Vendida al jeque - Miranda Lee - E-Book
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Vendida al jeque E-Book

Miranda Lee

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Beschreibung

El jeque la deseaba y no le importaba el precio que tuviera que pagar por ella... Cuando la modelo australiana Charmaine donó una cena con ella como premio de una subasta benéfica no sospechaba quién sería el ganador. El príncipe Alí de Dubar seguía siendo el tipo arrogante a quien había rechazado un año antes, pero ahora no le quedaba otra opción que cenar con él... después de todo había pagado cinco millones de dólares por tal privilegio. Pero las sorpresas no habían terminado. Charmaine se quedó de piedra cuando Alí le ofreció donar quinientos millones de dólares a la obra de caridad que ella eligiera si accedía a pasar una semana con él. Pero Alí no quería sólo su compañía, ¡también quería sus favores en la cama!

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Editados por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Miranda Lee. Todos los derechos reservados.

VENDIDA AL JEQUE, N.º 1498 - febrero 2013

Título original: Sold to the Sheikh

Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.

Publicada en español en 2004

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios. Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin, logotipo Harlequin y Bianca son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-687-2665-6

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

www.mtcolor.es

Prólogo

No había dejado de mirarla toda la tarde. Tenía los ojos oscuros, preciosos. Unos ojos arrogantes. Presuntuosos.

En cuanto fueron presentados, Charmaine supo que Su Alteza Real, el príncipe Alí de Dubar, iba a hacerle alguna insinuación antes de que acabaran las carreras.

Desde el momento en que se había hecho consciente del interés del jeque por ella, Charmaine lamentó haber aceptado aquel trabajo. El placer de ser una de las juezas para el concurso de moda Fashion in the Field no superaba al desagrado que le producía ser perseguida por otro conocido playboy internacional más.

Hacia las cuatro de la tarde, cuando había terminado el trabajo para el que había sido contratada, se había controlado lo suficiente como para empezar a desear que llegara el momento en que su admirador pusiera la boca donde antes había puesto los ojos, por decirlo así. No literalmente, por supuesto. La idea de que aquel hombre la besara la hizo estremecerse. Nada le producía más rechazo que los hombres excesivamente guapos y excesivamente ricos que pensaban que podían comprar a cualquier mujer que les gustara por el precio de una comida. O incluso menos.

Y aquél en concreto era guapísimo y riquísimo. El príncipe árabe y criador de caballos era uno de los hombres más atractivos que había visto en su vida. Alto y esbelto, aquel día no vestía el tradicional atuendo árabe, sino un traje gris pálido y una brillante camisa blanca que realzaba su piel morena y su pelo negro como el azabache. Su rostro era tan duro y delgado como su cuerpo; sus ojos, profundos y oscuros, y tenía una fuerte nariz y una boca cruel pero muy atractiva.

No se parecía a ninguno de los jeques que Charmaine había conocido hasta entonces. Y había conocido a unos cuantos. Las supermodelos conocían a muchos de los hombres más ricos del mundo, tanto en el transcurso de su profesión como en su vida social. A los ricos y famosos les gustaba tener mujeres bellas a su lado.

Haber sido invitada a compartir el palco privado del príncipe Alí en el hipódromo no había sorprendido a Charmaine. Y que el jeque hubiera estado pensando lo que obviamente había estado pensando respecto a ella toda la tarde tampoco la había sorprendido. Según su experiencia, los playboys millonarios árabes tenían cierta tendencia a sobrestimar su atractivo, así como a subestimar la moral de algunas mujeres occidentales. Sin duda, en la mente de aquel jeque ser modelo y ser promiscua era lo mismo.

Disfrutaría poniendo al príncipe Alí en su sitio. Su inflado ego masculino necesitaba un pinchazo, pensó mientras sentía que volvía a mirarla.

Tenía razón. Alí no apartó la vista de su ceñido vestido de seda mientras regresaba al palco, haciéndola sentir que iba mostrando al desnudo sus indudables atributos físicos. No por primera vez, Charmaine sintió un momentáneo resentimiento por los genes que habían combinado la altura y los rasgos nórdicos de su padre con los grandes ojos azules y las femeninas curvas de su madre para producir una rubia deslumbrante que entró en el mundo de la moda a la tierna edad de dieciséis años.

