Veinticuatro horas en la vida de una mujer - Stefan Zweig - E-Book

Veinticuatro horas en la vida de una mujer E-Book

Zweig Stefan

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Beschreibung

Veinticuatro horas alcanzan para que una vida monótona cambie para siempre. Abandonar una familia, perseguir la pasión, enamorarse como si fuera la primera vez. Como un prisma maravilloso, cada lector y lectora que se asoma a esta novela puede ver distintas formas y razones para hacer estallar una vida en mil pedazos, en mil miradas.

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Tapa de 'El candelabro enterrado'. Stefan Zweig. Ediciones Godot (2021)

Acerca de Stefan Zweig

Stefan Zweig nació en Viena, Austria, el 28 de noviembre de 1881. Estudió en la Universidad de Viena, donde obtuvo un doctorado en filosofía e incursionó en estudios literarios.

Durante la Primera Guerra Mundial, en base a su patriotismo, sirvió al Ejército austrohúngaro con tareas administrativas, ya que no era apto para participar en combate. Escribió varios artículos apoyando el conflicto. Sin embargo, luego de esta experiencia y después de ser testigo de las implicancias de la guerra, cambió radicalmente su posición. En base a ello, escribió Jeremías, en la cual establecía sus firmes convicciones antibelicistas, por las que tuvo que exiliarse a Suiza.

El período de entreguerras fue el más productivo de su carrera: durante este tiempo escribió Una partida de ajedrez, Momentos estelares de la humanidad, La piedad peligrosa, entre otros. Desde 1933, con la llegada de Hitler al poder, sus obras fueron prohibidas.

En 1934 tuvo que exiliarse nuevamente —esta vez a Gran Bretaña—, debido a la ocupación nazi en Austria. En 1941 se instaló en Brasil con su esposa Lotte Altmann, donde el 22 de febrero de 1942 se suicidaron ambos en vista a la inmensa avanzada del nazismo. Antes de suicidarse escribió cartas a todos sus amigos y conocidos, pidiendo disculpas y explicando las causas de su muerte. En 1944 se conoció su autobiografía: El mundo de ayer.

Ilustración en blanco y negro

Página de legales

Zweig, Stefan / Veinticuatro horas en la vida de una mujer / Stefan Zweig1ª edición - Ciudad Autónoma deBuenos Aires : EGodot Argentina / 2021. Traducción de: Nicole Narbebury. Libro digital, EPUB. Archivo Digital: descarga y online Traducción de: Nicole Narbebury. ISBN 978-987-8413-87-71. Narrativa Alemana.2. Novelas. Ⅰ. Narbebury, Nicole, trad. Ⅱ. Título CDD 833

ISBN edición impresa: 978-987-8413-86-0

Título originalVierundzwanzig Stunden aus dem Leben einer Frau (1927)Traducción Nicole NarbeburyCorrecciónMariana GaitánDiseño de tapa e interioresVíctor MalumiánIlustraciónJuan Pablo Dellacha

© Ediciones Godot

[email protected]/EdicionesGodottwitter.com/EdicionesGodotinstagram.com/EdicionesGodot Buenos Aires, Argentina

Información de Accesibilidad:

Amigable con lectores de pantalla: Si

Resumen de accesibilidad: Esta publicación incluye valor añadido para permitir la accesibilidad y compatibilidad con tecnologías asistivas. Las imágenes en esta publicación están apropiadamente descriptas en conformidad con WCAG 2.0 AA & InclusivePublishing.org.

