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Luke Freeman acababa de descubrir algo que había vuelto su vida del revés: ¡su difunto padre había tenido una amante! Sin embargo, la mayor sorpresa fue que las pistas que tenía sobre esa amante secreta lo llevaron hasta una bella joven... Luke no lo sabía, pero Celia no era exactamente la mujer que estaba buscando. Aun así, no pudo evitar sentir una inmediata atracción por ella... una atracción tan fuerte, que decidió que debía tenerla a toda costa. Pero el precio de la pasión era la venganza…
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Seitenzahl: 152
Editado por Harlequin Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Miranda Lee
© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.
Venganza Secreta, n.º 1338 - agosto 2014
Título original: A Secret Vengeance
Publicada originalmente por Mills & Boon®, Ltd., Londres.
Publicada en español en 2002
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 978-84-687-4659-3
Editor responsable: Luis Pugni
Conversión ebook: MT Color & Diseño
www.mtcolor.es
Portadilla
Créditos
Sumário
Prólogo
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Epílogo
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Celia estaba dormida cuando sonó el teléfono y abrió un ojo para mirar el despertador. Las ocho. Y era domingo. A ella no le gustaba madrugar los domingos. Todos los que la conocían sabían eso.
De modo que quien llamase debía tener una muy buena razón para despertarla.
—Mi madre, seguro —murmuró, sacando la mano de entre las sábanas—. ¿Dígame?
—Ha muerto —escuchó una voz femenina al otro lado del hilo.
Celia se sentó en la cama, de golpe. Era su madre. Y no tenía que preguntar quién había muerto.
Solo había una persona importante en la vida de su madre: Lionel Freeman. El arquitecto más importante de Sidney, cincuenta y cuatro años, casado, con un hijo llamado Luke.
Habían sido amantes durante veinte años, muchos más de los que a ella le hubiera gustado.
—Está muerto —repitió su madre, como un disco rayado.
Celia respiró profundamente, intentando buscar las palabras adecuadas.
—¿Está contigo?
—¿Cómo?
—¿Lionel fue a verte este fin de semana?
Imaginaba que habría muerto de un infarto o algo parecido. La idea de que hubieran podido estar «haciéndolo» en ese momento la hizo sentir cierta repulsión. Pero tenía que enfrentarse con ello. Después de todo, para eso visitaba Lionel Freeman a su amante. Para acostarse con ella.
—No. Iba a venir, pero al final no pudo.
Celia se sintió aliviada y furiosa a la vez. Su madre había perdido la mitad de su vida esperando que Lionel apareciese cuando le venía en gana.
Pues bien, la espera había terminado. Para siempre. Pero, ¿a qué precio?
—¿Cómo te has enterado entonces?
—Lo he oído en la radio.
—¿Qué han dicho?
—Que no fue culpa suya. El otro conductor iba borracho.
Un accidente de tráfico, pensó Celia. Y Lionel Freeman estaba muerto.
No había mucha piedad en su corazón para aquel hombre, solo para su madre, su pobre y engañada madre, que lo había sacrificado todo por los ilícitos momentos que pasaba con él. Había querido a ese hombre más que a nada en el mundo.
Pero había muerto y su angustiada amante estaba sola en el nidito de amor donde el egoísta de Lionel Freeman la había instalado años atrás.
Celia pensó entonces, asustada, que su madre podría hacer alguna estupidez. Pero no dejaría que ocurriese. Había perdido veinte años de su vida por culpa de Lionel Freeman y no pensaba dejar que se la llevase con él a la tumba.
—Mamá, hazte una taza de té —dijo, con firmeza—. Y pon mucho azúcar. Yo iré enseguida.
No vivía muy lejos, en Swansea. Llegó a Pretty Point en veinte minutos. Un récord, considerando que solía tardar más de media hora. Por supuesto, apenas había tráfico a las ocho y media de la mañana. Los domingueros no salen a la calle hasta que llega el calor y aún quedaban un par de meses para el verano.
—¿Mamá? —gritó, llamando a la puerta—. Mamá, ¿dónde estás?
Como no hubo respuesta Celia corrió hacia la parte de atrás, imaginando todo tipo de horrores.
Pero allí estaba su madre, sentada en el porche, mirando fijamente las aguas del lago. Recortada contra el primer sol de la mañana, con el cabello rubio rojizo un poco despeinado y una bata de seda color limón parecía muy joven y muy hermosa.
Y, afortunadamente, muy viva.
Celia dejó escapar un suspiro de alivio y su madre levantó los ojos. Estaban vacíos, como muertos. Tenía delante una taza de té, pero no la había tocado.
Seguía traumatizada, evidentemente.
