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Cuando un observatorio francés recoge la noticia de los destellos procedentes de Marte, el profesor Gazen recibe una visita de su amigo, lo que acabará desencadenando varios sucesos que darán con ambos en Venus.
Repasando los conocimientos de su época del Sistema Solar y homenajeando a Julio Verne, John Munro nos lleva a un viaje a Venus que respira ingenuidad e idealismo.
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Viaje a Venus
John Munro
Edición basada en las siguientes ediciones:
Jarrold & Sons, Londres, 1897.
Imagen de portada: Open AI
Traducción: Lucía Bartolomé© 2023
De esta edición: Xingú© 2023
— I — Un mensaje desde Marte.
— II — ¿Cómo podemos llegar a los demás planetas?
— III — Una nueva fuerza
— IV — El planetario eléctrico
— V — Dejando la Tierra
— VI — En el espacio
— VII — Llegando a Venus
— VIII — La tierra del cráter
— IX — La flor del alma
— X — Alumion
— XI — El mono volador
— XII — ¡Hacia el Sol, ho!
— XIII — De vuelta a casa
El cielo que atrona a tu alrededor te clama en voz alta mientras muestra su eterna armonía y, sin embargo, tus ojos están fijos únicamente en la Tierra.
DANTE
Esta verdad teoriza dentro de tu mente,
que en un universo ilimitado
lo ilimitado es mejor, lo ilimitado peor.
¿Crees que este molde de esperanzas y miedos
no pudo encontrar nada más majestuoso que sus pares
en aquellas cien millones de esferas?
Alfred Tennyson
Mientras leía el diario Times en un tren matutino hacia Londres, mis ojos se posaron en el siguiente artículo:
UNA EXTRAÑA LUZ SOBRE MARTE.
El lunes por la tarde, el Dr. Krueger, que está a cargo de la oficina central de Kiel, telegrafió a sus corresponsales:
Projection lumineuse dans région australe du terminateur de Mars observée par Javelle 28 courant, 16 heures.—Perrotin.
En cristiano, a las 4 am se había observado un rayo de luz en el disco del planeta Marte en o cerca del «terminador»; es decir, la zona del crepúsculo que separa el día de la noche. La noticia me era doblemente interesante, porque un sueño singular de «Amanecer en la Luna» había acelerado mi imaginación en cuanto a las maravillas del universo más allá de nuestro pequeño globo, y debido a una experiencia mía inolvidable con un anciano astrónomo hacía varios años.
Este hombre extraordinario, que vivía la vida de un recluso en su propio observatorio, situado en una parte solitaria del país, había, o al menos creía haberlo hecho, entablado comunicación con los habitantes de Marte, por medio de potentes luces eléctricas que parpadeaban a la manera de una linterna de señales o un heliógrafo. Lo había calificado de monomaníaco; pero ¿quién sabe?, quizás no estaba tan loco después de todo.
Cuando llegó la noche, me sumergí en los libros y recopilé muchas cosas sobre el planeta ardiente, incluido el hecho de que un hombre corpulento, un tal Daniel Lambert, podía saltar allí el equivalente a su altura con la mayor facilidad. Muy probable; pero buscaba información sobre la luz extraña y, como no pude encontrar ninguna, resolví acercarme y consultar a mi viejo amigo, el profesor Gazen, el conocido astrónomo, que había dejado su huella mediante una serie de espléndidas investigaciones con un espectroscopio sobre la constitución del Sol y otros cuerpos celestes.
Era una hermosa noche clara. El cielo estaba despejado y era de un azul oscuro profundo, que revelaba los cielos más elevados y el brillo plateado de la Vía Láctea. El gran cinturón de Orión brillaba conspicuamente en el Este y Sirio resplandecía como una gema viviente más al Sur. Busqué Marte y pronto lo encontré más al Norte, una gran estrella roja entre el blanco de las constelaciones circundantes.
El profesor Gazen estaba bastante solo en su observatorio cuando llegué y se ocupaba afanosamente en escribir o calcular en su escritorio.
—Espero no molestarle —dije mientras nos dábamos la mano—; sé que ustedes, los astrónomos, deben trabajar cuando hay una noche hermosa.
