Violencias y desamparos - Susana Brignoni - E-Book

Violencias y desamparos E-Book

Susana Brignoni

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Beschreibung

¿Cómo se pueden entender las violencias que se manifiestan de forma particular en sujetos que han sufrido diversas formas de desamparo? Para responder a esta pregunta este libro plantea algunas orientaciones teóricas, al mismo tiempo que lo ilustra con algunas experiencias clínicas relevantes. Asimismo, muestra cómo el abordaje de la violencia no es simplemente un desafío técnico, pues supone una ética que implica un doble compromiso: el del niño/a o adolescente que debe consentir a realizar una elaboración personal de sus impasses y el del profesional que le acompaña. A partir de su experiencia de 25 años de trabajo, los autores muestran las claves epistémicas y clínicas de un abordaje en el que se sienten comprometidos con esos niños/as y adolescentes tutelados.

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© Susana Brignoni, Graciela Esebbag y Adolfo Grisales Valencia, 2022

© De la imagen de cubierta: Andrés Guido Pérez

Montaje de cubierta: Juan Pablo Venditti

Primera edición, 2022

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano

© Ned ediciones, 2022

Preimpresión: Fotocomposición gama, sl

ISBN: 978-84-18273-83-4

La reproducción total o parcial de esta obra sin el consentimiento expreso de los titulares del copyright está prohibida bajo el amparo de la legislación vigente.

Ned Edicioneswww.nedediciones.com

A la memoria de Paco Burgos y Claudia Romero, miembros de nuestro equipo en los inicios del recorrido.

Índice

Prefacio

Prólogo

Introducción

Los discursos de la violencia

La violencia es su representación

Violencia no es agresividad

Desamparos y violencias

Lo singular de la víctima

Mejor hablar de violencia(s)

Autolesiones

Suicidios

Agresiones físicas y verbales

Bullying: el acoso del sujeto

Violencia filioparental o violencia ascendente

Lazos familiares, gadgets y redes sociales

Usos del objeto tecnológico

Videojuegos y violencia

La causa (particular) y las condiciones sociales y colectivas

Causa y condiciones

Ideales caídos y grupos de pertenencia

Desigualdad y pobreza: formas de violencia

Realidades que violentan

¿Irregulares, Ilegales o excluidos?

La violencia entre síntoma y pulsión

La violencia como puro afán destructivo

La violencia como síntoma

¿Dos violencias o dos modos de subjetivación?

Estrategias de abordaje

Soporte técnico

Atención individual

El abordaje psicofarmacológico

El trabajo con familias

El trabajo en red: una práctica entre varios

La otra violencia: instituciones y discursos que violentan

Ideas y conclusiones

Epílogos

Después de leer el libro. HEBE TIZIO

Investigar en el campo de la protección a las infancias. SEGUNDO MOYANO MANGAS

Bibliografía

General

Específica del SAR

Videografía

Anexo. Actividad asistencial y características de la población atendida

Actividad asistencial

Características de la población atendida

PREFACIO

Este libro es el resultado del trabajo de muchos años del Servicio de Atención a Residencias (SAR) de la Fundación Nou Barris para la Salud Mental (F9B). La F9B es una entidad sin ánimo de lucro que desde el año 1995 trabaja en el ámbito de la atención en Salud Mental a niños/as y adolescentes en el distrito de Nou Barris de la ciudad de Barcelona. Desarrolla diferentes programas especializados con población infantil y juvenil y con un profundo sentido de proximidad y de inserción en la comunidad. Nuestros ejes de trabajo son la prevención y la asistencia, la formación e investigación, y la publicación y difusión de nuestros hallazgos.

En el año 1997 nace el SAR como fruto de un convenio entre el Servicio Catalán de la Salud (SCS) y la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia (DGAIA). La F9B apuesta por este convenio creando en su seno un servicio específico (SAR). Es un servicio que surge con la vocación de dar una atención particular a una población marcada por la deprivación y muy frecuentemente por la falta de oportunidades: se trata de los niños/as y adolescentes tutelados por la administración. Las situaciones que llevan a la tutela son los diversos tipos de maltrato, desde las negligencias, maltratos físicos y psicológicos hasta los abusos sexuales.

El SAR, desde un primer momento, plantea que el eje de su trabajo tiene al menos dos dimensiones:

1. Dar soporte y asesoramiento a los referentes de los tutelados (educadores sociales, familias, acogedores).

2. Dar asistencia y tratamiento psicológico y psiquiátrico a los tutelados que lo requieran.

Estos ejes que nos guían implican una concepción del sujeto al que atendemos que nos es particular. Ellos y ellas están en el centro de nuestra acción y es a partir de lo que nos plantean que vamos organizando nuestros modos de intervención. Acogemos distintos niveles de sufrimiento: los que se derivan de las patologías, pero también aquellos que se originan en los malestares subjetivos y que no necesariamente tienen un correlato patológico.