Nueve años después, la precoz belleza de Charmaine había florecido. Se suponía que los cuerpos voluptuosos estaban pasados de moda, pero Charmaine podía lucir sus diseños con más efectividad que sus colegas más delgadas. Era especialmente popular entre los diseñadores de bañadores y lencería y había hecho una pequeña fortuna dejándose fotografiar en ropa interior.

Desafortunadamente, uno de los efectos de aparecer con bikinis apenas visibles y lencería en las revistas era que algunos hombres daban por sentado que todo su cuerpo estaba en venta, no solo la imagen que proyectaba. Era asombrosa la cantidad de hombres que habían creído que iban a conseguirla como amante o incluso esposa. Charmaine encontraba aquello perversamente divertido, porque los hombres que la asediaban no sabían que ella era la última mujer que querrían tener en sus camas.

El hombre que la observaba en aquellos momentos se sentiría muy decepcionado si ella aceptara cualquier opción en que estuviera pensando. De hecho, le estaba haciendo un favor rechazando sus insinuaciones.

Con una sonrisa en los labios, ocupó el asiento que obviamente había reservado a su lado para ella, lo suficientemente cerca como para que pudiera oler su carísima colonia y ver sus ojos negros, enmarcados por las pestañas más largas que había visto en su vida en un hombre.

El resto del palco estaba vacío. Ni siquiera se veía por allí al guardaespaldas de cara pétrea que había acompañado al príncipe toda la tarde.

–Estaba anhelando su regreso –dijo el príncipe con la formalidad que sólo podía adquirirse en un colegio privado británico–. ¿Ha terminado por hoy con su trabajo?

–Sí, gracias a Dios. No sabía lo difícil que sería elegir una ganadora entre tantas mujeres tan bien vestidas.

–Si yo hubiera sido el juez, habría habido una sola ganadora. Usted, por supuesto.

«Oh, por favor», pensó Charmaine . El príncipe debería reservar sus tonterías para una modelo más impresionable.

Pero no dejó ver su irritación. En lugar de ello, esperó a que metiera aún más la pata.

–Me preguntaba si estaría libre para salir conmigo esta noche –continuó él como era de esperar–. Me gustaría contar con su compañía para cenar.

«Lo que le gustaría, pomposo príncipe, es comerme a mí de postre», pensó Charmaine mientras su mirada azul se volvía fría como el hielo

–Lo siento –replicó–, pero esta noche estoy ocupada.

Como sospechaba, aquello no bastó para hacer desistir al príncipe.

–Puede que otra noche, entonces. He oído decir que vive en Sidney. Puede que no lo sepa, pero yo suelo acudir a Sidney todos los fines de semana.

Lo cierto era que Charmaine apenas había oído hablar del príncipe hasta aquel día. Como muchos jeques, huía de la publicidad. Pero una pareja de Melbourne que también había sido invitada por el príncipe aquel día le había puesto al tanto sobre sus andanzas mientras él entregaba uno de lo trofeos de las carreras. Charmaine sabía que tenía cerca de treinta y cinco años y que dirigía una cuadra de caballos de carreras en el valle Hunter, cerca de Sidney, un trabajo que por lo visto había desarrollado con gran éxito a lo largo de una década. Al parecer, su familia tenía cuadras similares en Inglaterra y en los Estados Unidos, pero él solo dirigía la cuadra de Australia.

También había sido discretamente informada de su reputación como amante, aunque no sabía si aquello había sido una advertencia o una sugerencia para animarla a comprobarlo. Si era así, sus subalternos habían perdido el tiempo. Habían elegido la diana equivocada aquel día, lo mismo que el príncipe.

Estaba deseando aclararle el asunto.