EPUB Accesible en conformidad con: WCAG-AA

Peligros: ninguno

Certificado por: DigitalBe

Veinticuatro horas en la vida de una mujer

Stefan Zweig

Traducción

En la modesta pensión de la Riviera, donde vivía en ese entonces, diez años antes de la guerra, se desató una fuerte discusión en nuestra mesa, que sin sospecharlo amenazaba con degenerarse en un brutal altercado, sí, incluso en hostilidad y ofensa. A la mayoría de los hombres les falta imaginación. Lo que no los afecta de manera directa no hiere fuertemente sus sentimientos como una cuña afilada e intrusa, apenas los aviva; pero si alguna vez sucede algo justo ante sus ojos, en las directas inmediaciones de sus sentimientos, aunque sea una cosita, enseguida despierta en ellos una pasión excesiva. En cierto modo, reemplazan la rareza de su simpatía por una vehemencia inapropiada y exagerada.

Así ocurrió esta vez entre los comensales en nuestra cena completamente burguesa, donde solíamos tener una pacífica small talk y nos hacíamos bromitas superficiales, lo que solía desmoronarse ni bien terminaba la comida: la pareja alemana retornaba a sus excursiones y sus fotografías amateurs, el tranquilo danés a su aburrida pesca, la distinguida dama inglesa a sus libros, la pareja italiana a las escapadas a Montecarlo y yo a tirarme a holgazanear en la silla de jardín o a mi trabajo. Esta vez, sin embargo, todos nos habíamos quedado completamente enganchados en la amarga discusión, y si uno de nosotros se levantaba de repente, no se despedía cortésmente, como de costumbre, sino que lo hacía con una exaltada exasperación que, como ya les he adelantado, adoptaba formas hasta violentas.

El incidente que había puesto freno a nuestra pequeña tertulia fue, desde luego, bastante extraño. La pensión en la que vivíamos los siete tenía el aspecto exterior de una villa aislada —¡oh, qué maravillosa era la vista desde las ventanas hacia la playa rocosa!—, pero en realidad no era más que la dependencia más barata del gran Palace Hotel, que estaba conectada directamente con él a través del jardín, de modo que los vecinos vivíamos en constante conexión con sus huéspedes. Este hotel había sufrido un magnífico escándalo el día anterior. Fue en el tren del mediodía, a las doce horas y veinte minutos (no puedo evitar dar la hora de forma tan precisa, porque es muy importante para este episodio, como el tema de esa agitada conversación), donde había llegado un joven francés que había alquilado una habitación con vista al mar: eso en sí ya indicaba una cierta comodidad en su situación económica. Pero no solo su discreta elegancia lo hacía gratamente llamativo, sino sobre todo su extraordinaria, completa y simpática belleza: en medio de su delgado y femenino rostro, un sedoso bigote rubio acariciaba sus labios sensualmente cálidos; sobre la blanca frente, se rizaba un cabello suave y ondulado; unos ojos tiernos te acariciaban con cada mirada… Todo era delicado, seductor, amable en su ser, pero sin ninguna extravagancia ni amaneramiento. Incluso si al principio y, observado desde lejos, recordaba un poco a esos maniquíes de cera rosados, reclinados con petulancia, que vemos en las vidrieras de los grandes locales de moda y que, con un bastón ornamental en la mano, representan el ideal de la belleza masculina; luego, al mirar más de cerca, cualquier disparatada impresión se desvanecía, porque —¡qué caso más raro!— la caballerosidad era naturalmente innata, como si se desprendiera de su propia piel. Al pasar, saludaba a cada uno de una manera modesta y cordial al mismo tiempo, y era realmente agradable ver cómo su gracia, siempre dispuesta a sobresaltar, se revelaba con naturalidad en cada ocasión. Cuando una dama se dirigía al guardarropa, se apuraba a buscarle su abrigo; para cada muchacho tenía una mirada cariñosa o un chiste; demostraba ser sociable y discreto a la vez; en resumen, parecía una de esas personas bendecidas que, al ser conscientes de que son agradables para los demás por su rostro brillante y su encanto juvenil, vuelven a transformar esa seguridad en gracia. Entre los huéspedes del hotel, en su mayoría ancianos y enfermos, su presencia resultaba un placer, y con ese paso victorioso de la juventud, esa tormenta de ligereza y vigorosidad, que la gracia tan maravillosamente otorga a algunas personas, se había expandido de forma irresistible en la simpatía de todos. Dos horas después de su llegada, ya jugaba al tenis con las dos hijas del ancho y corpulento fabricante de Lyon, Annette de doce años y Blanche de trece, mientras que su madre, la fina, delicada y muy reservada, Madame Henriette, observaba con una suave sonrisa cómo sus dos hijas, todavía dependientes, coqueteaban inconscientemente con el joven desconocido. Por la noche, observó durante una hora cómo se jugaba al ajedrez, de vez en cuando contaba algunas anécdotas graciosas de forma discreta, volvió a salir con Madame Henriette, acompañándola durante un largo rato a pasear por la terraza, mientras su marido, como siempre, jugaba dominó con un colega. A última hora de la noche, lo observé manteniendo una charla sospechosamente íntima con la secretaria del hotel a la sombra de la oficina. A la mañana siguiente, acompañó a mi socio danés a pescar, donde mostró asombrosos conocimientos, y luego tuvo una larga conversación con el fabricante de Lyon acerca de política, sobre lo que también demostró ser un buen conversador, porque se podía escuchar resonar sobre el embate de las olas la amplia carcajada del voluminoso señor. Después de la cena —para comprender la situación es absolutamente necesario que informe con toda precisión todas estas fases de la distribución del tiempo—, estuvo sentado durante una hora con Madame Henriette tomando un café en el jardín, volvió a jugar al tenis con sus hijas y conversó con la pareja alemana en el pasillo. A las seis en punto, me lo encontré en la estación de tren, cuando me estaba dirigiendo a enviar una carta. Se me acercó con prisa y me contó, como si tuviera que disculparse, que de repente lo habían convocado, pero que regresaría en dos días. Por la tarde, realmente se percibió su ausencia en el comedor, pero solo de su persona, porque en todas las mesas la gente no paraba de hablar de él y elogiar su manera de ser, tan agradable y alegre.