—Ni lo mencione —respondió cordialmente—; estoy observando una de las nebulosas justo ahora, pero no estará a la vista por mucho tiempo todavía.
—¿Qué hay de esa misteriosa luz en Marte? ¿La ha visto?
Gazen se rió.
—No lo he hecho —dijo—, aunque estuve observando la otra noche.
—¿Cree que se ha visto algo por el estilo?
—Oh, ciertamente. El observatorio de Niza, del que es director el señor Perrotin, tiene uno de los mejores telescopios que existen, y el señor Javelle es bien conocido por su cuidadoso trabajo.
—¿Cómo lo explica?
—La luz no está fuera del disco —respondió Gazen—, de lo contrario, debería atribuírsela a un pequeño cometa. Puede deberse a una aurora en Marte, como ha sugerido un escritor en Nature, o a una cordillera alpina nevada, o incluso a una nube brillante que refleja el amanecer. Posiblemente los marcianos hayan visto los incendios forestales en Estados Unidos y hayan encendido una iluminación rival.
—¿Cuál le parece la más probable de estas opciones?
—Los picos de las montañas recibiendo la luz del sol.
—¿No podría ser el resplandor de una ciudad, o una potente luz de búsqueda…, en resumen, una señal?
—Oh, cielos, no —exclamó el astrónomo, sonriendo con incredulidad—. La idea de la señalización se ha metido en la cabeza de la gente a través del clamor que surgió al respecto hace algún tiempo, cuando Marte estaba en «oposición» y cerca de la Tierra. ¿Supongo que está pensando en el plan para intensificar y atenuar las luces de Londres para atraer la atención de los marcianos?
—No; creo que le conté la singular experiencia que tuve hace unos cinco o seis años con un viejo astrónomo, que pensó que había establecido un telégrafo óptico con Marte.
—Oh, sí, ahora recuerdo. Ah, ese pobre viejo estaba loco. Como el astrónomo de Rasselas1, había meditado tanto tiempo en soledad sobre su idea visionaria, que había llegado a imaginarla como una realidad.
—¿No podría haber algo de verdad en su idea? Quizás solo se adelantó un poco a su tiempo.
Gazen negó con la cabeza.
—Verá —respondió—, Marte es un planeta mucho más antiguo que el nuestro. En invierno, las nieves árticas se extienden hasta los cuarenta grados del ecuador y el clima debe ser muy frío. Si alguna vez existieron seres humanos en él, deben haberse extinguido hace mucho tiempo o verse reducidos a la condición de esquimales.
—¿No puede suavizarse el clima por condiciones de tierra y mar desconocidas para nosotros? ¿No es posible que la ciencia y la civilización de los marcianos les permitan hacer frente a las bajas temperaturas?
—La atmósfera de Marte está tan enrarecida como la nuestra a una altura de seis millas, y una criatura de sangre caliente como el hombre moriría en ella.
—Como hombre, sí —respondí—; pero el hombre fue hecho para este mundo. Somos demasiado dados a medir las cosas según nuestra propia experiencia. ¿Por qué deberíamos limitar el potencial de vida a lo que sabemos de este planeta?
—Lo siguiente es que —continuó Gazen, ignorando mi comentario—, el plan del viejo astrónomo de señalizar con luces intensas era bastante impracticable. Ninguna luz artificial es capaz de alcanzar Marte. ¡Pensad en la inmensa distancia y en las dos atmósferas a penetrar! El hombre estaba loco, ¡tan loco como una liebre marzal! Aunque estoy seguro de no saber por qué están locas las liebres marzales.
—Leí el otro día acerca de una luz eléctrica en Estados Unidos que puede verse a través de 150 millas de la atmósfera inferior. Una luz así, si se dirige correctamente, podría ser visible en Marte; y, por lo que sabemos, los marcianos pueden haber descubierto un rayo aún más intenso.
—Y si lo han hecho, las probabilidades en contra de que señalicen justo cuando somos conscientes de la posibilidad de que ocurra son simplemente enormes.