Con el producto de esta investigación queremos hacer llegar eso que escuchamos en el día a día de nuestras prácticas clínicas y sociales: las voces de las niños/as y de los adolescentes. Ellas y ellos muy frecuentemente se acercan a sus referentes y les dicen que quieren venir a hablar con nosotros. Eso puede parecer raro, pero sucede por razones varias: porque la compañera de habitación les contó que en el SAR pueden construir un espacio de intimidad; porque la historia que los precede requiere de una elaboración o también cuando el encuentro con lo nuevo se vuelve insoportable.

Desde el SAR estamos abiertos a escucharlos a todos y también a sus acompañantes. Y es porque somos testigos de muchas historias que decidimos hacer esta investigación. Ser testigos nos compromete y nos plantea una responsabilidad sobre las vidas de los chicos y chicas que atendemos. A veces tenemos una función muy especial: tene­mos que traducir algunos fenómenos que nuestros pacientes presentan y que para un observador inadvertido aparecen fuera de contexto. Este «fuera de contexto» se da, por ejemplo, en los fenómenos de violencia. Hay algo que no se entiende y cuando eso sucede aparecen las etiquetas diagnósticas.

Es por eso que nuestro tema, en esta ocasión, es «Violencias y desamparos». Antes de etiquetar, queremos plantear y plantearnos preguntas. El propósito de la investigación-acción no es otro que pre­ci­sar algunos de los interrogantes y de las hipótesis sobre la relación entre experiencias vitales de deprivación —en contextos sociofamiliares de desamparo y abusos— y las respuestas violentas que se observan en algunas niños/as.

Encontraremos en estas páginas hipótesis que el equipo ha ido formulando a partir de un análisis riguroso y detallado de los datos acumulados en los historiales clínicos. También se incluyen las aportaciones teórico-clínicas del propio equipo y de otros profesionales y colegas. Es un saber en construcción, ya que lo que la experiencia clínica nos enseña es que cada caso que tratamos hay que tomarlo como único, aunque lo incluyamos en un conjunto.

Creemos importante, hoy más que nunca, generar, a partir de los resultados, un amplio debate en la comunidad científica (universidad, fundaciones, centros de investigación), en la comunidad de profesionales (colegios profesionales, asociaciones) y en la sociedad misma (medios de comunicación, ciudadanía).

La metodología de esta investigación ha tomado el formato de una investigación-acción incorporando los datos acumulados en el histórico del servicio y todos aquellos que se van generando en la propia intervención a lo largo del período de tres años en los que hemos ido trabajando. Hemos tomado en cuenta datos cuantitativos extraídos de los historiales de los últimos 10 años (alrededor de 600 casos), análisis de casos expuestos a partir de una serie que incluye la diversidad de elementos presentes (edad, sexo, período de institucionalización, tipología de familias de origen, experiencia académica...). Hemos realizado, asimismo, dos grupos de discusión con la participación de distintos profesionales (directores y educadores de CRAE1, profesionales de EAIA2; profesionales del SIFE3) y hemos hecho una amplia revisión de la bibliografía existente sobre el tema. En el anexo ofrecemos algunos datos significativos de esta actividad asistencial. Las referencias a los casos clínicos preservan siempre la debida confidencialidad siendo los nombres usados siempre ficticios.

Este trabajo de investigación, iniciado antes de la pandemia, no ha sido ajeno a todas las vicisitudes que la COVID-19 ha introducido en nuestras vidas. Algunas de las viñetas y testimonios que recogemos dan cuenta de ello, al igual que las conversaciones que hemos tenido con los profesionales, también tocados en sus cuerpos y en sus actos por este acontecimiento traumático. Recogemos en las conclusiones algunas ideas sobre el impacto que todo ello ha supuesto en las manifestaciones de violencia de las niños/as y adolescentes tutelados.

Ahora, los agradecimientos. En primer lugar, nuestro agradecimiento se dirige a todas las niños/as y adolescentes que han confiado en nosotros para que los acompañemos a transitar sus vidas. Y también a sus referentes, educadores sociales y familias, con los que hemos trabajado codo a codo durante todos estos años.

Para la realización de esta investigación hemos contado con la colaboración, asesoramiento y supervisión de José Ramón Ubieto, que introdujo ritmo y rigor durante todo el recorrido. Le estamos muy agradecidos.

También queremos destacar y agradecer especialmente a nuestros colaboradores:

• Ana Cornaglia, trabajadora social de la F9B, que participó con sus escritos y acompañó la investigación desde el principio hasta el final.

• Judith Martín Sala, psicóloga clínica del SAR, quien estuvo en los inicios de la investigación y aportó sus reflexiones, experiencia y viñetas clínicas hasta el mes de octubre de 2020.

