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Francia y la poesía fueron los primeros grandes amores de Stefan Zweig, que dedicó una buena parte de su obra a sacar de su «aparente oscuridad» a los genios de la creación y contagiar así sus pasiones a los lectores. A petición de la editorial berlinesa Schuster & Loeffler, el joven escritor compuso esta breve monografía sobre Paul Verlaine, su primer ensayo biográfico. Esta pequeña joya publicada en 1905, que incluye traducciones de algunos de los poemas más emblemáticos del poeta, inauguró en la carrera de Zweig un género literario en el que desplegaría todo su talento y sensibilidad. «Zweig hace en este breve apunte biográfico un prodigioso estudio sobre el carácter: la infancia paradisíaca, representada en la figura materna y en el mito de su prima; la juventud y el encierro en un internado, los años en los que descubre que el infierno son los otros». Carlos Mármol, Crónica Global «Stefan Zweig ya se muestra en Verlaine como el escritor que va a ser en toda su grandiosa obra: elegante, preciso, repleto de originales recursos lingüísticos, arriesgado en ocasiones, seductor desde la primera línea narrativa, conmovedor en sus argumentos, tenaz e inteligente en la información que ofrece dosificada al lector, sorpresivo en la resolución y delicado en la exposición de los sentimientos». Fulgencio Argüelles, El Comercio «Verlaine puede distinguirse por su apasionamiento. Zweig consigue involucrarte mediante su prosa esmerada, reflexiva y tomando partido, […] atrapándote con la plasticidad de las descripciones, sintiendo, con todos los reparos que complementan, la esencia y sentimiento "de ciega e inagotable nostalgia de la totalidad y el infinito", que no es otra cosa más que el estado de ensueño en el que nos dejan los buenos libros». Luis Bravo, El Imparcial
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STEFAN ZWEIG
VERLAINE
TRADUCCIÓN DEL ALEMÁN
DE CARLOS FORTEA
ACANTILADO
BARCELONA 2024
CONTENIDO
Preludio
EL POBRE LÉLIAN
EL EPISODIO RIMBAUD
EL PENITENTE
LEYENDAS Y LITERATURA
Colofón
A Émile Verhaeren con amor y admiración.
París, noviembre de1904
J’étais né pour plaire à toute âme un peu fière
Sorte d’homme en rêve et capable du mieux,
Parfois tout sourire et parfois tout prière
Et toujours des cieux attendris dans les yeux.
PAUL VERLAINE1
Las obras de los grandes artistas son libros mudos de las verdades eternas. En el rostro de Balzac, tal como lo creó Rodin, está escrito en bronce que la belleza de los ademanes creativos es salvaje, molesta y torturadora, que el gran don de los poetas no implica plenitud y exaltación generosa, sino el gesto indeciso del que busca ayuda y se libera. Como un niño que alarga los brazos cuando tiene miedo, como los que se hunden tienden la mano en busca de ayuda a los que pasan, los poetas gritan y murmuran su queja y su alegría como una violencia más grande que sus propias fuerzas, una red que tejen, una cuerda a la que tratan de aferrarse. Igual que los mendigos en las calles, oprimidos por el sufrimiento y la miseria, entregan sus palabras a los transeúntes aliviándose con cada sílaba, porque de ese modo llevan su propia vida a la vida ajena, porque plantan su dicha y su desdicha, su júbilo y su lamento, demasiado grandes para ellos, en el destino de otros…, hombre y mujer, fertilizando y gozando a un tiempo en ese momento de dolorosa alegría. Pero la angustia, la dulce y torturante angustia, la violencia granada y dolorosa, es el comienzo de este como de todos los instintos.
De todos los poetas de nuestro tiempo, ese gesto conmovedor, esa necesidad de dar su vida a otros no ha poseído a nadie de manera tan arrebatadora, tan abnegada y trágica como a Paul Verlaine. Porque ninguno ha sido tan débil ante la presión del destino. Toda su virtud poética es grandeza vuelta del revés, es debilidad. Como no podía dominarlo le quedaba el lamento; como no era capaz de dar forma a los acontecimientos, resplandecen en su obra como belleza desnuda e indómita, humana al mismo tiempo que divina. De ese modo produjo una lírica primigenia, pura humanidad, sencilla queja, humildad, balbuceo, ira y reproche, sonidos primitivos en sublime forma, el sigiloso llanto del niño al que han pegado, el grito de miedo del extraviado, el tierno llamado del pájaro solitario al caer la tarde. Otros poetas han tenido ademanes mucho más variados: el del que clama y reúne con sonoro cuerno a los caminantes que acuden de todas direcciones; el del mago que teje sonidos como teje el susurro de las hojas, el rumor del viento y el borbotar del agua; el del maestro que condensa en oscuros proverbios toda la sabiduría de la vida. Él en cambio no tenía otra cosa que el ademán del débil que necesita a otros, los gestos del mendigo. Pero esos gestos los poseía maravillosamente, en todos sus acentos y matices: poseía el débil llanto del hombre débil, a veces resonando en el confuso balbuceo del borracho, poseía el tierno y aflautado sonido del deseo vago y melancólico, pero también el duro martillar contra el propio pecho, el flagelante azote del penitente y la íntima oración de gratitud que murmuran las mujeres pobres en los escalones de la iglesia. Otros poetas estaban tan entrelazados con el universo que ya no era posible distinguir si las grandes tormentas temblaban en su pecho, el mar rugía en ellos o era su palabra la que hacía estremecer los prados y acariciaba tierna los sembrados en forma de viento. Eran personas que daban y reunían vida, dioses por el milagro de la creación y al mismo tiempo sus sacerdotes. Verlaine nunca fue más que un ser humano, un ser humano débil, que ni siquiera era capaz de «enumerar los delitos de su corazón», pero precisamente la carencia de lo personal daba como resultado lo archisingular, lo arquetípico, lo más puramente general y humano. Verlaine era blanda masa, sin capacidad de impregnación y sin resistencia: cada cosa, incluso los fugaces dolores de segundos solitarios, similares a aromas, que normalmente se disgregan o se condensan en sorda tristeza, cada línea de la vida que cruzaba la estela de su destino tenía un relieve puro, una huella clara, sincera. Las confusas potencias del destino, que zarandearon con ímpetu su vida y la desgarraron, se funden en su obra en esencias, en cristales.