–Volveré a Sidney mañana por la mañana –continuó el príncipe sin apartar la mirada de ella–. Suelo jugar a las cartas con unos amigos en la suite de mi hotel todos los viernes por la noche, y asisto a las carreras cada sábado. Lo cierto es que apenas viajo. Sólo he venido a Melbourne esta semana porque uno de mis caballos corría el martes y otro hoy. Desafortunadamente, ninguno de los dos ha ganado.

–Qué lástima –dijo Charmaine sin el más mínimo rastro de compasión en su tono.

Sin embargo, el príncipe Alí no pareció notarlo. Tal vez no pudiera concebir la idea de que existiera una mujer que no se sintiera halagada ante su obvio interés.

Charmaine casi sonrió al pensar que el príncipe Alí de Dubar estaba a punto de tener una nueva experiencia con el sexo opuesto. Se llamaba... rechazo.

–¿Estará libre para ir a cenar conmigo el próximo sábado por la noche? –insistió el príncipe, como ella esperaba–. ¿O tiene algún compromiso que le impide irse de Melbourne?

–No. Vuelo a Sidney mañana por la mañana. Pero tampoco podré salir a cenar con usted esa noche. Lo siento.

El príncipe frunció el ceño, confundido.

–¿Tiene otro compromiso?

–No –fue la sucinta respuesta.

–¿Hay algún amante que se opondría a que saliera a cenar conmigo? –aventuró él, desconcertado–. ¿O un protector secreto, tal vez?

La irritación de Charmaine aumentó. Por lo visto tenía que haber otro hombre que le impidiera ir a cenar con él. El príncipe ni siquiera se planteaba la posibilidad de que no le pareciera irresistible y no quisiera salir con él. Pero lo que más la molestó fue la sugerencia de que fuera la querida secreta de algún hombre rico.

–No tengo amante, ni «protector» –replicó secamente–. De hecho, nunca tendré tiempo para salir con un hombre como usted, así que ahórrese el esfuerzo y no vuelva a pedírmelo.

El príncipe parpadeó un momento antes de que su mirada se volviera dura como el ébano.

–Un hombre como yo –repitió–. ¿Puedo preguntarle qué quiere decir exactamente con eso?

–Puede preguntarlo, pero no obtendrá ninguna respuesta.

–Creo que tengo derecho a saber por qué me ha rechazado de forma tan grosera.

Parte de la furia que Charmaine había mantenido controlada durante años afloró en su voz.

–¿Derecho? –espetó a la vez que se ponía en pie–. Usted no tiene ningún derecho en lo que a mí concierne. Me ha invitado a salir y yo he declinado su invitación. Ha insistido y yo le he dejado claro que no quería que lo hiciera. No creo que eso sea una grosería. No tengo por qué aguantar a hombres mimados y arrogantes a los que no les han dicho no las suficientes veces en su vida. Mi respuesta es y siempre será «no», príncipe Alí. ¡Y tome buena nota, porque, si vuelve a ponerse en contacto conmigo, lo denunciaré por acoso!

A continuación, Charmaine giró sobre sus talones y se marchó. Temía que el príncipe la siguiera, pero enseguida comprobó que no había sido así, cosa que agradeció, porque de lo contrario habría abofeteado su arrogante rostro. Un simple improperio no habría bastado para calmar su rabia.

No se detuvo hasta que llegó a su coche en el aparcamiento, pero aún estaba temblando por dentro cuando puso en marcha el motor.

La visión del anonadado rostro del jeque invadió de pronto su mente y gimió. En aquella ocasión se había excedido. Y mucho.

Normalmente daba sus negativas a los hombres de un modo mucho más educado. Pero había algo en el príncipe Alí que había hecho aflorar lo peor de su carácter, aunque no estaba segura de qué se trataba. Probablemente la molestaba ser consciente de sus numerosos atractivos y de lo difícil que debía resultar para muchas mujeres resistirse a ellos.

¡Y qué ojos tenía!

Supuso que en el pasado había tenido mucho éxito seduciendo a chicas australianas tontas para luego dejarlas abandonadas. Aquellos pensamientos hicieron que la sangre volviera a arderle en las venas.