• Paula Diaz, psiquiatra del SAR de la F9B que nos ha acompañado con su escucha atenta e interés desde octubre de 2020.

Finalmente, queremos señalar que nuestro modelo de trabajo en salud mental pública se basa en la orientación psicoanalítica, cuyo eje es el respeto profundo a la subjetividad, que considera que no hay un sujeto sin Otro; por eso para nosotros toda psicología individual es siempre social y colectiva, como Freud lo señalaba. Partimos de un principio que esta orientación nos da: no se puede trabajar con niños/as y adolescentes sin incluir en ese trabajo a su entorno. Construimos con todos los actores implicados una red que se teje y se desteje cotidianamente. Este trabajo ha sido posible por el esfuerzo que los profesionales del SAR han puesto en su práctica durante los últimos 25 años.

1. Centro Residencial de Acción Educativa del sistema de protección a la infancia en Catalunya que acoge a niños/as y adolescentes.

2. Equipo de Atención a la Infancia y Familia del sistema de protección a la infancia en Catalu­nya.

3. Servicio de Integración en Familias Extensas del sistema de protección a la infancia en Catalunya.

PRÓLOGO

La violencia no es un accidente del ser humano y del lazo social, es una respuesta fallida a un conflicto, a la tensión inherente al sujeto y a la sociedad en la que vive. Freud se refirió a ello con su concepto de la pulsión de muerte para indicar que la palabra y su universo simbólico no bastaban para absorber ese conflicto, constitutivo del sujeto y de su vínculo al otro. El drama de la Primera Guerra Mundial, que dio al traste con la felicidad del mundo de ayer que tan bien nos recordó Stefan Zweig, le sirvió para leer en las neurosis traumáticas de muchos de los combatientes esa pulsión de muerte, velada por los ideales victorianos. No siempre queremos el bien, a veces nos esforzamos denodadamente para buscarnos la ruina: consumos, conductas de riesgo, accidentes de tráfico, hábitos poco saludables, violencias varias. La palabra trata de regular y frenar esa satisfacción que desborda al ser hablante, pero ese imperativo superyoico del ¡Goza! nos empuja a buscar el malestar. Lacan llamó a eso goce, concepto que une la libido y la pulsión de muerte y que se localiza en el cuerpo como efecto de la incidencia del lenguaje. Lo que escuchamos no deja de percutir en nuestro cuerpo, dejando sus huellas y marcas en forma de escritura.

No nos violentan nuestros instintos básicos y atávicos, como algunos discursos promueven, elidiendo así la responsabilidad (capacidad de responder) de cada sujeto. Cuando el anudamiento entre ese goce —experimentado en el cuerpo— y la lengua no funciona, se produce la violencia como su puesta en acto bajo sus diferentes modalidades. La violencia implica que hay cierta desagregación de la libido y la pulsión de tal manera que el sujeto —que vive, entonces, su cuerpo como algo extraño— renuncia a hacer uso del lenguaje, a asumir ciertos riesgos y opta por el rechazo del otro, lo que, de paso, lo autosegrega. Allí donde fracasa la traducción de esas sensaciones corporales, donde no encuentra las palabras adecuadas para nombrar «lo que siente», surge el acto y la violencia como cortocircuito para recuperar la sensación del cuerpo que se escapa, como un real inatrapable.

Reconocer la existencia de esa condición humana pulsional es el primer paso para poder limitar su poder destructivo, aceptando entonces que nuestro objetivo no será la erradicación (imposible) de la violencia, sino su delimitación. Conocemos muchas experiencias que muestran cómo las pretendidas políticas de erradicación de la violencia (como si se tratase de una plaga) no hacen sino desplazar ésta a otras escenas más ocultas o desviadas del foco mediático. Lacan hablaba del odio sólido para mostrar cómo su fin no es otro sino el de reducir al sujeto a un desecho, a un puro objeto de rechazo.

La violencia necesita, pues, encontrar un destino, vehicular esa tensión y para ello históricamente se han creado rituales como tratamiento de lo pulsional del sujeto. Lo constatamos en muchos ritos festivos, donde servía de colofón, animada por el consumo de tóxicos, de muchas fiestas populares, Allí los jóvenes, tolerados y animados por el orden social adulto, libraban sus cuerpos al combate. Todo ello formando parte de un ritual que incluía las coordenadas simbólicas en las que esos actos violentos cobraban sentido. Hoy los campos de fútbol son una buena muestra de esa escena de violencia ritualizada que procura un destino a la pulsión de muerte. Las peleas entre barrios (contradas) en la fiesta del Palio de Siena o los enfrentamientos verbales entre aficiones en el estadio son ejemplos de esta violencia que busca una salida «protocolizada» a lo pulsional de cada sujeto.

