame por qué está aquí, lady Liana. Considerando que no nos habíamos visto nunca, ¿la posibilidad de casarnos no le preocupa o angustia en absoluto?».

Casi parecía como si quisiera verla angustiada por la posibilidad de ese matrimonio.

Tal vez debería haberle dicho que así era.

Pero no sería cierto porque casarse con el rey era lo más sensato. Sus padres querían que así fuera, ella quería promocionar Manos que Ayudan. Era la mejor elección, tenía que serlo.

Pero el recuerdo del rey, con su imponente figura, la hacía temblar. Era muy alto y su pelo, negro como la noche, con algunas canas en las sienes, estaba un poco alborotado, como si se hubiera pasado las manos por él.

Sus ojos eran de un color gris metálico, duros y atractivos. Había tenido que hacer un esfuerzo para no encogerse bajo su mirada, especialmente al ver que sus labios se torcían en una mueca de desagrado.

¿Qué era lo que no le gustaba de ella?

¿Qué quería además de un práctico acuerdo de matrimonio?

Liana no quería saber las respuestas a esas preguntas. Ni siquiera quería preguntar. Había esperado que llegasen a un acuerdo, a pesar de que ella no quería casarse en absoluto.

Pero tal vez tampoco él lo deseaba. Tal vez su resentimiento era por la situación y no por ella. Liana esbozó una sonrisa triste. Dos personas que no tenían deseos de casarse y, sin embargo, pronto estarían frente al altar. Aunque, con un poco de suerte, no se verían demasiado.

–¿Lady Liana?

Un empleado de palacio estaba en la puerta, mirándola con expresión seria.

–¿Sí?

–El rey me ha pedido que la acompañe a su habitación.

–Gracias –Liana siguió al hombre por un entramado de pasillos hasta llegar a una suite.

En aquella zona del palacio había pocos empleados y tenía la impresión de estar sola en el vasto edificio. Se preguntó dónde estarían el rey y la reina madre... tal vez Sophia quería recibirla.

O tal vez no. La llamada del palacio de Maldinia había sido tan perentoria, tan súbita; una carta con la insignia real y un par de frases solicitando la presencia de lady Liana Aterno de Abruzzo para discutir la posibilidad de un matrimonio con el rey. Ella se había quedado sorprendida, su madre encantada.

«Esto sería tan bueno para ti, Liana. Si tienes que casarte, ¿por qué no con Alessandro? ¿Por qué no con un rey?».

¿Por qué no? Sus padres eran personas tradicionales, incluso anticuadas. Para ellos, las hijas se casaban y producían herederos.

Y ella no podía defraudarlos. Al menos les debía eso. Aunque les debía mucho más.

–Este será su aposento durante su estancia en el palacio, lady Liana. Si necesita algo, sencillamente pulse este botón –el hombre indicó un botón en la pared– y alguien vendrá de inmediato.

–Gracias –murmuró ella, entrando en la suntuosa suite.

Después de preguntarle si necesitaba algo más, el empleado cerró la puerta y Liana miró la enorme y opulenta habitación, en contraste con su modesto apartamento en Milán.

En el centro había una magnífica cama con dosel frente a una enorme chimenea encendida que chisporroteaba alegremente, flanqueada por dos sillones tapizados en seda azul.

Liana alargó las manos hacia las llamas. Tenía las manos heladas; siempre le pasaba cuando estaba nerviosa. Y a pesar de haber intentado mostrarle justo lo contrario al rey Alessandro, estaba nerviosa.

Había pensado que ese matrimonio sería discutido como un asunto de negocios y que las presentaciones serían una mera formalidad. Ella no era una ingenua y sabía lo que representaría ese matrimonio: el rey necesitaba un heredero.

Pero no había esperado esa energía, esa emoción. Alessandro era completamente opuesto a ella: inquieto, abrupto, extraño.

Cerró los ojos un momento, deseando poder volver a su sencilla vida: trabajando para la fundación, viviendo en Milán, saliendo con sus amigos. Probablemente sería aburrido para otras personas, pero a ella le gustaba la seguridad de esa rutina. Y una sola reunión con Sandro Diomedi la había intranquilizado como nunca.