—No veo nada increíble en la coincidencia. A menudo dos cabezas conciben la misma idea aproximadamente al mismo tiempo, y ¿por qué no dos planetas, si ha llegado la hora? Seguramente hay una y la misma Alma inspiradora en todo el universo. Además, pueden haber estado haciendo señales durante siglos, de vez en cuando, sin que lo supiésemos.
—Entonces, nuevamente —dijo Gazen, con un brillo ladino en la mirada—, nuestra luz eléctrica puede haberlos despertado.
—Quizás estén haciendo señales ahora —dije yo—, mientras nosotros estamos perdiendo un tiempo precioso. Desearía que echara un vistazo.
—Sí, si así lo quiere; pero no creo que vaya a ver ninguna «proyección luminosa», ni humana ni de otro tipo.
—De todos modos, veré la cara de Marte, y eso será una experiencia rara. Me parece que la visión de los cuerpos celestes a través de un buen telescopio, así como una vuelta al mundo, debería formar parte de una educación liberal. Cuántos son los que corren de un lado a otro de la Tierra, buscando lugares de interés con grandes problemas y gastos, ¡pero cuán pocos piensan siquiera en ese paisaje sublime del cielo que puede verse sin irse lejos de casa! Un vistazo a algún orbe distante tiene el poder de elevar y purificar nuestros pensamientos como una melodía de música sacra, o un cuadro noble, o un pasaje de los grandes poetas. Siempre le hace bien a uno.
El profesor Gazen giró silenciosamente el gran telescopio refractor en dirección a Marte y observó atentamente a través de su poderoso tubo durante varios minutos.
—¿Se ve alguna luz? —pregunté.
—Ninguna —respondió, sacudiendo la cabeza—. Mire usted mismo.
Ocupé su lugar en el ocular y casi me sorprendí al encontrar la pequeña estrella cobriza, que había visto media hora antes, aparentemente bastante cerca y transformada en un gran globo. Parecía una luna gibosa, ya que una parte considerable de su disco estaba iluminado por el Sol.
Una mancha deslumbrante marcaba uno de sus polos y el resto de su superficie visible estaba moteada con tintes rojizos y verdosos que se desvanecían en blanco en el borde. Fascinado por el espectáculo de ese mundo viviente, visto de una ojeada, y siguiendo su curso designado a través del éter ilimitado, olvidé mi objetivo y se apoderó de mí un sobrecogimiento religioso similar al que se siente bajo la cúpula de una vasta catedral.
—Bueno, ¿qué conclusiones saca?
La voz me volvió en sí, y comencé a escudriñar el borde oscuro y sombrío del terminador en busca del rayo de luz más débil, pero todo en vano.
—No puedo ver ninguna «proyección luminosa»; ¡pero qué objeto tan magnífico en el telescopio!
—Ciertamente lo es —replicó el profesor—, y aunque no tenemos muchas oportunidades de verlo, lo conocemos mejor que los demás planetas, y casi tan bien como la Luna. Sus características se han cartografiado cuidadosamente, como las de la Luna, y se han bautizado con el nombre de astrónomos célebres.
—Usted incluido, espero.
—No, señor; no tengo ese honor. Es cierto que un hombre que conozco, un aficionado entusiasta a la astronomía, apodó muchos agujeros y rincones de la Luna en honor a sus amigos íntimos y conocidos, entre ellos yo mismo: «cráter Snook», «cuenca Smith», «cueva Tiddler», etcétera; pero lamento decir que las autoridades se negaron a aprobar su nomenclatura.
—Supongo que ese punto brillante en el extremo Sur es uno de los casquetes polares —dije, manteniendo todavía la vista en el planeta.