Esa noche, alrededor de las once, estaba sentado en mi habitación terminando de leer un libro cuando de repente, a través de la ventana abierta, escuché gritos inquietos y llamadas en el jardín, y allá en el hotel se revelaba una agitación visible. Más alarmado que curioso, apresuré inmediatamente los cincuenta pasos hasta llegar al hotel y encontré a los huéspedes y al personal en un tumulto de emoción. Madame Henriette, mientras su marido jugaba dominó con su amigo de Namur con la puntualidad habitual, no había regresado de su paseo vespertino por la terraza de la playa, por lo que se temía un accidente. Como un toro, el hombre, por lo demás corpulento y torpe, siguió corriendo por la playa, y cuando su voz, distorsionada por la excitación, gritó en la noche: “¡Henriette! ¡Henriette!”, su sonido tenía algo de la calidad aterradora y primitiva de una bestia que ha sido asesinada a golpes. Mozos y muchachos se apuraban emocionados a subir y bajar las escaleras, se despertó a los huéspedes y se llamó a la gendarmería. Pero aquel hombre voluminoso seguía tropezando y caminando con el chaleco abierto, sollozando y gritando el nombre “¡Henriette! ¡Henriette!” por la noche. Mientras tanto, las nenas, que se encontraban arriba, se habían despertado y, todavía con el camisón puesto, comenzaron a llamar a su mamá desde la ventana; el papá se apuró en subir las escaleras para ir a su encuentro a calmarlas.

Y entonces sucedió algo tan terrible que difícilmente se puede volver a contar, porque, en los momentos de violencia del hombre, la naturaleza, que fue trazada a la fuerza, suele dar una expresión tan trágica que ni una imagen ni una palabra pueden reproducirla con ese mismo impacto ultrarrápido. De repente, el hombre corpulento y pesado bajó los escalones quejumbrosos con un rostro cambiado, muy cansado y a la vez furioso. Tenía una carta en la mano.