El libro que tienes en tus manos, lector/a, parte de estas tesis para analizar y comprender una realidad y sus especificidades: las de aquellos niños/as y adolescentes que, por vicisitudes de la vida, se han confrontado más directamente al desamparo y cuyas manifestaciones violentas serían incomprensibles fuera de su contexto familiar, social y personal. Todos ellos sufren un apremio, ligado al amor y sus patologías; al deseo y sus precariedades y al goce que los perturba y, a veces, desborda. Ese apremio los deja desamparados porque les faltan los recursos simbólicos para tratarlo y, en muchas ocasiones, también los apoyos sociales y familiares. En ese sentido, esa cierta orfandad favorece su identificación al lugar de la víctima, como un nuevo lazo social que se propone en nuestra época para tratar el traumatismo, inherente al ser hablante. Todos tenemos una parte de real por tratar, una satisfacción que nos incomoda y no sabemos cómo hacer con ella. Una vergüenza con la que vivir y cuya tentación de desconocer es grande. Esa misma condición original de seres hablantes nos convierte en cierto modo a todos en víctimas del lenguaje. La tentación es acogernos a esa posición cada vez que encontramos un impasse y llegar a obturar de esta manera nuestra implicación subjetiva en todo ese proceso, el reconocimiento de aquello que para cada uno se juega en esa escena.

Los/as autores/as de este libro, con una larga y reconocida trayectoria en el campo de la salud mental y de la clínica infantojuvenil, no ignoran esos factores objetivos de deprivación y desamparo de los sujetos que atienden, pero son conscientes de que esa pasividad, que en muchas ocasiones implica el significante mismo de víctima, supone que el sujeto, al igual que vemos en las categorías diagnósticas, queda mudo, sepultado tras esa «nominación para», quedando escondido su pensamiento y sus temores ante la posibilidad de ser activo. Una víctima es alguien de quien se habla, en nombre de la cual se realizan actos políticos, educativos o terapéuticos, pero su inclusión en la clase «víctima» la excluye del acceso a la palabra y en ese sentido la desresponsabiliza en relación a la causa.

La propuesta que encontramos en el libro es otra: se trataría, en su escucha como clínicos, de apuntar a lo singular de la víctima más que a aquello que la colectiviza y la atrinchera en la categoría social de «víctima del desamparo» diluyendo así su singularidad y su responsabilidad. Una de las enseñanzas que encontramos en la variedad de casos clínicos del libro es verificar, en cada uno de ellos, el uso off label (particular) que muchos sujetos hacen de ese significante para desmarcarse de esa nominación. Su desamparo puede ser, también, la oportunidad de hacerse escuchar, de usar ese significante para dirigirse al otro y denunciar su abuso; incluso puede ser el nombre que uno se da para mantener una dignidad cuando es despojado de sus recursos más básicos.

Para sostener esta conversación regular, los/as autores/as se desmarcan del paradigma de esa nueva relación asistencial, que ha surgido de la fusión entre la tendencia «individualista» —tan propia de la época— con las falsas promesas del seudocientificismo. Hoy ya conocemos bien las características y consecuencias de eso que se presenta como una «novedad»: desconfianza del sujeto (paciente, usuario, alumno) hacia el profesional al que cada vez le supone menos un saber sobre lo que le ocurre y del que cada vez teme más se convierta en un elemento de control y no de ayuda; la posición defensiva de los propios profesionales que hacen uso, de manera creciente, de procedimientos preventivos ante posibles amenazas o denuncias de sus pacientes; la pérdida de calidad del vínculo transferencial, patente en la transformación del encuentro, cada vez más fugaz, de corta duración y siempre con la mediación de alguna tecnología (pruebas, ordenador, prescripción), y la cuarta consecuencia, correlativa de la anterior, es el aumento notable de la burocracia en los procedimientos asistenciales. Todo ello configura una nueva realidad marcada por una pérdida notable de la autoridad del profesional, derivada de la sustitución de su juicio propio (elemento clave en su praxis) en detrimento del protocolo monitorizado, una reducción del sujeto atendido a un elemento sin propiedades específicas (homogéneo), y que responde con el rechazo (boicot y violencia), y una serie de efectos en los propios profesionales diversos y graves: burnout, episodios depresivos recurrentes o mala praxis.

En el texto encontramos un lúcido análisis de esas formas de violencia institucional, presentes, también, en el abuso de la categorización protocolizada y de la medicación generalizada en muchos niños/as y adolescentes. En su lugar nos proponen un método de conversación —que incluye el encuentro regular con otros profesionales, especialmente los educadores que acompañan a estos niños/as y adolescentes y a los que el SAR ofrece su soporte técnico— capaz de leer esos cuerpos agitados y/o indolentes que hablan de un malestar que interfiere en sus vidas (aprendizajes, lazos sociales), apostando por no renunciar a su lugar como interlocutores válidos para estos sujetos apremiados. Un método que no los reduzca a cuerpos deficitarios que exigen correcciones bioquímicas o conductuales sin escuchar su sufrimiento subjetivo, porque ignorar la subjetividad —tomándolos como sujetos mudos— es una modalidad de violencia institucional insostenible y más cuando se trata de niños/as y adolescentes. De allí que la construcción de cada caso, la mirada que produce la novedad del caso, sea siempre el resultado de una elaboración colectiva entre todos aquellos: clínicos, educadores, trabajadores sociales que intervienen en la vida de los niños/as, adolescentes y sus familias.