—Sí —respondió el profesor—, y se observa cómo crecen y menguan en invierno y verano. Las extensiones de color amarillo rojizo son, sin duda, continentes con un suelo ocre; y no, como algunos piensan, de una vegetación rojiza. Las manchas de color gris verdoso son probablemente mares y lagos. La tierra y el agua se mezclan mejor en Marte que en la Tierra; un hecho que tiende a igualar el clima. Hay un cinturón de continentes alrededor del ecuador: Copérnico, Galileo, Dawes y otros, que tienen largos y sinuosos lagos y ensenadas. Estos están separados por mares estrechos de otras islas del Norte o del Sur, tales como: «Tierra Nublada», «Tierra de las Tormentas», etc., que ocupan lo que deberíamos llamar las zonas templadas, debajo de los polos; pero sospecho que son bastante frías. Si observa de cerca, verá algunas rayas estrechas que cruzan los continentes como fracturas. Esos son los famosos «canales» de Schiaparelli, que descubrió (y me gustaría tener su vista) que muchos de ellos estaban «duplicados», es decir, tenían otro canal al lado. Algunos de ellos tienen casi 2000 millas de largo, cincuenta millas de ancho y están separados unas 300 millas.
—Eso supera al canal de Suez.
—Me temo que no son artificiales. La duplicación se observa principalmente en el equinoccio vernal, nuestro mes de mayo, y quizá se deba a inundaciones primaverales o a la vegetación de valles con una tendencia similar, como la que encontramos en Siberia. La acumulación de nubes o nieblas explicaría la peculiar blancura en el borde del limbo y un velo ocasional del paisaje.
Mientras hablaba, mi atención fue repentinamente capturada por un vívido punto de luz que apareció en el lado oscuro del terminador y al Sur del ecuador.
—¡Hola! —exclamé, involuntariamente—. ¡Veo una luz!
—¡De veras! —respondió Gazen, con tono de sorpresa, no sin un matiz de duda—. ¿Está seguro?
—Sí. Hay una luz nítida en uno de los continentes.
—Déjeme verlo, ¿quiere? —Se reincorporó apresuradamente; y le cedí mi lugar.
—Bueno, así es —declaró, después de una pausa—. Sospecho que ha estado oculta bajo una nube hasta ahora.
Nos volvimos y nos miramos en silencio.
—No puede ser la luz que vio Javelle —exclamó Gazen finalmente—. Esa estaba en Tierra Hellas.
—Si los marcianos hicieran señales, probablemente usarían un sistema de luces. Me atrevo a decir que poseen un telégrafo eléctrico para hacerlo funcionar.
El profesor volvió a poner el ojo en la lente y yo esperé con gran interés el resultado de su observación.
—Es de lo más estable posible —dijo.
—La estabilidad me desconcierta —respondí. —Si tan solo parpadeara, lo llamaría señal.
—No necesariamente para nosotros —dijo Gazen, con fingida gravedad—. Verá, podría ser un faro que destella en el mar de Kaiser, o un mensaje nocturno en unas maniobras otoñales de los marcianos, que son, sin duda, muy belicosos; o incluso el anuncio de un nuevo jabón.
—En serio, ¿qué le parece? —pregunté.
—Confieso que es un misterio para mí —respondió, reflexionando profundamente; y entonces, como alcanzado por un pensamiento repentino, añadió—. Me pregunto si será buena idea probar el espectroscopio en ella.
Diciendo esto, adjuntó al telescopio un magnífico espectroscopio, que empleaba en sus investigaciones sobre las nebulosas, y renovó su observación.
—Bueno, esta es la cosa más notable en toda mi experiencia profesional —exclamó, cediéndome su lugar en el instrumento.
—¿De qué se trata? —pregunté, mirando por el espectroscopio, donde pude distinguir varias rayas tenues de luz coloreada sobre un fondo más oscuro.
—Usted sabe que podemos conocer la naturaleza de una sustancia que se quema dividiendo la luz que proviene de ella en el prisma de un espectroscopio. Bueno, estas líneas brillantes de diferentes colores son el espectro de un gas luminoso.
—¡Claro! ¿Tiene alguna idea del origen del resplandor?
—Puede ser eléctrico: por ejemplo, una aurora. Puede ser una erupción volcánica o un lago de fuego como el cráter del Kilauea. En realidad, no puedo decirlo. Déjeme ver si puedo identificar las líneas brillantes del espectro.
Le entregué el espectroscopio y apenas había mirado por él cuando gritó:
—Por todo lo que es maravilloso, el espectro ha cambiado. ¡Eureka! Ahora es talio. Reconocería esa espléndida línea verde entre mil.
—¡Talio ! —exclamé, asombrado a mi vez.