«Deja de pensar en él» , se reprendió mientras salía del aparcamiento. «Y deja de sentirte culpable. Los hombres como el príncipe no tienen sentimientos como las demás personas. Se limitan a alimentar sus egos y sus deseos. Hoy no ha conseguido contigo lo que quería, ¡pero seguro que esta noche no cena ni se acuesta solo! Siempre habrá alguna mujer dispuesta a adularlo y a satisfacer sus deseos. No tienes por qué preocuparte por él. Ni siquiera pienses en él».

Pero siguió pensando en él de vez en cuando durante la siguiente semana. Lo achacó a la culpabilidad, pues normalmente no solía ser tan abiertamente grosera con nadie. Normalmente ocultaba sus oscuros sentimientos ocultos bajo una capa de dulzura y aparente ligereza de carácter. No era normal que tratara a nadie como había tratado al príncipe.

Pero según siguió con su vida y su trabajo, acabó olvidándolo por completo. En aquella época de su vida era una mujer con una misión, y en aquella misión no cabían los hombres. Desde luego, no los hombres como el príncipe Alí de Dubar. Había terminado con aquella clase de hombres hacía años. Y recientemente había terminado también con los demás.

A la prensa le habría sorprendido averiguar que Charmaine, la modelo que había sido votada por varias revistas como una de las mujeres más sexys del mundo, llevaba una vida de celibato. Ya no había novios ni amantes en su vida. Y desde luego, no había ningún «protector».

Pero tenía suficiente experiencia como para saber que no beneficiaría nada a su carrera que se supiera aquello. Ser sexy y sexualmente activa formaba parte de su imagen. De manera que siguió siendo fotografiada por la prensa en las inauguraciones y fiestas del brazo de hombres atractivos, normalmente modelos que tenían su propio secreto; es decir, que eran gays. Y siguió desfilando por la pasarelas con los modelos más atrevidos.

Mantuvo su imagen extremadamente sexy y así ganó más dinero. El dinero era el nombre del juego en aquellos tiempos, y desde que había puesto en marcha la Fundación de Amigos de los Niños con Cáncer había comprobado que hacían falta millones para apoyar la investigación en aquel terreno y para hacer que las vidas de los niños y de sus familiares resultaran más soportables. ¡Millones y millones!

A veces, la misión que se había propuesto le pesaba como una losa, pero a pesar de ello seguía empeñada en su intento. Estaba dispuesta a hacer cualquier cosa con el fin de obtener dinero para su cruzada.

Cualquier cosa.

Capítulo 1

Octubre, segundo mes de primavera en Sidney, once meses después...

–He de reconocer que admiro tu coraje, Charmaine –dijo Renée a la vez que apartaba la mirada del menú–. ¿Has pensado en la clase de hombre que podría ser el que más fuerte puje para salir a cenar contigo el próximo sábado?

–Espero que un hombre muy rico –replicó Charmaine con una sonrisa–. Mi meta por el banquete y la subasta son los diez millones de dólares.

–Podría ser un tipo sórdido, o algún admirador obsesionado –advirtió Renée.

Charmaine volvió a sonreír a Renée, la dueña de la agencia de modelos para la que trabajaba. Era una buena persona. Incluso mejor desde que estaba felizmente casada y embarazada.

Por muy cínica que fuera Charmaine respecto a los hombres ricos y atractivos, debía reconocer que parecía que Renée había encontrado a su media naranja en Rico Mandretti. ¿Quién habría pensado que el playboy rey de los programas de cocina de la televisión resultaría ser un buen marido además de un futuro buen padre?

Pero así era. Cuando Charmaine había conocido en persona a la estrella del programa A Passion for Pasta, este no había flirteado con ella. Una buena señal. Aunque suponía que no podía estar totalmente segura de la lealtad y la sinceridad del señor Mandretti. Renée y ella no se relacionaban socialmente, de manera que no los conocía como pareja. Su relación con Renée, aunque amistosa, era estrictamente profesional. Charmaine nunca le confiaba sus secretos personales ni sus sentimientos íntimos.