Los/as autores/as muestran así, no sólo su saber hacer clínico, sino también su compromiso ético con las infancias y adolescencias desamparadas. Su deseo les permite incluir en esa conversación algunos ingredientes necesarios como el sinsentido (aquello que de entrada no comprendemos pero que no es, por ello, obstáculo para acompañar estas vidas); el humor como antídoto para ese empuje superyoico; la sorpresa como signo de las invenciones que cada niño/a y adolescente realiza para tratar sus síntomas y la poesía como el arte de dar vida nueva a las palabras, nombrando así el real que los acosa y los deja desamparados y al borde de la violencia como una falsa salida. Violencias y desamparos es una ocasión magnífica, pues, para conocer el alcance de lo que una orientación psicoanalítica puede proporcionar en la comprensión y abordaje de la clínica infantojuvenil actual.

JOSÉ RAMÓN UBIETO

INTRODUCCIÓN

Nuestro anhelo es explorar el fenómeno de la violencia en las infancias y adolescencias tuteladas. Queremos analizar sus diversas manifestaciones y en sus diferentes registros: clínico, educativo, social, institucional, comunitario. Problematizar diversas tesis, algunas muy firmes, como las que asocian de manera automática las condiciones familiares y sociales (pobreza, abusos, maltratos, negligencias, alcoholismo o trastorno mental de los progenitores) a la producción de esa violencia. Todas estas condiciones, y muchas más, operan sin duda en la vida de estos sujetos y son marcas y cartas con las que ellos juegan. No son inocuas, pues, pero tampoco determinan los actos ya que, entre ellas y las respuestas de cada sujeto —siempre singulares— hay un consentimiento, una elección, más o menos consciente, que cada uno y cada una realiza y de la que debe hacerse, después, responsable.

Nuestro trabajo de acompañamiento de estas vidas, muchas veces en crisis graves, apunta al apoyo, pero también —porque uno no va sin la otra— a la responsabilidad del sujeto para que pueda responder, mediante la palabra, la conversación y sus actos, a eso que le ocurre. Las viñetas aquí expuestas testimonian de este trabajo, extenso en el tiempo e intenso en su riqueza clínica y en su diversidad personal.

Esta clínica del caso por caso es nuestra principal brújula para orientarnos y tratar de captar lo que de único y singular se pone en juego en cada caso concreto, y que nunca será una repetición exacta de lo que les pasa a otros y de cómo reaccionan, por más que haya similitudes.

La violencia tiene muchas manifestaciones: agresiones físicas (auto o hetero), verbales (amenazas, insultos), acoso, signos de rechazo, robos, fugas y errancias. Algunas de estas manifestaciones las calificamos como acting-out porque convocan a un Otro del que se espera una respuesta a modo de interpretación. Otras, las calificamos de pasajes al acto porque se trata allí de romper el vínculo con ese Otro, del que ya no se espera nada. El eje de nuestro análisis tiene que ver con una variable clave como es el desamparo, derivado de circunstancias sociofamiliares e institucionales. Desamparo que tiene dos vertientes, la social y la subjetiva, a las que nos referiremos más adelante.4

Sería un error tratar de comprender estos fenómenos en sí mismos, como hechos que se explican solos, ya que todos ellos los podemos pensar a partir de una clave binaria: algunos poseen una clara significación sintomática —lo que supone que incluyen un mensaje y una satisfacción oculta para cada uno— y otros, en cambio, son respuestas sin significación inicial, obedecen a una lógica pulsional. Por lógica pulsional entendemos algo en lo que nos detendremos después: la violencia implica el cuerpo, incluso aunque sea sólo verbal. Eso ya pone en juego una satisfacción ligada a lo que Freud nombró como los orificios pulsionales, esos bordes corporales (boca, ojos, oído, esfínteres) a través de los cuales vehiculamos la satisfacción de mirar (ser mirados), oír (hacernos escuchar), expulsar (retener), chupar (ser devorados), etc. Cualquier conducta que califiquemos de violenta sólo es inteligible si la tomamos como parte de un proceso psíquico, donde cuentan más las condiciones que han posibilitado ese acto que la acción misma.