—Sí —respondió Gazen, apresuradamente—. Anote la observación, y también la hora. Encontrará un libro para este propósito en el escritorio.
Hice lo que me indicó y esperé nuevas órdenes. El silencio era tan grande que podía escuchar claramente el tic-tac de mi reloj en el escritorio frente a mí. Al cabo de varios minutos, el profesor gritó:
—Ha cambiado de nuevo: tome otra nota.
—¿De qué se trata ahora?
—Sodio. Las bandas amarillas son inconfundibles.
Una profunda quietud reinó como antes.
—Ahí va otra vez —exclamó el profesor, muy excitado—. Ahora puedo ver un par de líneas azules. ¿Qué puede ser? Creo que es indio.
Siguió otra larga pausa.
—Ahora han desaparecido —exclamó Gazen una vez más—. Han ocupado su lugar una línea roja y una amarilla. Eso debe ser litio. ¡Ey, rápido!... y todo estaba oscuro.
—¿Qué pasa?
—¡Se acabó! —Con estas palabras retiró el espectroscopio del telescopio y miró ansiosamente el planeta—. La luz se ha ido —continuó, después de un minuto—. Quizás esté pasando otra nube por encima. Bueno, debemos esperar. Entre tanto, consideremos la situación. Me parece que tenemos motivos para estar satisfechos de nuestro trabajo nocturno. ¿Qué os parece?
Había un brillo de triunfo en su rostro cuando se acercó y se paró frente a mí.
—Creo que es una señal —dije yo, con aire convencido.
—Pero, ¿cómo?
—¿Por qué debería cambiar con tanta regularidad? He cronometrado cada espectro y he descubierto que dura unos cinco minutos antes de que otro ocupe su lugar.
El profesor permaneció pensativo y en silencio.
—¿No es por la luz que proviene de ellos que hemos adquirido todo nuestro conocimiento de la constitución de los cuerpos celestes? —continué—. Un rayo de la estrella más remota trae en su corazón un mensaje secreto para quien pueda leerlo. Ahora bien, los marcianos recurrirían naturalmente al mismo medio de comunicación como el más obvio, sencillo y practicable. Al producir una luz poderosa, podrían esperar atraer nuestra atención, y, al imbuirla de espectros característicos, fácilmente reconocibles y cambiados a intervalos, diferenciarían la luz de las demás y nos mostrarían que debería haber tenido un origen inteligente.
—¿Entonces qué?
—Deberíamos saber que los marcianos tienen una civilización al menos tan evolucionada como la nuestra. En mi opinión, ese sería un gran descubrimiento: el más grande desde que comenzó el mundo.
—Pero de poca utilidad para cualquiera de las partes.
—En cuanto a eso, muchos de nuestros descubrimientos, especialmente en astronomía, no son de mucha utilidad. Suponga que averigua la composición química de las nebulosas que está estudiando, ¿bajará eso el precio del pan? No; pero nos interesará e iluminará. Si los marcianos pueden decirnos de qué está hecho Marte, y podemos devolver el saludo en lo que respecta a la Tierra, será un gran servicio.
—Pues entonces la correspondencia debe cesar, como dicen los editores.
—No estoy tan seguro de eso.
—¡Mi querido compañero! ¿Cómo diablos vamos a entender lo que dicen los marcianos, y cómo van a entender ellos lo que decimos nosotros? No tenemos un código común.
—Es cierto; pero los cuerpos químicos tienen ciertas propiedades bien definidas, ¿no es así?
—Sí. Cada uno tiene una peculiaridad que lo distingue del resto. Por ejemplo, dos o más compuestos pueden parecerse en color o dureza, pero no en peso.
—Exactamente. Ahora bien, al comparar sus espectros, ¿no podemos llegar a distinguir una cualidad particular y captar su esencia? En resumen, ¿no pueden los marcianos subrayar esa idea con su espectro-telégrafo?
—Entiendo lo que quiere decir —dijo el profesor Gazen—; y, ahora que lo pienso, todos los espectros que hemos visto pertenecen al grupo llamado «metales de los álcalis y alcalinotérreos», que, por supuesto, tienen propiedades características.