Aunque esto—junto a la gloria de haber promovido con sus versos el ennoblecimiento y desarrollo de una cultura—es lo más alto y sublime que se puede decir de los versos de un poeta, semejante valoración de algunos de sus seguidores (especialmente de los jóvenes literatos franceses) aún parece demasiado poco. Celebran en Verlaine al inventor consciente de una nueva ars poetica, el iniciador de nuevas eras líricas, ignorantes de la torpeza de sus comienzos, que incluso el literato Verlaine, aquella triste caricatura en la que lo habían convertido el ruido y los cafés del Quartier Latin, rechazaba indignado. Porque toda la fuerza y grandeza de esa lírica hunde sus raíces en la intemporalidad, en la maravillosa intimidad de su sentimiento, eternamente humano, invariable, y sobre todo en lo inconsciente de su surgimiento. Sólo los intelectuales crean «orientaciones», y Verlaine era tan poco intelectual como bon enfant, el niño tambaleante e inconsciente en cuyas manos abiertas para el juego los versos caían como flores de cerezo y hojas volanderas. Era un creador, un poeta. Y la poesía es pensamiento sin lógica (aunque no contra la lógica), vínculo que no sigue las leyes del pensamiento, sino los dictados, las vagas sensaciones que siguen a las palabras susurradas, los secretos acuerdos de las corrientes subterráneas que murmuran en la oscuridad. Es pensamiento sin consecuencia, instinto e intuición, síntesis que brota sin ley alguna, anudamiento y no encadenamiento. Melodía y no escala cromática. Y, en ese sentido, él era un creador inconsciente, escuchador de los acordes secretos. Nunca fue un pensador, aunque su aguda y eléctrica capacidad de observación, su ingenio galo y su sensibilidad estilística fueran capaces de iluminar a pequeños círculos, pero le faltaba—como en todo—la fuerza, la coherencia. Sabía captar e iluminar las olas que llegaban a su vida, pero nunca fue suyo el rasgo furioso y heroico de los grandes poetas alemanes: devolverlas al oscuro espejo del universo, lanzar al mundo los rayos de la curiosidad y la torturante pulsión vital, indagar la visión del universo, el temblor y el sentido de la lejanía. Espíritu fugaz y débil como era, no amaba lo definitivo, la calma y la posesión, el sentido y la fuerza, los elementos de la existencia; se entregaba por completo a la eflorescencia de las cosas, a la dulzura del devenir, al dolor del paso del tiempo, a la tortura y ternura de los sentimientos que nos acarician, a las cosas, en pocas palabras, que llegan hasta nosotros, y no a las que tenemos que buscar e investigar. Nunca fue arco tendido que se lanza a sí mismo cual flecha al infinito, sino tan sólo arpa de Eolo, juego y lenguaje de los vientos que venían. Se arrojó de buen grado en brazos de todos los peligros: las mujeres, la religiosidad, la bebida y la literatura. Todo eso lo asfixió y lo desgarró, pero las gotas de sangre vertidas son poemas espléndidos, acontecimientos imperecederos, sentimiento primigenio y cristalino.
Consiguió tal cosa de dos maneras: mediante una sinceridad sin parangón, como virtud y como vicio, y mediante esa inconsciencia pura que por desgracia se ahogó en las primeras olas de su fama. Como nunca supo escardar, su vida dio extraños frutos, se convirtió en un maravilloso jardín de flores seductoramente bellas, de perverso colorido, en el que él mismo nunca supo orientarse. Mediada su vida, encontró el valor—o la pulsión que llevaba dentro, que era más fuerte que su voluntad, y lo dominó por completo—para salir del mundo de la cultura con paso recto y seguro, cambiar la cálida manta de la burguesía literaria por el ocasional acomodo en los caminos y tirar por los aires junto con el humo de su pipa el respeto tempranamente obtenido. Y jamás regresó al redil: por desgracia, sólo más tarde, como literato, exageró y explotó literariamente, con vano exhibicionismo, tanto ésta como todas sus demás cualidades originales. Pero, a millas de distancia de academias y periódicos, supo mantener ininterrumpidamente su singularidad durante años y, con noble desvergüenza—primera característica de su personal liberación de la humanidad cultivada frente a la natural—, describió en sus versos el extraviado y apasionado camino de su vida. Se ha hablado y se ha escrito mucho acerca de si el resultado de aquel peregrinaje fue la felicidad o la desdicha…, una cuestión ociosa y carente de importancia, porque felicidad no es más que una palabra, un cáliz vacío en manos ajenas, una cosa hueca y resonante. En cualquier caso, la vida se clavó más en su carne que en la de todos los poetas de nuestra época, agobió su espíritu de forma tan angosta e implacable que no se guardó nada, y se desangró en suspiros, júbilo y gritos. Es posible mirar de reojo y con enfado un destino que alcanzó cosas tan espléndidas: a nosotros, que volvemos a sufrir esos dolores con dulce escalofrío, nos apacigua la gratitud.