Sigmund Freud (1905), en Tres ensayos sobre teoría sexual, tras diferenciar entre agresividad, violencia y crueldad, trata de precisar la lógica del reencuentro del sujeto con el objeto. Señala las formas de destrucción, maltrato o sometimiento de ese vínculo. Más tarde, en El malestar en la cultura (Freud, 1992), destaca cómo el semejante puede ocupar el lugar de auxiliar, de objeto sexual, pero también de objeto de satisfacción de la agresividad.

Años más tarde, Donald Winnicott (1956), en su texto sobre «La tendencia antisocial», plantea que la violencia tiene dos orientaciones: el robo y la destructividad. El robo ligado a una demanda de amor (esperar algo del otro) puesto que el sujeto se siente deprivado del amor paterno y busca algo en alguna parte. Este robarle algo al otro se asocia también a la mentira, donde el ocultamiento puede tener la significación de producir un vacío frente a ese otro. La destructividad, que incluye también fenómenos como la incontinencia, apunta a la búsqueda de un marco en constante expansión, una suerte de regulación pulsional, en el sentido antes mencionado del empuje pulsional que necesita de un límite que evite el des-borde. Esa expansión para Winnicott es «como si de los brazos de la madre fuera a la familia, la escuela y la sociedad para terminar en las leyes y la cárcel».

En este catálogo de fenómenos encontramos, además de la violencia dirigida al otro o a los objetos, las autoagresiones. Éstas incluyen, a su vez, una casuística diversa: desde los cortes y lesiones corporales hasta el suicidio mismo.

Una característica común —y muy importante— a todos estos fenómenos es la puesta en primer plano del cuerpo del sujeto, sea como instrumento para golpear al otro o a los objetos, sea para golpearse a sí mismo. La violencia, fuera de la palabra, surge como una disrupción, una intrusión en el cuerpo del que la experimenta de un goce que lo desborda. Se trata, en todos los casos, de cuerpos violentados. Goce es un concepto paradójico que toma todo su valor en la enseñanza de Lacan y que alude a aquello que se satisface en el cuerpo de manera permanente y que a veces es vivido como placer consciente, otras como malestar e incluso como sufrimiento.

La tesis que proponemos, orientados por el psicoanálisis, es que no nacemos con un cuerpo. Más bien nacemos con un organismo que nos envía diversas sensaciones y por eso hablamos, a veces, de cuerpo fragmentado. Para tener un cuerpo se tienen que producir diversas operaciones. Lacan (1976) nos indica que una de ellas es el estadio del espejo, que implica que la primera idea de cuerpo proviene de la alienación a la imagen de otro y que para que eso suceda es necesaria la mirada atenta del Otro.

Luego, hará falta una mediación simbólica, un tercero que ayude a trascender la rivalidad imaginaria y que desplace el progreso subjetivo a la referencia del Ideal, que pasa entonces a dibujar su horizonte subjetivo. Ser bueno, ser brillante, cumplir con el otro, ser valiente, obediente... todo eso se convierte en vías para alcanzar una buena imagen, ya no restringida a lo imaginario, sino planteada en términos de ideal. A eso se refiere Freud cuando formula su complejo de Edipo, que luego el propio Lacan renombra como metáfora paterna.

Hoy, disponemos de muchas y variadas estrategias para disciplinar los cuerpos (cirugía, deporte, maquillaje, tatuajes, tóxicos) y todas apuntan en la misma dirección: borrar la fragmentación corporal —esa división interna— y forzar los propios límites corporales, garantizando una unificación imaginaria. También Le Breton (2011) propone que cuando un sujeto cambia su cuerpo en realidad lo que desea es cambiar algo de su existencia. En la actualidad, según Le Breton, el individuo se presenta como coautor de su cuerpo: busca cincelarlo, fabricarlo, transformarlo. Las marcas corporales responden a esta voluntad de dominio sobre él. Pero se trata de una voluntad y un dominio cambiante: la identidad no se fija en un lugar, el cuerpo como anclaje de esta identidad se presenta como maleable, una arcilla que aparece como no sujeta al paso del tiempo.

Apostamos por leer esos cuerpos violentados, su agitación, como cuerpos que se satisfacen en el silencio de las pulsiones (Miller, 2014). Nos referimos así al hecho de que la pulsión se satisface sin palabras, si bien su resorte, la clave de ese goce pulsional, está en el lenguaje mismo. Por eso Lacan (2008) definió la pulsión freudiana como «el eco en el cuerpo de que hay un decir». No es, pues, necesario saber las claves de los actos, tener la significación y las palabras precisas, para hablar con ese cuerpo.

Interrogarse por los fenómenos violentos es, entonces, hacerlo por la relación que cada uno y cada una tenemos con nuestro cuerpo y con el goce que lo parasita. Indagar acerca de las respuestas de ese real con el que nos las tenemos que ver y cómo cada cual inventa sus «soluciones» sintomáticas, más o menos fallidas. Ese eje es el que desarrollamos a lo largo de los capítulos siguientes.