–No me importa la clase de hombre que sea mientras pague una buena suma –dijo sinceramente–. No tienes por qué preocuparte por mi seguridad, Renée, aunque es muy agradable que lo hagas. Queda muy claro en el programa de la subasta que la cita para cenar tendrá lugar el próximo sábado en el restaurante By Candlelight del hotel Regency, que es un lugar público. Si surge el más mínimo problema, desapareceré de allí de inmediato.

Renée no dudaba que lo haría. Charmaine era una mujer dura; mucho más dura que la imagen que proyectaba en la pasarela y en las fotografías. En estas parecía una gatita suave y sexy, y su aspecto y actitud creaban una poco habitual mezcla de sensualidad e inocencia que siempre fascinaba a los hombres y raramente alejaba a las mujeres.

Renée había intentado analizar a qué se debía aquel milagro. ¿De dónde surgía aquel aire de inocencia? ¿Tal vez de su impecable cutis? ¿O de su pelo larguísimo y rubio, que caía hasta su cintura. Ciertamente no de su boca, casi demasiado voluptuosa, ni de sus sugerentes ojos azules.

La naturaleza contradictoria de la belleza de Charmaine era tan elusiva como ella misma.

Renée sospechaba que nadie conocía de verdad a la auténtica Charmaine en el mundo de la moda. Desde luego, no los modelos con los que salía ocasionalmente. Renée sabía con certeza que aquellos chicos guapos eran para Charmaine simples accesorios sexys para el consumo público. Desde luego, no eran novios de verdad.

De hecho, desde que conocía a Charmaine nunca se había enterado de que tuviera un novio de verdad. Dada su profesión y sus actividades caritativas, lo más probable era que no tuviera tiempo para las relaciones personales en aquella época de su vida. Pero Rico, que a fin de cuentas era un hombre, no estaba de acuerdo. Según él, lo más probable era que Charmaine hubiera tenido alguna relación conflictiva y que estuviera pasando una fase de cinismo al respecto. A Rico le costaba creer que existiera alguna mujer que no quisiera un hombre en su vida.

Tal vez tuviera razón. O tal vez no. Desde luego, Renée no estaba dispuesta a arriesgar su relación profesional con Charmaine haciéndole preguntas sobre su vida sexual. Casi se puso a dar saltos de alegría cuando la modelo más famosa de Australia firmó con su agencia dieciocho meses atrás.

Previamente, Charmaine tenía contratado a un agente, pero lo despidió en cuanto descubrió que había amañado una factura de unos gastos. Si había algo respecto a lo que se mostraba implacable aquella chica era respecto a su dinero. Exigía que le pagaran muy bien y no regalaba un centavo innecesariamente.

Renée sospechaba que un gran porcentaje del dinero que ganaba iba a parar a la Fundación de Amigos de los Niños con Cáncer que ella misma había puesto en marcha poco antes de unirse a la agencia de modelos. Su hermana pequeña había muerto de leucemia el año anterior, algo que afectó mucho a Charmaine. Tras un par de meses de descanso para superar su dolor, regresó con el firme propósito de hacer algo por los niños enfermos y puso en marcha la fundación.

Y cuando Charmaine se ponía en marcha con algo, nadie estaba a salvo. No dejaba de hostigar a todo el mundo para hiciera alguna donación o para que invirtiera parte de su tiempo en la fundación. Incluso había coaccionado a Renée para que convenciera a Rico de que se ocupara de ser el animador de la subasta que iba a tener lugar el sábado por la noche. Renée quedó eximida de tomar parte porque estaba embarazada de siete meses. ¡Con mellizos! Pero asistiría, por supuesto.

De hecho, estaba deseando que llegara el sábado. Charles y Dominique asistirían, lo que significaba que Dominique y ella podrían hablar de bebés. Incluso Alí había prometido asistir, aunque sólo para la subasta. No pensaba acudir hasta que Renée le mostró el brillante folleto que había elaborado Charmaine y en el que se enumeraba la lista de todo lo que se iba a subastar y se explicaba dónde iba a parar todo el dinero que se ganara.