—Mamá —murmuró Celia, sentándose a su lado—. No te has tomado el té.
—¿Qué?
—El té...
—Ah, sí. El té. Se me había olvidado.
—Ya veo.
Lo mejor era llevarse a su madre de allí. Donde fuera, a algún sitio donde alguien pudiera cuidar de ella veinticuatro horas al día.
Aunque le habría gustado llevarla a su casa, Celia tenía que dirigir la clínica de rehabilitación. Quizá podría cancelar un par de citas con algún paciente, pero tenía demasiados. Y su madre no podía quedarse sola ni un minuto.
De modo que la tía Helen tendría que echar una mano, le gustase o no.
—Sabes que no puedes quedarte aquí, ¿verdad? Esta casa era de Lionel. Sé que esto era un secreto para su familia, pero tarde o temprano alguien empezará a hacer preguntas...
—Ella también ha muerto —la interrumpió su madre—. En el accidente. Murieron los dos.
—Qué horror —suspiró Celia.
Había deseado muchas veces que Lionel Freeman se tirase de alguno de sus altísimos edificios, pero no le deseaba ningún mal a su esposa.
—Pobre Luke —murmuró su madre entonces—. Debe estar destrozado.
Celia frunció el ceño. Era una pena, la verdad. Debe ser terrible perder trágicamente a tus padres. Pero no podía preocuparse por eso; el hijo de Lionel era un hombre adulto e independiente.
—Mamá, tenemos que irnos.
—Tienes razón, no puedo quedarme aquí. Lionel se moriría si Luke se enterase...
Cuando se dio cuenta de lo que había dicho, un sollozo estrangulado escapó de su garganta.
—Dudo que Luke venga personalmente, mamá. Pero aunque fuera así, tú no estarás aquí. Voy a llevarte a casa de la tía Helen.
Jessica Gilbert negó con la cabeza.
—No puedo ir a casa de Helen. Mi hermana nunca aprobó mi relación con Lionel. Lo odiaba.
¿No lo odiaban todos?, pensó Celia. Pero no era el momento de decirlo.
—Lo odiaba porque te hacía sufrir, mamá. Pero la situación ha cambiado, ¿no?
—Ella nunca lo entendió —insistió su madre, con los ojos llenos de lágrimas—. Y tú tampoco, ¿verdad, hija? Tú pensabas que era una tonta.
—No, mamá.
—Quizá lo he sido. Pero el amor nos convierte a todos en tontos.
«A mí, no», pensó Celia. ¡Nunca! Si algún día se enamoraba, no sería de un hombre como Lionel Freeman.
—Vámonos, mamá.
—Pensabas que Lionel no me quería —siguió su madre, como si no la hubiera oído—. Pero me quería.
—Si tú lo dices... —suspiró ella.
—No me crees, pero hay cosas que no sabes... cosas que nunca te he dicho.
—Prefiero que no me las cuentes, mamá.
Lo último que deseaba era escuchar las mentiras con las que Lionel había intentado justificar dos décadas de adulterio. Se negaba a hablar del tema. Hacía años que lo evitaban.
Su madre suspiró de nuevo y cuando el aire dejaba sus pulmones, su espíritu pareció irse con él. Los ojos verdes parecían muertos, tenía los hombros caídos y, quizá era cosa del sol, pero hasta su pelo parecía haber perdido brillo.
De repente, la mujer joven y sensual a la que Lionel Freeman había deseado obsesivamente se convirtió en una sombra de sí misma. Hasta un minuto antes podría parecer una chica de treinta años y, de repente, se le notaba la edad. Incluso parecía mayor de lo que era.
—Tienes razón —murmuró, con un tono de infinito cansancio—. ¿Qué más da todo? Está muerto. Lionel está muerto. Todo se ha terminado.
Eso era precisamente lo que Celia había temido, que su madre pensara que no había nada por lo que vivir tras perder al hombre de su vida.
La gente solía decir que se parecían mucho y era cierto, físicamente. Ahí terminaban los parecidos.
Su madre era una romántica, Celia una mujer realista. Especialmente en cuanto a los hombres. Era imposible ser de otra forma después de presenciar durante veinte años cómo Lionel Freeman se aprovechaba de la mujer a la que, supuestamente, amaba.
Una vez pensó que era un hombre maravilloso. Tenía seis años entonces y era una niña sin padre. ¿Qué niña no hubiese adorado a un hombre guapísimo que hacía reír a su mamá y que le llevaba unos juguetes preciosos?
Pero cuando llegó a la pubertad, dejó de verlo todo de color de rosa. Cuando supo para qué iba a visitar a su madre, cuando la vio llorar más que sonreír, el cariño que sentía por él se convirtió en rencor.