4. Sobre esta distinción se puede consultar: Brignoni, S., Claro, J., Esebbag, G. y Martín, J. (2010). «Precariedad social, precariedad simbólica: ¿qué futuro para los adolescentes tutelados?», en L'interrogant, 10, Barcelona.

LOS DISCURSOS DE LA VIOLENCIA

«La rabia no es en absoluto una reacción automática ante la miseria y el sufrimiento como tales.»

Hannah Arendt, Sobre la violencia

¿Vivimos en una sociedad cada día más violenta? ¿Qué queremos decir cuando hablamos de violencia, agresividad, crueldad, destructividad? ¿Son las niños/as, y sobre todo los adolescentes y jóvenes, los más próximos a esos fenómenos de violencia? ¿Cómo influye su historia y su entorno? ¿La deprivación y el desamparo son factores decisivos en la génesis de esa violencia? ¿Las instituciones ejercen esa misma violencia? ¿De qué manera?

Los discursos sociales imperantes, sean de carácter político o mediático, ofrecen respuestas diversas a estas preguntas y es un hecho que esa lectura condiciona las manifestaciones de la violencia, a veces muy negativamente por sus efectos de estigma social y construcción de la violencia misma como un hecho descontextualizado. En diversos ámbitos o discursos se destaca hoy a la violencia como uno de los síntomas más relevantes de nuestra contemporaneidad. Incluso aunque no se produzca está presente como una sombra, como una amenaza de posible realización en la cotidianeidad. En noviembre de 2018, Unicef nos advertía que el acoso y los golpes serían responsables de la interrupción del itinerario formativo de 150 millones de niños entre 13-15 años, o sea la mitad de la población mundial de esa edad.5

Hoy, la violencia es, sin duda, un significante amo, una palabra clave que crea nuevos polos de identificación. A veces escuchamos hablar de los niños «tiranos» y se anticipa que ellos se convertirán en «adolescentes violentos». Se contabilizan señales de alarma o factores que aumentan el riesgo de violencia. Comentarios que aluden a que los niños o adolescentes son cada vez más violentos fuera y dentro de casa. Se habla de un fenómeno que se ha nombrado como «violencia invertida» (Barbolla, 2011) y eso produce un clima de alarma social.

La «violencia invertida» o violencia filioparental es el maltrato de los niños sobre los padres, un problema que se origina, según algunos expertos, debido a la excesiva permisividad de los padres, entre otras razones. Ahora bien, frente a esta concepción de la violencia, la pregunta que sobrevuela es que si hablamos de violencia invertida ¿estaríamos pensando que hay una violencia «en la buena dirección»? ¿Esta idea de «violencia invertida» alude a una posible nostalgia de lo que en otro tiempo formaba parte de la «normalidad» y que se plasmaba en la «autoridad» del padre?

En una época en la que el significante violencia parece acompañar las distintas formas del vínculo social, eso nos lleva a pensar que la «violencia», así promocionada, forma parte de un discurso que tiende a la naturalización de una realidad creada bajo los efectos de identificaciones (niños violentos); significaciones (de una familia violenta sólo pueden esperarse hijos violentos) y de modos de goce (la supuesta satisfacción que se encuentra en la violencia). La propia etiqueta de «niños malos» o «niños violentos» implica una valoración moral que evoca la añoranza del padre ideal que definiría, con sabiduría y prudencia, los límites del bien y del mal, separando así aquellos sujetos que serían aceptados y los que permanecerían a su vera, pero bajo la etiqueta de «malos», siempre susceptibles de redimir. La clínica nos muestra cómo en determinadas circunstancias el sujeto mismo puede identificarse a esa categoría de malos a fin de evitar la exclusión: mejor ser malo, para el otro, que ser «nadie».

Este siglo XXI está marcado de inicio por varias caídas y por la agudización del eclipse del padre tradicional y su función de transmisión. Por eso no resulta extraño que, si ese déficit pone en cuestión el ser mismo del sujeto, éste opte por proporcionarse una neoidentidad de superhombre más allá de la ley, en un intento de superar el impasse de la impotencia mediante la ilusión de la omnipotencia. Si el patriarcado imponía ideales imposibles de soportar para muchos, ahora hay cuerpos y goces excesivos, imposibles de soportar para un Otro social que aspira a alcanzar una normalización, como sea, de esos cuerpos «fuera de la ley» del sentido.

Ser «nombrado para», en el sentido que le daba Lacan, es uno de los modos de tratamiento que los chicos usan para encontrar un lugar. Muchos de estos chicos y chicas que atendemos, y que son hablados por el otro como «malos o violentos», se han encontrado en sus vicisitudes biográficas solos frente a la dificultad de sus madres y padres6 que, por razones diversas, no han podido establecer lazos preferentes y estables entre ellos. El abandono, el abuso, la violencia los han hecho ocupar de manera precoz e inadecuada lugares y lazos que han funcionado como una nominación y una profecía del destino.