Su cambio de opinión sorprendió a todo el mundo el viernes, durante la partida de cartas; por motivos de seguridad, Alí solía presentarse en público muy raramente. Tal vez lo hubiera convencido el hecho de que la cena y la subasta fueran a tener lugar en el hotel Regency, un lugar que tenía reputación por mantener a sus famosos y ricos clientes totalmente a salvo.

–Por fin he conseguido llenar mi mesa, por cierto –dijo Renée–. Otro de mis compañeros de cartas ha aceptado venir. ¿Te he mencionado alguna vez que suelo jugar al póquer con algunos jugadores empedernidos todos los viernes por la noche, y nada menos que en la suite presidencial del Regency Hotel?

–No, nunca lo habías mencionado. Qué interesante. También eres dueña de algunos caballos de carreras, ¿no?

–Sí. Admito que siento auténtica pasión por los caballos de carreras. Y por el póquer. El caso es que te gustará saber que mis compañeros de juego son riquísimos. Uno de ellos es Charles Brandon, el magnate de la cerveza.

–Oh, sí. Lo conocí hace poco en los estudios Fox, en un estreno. Tiene una esposa preciosa, ¿no?

–Se llama Dominique. Seguro que donan unos cuantos miles de dólares. Tienen el corazón de oro. No puedo decir lo mismo sobre mi otro compañero de juego, aunque también puede ser generoso ocasionalmente. Es...

–¿Ya han decidido qué van a tomar? –interrumpió la camarera.

–Necesitamos un momento más –dijo Charmaine, y la camarera se fue a atender otra mesa.

El restaurante en que estaban comiendo se hallaba en el puerto y era muy popular.

–Pero ya basta de hablar de la subasta, Renée –dijo Charmaine con firmeza–. Volvamos al tema en cuestión. La comida. ¿Nos portamos mal y pedimos por una vez algo que engorde? –tomó el menú y lo examinó ávidamente–. ¡Es todo tan tentador! Hace meses que no como una hamburguesa. Tengo entendido que las de aquí son una maravilla. Oh, y también tarta de queso con mango de postre. Siento debilidad por la tarta de queso. Y pienso pedirla. Con crema –concluyo en tono desafiante.

Renée rió. Sabía muy bien que las modelos raramente comían nada que engordara, ni siquiera las que tenían más curvas, como Charmaine.

–Tú puedes si quieres, pero yo no –dijo–. Ya he engordado ocho kilos con el embarazo, y me han dicho que puedo llegar al doble.

–¿Sabes ya si es niño o niña?

Renée sonrió encantada, como siempre que le preguntaban por sus preciosos mellizos.

–Desde luego que sí. Un niño y una niña. ¿No soy la mujer más afortunada del mundo?

Hasta que no se había casado, Renée había creído que nunca tendría hijos. Pero con el amor de su marido y el apoyo del mejor equipo de inseminación in vitro de Australia lo había logrado a los treinta y seis años, ¡y no sólo esperaba un bebé, sino dos! Rico estaba loco de contento y ella extasiada. Todo había ido bien de momento, y aparte de algún dolor de espalda y de algo de acidez, se sentía en plena forma.

Charmaine sonrió.

–Supongo que sí. Aunque mi madre también es una mujer muy afortunada. Pero eso es lógico, porque está casada con mi padre, así que puede que mi criterio sea un tanto parcial.

Renée escuchó aquello con cierta sorpresa. Charmaine nunca hablaba de su familia. Por algún motivo, Renée había asumido que no se relacionaba con sus padres, pero era evidente que estaba equivocada. Sabía por algunos artículos que había leído en la prensa que los padres de Charmaine tenían una finca de cultivo de algodón al oeste de Great Divide, un lugar que se hallaba en medio de ninguna parte. El pueblo más cercano tenía tan sólo un garaje, un hotel y una tienda. Desde los quince años, Charmaine había trabajado en aquella tienda los fines de semana, y durante los ratos libres, que solían ser muchos, llenaba su tiempo leyendo revistas de moda y soñando en convertirse algún día en modelo. A los quince años y medio, presentó su fotografía a un concurso para salir en la portada de una revista de adolescentes y ganó. A los dieciséis, estaba desfilando en Sidney durante la semana de la moda de Australia.