Furiosa como solo podía estarlo una adolescente, se enfrentó con él y le dijo todo lo que pensaba... pero su madre no la apoyó. Al contrario, defendió a Lionel.
Después de eso los amantes dejaron de verse en el apartamento. La madre de Celia seguía llorando por las noches y ella juró entonces no enamorarse jamás de un hombre que no fuera perfecto. El hombre de sus sueños no tendría miedo de comprometerse, no tendría miedo de afrontar sus responsabilidades. Y, desde luego, no estaría casado con otra mujer. Sería un hombre decente, bueno, valiente, fiel y encantador.
Y, por supuesto, sería guapísimo y besaría de maravilla...
Claro que solo tenía trece años cuando imaginó a aquel príncipe.
Y no lo había encontrado. De hecho, estaba segura de que ese hombre no existía en la faz de la tierra. Había tenido varios novios, pero todos eran una decepción, en la cama y fuera de ella.
Quizá se había puesto el listón muy alto. Sus amigas siempre decían eso. Fuera como fuera, sus relaciones sentimentales no funcionaban nunca.
La última terminó unos meses atrás. Era un jugador de fútbol al que había curado una lesión de rodilla. Michael la persiguió durante semanas, prometiéndole el mundo si salía con él.
Al final Celia dijo que sí porque lo encontraba muy atractivo. Le gustaban los hombres altos y bien formados. Pero, además, el chico parecía inteligente y sincero. Naturalmente, ella lo hizo esperar. Nunca se acostaba con un hombre en la primera cita. Ni en la segunda. Ni siquiera en la tercera. Pero cuando por fin se acostaron, deseó no haberlo hecho. Qué espanto.
Sin embargo, él pareció muy satisfecho, algo habitual en los hombres según su experiencia. No les preocupaba en absoluto si sus compañeras tenían un orgasmo. Siempre culpaban a la mujer, nunca a sí mismos. Y siempre prometían que la próxima vez sería mejor.
A veces, si el chico era agradable, Celia no cortaba inmediatamente, esperando que la cosa mejorase. Pero cuando el futbolista le dijo, muy convencido, que con lo que le estaba haciendo su antigua novia habría tenido tres orgasmos seguidos, decidió que no tenía ni idea. Ni la tendría nunca.
Lo dejó a la mañana siguiente.
Una pena que su madre no hubiera dejado a Lionel Freeman a la mañana siguiente, después de saber que estaba casado. Pero, al menos en la cama, debía ser el hombre perfecto para ella. Aparentemente, se había negado a verlo durante algún tiempo, pero el manipulador de Freeman consiguió convencerla con excusas y mentiras de las que Celia no quería ni oír hablar. Y fueron amantes durante veinte años, ni más ni menos.
No dudaba que su madre lo había amado de verdad, pero apostaría un millón de dólares a que por parte de Lionel solo era sexo.
La regañó muchas veces por ser una romántica, pero aquel día no iba a hacerlo. Aquel día no. La pobre tenía el corazón roto.
—¿Por qué no vas a ducharte mientras yo llamo a la tía Helen?
Afortunadamente la tía Helen y su marido vivían a solo diez kilómetros, en Dora Creek. Sus dos hijos se habían marchado de casa, de modo que tenían habitaciones libres.
—Lo que tú digas —murmuró su madre, encogiéndose de hombros.
—Podemos guardar algo de ropa en una maleta. Otro día vendré por el resto de tus cosas —sugirió Celia.
No había prisa. Estaba segura de que nadie iba a aparecer por allí en mucho tiempo. Y, desde luego, no sería el hijo de Lionel. La gente con dinero no suele encargarse personalmente de esos asuntos. Y Luke Freeman era un hombre muy rico tras la muerte de su padre.
—A Lionel le encantaba este sitio —dijo Jessica entonces, mirando alrededor—. Diseñó esta casa para nosotros.
Celia no lo dudaba. La casa, con enormes ventanales de cristal y un amplio porche de madera sobre el lago, era el perfecto nidito de amor. Rodeada de árboles, tenía todo lo necesario para dos amantes: una enorme chimenea de piedra, mullidas alfombras, sofás en los que podías hundirte... Arriba, en el dormitorio, una cama enorme y un jacuzzi para dos personas.
Por supuesto, no tenía habitación para invitados. Lionel no quería que su amante recibiera visitas.
Celia nunca se había quedado a dormir. Ni pasaba por allí los fines de semana, a menos que él no estuviera. Encontrarse con Lionel Freeman era lo último que deseaba.