—¡Llamen a todos! —le dijo al jefe de personal con una voz apenas comprensible—. Llamen a todos para que vuelvan, no es necesario. Mi esposa me dejó.

El ser de ese hombre herido de muerte había adoptado una postura de sobrehumana tensión frente a toda esa gente que lo rodeaba, que lo miraba con curiosidad y de repente se alejaba de él, todos asustados, avergonzados, confundidos. Todavía le quedaban las fuerzas suficientes para pasar tambaleándose junto a nosotros sin mirar siquiera a ninguno y para apagar la luz de la sala de lectura; luego, se escuchó cómo su cuerpo macizo y pesado caía en un sillón y se oyó un sollozo salvaje y animal, como el de un hombre que nunca ha llorado. Y este dolor elemental tenía una especie de poder adormecedor sobre cada uno de nosotros, incluso sobre el más pequeño. Ninguno de los mozos, ninguno de los huéspedes que se habían acercado con sigilo por curiosidad, se atrevió a sonreír o decir una palabra de consuelo. Sin palabras, uno tras otro, como avergonzados de esa explosión devastadora de emoción, nos escabullimos a nuestras habitaciones, y solo dentro de la habitación oscura este ejemplar de ser humano golpeado tembló y sollozó en la casa que se desvanecía lentamente, susurraba, silbaba, musitaba en voz baja y murmuraba.

Uno entenderá que tal evento relámpago, ocurrido justo ante nuestros ojos y sentidos, fue muy adecuado para despertar con fuerza a las personas que de otra manera solo estaban acostumbradas al aburrimiento y al pasatiempo descuidado. Pero la discusión que estalló con tanta vehemencia en nuestra mesa y se precipitó hasta el límite de las brutalidades tuvo este asombroso incidente solo como punto de partida; en esencia, fue más una discusión de fundamentos, una furiosa oposición de visiones hostiles de la vida. A causa de la indiscreción de una mucama que leyó esa carta —el marido, colapsado por completo, la había hecho un bollito y tirado al suelo en algún lugar con impotente ira—, se supo con rapidez que Madame Henriette no se había fugado sola, sino que se había ido con el joven francés (por lo que la simpatía que la mayoría sentía por él comenzó a decaer con celeridad). Bueno, a primera vista habría sido perfectamente comprensible que esta pequeña Madame Bovary cambiara a su corpulento y provinciano marido por un joven apuesto y elegante. Pero lo que más alteró a todos en la casa fue el hecho de que ni el fabricante ni sus hijas ni Madame Henriette habían visto antes a este gavilán, así que esa conversación de dos horas en la terraza y ese café de una hora en el jardín debieron haber sido suficientes para inducir a una impecable mujer de unos 33 años a dejar a su marido y a sus dos hijas de la noche a la mañana y seguir a un completo extraño joven elegante al azar. Nuestra mesa rechazó por unanimidad este hecho, aparentemente obvio, como un engaño pérfido y una maniobra astuta de los amantes: era evidente que Madame Henriette había mantenido una relación secreta con el joven durante mucho tiempo y el flautista solo había venido hasta acá para determinar los últimos detalles de la fuga, porque —así concluyó el grupo— era absolutamente imposible que una mujer decente, después de solo dos horas de relación, simplemente se escapara al primer silbido. Me divertía estar en desacuerdo, y defendí con mucha energía que ese tipo de evento era posible, e incluso probable, en el caso de una mujer quien, a raíz de sostener durante años un matrimonio decepcionante y aburrido, ya estaba preparada por dentro para cualquier anzuelo enérgico. La discusión se tornó con rapidez más general a causa de mi oposición inesperada, y sobre todo por el hecho de que los dos matrimonios, tanto el alemán como el italiano, rechazaron la existencia del coup de foudre con desprecio y con un tono francamente insultante, como si fuera una locura y una fantasía de novela absurda.

Bueno, acá no tiene mucho sentido recrear el tormentoso curso de una disputa entre sopa y pudín con lujo de detalles: solo los profesionales de la