—En principio, debería pensar que los marcianos únicamente intentarán atraer nuestra atención mediante espectros llamativos.
—El litio es el metal más ligero que conocemos.
—Bueno, podríamos sacar la idea de «ligereza» a partir de ahí.
—El sodio —continuó el profesor—, el sodio es un metal muy blando, con una afinidad tan fuerte por el oxígeno que arde en el agua. El manganeso, que pertenece al «grupo ferroso», es lo suficientemente duro como para rayar el vidrio; y, como el hierro, es decididamente magnético. El cobre es rojo...
—Las señales de color las podríamos obtener directamente de los espectros.
—El mercurio o azogue es fluido a temperaturas ordinarias, y eso podría llevarnos a la idea de movimiento…, animación…; la vida misma.
—Habiendo obtenido ciertas ideas fundamentales —continué—, podríamos llegar a otras concepciones características al combinarlas. Podríamos construir un lenguaje de signos ideográfico o glífico, siendo los signos espectros. Los números pueden telegrafiarse mediante simples ocultaciones de la luz. Entonces, a partir de los espectros podríamos pasar mediante un paso sencillo a las señales equivalentes a destellos largos y cortos en varias combinaciones, también hechas ocultando la luz. Con tal código, nuestra correspondencia podría prolongarse mucho y no presentar ninguna dificultad; pero, por supuesto, debemos ser capaces de responder.
—Si los marcianos son tan inteligentes como le complace imaginar, deberíamos aprender mucho de ellos.
—Espero que podamos, y estoy seguro de que el mundo será mucho mejor con un poco de iluminación superior en algunos puntos.
—Bien, en todo caso, debemos seguir el asunto —dijo el profesor, echando otro vistazo a través del telescopio—. Por el momento, parece que los filósofos marcianos han cerrado el tenderete; y, como mi nebulosa ha salido, me gustaría trabajar un poco en ella antes del amanecer. Mire, si hace una buena noche, ¿puede acompañarme mañana? Podríamos continuar entonces nuestras observaciones; pero, en el ínterin, será mejor que no diga nada sobre ellas.
De camino a casa busqué el planeta rojizo igual que había hecho en la primera parte de la noche, pero con sentimientos muy diferentes en mi corazón. El hielo de la distancia y el aislamiento que me separaban de él parecían haberse roto desde entonces, y, en vez de una estrella fría y extraña, veía un mundo amistoso y familiar, un compañero del nuestro en la eterna soledad del universo.
1 Obra de Samuel Johnson publicada en 1759.
La noche siguiente prometía algo bueno, y asistí a mi cita; pero desafortunadamente, una ligera neblina se condensó en el cielo y nos impidió hacer más observaciones. Mientras esperábamos en vano que levantara, el profesor Gazen y yo hablamos acerca de la posibilidad de viajar a otros mundos. La esencia de nuestro argumento se publicó posteriormente en un diálogo, titulado «¿Podemos llegar a los demás planetas?», que apareció en Pasado mañana. Era como sigue:
Yo. (El escritor). ¿Cree que alguna vez seremos capaces de dejar la Tierra y viajar por el espacio a Marte o Venus, y los demás miembros del Sistema Solar?
G. (Controlando el impulso de sonreír y negando con la cabeza). ¡Oh, no! Nunca.
Yo. Sin embargo, la ciencia está haciendo milagros, o lo que se habría considerado milagros en la antigüedad.
G. Sin duda, y por consiguiente la gente tiende a suponer que la ciencia puede conseguir cualquier cosa; pero, después de todo, la Naturaleza ha puesto límites a sus logros.
Yo. Aún así, no sabemos qué podemos y qué no podemos hacer hasta que lo intentamos.
Portada
— I — Un mensaje desde Marte.
— II — ¿Cómo podemos llegar a los demás planetas?
— III — Una nueva fuerza
— IV — El planetario eléctrico
— V — Dejando la Tierra
— VI — En el espacio
— VII — Llegando a Venus
— VIII — La tierra del cráter
— IX — La flor del alma
— X — Alumion
— XI — El mono volador
— XII — ¡Hacia el Sol, ho!
— XIII — De vuelta a casa
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