La violencia es su representación

Pero ¿de qué modo se nos (re)presenta la violencia? Suele presentarse como algo ajeno a lo «civilizado», como si fuera inhumana. A veces, también, se la tapa o se la niega. ¿Podemos pensar el fenómeno o los fenómenos de violencia como ajenos o por fuera de la civilización? o, incluso, ¿podemos pensarla como un fenómeno inhumano?

Al contrario que en el discurso común, que piensa la violencia frecuentemente como inhumana, desde el psicoanálisis podemos pensar las distintas declinaciones de la violencia como lo más propiamente humano. ¿La violencia es una reacción natural? ¿Es irracional? Hannah Arendt (2005) opina lo contrario: estudiando situaciones extremas, como la experiencia de los campos de concentración, dice que el hombre en situaciones de deshumanización pierde la furia y la violencia: se vuelve sumiso.

Furia y violencia surgen, más bien, cuando se sospecha que algo puede cambiar; cuando se ofende el sentido de justicia. Es decir que, en cierta medida, nos señalan un horizonte donde el sujeto aún espera algo, aunque nos resulte difícil entender el modo en que muestra su esperanza. Esto es algo que observamos frecuentemente en los adolescentes con los que trabajamos: tienen un alto sentido de la justicia y están muy pendientes del otro que les hace de referente. Observan y juzgan sus modos de intervenir y no admiten, como señalábamos anteriormente, lo que consideran como falso, y mucho menos lo injusto.

Es importante, para los profesionales, saber —como nos señala Arendt (2005)— que lo irracional en la violencia es cuando se vuelve sobre sustitutos que no la han causado. Pero eso, al contrario de lo que algunos discursos pueden sostener, no la convierte en una violencia sin causa o inmotivada.

Esa representación de la violencia como algo monstruoso e irracional confirma que la violencia aparece como uno de los grandes tabúes de nuestra sociedad. Un tabú cuyo reverso, señala Fernández Villanueva (2010), es la «obsesión por la pacificación». Esta obsesión se declina de diversos modos: no se debe castigar a los niños; no hay que mostrar violencia en la televisión; los niños no deben jugar con juguetes bélicos. Sin embargo, eso que nos impacta como tan nuevo, en realidad no lo es. La cuestión de la violencia está presente como tema y preocupación desde siempre. La guerra en Ucrania, a la que asistimos mientras finalizamos este libro, es un episodio más de esta serie de violencias.

Tomemos como ejemplo a Hobbes, que en 1651 ya destacaba que «el hombre es un lobo para el hombre» (en latín homo homini lupus) dando a entender la presencia de un impulso a la destructividad inherente a cada ser humano. Tiempo después, el «contrato social» aparece como un modo de tratamiento a esa impulsividad (Ons, 2008). El contrato implica un modo de hacer pasar por la letra aquello que se presenta fuera de la palabra. El contrato es, entonces, un modo de tratamiento. En cierta medida podemos pensar que la idea de contrato es una interpretación que nos señala que la violencia es contraria a la estructura articulada de la palabra. Pero, el contrato obvia que las manifestaciones subjetivas de la agresividad no pueden ser tratadas completamente por la palabra. Hay un componente inherente a los seres humanos que no se deja atrapar por las palabras. Eso es algo que en el campo de la infancia y la adolescencia podemos observar a diario: cuando invitamos a un niño a reflexionar sobre su conducta puede aceptar esa invitación, incluso reconocer lo que se le plantea, pero —a pesar de eso— seguir en un circuito en el que sus conductas se repitan. A veces pueden llegar a hacer un víncu­lo entre sus conductas violentas y un afecto que los violenta desde dentro.

Es el caso de Ainhoa, una niña de 9 años que comentaba en sesión que cada vez que explotaba se trataba de una «rabia» que sentía y a la que no podía limitar. Esa «rabia» le hacía pensar que dentro de ella había dos niñas: una mala y otra buena. Y la que en general predominaba era la mala. En este caso no parecía tratarse de una voz alucinada que le hablara, sino más bien de una fuerza que no cesaba de empujar. Esa «rabia» era su reacción a la tutela: ella la vivía como un encierro del que tenía que escapar. Actuaba ese afecto «fugándose» del centro en el que vivía para volver cada vez a su entorno familiar. Este ejemplo nos muestra que el tema de las fugas no es tan sencillo de entender. Si bien es uno de los modos de comportamiento que «violentan» más —y con más frecuencia— la estructura de las instituciones de internamiento, ellas no siempre responden a una problemática de la institución en sí. En este caso es algo previo a la institución: es la reacción de una niña a una separación que no puede comprender ni avalar.