Liana abrió los ojos de nuevo. Su vida no era suya, no lo había sido desde que tenía ocho años y había aceptado que ese era el precio que tenía que pagar.

Pero no quería seguir pensando en eso. No pensaría en Chiara.

Se acercó a la ventana para mirar los hermosos jardines de palacio aquel frío día de marzo. Era extraño pensar que aquel paisaje se convertiría en algo familiar cuando se hubiera casado. Aquel palacio, aquella vida, sería parte de su existencia diaria.

Como el rey. Sandro.

Liana tuvo que contener un escalofrío. ¿Cómo sería estar casada con él? Tenía la sensación de que no sería nada de lo que había imaginado: conveniente, seguro.

Ella nunca había tenido un novio de verdad, nunca la habían besado salvo por algún intento rápido y torpe en un par de citas a las que había acudido presionada por sus padres para que se casase, aunque ella no estaba interesada.

Pero Alessandro querría algo más que un beso y estaba segura de que con él no sería ni rápido ni torpe.

Se le escapó una risita nerviosa y sacudió la cabeza. ¿Cómo iba a saber ella cómo besaba Alessandro?

«Pero pronto lo descubrirás».

Eso la asustó. No quería pensar en ello y miró de nuevo alrededor, sin saber qué hacer. No quería quedarse esperando en la habitación, prefería estar activa y decidió dar un paseo por el jardín. El aire fresco le sentaría bien.

Después de soltarse el pelo, se puso un jersey de cachemir malva, un pantalón de lana gris y un abrigo del mismo color, el tipo de atuendo discreto y conservador que solía llevar. En cuanto salió de la habitación, un empleado del palacio se acercó a ella.

–¿Lady Liana?

–Me gustaría dar un paseo por el jardín, si es posible.

–Por supuesto que sí.

Liana siguió al hombre uniformado por varios pasillos hasta llegar a unas puertas que daban al jardín.

–¿Quiere que la acompañe?

–No, gracias. Prefiero pasear sola.

Aunque el palacio estaba en el centro de la capital de Maldinia, la finca era muy silenciosa, el único sonido el del viento colándose entre las ramas de los árboles.

Hacía frío, pero se alegraba de aquel respiro y siguió paseando durante casi una hora. El sol empezaba a esconderse tras las montañas cuando por fin volvió al palacio. Tenía que vestirse para cenar con el rey y su fugaz alegría había dado paso a cierta preocupación.

No podía cometer ningún error y, sin embargo, mientras se acercaba a los escalones se dio cuenta de la poca información que le había dado Alessandro. ¿Era una cena con miembros de su gabinete o algo más informal? ¿La reina madre y los demás miembros de la familia real cenarían con ellos? Sabía que el hermano de Alessandro, Leo, y su esposa, Alyse, vivían en Averne. Como su hermana, la princesa Alexa.

Liana aminoró el paso, un poco asustada, pero también con cierta emoción. La energía de Sandro la turbaba y la fascinaba al mismo tiempo. Era una fascinación peligrosa que debería controlar si quería que aquel matrimonio saliera adelante.

Y así tenía que ser. Cualquier otra cosa era imposible porque decepcionaría a demasiada gente.

De modo que intentó olvidar sus preocupaciones mientras entraba de nuevo en el palacio, pero se detuvo de golpe, sin aliento, al ver que Alessandro aparecía por una puerta con el ceño fruncido.

–Buenas tardes. ¿Ha salido a dar un paseo por el jardín?

Ella asintió con la cabeza, observando el cabello despeinado, los ojos de plata y esa mandíbula cuadrada, imponente.

–Sí, Majestad.

–Tiene frío –Alessandro alargó una mano para tocar su cara. El ligero roce la afectó de manera tan inesperada que se echó hacia atrás instintivamente y vio cómo sus labios, que un segundo antes esbozaban una sonrisa, se fruncían en un gesto de desagrado–. Nos veremos en la cena –se despidió antes de darse la vuelta para salir al pasillo.

Liana irguió los hombros, haciendo un esfuerzo para caminar con paso firme, aunque no dejaba de preguntarse qué pasaría esa noche y cómo iba a manejar la situación.

Capítulo 2

A