Pero él visitaba a su madre muy a menudo. Y Celia siempre sabía si Lionel había pasado allí el fin de semana porque dejaba el olor de su colonia por todas partes. Recordaba ese olor de cuando era pequeña. Siempre le había turbado recordar cómo le gustaba entonces. Y el cariño que sintió por Lionel.
—Vamos, mamá —dijo bruscamente.
Jessica entró en la casa sin decir nada porque sabía que era lo mejor. Había demasiados recuerdos en Pretty Point. Demasiados fantasmas.
Siempre quiso creer que Lionel la quería, que su pasión por ella era algo más que sexo.
Sin embargo, ya no estaba tan segura. Durante veinte años tuvo dudas... que desaparecían en cuanto llegaba y la tomaba en sus brazos.
Pero nunca más volvería a tomarla en sus brazos. Nunca volvería a hacerle el amor. Nunca volvería a decirle lo importante que era para él.
De modo que ya no podría disipar sus dudas. Se quedarían dentro de ella como un cáncer.
Su corazón se partió al pensar aquello. Porque si Lionel no la había amado tanto como lo amó ella, ¿para qué todos los sacrificios que había hecho? No escribirle nunca, no enviarle postales ni notas. No pasar juntos las navidades ni los cumpleaños. No ir juntos a ninguna parte.
No tener un hijo suyo.
¿Había sido un error, un trágico error? ¿Su amor habría sido una ilusión? ¿Había sido Lionel un hombre profundamente sensible o... un mentiroso egoísta?
No quería ni pensarlo. No podía soportar la idea.
De repente, empezó a sollozar. Unos sollozos que sacudían todo su cuerpo.
—Mamá... —murmuró Celia, abrazándola—. Todo saldrá bien, ya lo verás. Solo tenemos que irnos de esta casa.
Eso es todo, Harvey? —preguntó Luke, guardando la pluma en el bolsillo de la chaqueta.
—Por ahora —contestó el abogado—. Pero hay otro asunto en el testamento de tu padre sobre el que quiero que me aconsejes.
Luke miró su reloj. Eran la dos menos cuarto y había quedado a las dos con Isabel. Después de comer pensaban ir a comprar las alianzas.
—¿Qué asunto?
—El día antes del accidente, tu padre vino a verme para hablar sobre una propiedad que tenía en el lago Macquarie.
Él frunció el ceño.
—¿Te refieres a una parcela en Pretty Point?
—Eso es. Diez acres de terreno, con una casa a la orilla del lago.
—Pensé que mi padre había vendido esa propiedad hace años. Me dijo que no iba por allí porque ya no se podía pescar.
A su padre le encantaba pescar. De hecho, fue una de las primeras cosas que le enseñó y, de pequeño, solía ir con él a la cabaña de Pretty Point. Su madre no iba nunca porque no le gustaban ni los peces ni las horas que había que esperar para pescarlos.
Pero a Luke le encantaban aquellos fines de semana no por la pesca sino por la compañía de su padre. En realidad, pescar era tan poco interesante como ver crecer la hierba.
Y a los doce años, cuando empezó a interesarse por el baloncesto, encontró la excusa perfecta para dejar de ir. Quería pasar los fines de semana con sus compañeros de colegio, en los torneos juveniles.
Su padre fue muy comprensivo, como siempre. Lionel Freeman había sido un padre maravilloso. Y un buen marido.
Por supuesto, también su madre había sido una esposa perfecta, de la antigua escuela, de las que no trabajan fuera de casa y dedican su vida a la familia; una mujer que se enorgullecía de limpiar y cocinar ella misma cuando podía haber tenido la casa llena de criados.
Pero era una mujer siempre delicada de salud, siempre con terribles jaquecas. Luke se recordaba a sí mismo de pequeño, teniendo que permanecer en silencio cuando sufría alguno de sus ataques. Su padre solía quedarse con ella en la habitación, a oscuras.
Una pareja enamorada hasta el final.
Y habían muerto juntos, víctimas de un conductor borracho que se saltó la mediana y los embistió de frente.
El accidente había ocurrido dos semanas antes, un sábado por la noche en la carretera de Mona Vale, cuando volvían de cenar con unos amigos.
Luke se aclaró la garganta. ¿Sobre qué estaba hablando Harvey? Ah, sí, sobre la propiedad de Pretty Point.
—Al final, no la vendió —dijo el abogado.
—Mi padre era un sentimental. ¿Qué quería hacer con ella?
—Quería regalársela... a una amiga.
¿Una amiga? Debía haber oído mal.
—¿A quién?
—Se llama Jessica Gilbert.
Luke arrugó el ceño. ¿Quién era Jessica Gilbert?
—No me suena el nombre —murmuró, intentando no darle importancia a un asunto que, por supuesto, no podía tenerla.